Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 35

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Volvimos a beber y ella me preguntó:

—¿Le parece asombroso que no me sienta embriagada? Asentí con la cabeza.

—Cuando soy desgraciada, nunca logro emborracharme.

—Yo desearía que estuviese usted terriblemente ebria.

—¡Ay! Holden.

Una anciana vendedora de flores entró en el bar, y Nina dijo por adelantado:

—No.

—Sí —la contradije.

Y le compré una sola rosa roja.

La guapa Lily trajo un florero, recortó un poco el tallo de la rosa y la puso dentro del agua.

—¿Tiene usted todavía la otra? —pregunté.

Nina empezó a reír.

—¿Sabe dónde se encuentra ahora? En la caja fuerte de un Banco. El abogado se llevó todas mis joyas.

—Ahora ha vuelto usted a reír —le dije.

A las cinco el bar cerró. Cuando salimos a la calle empezaba a aparecer el sol. El cielo estaba todavía muy pálido, pero ya hacía bastante calor. Al dirigirnos hacia el Rhin, vimos vendedoras de periódicos y muchachos repartiendo leche. Nina estaba sentada a mi lado jugando con la rosa. Habíamos bajado los cristales de las dos ventanillas. El aire era magnífico después de la tempestad. Durante mucho tiempo permanecimos en silencio. Sólo al llegar al río, me dijo ella:

—No quiero ir a casa.

—Debe ir.

—No quiero estar sola. Si no tengo compañía volveré a pensar otra vez en todo esto. Desayune usted conmigo.

—¿Ahora?

—Se me ha ocurrido una cosa. Siga corriente arriba. Me acuerdo de haber visto por allí un local en una pequeña embarcación. Había un anuncio que decía que estaba abierto día y noche.

La calzada estaba todavía húmeda en muchos sitios, de los viejos árboles caían gotas de agua sobre el techo del coche, y los pájaros cantaban en las ramas. Al cabo de un cuarto de hora alcanzamos la embarcación. Estaba pintada de blanco y poseía un aditamento con grandes cristales, decorado como un bar. Sobre cubierta había unas cuantas mesas y sillas. Las mesas tenían manteles a cuadros y las sillas estaban pintadas de rojo.

Por una estrecha pasarela subimos a bordo y nos sentamos al sol. Se abrió una escotilla y apareció un anciano. Todo en él era blanco: la camisa, el delantal, los pantalones, los cabellos y las patillas. Llevaba lentes con montura de acero y sonreía dichoso.

—Buenos días, señores. —Se acercó, nos estuvo observando un momento y decidió—: Enamorados y sin haber cenado. —No nos permitió opinar, sino que arregló por sí mismo la minuta del desayuno—: Tomarán café natural, mantequilla, pan y tres huevos al plato cada uno con una buena ración de jamón. Antes de todo, zumo de naranja. Es bueno para usted, señora, escuche a un viejo, lo primero es poner una buena base. —Sobre lo cual volvió a desaparecer por la escotilla. Le oímos trastear abajo, en la cocina.

—Tiene el aspecto de Hemingway —comenté.

—¿Conoce usted sus libros?

—Todos.

Dijimos a coro:

—En otro país.

—¿Le gustan las historias de amor? —pregunté.

—Sí —asintió en voz baja—. Mucho.

Y se apresuró a mirar hacia el agua. La corriente constituía una gran superficie plateada. Un remolcador con tres barcazas cargadas pasó a nuestro lado. Oímos el tucutucutuc de sus máquinas y vimos cómo el humo negro que salía de su chimenea subía diagonalmente hacia el cielo. Las gaviotas volaban bajas sobre el agua, moviendo lentamente sus anchas alas, con un ademán muy elegante. Nuestro bote se meció dulcemente por la oleada provocada por el remolcador. Los cabos de amarre crujieron. Puse mi mano encima de la de Nina y así nos estuvimos sentados hasta que el viejo camarero nos trajo el desayuno. El café olía a gloria y los huevos crepitaban satisfechos en sus cazuelillas de cobre. El jamón nadaba entre ellos. El zumo de naranja estaba muy frío. El pan oscuro, del día, tenía la corteza guarnecida con pequeños granos de comino. Y sobre los rollitos de mantequilla se formaban pequeñas gotas de agua... Comimos con hambre, y entonces nos miramos y sonreímos. El viejo volvió con una nueva cafetera, llenó de nuevo nuestras tazas y sonrió también.

—¿Está usted solo aquí? —le preguntó Nina.

—Tengo dos empleados que se van por la noche, y entonces me quedo solo.

—¿Entonces, cuándo duerme usted?

—Duermo muy poco, media hora o así. No puedo dormir más, desde lo de Dresden.

—¿Presenció usted el ataque?

—Sí. Desde entonces estoy solo. Se me llevó toda mi familia. Yo tuve suerte. Sólo que desde entonces ya no puedo dormir. Por eso he comprando la embarcación. Es muy buena. Por la noche viene gente interesante. Y a mí me gusta estar en el agua, siempre pienso, si alguna vez esto se quema, ¿saben...? —Se alejó, amable, sin afeitar, dichoso.

—¿Holden?

—¿Sí?

—¿Qué va a ser de nosotros?

—No lo sé.

—Pero es una locura..., todo esto es un delirio...

—Usted tiene una piel tan hermosa. Cuando vivamos juntos le prohibiré terminantemente que vuelva a maquillarse.

Hacia las seis llegamos a casa.

Sobre los escalones de la entrada habían dejado el diario de la mañana. Sus titulares rezaban:

«Crisis sensacional en el caso Brummer:

Herbert Schwertfeger revela la existencia de una ruin conjura».

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