Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 31

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A las once y media de la noche nos encontrábamos en la gran sala, abierta a todos los vientos, que servía de consigna, en la estación principal de Düsseldorf. En las estanterías se encontraban centenares de maletas. La sala olía a humo. La gente mostraba rostros cansados. Un niño lloraba porque quería dormir. Dos borrachos dormían en un banco, apoyados el uno contra el otro. Nina llevaba un abrigo de seda y zapatos planos de color marrón. No se había pintado y se mantenía muy cerca de mí.

Cinco minutos después de las once apareció Toni Worm subido el cuello de su abrigo azul, el sombrero sobre la frente.

Nina gimió al verle:

—No puedo. No puedo...

—Tiene que hacerlo —le dije—. Yo no sabría si me daba la carta verdadera.

Mientras tanto, Worm se dirigió hacia un empleado y le dio el resguardo de su maleta. Unos tres cuartos de hora antes había llamado Nina a su pensión, citándose aquí con Worm. Vimos cómo recibía su maleta y la entregaba a un mozo de cuerda. El mozo desapareció.

Worm se acercó a nosotros. Ya no perdió más tiempo disimulando. Su tren salía al cabo de veinte minutos y el negocio debía ser concluido.

—Vamos al restaurante.

Nadie le respondió.

Detrás del gigantesco cargador —Worm había escogido uno particularmente fuerte—, recorrimos el largo pasillo que, por debajo de las vías, conducía al restaurante. El aire estaba viciado aquí, el humo llenaba la sala al mismo tiempo que un olor dulzón a cerveza y comida. Había mucha gente sentada a las mesas. Camareras con aspecto cansado servían a los parroquianos. Toni hizo un signo al mozo:

—Aquí.

Se sentó a una mesa al lado de la salida. En la mesa del lado había un policía que tomaba un refresco...

El rostro de Nina carecía de expresión, los ojos vacíos de lágrimas. No habló ya una sola palabra más.

—¿Dónde está el dinero? —preguntó Worm.

—Yo se lo daré —contesté—. Pero no veinte mil. Diez mil es el máximo.

—Veinte mil. Es lo que ofrece Liebling. Lo siento, pero necesito el dinero.

—Quince mil —ofrecí.

—No.

—Venga usted —dije a Nina. Nos levantamos y fuimos hacia la salida. Worm pronunció a media voz:

—Conforme.

Volvimos, pues, a la mesa y nos sentamos de nuevo. Él abrió la maleta y sacó la carta.

—¿Es ésta? —pregunté.

Nina asintió, después que Worm hubo sacado la carta del sobre manteniéndolos ambos a la altura de la barbilla, como un prestidigitador muestra sombrero y conejo. Sí, era la carta, yo mismo reconocía las temblorosas patas de mosca de Nina, sobre la envoltura...

Saqué un fajo de billetes de Banco del bolsillo, los billetes de cincuenta marcos que había recibido del doctor Zorn. Empecé a contar y, a cada uno sentía una punzada en el hombro, como si alguien me hundiera una aguja en la piel, trescientas agujas en total...

Los billetes se apilaban delante del guapo joven, quien, al contar conmigo, movía silenciosamente los labios. Cuando hube contado algo más de doscientos, dijo el policía de la mesa vecina:

—Algo así debería pasarme a mí de vez en cuando.

Worm le hizo un signo amistoso, sonriendo, y yo seguí contando hasta trescientos, vigilando, al mismo tiempo, atentamente la carta que yacía sobre la mesa entre los dos. Ambos tendimos la mano al mismo tiempo, él hacia el dinero y yo hacia la carta.

—Atención —dijo un altavoz—. El tren exprés hacia Hamburgo, por Dortmunt, Bielefeld y Hannover, sale dentro de cinco minutos por la vía trece. Les deseamos buen viaje.

Worm se embolsó el dinero y se puso en pie, y yo también me puse en pie.

—Quédese sentado —dijo a media voz. Se volvió hacia el policía—: Por favor, señor agente, ¿sería tan amable de explicarles a los señores el camino hacia la calle Kreuz?

—Con mucho gusto. —El policía se acercó.

—Muchísimas gracias —dijo Toni Worm.

Se inclinó delante de Nina que siguió contemplando el suelo. Luego se dirigió a toda prisa hacia la salida. No era posible seguirle afuera, abatirle en la oscuridad, como había proyectado, y recuperar el dinero. El policía se había sentado delante de mí y explicaba amablemente:

—Suponiendo que el vaso de cerveza sea la estación, por si salen ustedes a la plaza Wilhelm. Luego bajan hasta la calle Bismarck. Suben por ésta la longitud de tres manzanas, luego a la izquierda...

Toni Worm había alcanzado la salida. Esto del policía había sido un buen truco. Los vidrios de la puerta giratoria centellearon. Worm había desaparecido. Y con él mi dinero.

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