Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 13

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Y entonces fue como si yo ya no existiera para el diminuto abogado.

Volvió a mirar impasible hacia adelante, las manos sobre las rodillas, erecto y digno. Conduje muy lentamente, pues seguía encontrándome muy mal. Inspiré profundamente y, al cabo de un par de minutos, empecé a encontrarme mejor, pero era incapaz de coordinar dos pensamientos seguidos, de tal forma me estrujaba todavía el terror.

—Quisiera rogarle que condujera un poco más de prisa, señor Holden —habló el hombrecillo, que se encontraba a mi lado—. Tengo por lo menos dos horas de trabajo en el Banco.

Yo era más fuerte. Podía abatirlo, tomar la llave de la caja fuerte, echar a Zorn fuera del coche y llegar al Banco. Pero, ¿y después? Existía el teléfono, más rápido que el automóvil. Y si lo matara... Por amor de Dios, qué delirio, qué locura...

Pisé el acelerador.

—Antes fue esta ciudad muy cultivada —dijo el pequeño doctor—. El setenta y dos por ciento fue destruido por los ataques aéreos. Todo ardió o quedó en ruinas, los entramados de madera, los maravillosos palacios. Mientras yo trabajo en el Banco, le recomiendo una visita a la catedral. Procede del siglo XII, y Enrique el León fue sepultado en ella.

Efectivamente, me dirigí a la catedral cuando hube acompañado a Zorn al Banco, contemplé las estatuas góticas y pasé largo tiempo delante del león de piedra, bajo el cual yacía un hombre que se había llamado Enrique.

Yo tenía cuarenta años. Si Brummer presentaba contra mí una denuncia por intento de chantaje, pasaría unos cuantos años más detrás de rejas.

Me senté sobre el zócalo del monumento, porque volvía a encontrarme enfermo. Pensé en mi difunta mujer Margit, a la que había amado y que me había traicionado. Ahora estaba muerta y yo ya no la amaba. Ya hacía tiempo que no la amaba.

Un sacristán pasó por delante de mí, diciéndome:

—No puede usted estar sentado aquí.

Me puse de nuevo en pie.

Dios mío, ayúdame, haz que...

Pero suspendí abruptamente mi oración que me pareció sin sentido. Había intentado algo que había fracasado. Brummer debía de haber desconfiado de mí desde el principio y, ya antes del viaje a Berlín habría encargado a su abogado que se interesara por mi pasado. Los pasados eran su especialidad, hubiera debido pensar en ello.

Hubiese sido demasiado fácil, demasiado. Él poseía mucho poder y mucho dinero. Yo no tenía nada. Era imposible... ¿Y si intentara irme al extranjero? Tenía el coche, mi pasaporte estaba en regla...

No, imposible.

Si no llegaba puntualmente a recoger a Zorn, todo se habría perdido. Me quedaba todavía la pequeña posibilidad de que Brummer no presentara ninguna denuncia. Si le pedía perdón. Si me mostraba perfectamente sumiso. Se me aparecía muy claro que debía mostrarme muy sumiso. Y entonces tendría una pequeña probabilidad. Es extraño, pero el hombre siempre espera tener su pequeña probabilidad...

¿Y Nina?

No, ahora no podía pensar todavía en Nina. Tenía bastante que hacer conmigo mismo.

Siempre se presentaban las cosas así cuando amaba a una persona.

—¿Tejas, señor? —me preguntó una voz delgada.

Delante de mí se encontraba una vieja señora vestida de negro. Su espalda estaba encorvada. Apoyada sobre un bastón, con cara de sufrimiento, su delgado cuerpo describía un semicírculo completo. La vieja señora poseía un rostro arrugado, pálido, en el que lucían dos grandes ojos negros. Sonreía tímidamente. En la mano izquierda sostenía una caja de cartón en la que se encontraban papeles de colores. La señora continuó:

—El Todopoderoso se lo recompensará.

—¿Qué me recompensará el Todopoderoso?

—El techo de nuestra catedral debe ser renovado —me explicó pacientemente—. Para ello necesitamos muchísimas tejas. Cada una vale cincuenta pfennigs. ¿Quiere comprarme una, señor?

Le di un marco.

—¿De qué color?

—¿Cómo?

—¿De qué color quiere usted las dos tejas? Será un tejado de varios colores. O, ¿quiere que le devuelva cincuenta pfennigs? —le salió un poco sordamente.

—No. Y por lo que respecta al color, me es igual.

—Entonces, le daré dos de color castaño.

Se humedeció el índice y rebuscó dentro de su caja. Al hacerlo se le cayó el bastón. Se lo recogí. La vieja señora me tendió dos papeles de color marrón que llevaba una vista de la catedral. Debajo del grabado un arzobispo daba las gracias por el donativo.

—Dios sea loado, por fin puedo irme a casa.

—¿Desde cuándo está usted aquí?

—Desde esta mañana temprano. —La viejecita me explicó—: Cada día tengo que vender diez tejas. Con estas dos, hoy he llegado a once.

—¿Tiene que vender? ¿Quién la obliga a ello?

La señora inclinó más la hundida cabeza y susurró:

—Hice un voto. A fin de que Dios quisiera perdonarme un pecado.

Y con estas palabras se escurrió, con el cuerpo encorvado, la cabeza ladeada, sonriente y amistosa. La muchacha de Düsseldorf que pertenecía a los «Testigos de Jehová» había sonreído también de este modo.

¿Habría pecado gravemente la vieja señora? ¿Qué clase de pecados podía aún cometer una persona de esa edad? Pero, a lo mejor, el pecado lo había perpetrado en su juventud. Y ahora vendía tejas para gloria del Señor y mayor alegría de un arzobispo. Durante toda la mañana había tenido calor. Ahora sentía frío. Así, pues, salí de nuevo a la luz del sol. La ciudad ardía. El polvo, con la luz, se volvía cegador como la nieve, y todas las cosas parecían tener el perfil más agudo y más duro. Llevé el coche de regreso al Banco.

Zorn me estaba ya esperando. Elegante y correcto se mantenía al borde de la acera con la cartera bajo el brazo. Paré a su lado, él subió reprochándome:

—Llega usted con seis minutos de retraso.

—Me había confundido de calle.

—Dentro de cuatro minutos más hubiera ido a la policía —aclaró.

Yo guardé silencio.

—He alquilado una segunda caja de seguridad. En ésta se encuentra la llave de la primera, y la llave de la segunda la he dejado al cuidado del director del Banco, que ha resultado ser un conocido mío. Le digo esto para que no le asalten ideas peregrinas durante el camino de regreso.

Sobre la autopista, el aire hervía. Durante los primeros cien kilómetros, el hombrecillo no abrió la boca, pero noté que me observaba atentamente con el rabillo del ojo. Finalmente no pude impedirme preguntarle:

—¿Por qué me mira?

—Curiosidad —manifestó él—. Estudio los tipos. Usted no tiene tipo de ladrón.

—¿No? —pregunté, esperanzado.

—No —prosiguió—, más bien tipo de asesino. —Y luego volvió a guardar silencio hasta que llegamos a Düsseldorf—. Tendrá noticias mías —me dijo, cuando le ayudé a bajar delante de su bufete.

Me encontraba muy fatigado y me fui directamente a casa. Mila Blehova me informó:

—Mi Nina ha telefoneado. Quiere hablar con usted, señor Holden.

—Mañana —le dije—, mañana.

—¿Tiene apetito?

—No me encuentro bien. ¿Tiene algún somnífero en casa?

Me trajo un medicamento y en el prospecto leí que debían tomarse de una a dos píldoras al ir a la cama. Tomé cuatro y no me hicieron efecto, y pasé la noche tendido y escuchando las ranas que croaban al lado del estanque. Vi cómo el cielo asumía el color del plomo, se volvía gris claro, luego rosado y, finalmente, amarillo. Me dolía terriblemente la cabeza y tenía mucho miedo.

Luego el sol ascendió por encima de los árboles y las ranas enmudecieron. Venían voces de la calle, ruidos de timbres de bicicletas y de bocinas de automóviles, y el lejano rugido de la ciudad al despertarse. A las ocho sonó el teléfono interior en mi habitación. Mila me comunicó:

—Señor Holden, acaba de llamar alguien desde la cárcel. El señor tiene que hablarle con urgencia. Ha obtenido permiso para que usted le visite, pero tiene que ser antes de las once. Vaya en seguida, por favor.

Pensé en lo fácil que era todo para ciertas personas. Por ejemplo, para viejas y baldadas señoras que, después de cometer un gran pecado, hacían un voto y, de este modo, ya no tenían nada que temer de Dios o de los hombres, no, ya no tenían nada que temer.

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