Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 18

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—Muchas gracias por las rosas —me dijo Nina Brummer.

Estaba sentada sobre su cama del hospital. Un mozo recogía su equipaje para bajarlo al coche. Estábamos solos. Nina llevaba, esta mañana, un vestido blanco de lino sobre el cual, seguramente a mano, habían sido estampadas fantásticas flores, en los colores azul, rojo, amarillo y verde. Nina estaba muy pálida y muy hermosa. Hablaba, así me lo pareció, amistosamente, pero con aire preocupado.

—¿Cómo sabe —le pregunté, de pie ante ella, con mi gorra de chofer en la mano— que las rosas se las mandé yo?

—Porque no las acompañaba carta alguna, ni tarjeta, nada —Miró las flores que se hallaban en un búcaro, al lado de la ventana—. Señor Holden, debo poner algo en claro, antes de volver a casa. Encuentro difícil hallar las palabras apropiadas, porque sentiría herirle. Usted se preocupó por mí. Usted me ha ayudado... —al mover la cabeza, un rayo de sol cayó sobre su cabello haciéndolo brillar—, sí, me ha ayudado mucho. Le estoy reconocida. Me quedan pocos amigos, y sería muy feliz si usted quisiera ser uno de ellos. Pero le ruego que no me mande más rosas rojas.

La miré. Evitó mi mirada y se puso a pasear por la habitación, mientras la pequeña campana de la capilla empezaba a sonar. El vestido de lino modelaba su cuerpo; sus zapatos tenían unos tacones muy altos y muy delgados. Al rostro de Nina volvió un poco de color mientras me decía cortada:

—Le ruego que se muestre juicioso.

—Ya lo soy.

Bruscamente volvió la mirada hacia mí, los grandes azules ojos se volvieron oscuros, casi negros. Esto me fascinó. Tenía en este momento la belleza de una muchacha joven e inocente.

—¿Es juicioso decirle a una persona, que se la ama, cuando se acaba de conocerla sin saber nada de ella?

—Ya sé lo bastante de usted —le contesté—, no quiero saber nada más. Por otra parte, la razón y el amor no tienen nada que ver el uno con la otra.

—Para mí, sí, señor Holden. Ya sabe por lo que acabo de pasar. Ahora voy a ser muy razonable y por ello no amaré a nadie más, a nadie. Ya no puedo.

—Lo aprenderá de nuevo —le repliqué—. No tengo prisa alguna.

—Y ¿si lo aprendiera, señor Holden, si lo aprendiera?

—Entonces le rogaría que se divorciara y quisiera vivir conmigo.

—Hace un par de días me conminaba usted a no abandonar a mi marido.

—Hace un par de días, no tenía yo aún dinero.

—Ha sido ésta una respuesta muy desacertada, señor Holden —dijo, temblorosa—. Puedo figurarme de dónde ha salido mientras tanto ese dinero.

—No exactamente como se lo figura usted... —repuse.

—Ni quiero saberlo. Mi marido tiene ahora las fotocopias, ¿verdad?

—Sí.

—Eso me basta. Usted sabe que quise quitarme la vida, cuando supe de qué se acusaba a mi marido. Usted, mientras tanto, ha logrado sacar también dinero del asunto. Esto, naturalmente, no me concierne. Pero debo insistir en que usted también respete mi vida privada, si no...

—Si no, ¿qué?

—Debería rogarle que pidiera el despido.

—Esto sí que es un dilema —manifesté—. Ahora, precisamente porque he aceptado el dinero, ya no puedo despedirme. Ahora me necesitan. Y, en lo que se refiere a respetar su vida privada, señora...

—Perdone que haya empleado una expresión errónea. Es..., es muy difícil para mí...

Como un escolar que espera sorprender a su maestro con una inspiración genial, me espetó de golpe:

—Usted dice que me quiere. Entonces, por amor, déjeme en paz.

—Creo que a usted no le importa si la amo.

Sonrió.

—¿Esto significa que no debemos hablar nunca más de ello?

—No hablaremos nunca más, si así lo desea usted.

—Es usted noble, señor Holden.

Impulsivamente me tendió la mano. Yo se la tomé.

—¿Es un tratado de paz? —me preguntó.

—Al revés —contesté—. Es una declaración de guerra.

—¡Señor Holden!

—No tenga miedo, señora. Será una guerra muy suave. Porque debe estar muy claro para usted que ambos nos hemos comportado de forma poco distinguida. Estamos en el mismo bote, o nos salvamos juntos o juntos pereceremos.

Su sonrisa desapareció.

Se volvió repentinamente hacia la puerta:

—¿Quiere usted traer mi cofrecillo de joyas?

Yo no me moví.

—¿Bueno?

Llegada a la puerta se volvió e intentó contemplarme altivamente, pues era claro para los dos que este cofre constituía la primera prueba de fuerza.

—¿Y las rosas? —pregunté yo.

—No puedo ir a casa cargada con treinta rosas rojas, señor Holden, no sea usted infantil.

—Con treinta no, pero sí con una.

—Con una sería peor. Piense en la servidumbre.

—La servidumbre se ha despedido. Sólo queda Mila.

—Le he rogado que me traiga el cofrecillo de las joyas.

—Sí —repuse—, ya lo he oído.

Entonces transcurrieron cinco segundos, durante los cuales nos miramos a los ojos el uno al otro. Las pupilas de Nina se volvieron otra vez oscuras, y sentí que mi corazón volvía a latir fuertemente. Cuando era un niño, por el camino de la escuela, siempre había jugado a juegos como éste: «Si sólo necesito dar cuatro pasos hasta el próximo farol y en ellos piso solamente la parte interior de los ladrillos sin tocar las rayas que los separan, es señal de que no seré castigado en la escuela». En esta mañana de verano jugué otro juego: «Si Nina toma una de las rosas, es señal de que me amará».

Seis segundos. Siete segundos. Ocho segundos. Entonces se dirigió ella lentamente, muy lentamente, hacia el florero situado al lado de la ventana. Su rostro adquirió entonces el color de la rosa que acababa de romper muy poco por debajo de la corola y que colocó encima del oro, del platino y de las piedras preciosas, en el interior del pequeño cofre.

Clic, hizo la cerradura, cuando ella dejó caer la tapa. De nuevo me miró Nina. Tuve la impresión de que la escena la excitaba. Tenía los labios entreabiertos y los ojos semicerrados.

—¿Toma usted el cofrecillo, ahora?

—Sí —le contesté—, ahora lo llevaré.

Veintinueve rosas rojas se quedaron en la habitación, pero ¿qué importaba? La única que se llevaba consigo a casa tenía mucho más valor que todas las demás juntas.

Bajando la escalera, al pasar por delante de los pequeños nichos que contenían las imágenes de los santos, me di cuenta de que el sudor se me deslizaba por la cara. Una especie de suave mareo me sobrecogió cuando contemplé a Nina que iba delante de mí, sobre altos tacones, vestida con el vestido tan ajustado, cuando observé su cabello, cuando me rodeó el halo de su perfume, cuando vi sus redondas muñecas, sus estrechos tobillos. En un momento dado ella se volvió y me miró orgullosamente.

Yo le sonreí.

Súbitamente me volvió ella la espalda, y sus tacones golpearon enfadados el suelo del vestíbulo; a su ritmo latía mi corazón.

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