Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 2

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Hacía cuatro días, el sábado a las dieciocho horas había vuelto con el coche a Düsseldorf. Me di un baño caliente y me afeité. Luego me senté en la cocina y comí con apetito un delicado estofado de ternera, que Mila Blehova me había preparado. Ya estaba preparada para mi vuelta. Desde Brunswick la había telefoneado. («Ahora son las once. Llegaré entre las cinco y las seis, señora Blehova.» «Muy bien, señor Holden. Y, por favor, llámeme Mila. Todos me llaman Mila, la vieja Mila.» «En este caso deberá usted llamarme Robert.» «No, por favor, no.» «¿Por qué no, Mila?» «Porque usted es un hombre, señor Holden, y mucho más joven. La gente podría murmurar.»)

Me había tomado tiempo en la vuelta a casa, esa tarde del sábado, llena de sol, había leído el diario en la bañera, me había sentado junto a la ventana de mi habitación sobre el garaje, fumando un cigarro y contemplando el parque que se estaba insensiblemente desdibujando en la creciente oscuridad. Luego me senté en la cocina al lado de Mila y comí el apetitoso estofado y bebí la fresca cerveza Pilsen. Las dos doncellas se habían ido a bailar a la ciudad y el criado estaba en el cine.

El viejo perro dormía junto a la chimenea. Julius Brummer había, pues, debido dejarlo en casa. Mila Blehova preparaba la pasta para un pastel. Rompió dos huevos sobre el montón de harina, desparramó azúcar en polvo encima y cortó pedacitos de manteca, repartiéndolos por toda la mesa. Me dijo:

—Estuve con mi Nina esta tarde, señor Holden. Me han dejado verla.

—¿Cómo se encuentra?

—Dios mío, todavía está muy débil, mi pobre Nina. Pero le han pintado los labios de rojo y me ha dicho: «Sabes, Mila, porque tenía temor que le hicieran esto a mi marido, por eso lo he hecho». —Mila Blehova empezó a amasar con cuidado toda la masa. De cuando en cuando, nerviosa, respiraba profundamente—. Yo le he dicho: «Nina, tontina, ¿qué te has imaginado? Nuestro querido señor es completamente inocente, lo sabemos todos. Sólo que le tienen envidia porque gana tanto dinero, y por esto, de forma ruin, han presentado una falsa denuncia contra él. Pero tendrán que ponerlo en libertad, y muy pronto, y entonces los juzgarán a ellos». Y Nina me preguntó: «¿Cómo lo sabes?». Y yo le dije que el señor me lo había dicho, él en persona.

—¿Cuándo? —pregunté yo.

—Hoy, al mediodía. Él ha venido con dos señores de la policía y su abogado y se ha llevado ropa limpia y muchísimos papeles. Entonces me ha dicho: «No te pongas nerviosa, Mila, todo esto es un malentendido y nada más. No vuelvas a tener tu hipo, no vale la pena». Así es él, el señor, siempre piensa en los demás, nunca en sí mismo.

—Sí —asentí, y volví a llenarme el vaso de cerveza—, es un hombre admirable.

—¿No es verdad, señor Holden? ¡Estoy tan contenta de que usted piense Jo mismo! ¡Para mí es el señor, el hombre más maravilloso del mundo! Tan bondadoso. Tan generoso. Y de usted tiene también una gran opinión, señor Holden.

Volvió a respirar profundamente:

—¡Dios mío, Dios mío, mis eructos!

Ahora aplanó la pasta con un rodillo hasta hacerla muy fina.

—Todo irá bien —dijo, optimista—. No tengo ningún miedo. El señor es bueno y, por ello, todos los malos están contra él. Así me lo he pensado. —Depositó con cariño la fina pasta en un molde de metal y empezó a recubrirla con discos de manzana—. Le alegrará el pastel.

—¿Es para el señor Brummer?

—Naturalmente. Pasteles de enamorado, ¿sabe usted? La pasta muy fina y mucha fruta. Se lo he preguntado a los señores de la policía. «Perfectamente», me han contestado, se lo puedo llevar mañana a la cárcel, el pastel. Siempre ha comido pastel el domingo. Era el día más hermoso para él...

Mila sonrió.

—Así, pues, durante un tiempo, sí, durante un tiempo los malos también tienen poder, ¿no es verdad, señor Holden? Vea, por ejemplo, a Hitler, el mundo entero ha temblado ante él, de tan poderoso que se ha hecho. Pero, ¿por cuánto tiempo? Y ha caído con todo su poder y el bien ha triunfado. O Napoleón con todas sus victorias, por fin lograron encerrarle en aquella isla, ya lo sabe usted. E incluso el César. Y esté seguro que tenía también mucho poder. A pesar de todo, he oído decir, que, por fin, le apuñalaron en su Parlamento, de Roma. No, le he dicho a mi Nina, en definitiva siempre vence el bien. Y por ello no debemos abrigar ningún temor por el señor, ¿no tengo razón?

—¿Mila?

—Sí.

—¿Quiere hacerme un favor?

—Todos los que quiera, señor Holden.

Metí la mano en el bolsillo y saqué una pequeña llave.

—Cuando la he llamado por teléfono desde Brunswick, llevaba una cantidad de papeles en el coche. Son papeles que demuestran que el señor Brummer es completamente inocente.

—¡Jesusito mío de mi alma, ya lo sabía yo!

—En un Banco de Brunswick he alquilado un compartimiento acorazado y he metido todos los papeles dentro. Sólo yo puedo volver a sacarlos, con esta llave y un número de código.

—¡Oh, cómo tenía razón el señor! ¡Usted es un buen hombre y hemos tenido suerte con usted!

—Tome la llave, Mila. Guárdela. No diga a persona alguna que usted la tiene. ¿Conoce algún buen escondrijo?

—Tengo un sobrino que vive aquí cerca. Le llevaré la llave, esta misma noche.

—Nadie puede hacer nada con la llave, ¿comprende usted? Sólo yo puedo abrir la caja con ella. Pero, a pesar de todo, yo no quiero tenerla conmigo.

—Acabo de hacer este pastel y me iré a casa de mi sobrino, señor Holden.

—Gracias, Mila.

—Ah, antes de que se me olvide, alguien ha llamado un par de veces.

—¿A mí?

—Sí, un amigo. Tiene que hablar con usted urgentemente.

—¿Cómo se llama?

—No ha querido dar su nombre, era un poco tímido. Está en el bar Edén. Usted ya debe saber quién es diciéndole bar Edén. ¿Lo sabe usted?

Afirmé y pensé en sus largas y sedosas pestañas y en su rapsodia incompleta...

—Posiblemente me dé hoy una vuelta por allí. ¡Era un maravilloso estofado. Mila, el mejor que haya jamás comido!

—Me hará ruborizar, señor Holden.

—No, de verdad. Y gracias por lo de la llave.

Mientras ella abría la puerta del horno para ver cómo seguía el pastel, sobre la pared de ladrillo blanco de la cocina se me representó mi madre. Desde lejos, muy lejos, resonaba la animosa voz de una mujer, que durante una vida entera había sido perseguida por las deudas y los tenderos, por los colectores de impuestos y por la necesidad, siempre renovada, de preparar comidas calientes para su familia: «El sábado es el más hermoso día de la semana...».

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