Nina

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LIBRO SEGUNDO » 26

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En este día se produjo una tempestad muy fuerte.

Me acuerdo de ese temporal, porque me acuerdo de ese día; no creo que pueda llegar a olvidarlo nunca. El temporal amenazó a Düsseldorf durante horas, sin llegar a estallar. El cielo estaba negro, la luz tenía el color del azufre a causa del polvo que cada golpe de viento llevaba hasta las nubes. Pero no caía ni una gota y ningún trueno sucedía al relámpago cegador. Reinaba una temprana oscuridad y un gran calor en las calles. En muchas tiendas, a las tres de la tarde, habían debido encender la luz eléctrica. Incluso el viento era caliente. Y todo el mundo se hallaba excitado.

A las 15’30 horas debía yo recoger a Nina en casa de una amiga que vivía en la calle Dellbrück. Al ir hacia allá puse en marcha la radio del coche. Había bajado la ventanilla de mi lado y el viento caliente y seco acariciaba mi rostro, mientras oía una voz de mujer que explicaba esta historia a los niños: «...pero cuando llegaron, en la oscuridad, al puente, el hermano mayor hizo que el más joven le prendiera, tal como le había aconsejado el demonio, y cuando se hallaban a la mitad, por encima del agua, le dio un gran golpe por detrás, de manera que cayó muerto a sus pies. Entonces el hermano mayor enterró al joven debajo del puente, arrebatándole el tesoro de oro, tal como le había mandado el diablo, y lo llevó a la presencia del rey, diciendo que él lo había encontrado, por lo cual le fue concedida la hija del rey por esposa...».

Una luz roja me hizo detener. Polvo amarillo envolvía el coche. La luz iba decayendo a toda prisa. Yo pensé que, en los cuentos alemanes hay muchas muertes y muchas mentiras, muchos engaños y mucho terror, exactamente como en la vida real, como en la vida.

La luz saltó al verde y proseguí la marcha.

«...Pero como ante Dios nada permanece escondido, al cabo de muchos años, un joven pastor llevó su rebaño por encima del puente y vio que, abajo, sobre la blanca arena, yacía un hueso del blancor de la nieve y pensó que con él se podría fabricar una buena embocadura para su flauta. Bajó, recogió el huesecillo y lo cortó a medida...»

Ahora se encendían las luces de la calle. La gente se apresuraba. Todo el mundo se volvía nervioso. También se había vuelto nervioso en aquel tiempo, antes de que sonaran las sirenas...

«...Cuando el pastor sopló por primera vez en la nueva embocadura de su flauta, el huesecillo empezó a cantar, con gran asombro del pastorcillo:

»Ay, querido pastorcillo,

Que soplas en mi huesecillo,

Mi hermano me ha matado

Y debajo del puente enterrado,

Por envidia de mi tesoro

Y de la hija del rey, la mano.

»Qué flauta más maravillosa —se dijo el pastorcillo—, que canta por sí sola. He de llevarla al rey...»

Con aullante sirena y titilante faro azul se aproximaba a toda velocidad un coche de la policía; lo vi venir por el espejo retrovisor, me acerqué al bordillo de la calle y frené. El auto me pasó vertiginosamente. Proseguí el camino con el viento lanzándome polvo a la cara y sintiendo como mis ojos empezaban a escocerme. Y la tempestad no se decidía a estallar.

«...Cuando el pastorcillo se encontró ante el rey, volvió la flauta a entonar su cancioncilla. El rey la comprendió muy bien e hizo que se cavara debajo del puente, apareciendo entonces el esqueleto completo del asesinado. El mal hermano no pudo negar su crimen, le cosieron en el interior de un saco y lo ahogaron en el río, pero los huesos del muerto fueron llevados a una hermosa tumba en el cementerio de la iglesia. Y, así, queridos niños, termina esta historia. El malo se había unido con el diablo para conquistar el oro. Había confiado en él y con él había comido y bebido. Pero el que quiere comer con el diablo, necesita una cuchara muy larga.»

Hubo tres segundos de silencio, resonando luego una voz de hombre:

«Por la estación del Noroeste de Alemania, en Hamburg, han oído ustedes la hora de los niños. Ingeborg Lechnner les leyó a ustedes el cuento ”El huesecillo cantor”, de los hermanos Grimm.»

En el siguiente momento surcó el aire el primer relámpago. Me cegó de tal manera que hube de cerrar los ojos y apreté también el freno. Inmediatamente resonó el trueno, seco y duro, como un disparo de escopeta a poca distancia. Una mujer chilló. Y entonces empezó a caer la lluvia, por fin, y la luz cambió a verde.

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