Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 10

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En el coche se durmió. Su cabeza descansaba sobre mi hombro, y yo conduje con mucho cuidado para no despertarla. A pesar de todo abrió los ojos en una curva, durante un par de segundos. Antes de volver a dormirse me sonrió, pero sin conocerme.

«Ha sido tan pobre como yo», pensé. Esto era algo. Era también tan ambiciosa y carente de escrúpulos. Esto era mejor. Era juiciosa y se rendía cuando la resistencia resultaba inútil. Todo esto lo había yo presentido. Recapacité que había ido solamente al campo de aviación porque ya intuía todo esto. De otra manera me hubiera sido indiferente lo que le pasara a ella.

En el hospital de Santa María, Nina no acabó de recobrar el conocimiento. Había llegado al borde de un desfallecimiento total y hablaba como en sueños, nombrándome Toni y llamando a Mila.

—Señor Holden, ¿qué ha pasado? —quiso saber la superiora, Angelika Meuren, la misma seguramente, que de vez en cuando firmaba el extraño libro de la capilla. Era redondita, rosada y muy bondadosa.

Le mentí:

—La señora me llamó. Desde un café.

—¿Cómo llegó allí?

—Quería ver a su marido, madre. Sus preocupaciones y cuidado por él la empujaron a la calle. Luego se sintió desfallecer y no pudo continuar.

—Naturalmente, he llamado a su casa, señor Holden.

Esto era desagradable.

—Pero nadie respondió.

Esto era satisfactorio.

—¡Mila! ¡Ayúdame, Mila! —exclamaba Nina, mientras la depositaban sobre una camilla.

—Sean tolerantes con ella —le pedí—. El destino la trata rudamente. Su marido, al que ama por encima de todo, se encuentra en la cárcel, inocente.

Ella me contempló en silencio, y yo temí haberme propasado. Parecía como si la madre superiora compartiera la opinión de mucha otra gente, pensando que Julius María Brummer había recibido, por fin, lo que se merecía.

Mientras tanto trasladaban a Nina al primer piso, pasando junto a los pequeños nichos que albergaban santos y santas, y búcaros con flores. Habían extendido sobre ella una manta gris que la cubría enteramente, dejando salir únicamente uno de sus rubios bucles.

Miré hacia ella. Incluso me aparté un par de pasos para contemplarla por más tiempo. La percibí en toda su belleza, a pesar de que la manta la cubría, olí su perfume, aunque no se encontraba ya junto a mí y pensé en lo conveniente que había sido que su vida empezara también pobremente. Luego noté que la mirada de la superiora descansaba pensativamente sobre mí, y me apresuré a preguntarle si podía guardar el abrigo de nutria y el cofrecillo de las joyas en la caja de caudales del hospital. Sí, era posible.

—De ahora en adelante una hermana permanecerá día y noche al lado de la señora Brummer —prometió la superiora. Y con una sonrisa que no me gustó nada, añadió—: No esté intranquilo, señor Holden.

—Buenas noches —me limité a contestar, mientras reflexionaba: «¿Es que ya se me conoce?».

Salí rápidamente del hospital.

En casa supe por qué no había contestado nadie al teléfono.

—Hemos debido ir todos a prestar declaración, señor Holden, las muchachas, el criado y yo. Nada especial. Otra vez a causa del intento de suicidio de mi Nina. Ya le esperaba a usted ¿Estuvo en el cine?

—Sí.

—Eso está bien. Necesita distraerse un poco. ¿Fue una película triste o cómica?

—Cómica.

—Naturalmente. En unas circunstancias así, a mí me gusta también ver cosas cómicas. De Heinz Rühmann. ¿Le conoce?

—Sí.

—Es mi preferido. Y luego aquel de la nariz tan grande. Fernandel, creo que se llama. ¿Le duele todavía la cabeza?

—Ya no. ¿Podría usted mañana por la mañana, temprano, acompañarme a casa de su sobrino?

—Claro que sí. Para buscar la llave, ¿no?

—¿A las siete? ¿No será demasiado temprano? Tengo que hacer otro viaje muy largo.

—Conforme —asintió ella—. A las siete. Hoy podremos dormir todos tranquilamente. Ya han colocado rejas delante de todas las ventanas.

Efectivamente, dormí profunda y reposadamente. Por la mañana saqué el blanco «Mercedes» del garaje y salí con Mila. El cielo resplandecía profundamente azul, el aire estaba quieto. El momento era fresco. El Rhin reverberaba a la luz del sol naciente. El viejo perro yacía entre los dos. Mila contaba:

—...Es mi único pariente que todavía está vivo. Hijo de mi hermana. El niño —Dios mío, siempre digo niño, a pesar de que ya tiene veintiocho años—, el niño le gustará, señor Holden. Es repórter, tal como dicen ahora.

—Ajá.

—Sí, en la redacción del periódico local. Escribe los «Informes policiales», crímenes, suicidios y todo lo que usted quiera. Tiene un aparato especial de radio que funciona continuamente en su casa; yo no entiendo nada de nada, soy una vieja tonta, pero él se entera de todo lo que sucede en Düsseldorf, y con el «Volkswagen» se va a todas partes, fotografía y escribe. Su casa es aquélla, el número catorce.

Paré delante de un edificio nuevo. La calle estaba vacía y el sol mandaba sus rayos a través de las ramas de los árboles. Mila Blehova descendió.

—Espere un momento, él bajará —me dijo.

Miré cómo atravesaba la calle, traspasaba el portal y tocaba el timbre. En el quinto piso se abrió una ventana, con su temblorosa voz aguda de anciana, levantando la cabeza, llamó:

—¿Butzel?

—En seguida —contestó una voz.

Mila, seguida del viejo perro, volvió en mi dirección y se quedó de pie al lado del auto.

—Baja en un momento, señor Holden.

—¿Cómo se llama?

Ella rió:

—Peter Romberg. Pero siempre le hemos llamado solamente Butzel. —Alargaba las úes—. Desde que puedo acordarme, su nombre ha sido Butzel.

Inmediatamente salió de la casa el repórter local, Peter Romberg, y entró en mi vida, y desde este mismo instante, creo yo, fue inevitable lo que sucedió, sucede y sucederá. Temprano, esa mañana del 28 de agosto, se había jugado ya la vida Julius María Brummer. Nadie lo sospechaba aún en esos momentos.

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