Nina

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LIBRO SEGUNDO » 12

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Julius María Brummer había confiado su defensa a un abogado llamado Zorn. Este viajó conmigo esa mañana hacia Brunswick. El doctor Hilmar Zorn era un hombre muy pequeño con una gran cabeza de letrado. Cuando se excitaba o cuando estaba cansado, sucedía algo con sus ojos. Las pupilas se apartaban de su eje y le hacían bizquear. A ello se añadían unos ligeros trastornos orales y una incansable necesidad de llevarse los dedos al cuello de la camisa y tirar de él. Llevaba siempre chalecos de vivos colores, aun en tiempo caluroso.

Esta mañana me forzó a conducir durante media hora a una velocidad de caracol por las quietas calles del barrio de Rugfeld. Solamente cuando estuvo perfectamente seguro de que nadie nos seguía, dejó que me dirigiera hacia la autopista. Me dijo:

—En nuestra situación debemos actuar con absoluta seguridad en todo lo que emprendemos. Sólo así podemos pretender tener éxito.

Se expresaba con una gran seriedad y daba la impresión de estar sosteniendo continuamente una cruzada en favor de la cultura occidental contra bélicos bárbaros procedentes de las estepas. Más adelante comprendí que ésta, su seriedad, era su mayor fuerza. Sugestionaba. La persona defendida por Zorn aparecía inmediatamente, aunque a media luz, con la aureola de los perseguidos injustamente.

En la autopista reinaba un enorme tránsito. En ambas direcciones, a la derecha y a la izquierda de la línea blanca central, estaban las pistas ocupadas. A pocos metros de distancia se precipitaban los coches hacia el norte y hacia el sur. Circulábamos a una velocidad uniforme de cien kilómetros por hora y no cabía ni por sueño intentar pasar a los demás.

Hacía un calor tremendo ese día. A lo menos reinaba un poco de frescor en el coche, manteniendo cerradas las ventanas. La corriente de automóviles no disminuía. Los neumáticos entonaban su estridente canción sobre el asfalto. El doctor Zorn estuvo sentado inmóvil junto a mí desde las ocho hasta las 11’30. Llevaba ese día un chaleco rojo con siete botones plateados y no desabrochó ninguno de ellos. Su camisa era blanca, su corbata plateada y el traje, de mañana, gris. Yo conducía en camisa, con las mangas subidas y el cuello abierto. Cuando el reloj del tablero de instrumentos señalaba las 11’30 en punto, empezó Zorn a hablar:

—Usted transpira.

Tuve que asentir.

—Míreme a mí —continuó—. ¿Me ve transpirar? Ni lo más mínimo. Y, ¿por qué no? Porque no quiero. Es cuestión de voluntad. ¿Sabe usted que sin chaleco yo también sudaría? ¿Por qué? El chaleco ayuda a mantener el porte. El porte lo es todo. Señor Holden, estamos atravesando tiempos difíciles —prosiguió sin transición.

—¿Perdón?

— Bona causa triumphat, ¿comprende usted?

—Hasta este punto, sí.

—Bien. Pero, a pesar de todo, vamos a vivir tiempos agitados. El señor Brummer es, hum, un personaje histórico actual, no se le puede designar de otra forma. Se trata de muchísimo dinero y, cuando media esto la gente concibe las ideas más disparatadas.

—No acierto a verlo claro, señor doctor.

—Puedo suponerme, señor Holden, que usted también es víctima de tales ideas. Me imagino, por ejemplo, que usted se hace la ilusión de que solamente voy a Brunswick a fotografiar los documentos, dejando los originales en la caja.

—Esta es la idea que yo también tengo —le dije—. Usted fotografía, los documentos quedan en la caja, y yo guardo la llave.

Suspiró profundamente, empezó a bizquear un poco y manifestó, llevándose los dedos al cuello de la camisa:

—Yo fotografío, los documentos se quedan en la caja. Pero usted me entrega la llave. Y precisamente ahora.

—¡Oh, no! —exclamé.

—Ta, ta, ta —hizo él—. Entonces le veré de nuevo en Stadelheim.

—¿Dónde?

—Si tuviera la bondad de sostener más firmemente el volante del coche, señor Holden. A esta velocidad puede suceder muy fácilmente un accidente. Le he dicho Stadelheim y con ello quería designar la penitenciaría bávara que se encuentra en esa ciudad. Sin duda, la localidad le es familiar, ya que usted estuvo viviendo nueve años en ella.

Abrí un poco la ventanilla de mi lado y respiré profundamente, pues sentí que iba a ponerme malo.

—Haga el favor de cerrar la ventana, señor Holden, no puedo soportar las corrientes de aire.

—No puede existir corriente de aire si hay solamente una ventana abierta —opuse tercamente. Pero cerré la ventana.

El pequeño abogado sacó un papel del bolsillo y se caló magistralmente unas gafas:

—Señor Holden, supongo que le parecerá lógico que, al tratarse de una causa en la que se encuentran envueltos intereses tan importantes, tomemos informes de todos los participantes en ella, ¿le parece? Usted, en su tiempo, explicó al señor Brummer que había poseído un comercio de telas en Munich.

—Y lo tuve.

—Le contó, además, que por causa de una bancarrota fraudulenta ocurrida en dicho establecimiento había sido condenado a prisión.

—Es verdad, he cumplido una condena.

—Pero no por causa de bancarrota, señor Holden. —Le sobrevinieron ahora las acostumbradas molestias orales. Pronunció—: Y yo le pido, por última vez, que conduzca con más prudencia. Según informes de la abogacía de Estado de Munich le condenó a usted un jurado el 13 de abril de 1947 a dos años de trabajos forzados por la muerte de su esposa Margit. —(Él dijo: Ma-margit)—. El jurado le reconoció circunstancias atenuantes. Fue usted soldado cinco años y había estado dos años prisionero de guerra. Cuando usted volvió a casa el —hum—, primero de setiembre, encontró a su esposa...

—¡Cállese!

—...En una situación inconfundible con el pintor de rótulos Leopold Hauk...

—¡Le he dicho que se calle!

—... Y golpeó de tal forma con la pata de una silla, que había roto, a su mujer Margit Holden, nacida Reniewicz, que la nombrada, en el curso de la noche, y a causa de las heridas recibidas, fa-falleció.

Permanecí en silencio y con las dos manos fuertemente agarradas al volante, pues tenía, efectivamente, dificultades en mantener el coche en buena dirección. Me vino entonces a la memoria unos versos de la ópera Dreigroschen: «Sí, haz un plan, conviértete en algo importante, haz un segundo plan, y los dos se vendrán abajo».

El abogado continuó consultando su papel:

—Las simpatías del jurado estaban de parte de usted, señor Holden. Usted expresó, repetidamente, haber amado mucho a su mujer. Estas cosas hacen siempre una buena impresión.

Un letrero azul y blanco desfiló por nuestro lado. Anunciaba que estábamos a mil quinientos metros de la demarcación de la ciudad de Brunswick. El abogado continuó hablando:

—Fue usted un buen recluso, según me informa la administración de la penitenciaría. Por ello, el 11 de enero de 1956, a causa de su buena conducta, fue puesto en libertad. Usted sabe perfectamente que tendría que purgar el resto de la condena si se hiciera reo de cualquier delito del código penal.

El doctor se pasó los dedos por el interior del cuello de la camisa.

A mí, el sudor me salía de la raíz de los cabellos, goteaba por la frente y los párpados, cayéndome sobre las mejillas. Algunas gotas me entraban en la boca, ocasionándome un amargo sabor.

—En Berlín oeste ha llevado usted a cabo varias acciones contrarias a la Ley —resumió Zorn—. Y me imagino que también la injusta retención de propiedad privada causaría una mala impresión en el juzgado encargado de la revisión de su caso. Con los ojos de la imaginación le veo de nuevo en su pequeña celda.

—¿Qué pretende usted?

—La llave, señor Holden.

Sí, haz un plan...

—Y si le doy la llave, ¿qué sucederá?

—No sé lo qué sucederá, señor Holden, sólo sé lo que va a pasar si usted no me la da.

...Conviértete en algo importante...

—Allí, cerca del poste de gasolina, al lado de la salida, hay un lugar de aparcamiento. Haga el favor de parar allí.

...Haz un segundo plan...

—De lo contrario me vería obligado a presentar contra usted una querella criminal por infidelidad, extorsión y violencia.

...Y los dos se vendrán abajo.

Dirigí el coche hacia el sitio de estacionamiento, al lado del poste de gasolina. Aquí crecían flores azules, blancas y rojas. El suelo estaba cubierto de papeles, periódicos y mondaduras de naranja. Al parar quedó debajo de las ruedas delanteras una edición del Westdeutschen Allgemeinen. Sus titulares rezaban: «La República Federal ha alcanzado su punto culminante en la exportación».

—La llave —dijo Zorn, y se pasó el índice de la mano derecha por el interior del cuello de la camisa.

Se la di. Mi mano estaba húmeda, pero la suya estaba seca. Cerró la mano sobre la llave y manifestó:

—No crea que me sería imposible imaginarme en su posición. Usted no tenía más remedio que colaborar.

—¿Estuvo usted en Rusia? —le pregunté.

—Estuve en Stalingrado. Puede arrancar de nuevo —prosiguió y tiró de su corbata—. Dentro de media hora estaremos en Brunswick.

Metió la llave en uno de los bolsillos de su chaleco, y sus movimientos en esta acción me parecieron graciosos y rápidos.

—Es terrible para mí ver la forma en que usted suda, señor Holden.

...Y los dos se vendrán abajo.

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