Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 30

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Llegados a casa, ella se fue a su habitación y yo me encaminé a la cocina, donde Mila estaba confeccionando un nuevo pastel para el señor Brummer. La estuve observando y oyendo sonar de cuando en cuando la campanilla del teléfono. Tocaba cada vez que Nina levantaba el auricular en su cuarto para marcar un nuevo número.

—Telefonea mucho, mi Nina —dijo Mila cariñosamente, y con cariño rellenó la delgada masa con rodajas de manzana—. Será a causa de la conferencia de Prensa de esta noche. He oído por radio, en las noticias de las cinco, que está a punto de producirse un giro sensacional en los acontecimientos. Lo que le decía, señor Holden, no debemos abrigar ningún temor por el señor. Al final siempre vence el bien.

Me fui a mi habitación, me tendí sobre la cama y estuve reflexionando sobre muchas cosas. A las ocho, cené con Mila en la cocina. Seguía sonando la campanilla del teléfono. En una ocasión tocó largo rato. La voz de Nina se notaba muy cansada:

—Le ruego que no se vaya a la cama, señor Holden, es posible que aún le necesite.

Así, pues, me puse a jugar a la canasta con Mila, y como sólo jugábamos nosotros dos, cada uno tenía que sostener una gran cantidad de naipes, yo pensaba en muchas cosas y perdía. A las diez escuchamos las noticias de la noche. El locutor no dijo nada de la conferencia de Prensa.

—Es demasiado pronto todavía —opinó Mila—. ¿Qué, señor Holden, jugamos otra partida?

—No. Tengo que salir a tomar un poco el aire, si no me dormiría.

En el parque hacía mucho calor. Al lado del estanque croaban las ranas. El cielo estaba ahora claro, se veían las estrellas. Me paseé por el camino de guijarros situado entre la quinta y la carretera, fumando. Después de la tempestad, el aire había quedado muy limpio, yo respiraba profundamente y me sentía en paz. Así también me había sentido, después de haberme sido anunciada la sentencia, cuando se terminó el juicio.

Ahora también estaba todo resuelto, pensaba yo.

Volví a la casa y subí por la rechinante escalera hacia el primer piso, pasando por delante de los labradores de Brueghel, de los árboles de Fragonad y de la Susana del Tintoretto.

Nina estaba sentada ante una mesita, al lado de la ventana, la cabeza apoyada en las manos. El teléfono se encontraba delante de ella. Todas las lámparas estaban encendidas en la habitación, los muebles blancos y dorados refulgían. Nina llevaba una falda color de arena y un jersey amarillo. Su cara estaba sin maquillar, los labios aparecían grises y bajo sus ojos se dibujaban negras sombras.

—¿Qué desea usted, señor Holden?

—Le ruego que no considere mi pregunta como un atrevimiento. ¿Ha conseguido reunir el dinero?

—Cuatro mil marcos. Espero todavía una respuesta. Pero ya son las diez y media. —Continuó—: Sólo puedo pedir a las amigas, no a los hombres. Es una suma muy grande. Mis amigas hacen todo lo que pueden, pero, ¿quién tiene tanto dinero? A lo mejor...

El teléfono sonó.

—¿Sí? ¿Elli? —Escuchó—. No se le puede hacer nada... Por el amor de Dios, de ello estoy convencida... Muchas gracias de todas maneras por tu buena voluntad... ¿Cómo? No, tampoco es cosa de tanta importancia. Adiós. —Colgó—. Quedan en cuatro mil.

Una ventana estaba abierta, las ranas croaban al lado del estanque, croaban muy fuerte, el viento de la noche hacía ondular las cortinas, y yo veía todas las cosas muy claras, los dorados pétalos de las rosas de la tapicería, las pequeñas orejas de Nina bajo los rubios cabellos, el puntito negro que tenía en la mejilla izquierda, cuando le dije:

—Yo tengo el resto.

Ella sacudió la cabeza.

—Sí —insistí—. Usted debe pensar ahora en sí misma.

—Es dinero de usted.

—Lo he obtenido por un asunto sucio. ¿Por qué no volver a gastarlo por otro asunto sucio?

Ella permaneció callada.

Le dije:

—Yo la amo. No quiero que le suceda nada.

—¿Cómo puede usted amarme, después de todo..., después de todo lo que le he hecho?

—No lo sé, pero la quiero.

Se dirigió hacia la abierta ventana volviéndome la espalda.

—Al principio he esperado que usted vendría, señor Holden, lo admito. Bajo el influjo del miedo, se pierden los escrúpulos y la moral, ¿verdad? Yo..., yo pensé que usted me pediría algo a cambio...

—¿Y me lo habría concedido?

—Sí —dijo sencillamente—. Porque entonces se hubiera tratado de un negocio, y yo habría sabido que usted no me amaba.

—En cambio, no pido nada.

—Lo que significa que exige mucho más.

—Lo exigiría, si esto se pudiera exigir. Tal como están las cosas, sólo me resta esperar.

Se volvió hacia mí, sus ojos se tornaron muy oscuros.

—No. Es imposible para mí tomar su dinero.

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