Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 17

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Mis pasos resonaron cuando penetré en el vestíbulo de la quinta. Las ventanas y las cortinas estaban cerradas para mantener fuera el calor, y la casa estaba oscura y fresca, y olía a cera para el piso. Sobre la mesa que se encontraba al lado de la chimenea había un montón de cartas.

—¡Mila!

No recibí respuesta.

Entré en la cocina. Estaba limpia y en orden perfecto. La espita del fregadero goteaba y, en la quietud, ese ruido sonaba muy fuerte.

—¡Mila!

Sonó un débil aullido. La segunda puerta de la cocina, la que daba al cuarto de Mila, se abrió empujada desde dentro. El viejo dogo entró. Cegato y desvalido, chocó como siempre contra el lado del hogar, gimió tristemente y vino a frotar su retorcido cuerpo contra mis pantalones.

—¡Entre, señor Holden! —oí que Mila llamaba—. He tenido que echarme un momento.

Todavía no había visto su habitación. Era pequeña y poseía una ventana que daba al parque. Delante de la cama se encontraba una mecedora. Sobre la mesa, que se hallaba al lado, muchas fotografías de Nina, pequeñas y grandes. La mostraban cuando era niña, con vestido corto, con una cinta en el pelo; Nina a la edad de la adolescencia, y vestida de amazona sobre un caballo.

La vieja cocinera descansaba en una cama de hierro pintada de blanco, a la cabecera de la cual se veía una imagen de la Virgen. Me estremecí al verla. Su rostro estaba gris y brillaba.

Los labios se habían coloreado de azul. Mila sostenía las manos apretadas contra el cuerpo. Llevaba un vestido negro, altas botas atadas con cordones a la moda antigua, y un delantal blanco. La cofia se le había ladeado, pero descansaba todavía sobre su cabeza.

—Por el amor de Dios, Mila, ¿qué le ha sucedido?

—Nada, señor Holden, nada, no se excite, ya me ha pasado, son mis glándulas. Me pasa muy a menudo.

—¿Necesita un médico?

—No. ¿Para qué? Ya me he tomado las gotas. Dentro de una hora estaré perfectamente. Me ha sucedido porque me he excitado tanto, hace un rato.

—¿Por qué causa?

—Señor Holden, todos se han marchado. El criado, las muchachas, el jardinero. Todos a la vez, estamos solos en casa.

El perro gimió.

—Y naturalmente con el «Pupele», nuestro viejo.

—¿Qué quiere decir, marchado? ¿Adónde?

—Simplemente, se han ido. Han empaquetado sus cosas y se han largado. El jardinero los ha revolucionado. Porqué todos los mandaderos de la comarca charlan de lo mismo, que es imposible que ellos permanezcan en la casa del señor. —Se atragantó y el sudor empezó a correr sobre su bondadoso rostro de anciana—. Tuvimos una escena, señor Holden... Los he amenazado con denunciarlos si se iban sin dar el plazo del despido, pero se me han reído. ¡Les es igual! ¡Que los denuncie! No les pasará nada, porque el propio señor está también denunciado como chantajista. Y de los gordos. Entonces es cuando me ha dado mi patatús, naturalmente. Pero ya se me va pasando, siento que ya me encuentro mejor.

Me senté en la mecedora y contemplé las fotografías. La vieja cocinera me observaba atentamente:

—¿Usted no se irá, verdad, señor Holden?

—No —le dije.

Y miré las fotografías.

—Ya lo sabía, usted es fiel al señor.

—Sí.

Y miré las fotografías.

—Mañana viene mi Nina. Verá qué bien cocina para los tres. Lo pasaremos estupendamente. Y hasta que el señor no salga en libertad, sólo tomaremos una mujer para la limpieza. Es lo único que necesitamos, ¿verdad, «Pupele»?

El viejo dogo gimió:

—¿No se alegra usted de que la señora vuelva a casa, señor Holden?

Asentí con la cabeza y desvié rápidamente la mirada hacia el jardín, pues no podía mirar más las fotografías. Una manzana amarilla, completamente madura, cayó en aquel momento del árbol. La vi caer y rodar por la pendiente de la colina, hacia la orilla del estanque.

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