Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 7

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Mila Blehova estaba sentada en mi cama cuando recobré los sentidos. Ella se retorcía las manos.

—¡Jesús, María y José, señor Holden, lo que me he emocionado! ¡He temido que el corazón se me pararía!

El viejo perro husmeaba el cobertor de la cama, me lamía la mano y gemía sordamente. Comprobé que me habían vendado. Había mucha luz en la habitación, la claridad me dañaba los ojos. Tenía la cara hinchada y me dolía todo el cuerpo.

—Oí el perro —le dije.

—Sí, también «Pupele», pobre viejo, se ha vuelto loco de repente. Dormía en mi habitación y, súbitamente, ladra el perro y gimotea y tengo que acompañarlo hacia abajo al jardín, pero él se precipita hacia el garaje. Debe de tener un sexto sentido nuestro «Pupele». Yo corro, tan de prisa como puedo, detrás de él, hacia aquí, pero ya era demasiado tarde. Todavía he podido verlos a los tres, los asesinos, los malditos. Pero han saltado la valla y fuera... Entonces le he encontrado a usted, desmayado y lleno de sangre. He creído que estaba muerto. Ya estoy demasiado vieja para estos trotes, señor Holden. Unas náuseas semejantes no había vuelto a tenerlas desde la guerra de Hitler.

—Querían conseguir los papeles, Mila.

—Ya lo he pensado, ya...

—¿Quién me ha vendado?

—He llamado al doctor Schneider. Volverá al mediodía. La policía estuvo aquí. También volverá a las once.

—Muy bien.

—He telefoneado igualmente al abogado del señor. Le ruega que no diga nada a nadie.

—Hum...

—Estuve también en casa del albañil. Vendrá hoy mismo a empezar el trabajo. Es domingo, pero no le importa. Pondremos rejas delante de todas las ventanas. —Sacó una hoja de papel y se caló unas gafas con montura de acero—. Me lo he anotado todo. ¿Puede usted prestarme atención?

—Ya no por mucho tiempo.

—Tan pronto como pueda, dice el abogado, debe ir a la cárcel a ver al señor. Ha obtenido permiso para verle a usted. ¡Vaya bajeza!

—¿Qué, Mila?

—Figúrese, el señor ha presentado una petición a la administración: por favor, él desearía tener consigo a su «Pupele», el perro está tan acostumbrado a él. Y pagaría por ello. ¡Rechazado! Le han dicho que lo máximo permitido son canarios...

—Naturalmente.

—No hemos de decirle nada a la señora de lo que le ha pasado a usted, opina el abogado. Se pondría demasiado agitada.

—Claro.

—Ha hecho bien en avisarme, pues precisamente hace una hora ha telefoneado Nina.

—¿Qué quería?

—Tenía miedo de que viniera la policía y se incautara de cosas del señor..., y de cosas de ella.

Me dolió la cara al intentar sonreír.

—Me ha dicho que le llevara las joyas al hospital. Y los resguardos de las pieles. Durante el verano las mandamos a una peletería para que las conserven.

Se me ocurrió que las mujeres, aun en los momentos más apasionados, conservan un cierto sentido de la realidad. También en París se necesita tener algo para poder vivir...

—Y documentos y cartas. Quería tenerlo todo consigo. ¿Por qué se ríe usted, señor Holden?

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