Nina

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LIBRO SEGUNDO » 37

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—No sé nada —dije—. Lo siento mucho. No sé absolutamente nada.

Las cortinas estaban cerradas en el despacho del doctor Lofting con el fin de mantener el calor fuerte. El cuarto era fresco y oscuro, en las paredes había estanterías colmadas de libros. El doctor Lofting, alto y delgado, se sentaba delante de mí en un sillón anticuado. Hablaba en voz baja, tenía una cara muy pálida, grandes y tristes ojos y pesadas bolsas de piel debajo de ellos. Parecía un trabajador nocturno y poseía una blanda y hermosamente dibujada boca de artista, de apasionado amador, y era, en efecto, un amador, el doctor Lofting, él amaba la Justicia.

Me dijo suavemente:

—Estoy convencido de que usted miente.

Yo sacudí la cabeza.

—Aquí mienten todos —dijo Lofting. Delante de él, encima de la mesa, había un montón de carpetas, alto de medio metro. Sobre el montón puso Lofting una mano blanca, de largos dedos cuyas uñas había teñido la nicotina—. Este es el material de la acusación contra el señor Brummer. Él es culpable, lo sabe usted como lo sé yo.

—Yo no lo sé, yo no sé nada.

Con voz baja prosiguió:

—El señor Brummer ha cometido acciones penadas por la Ley. Mucha gente ha declarado contra él en este despacho: el señor Schwertfeger, el señor Liebling, el señor von Butzkow, para no citar más que algunos. Ahora se retractan todos. Pieza a pieza retiran todas sus acusaciones.

Levanté los hombros y volví a dejarlos caer.

—Señor Holden, yo trabajo aquí desde hace veinticinco años. Créame, más temprano o más tarde triunfa siempre la Justicia. A veces dura mucho tiempo, pero nunca un tiempo demasiado largo. No es posible, señor Holden, se trata de la fuerza de la razón. El mal nunca vence final y definitivamente.

Pensé que el doctor Lofting estaba de acuerdo en esto con Mila Blehova y contesté:

—No sé lo qué quiere usted decir con ello.

—Usted no lo sabe, no. Usted no sabe nada, señor Holden. Usted ha decidido andar por la senda de la injusticia y no saber nada.

—Al contrario, debo protestar que...

—No —dijo quietamente—. Usted no debe protestar, señor Holden. Delante de mí, no. Le tengo ya demasiado calado. Veo claramente todo lo que sucede en este caso. No se puede hacer nada. Todavía no, señor Holden. Algún día se podrá hacer algo, lo sé. Y será todavía durante mi vida. Aquí hay injusticia, pero no puede subsistir. No se alegre demasiado si parece que el señor Brummer va a salir ahora como vencedor absoluto en este combate. No es verdad que sea vencedor, algún día será juzgado, algún día.

—Lo siento mucho, pero no puedo ayudarle en nada, señor doctor. Yo no sé nada. Y de lo que usted dice entiendo sólo la mitad.

—Usted ha estado en la cárcel...

—Me indultaron. Usted no tiene derecho alguno de reprocharme el pasado...

—No se lo reprocho. Apelo a su sentido común. No siga por el camino que acaba de pisar, por lo menos, no vaya más allá. Si usted declara, poseo bastante poder para protegerle.

—No tengo nada que declarar.

—Señor Holden, ¿qué sucedió el 22 de agosto, en el viaje a Berlín?

—Nada. Hacía calor.

—¿Qué sucedió en Berlín, una vez arrestado el señor Brummer?

—Nada. Me fui a dormir y al día siguiente regresé.

—¿Conoce usted un hombre llamado Kolb?

—No.

Me mostró la fotografía del violento sajón.

—Nunca le había visto.

—¿Quién le apaleó a usted en su habitación?

—Unos desconocidos.

—¿Por qué?

—Creían que yo tenía ciertos documentos.

—¿Qué clase de documentos?

—No lo sé.

—¿Se trataba de documentos con los cuales el señor Brummer pudiera comprometer a sus enemigos?

—No lo sé.

—¿Está dispuesto a confirmar todo esto bajo juramento?

—Naturalmente.

—Puede usted marcharse, señor Holden, usted no tiene remedio.

Me puse en pie, me incliné y fui hacia la puerta. Cuando me volví, observé cómo el juez de instrucción escondía la pálida cara en las manos blancas, con una expresión de agotamiento, de resignación y de asco, y en su despacho había oscuridad y frescor.

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