Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 39

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Al despedirme de Nina, me dijo ella rápidamente:

—Le llevaré. —Al mismo tiempo se ruborizó—. Pero es imposible. ¿Qué acabo de decir?

—Me haría muy feliz —le dije.

Ella meditó seriamente:

—Si alguien nos viera, podría decir que le he acompañado con el fin de traerme el coche. ¿Por qué me mira así?

—¡Está dispuesta a mentir por mí!

—Por favor. No hablemos de esto. Yo..., yo iré con usted, pero no hablaremos de esto.

—Conforme.

En el coche se sentó Nina a mi lado.

—¿Cuál es el verdadero propósito de este viaje?

—El juez instructor investiga todavía en Berlín. Y, sin embargo, allí no puede descubrir nada más. Supongo que Zorn intenta dirigir la investigación sobre una falsa pista. Por ello debo mostrarme conspicuo y recorrer bares.

—Con una chica.

—Eso es lo que desea el abogado.

—¿Conoce usted una chica en Berlín?

—No.

—¿Qué hará, entonces?

—Iré solo a los bares y beberé con las chicas que se encuentren en ellos.

—Hay infinidad de muchachas bonitas en Berlín.

—Iré solo.

—Pero, ¿de qué estamos hablando? ¡Qué me importa a mí lo que usted pueda hacer en Berlín! Diviértase tranquilo, señor Holden.

—Iré solo y pensaré en usted.

—Por favor. No hablemos de esto.

—Usted no quería hablar de esto. Yo pensaré en usted. Pienso siempre en usted.

Delante de la estación aérea me despedí. Nina arranco en el coche y yo me quedé al sol diciendo adiós con la mano. Ella debía de observarme por el espejo, pues correspondió a mi saludo mientras el coche estuvo a la vista. Penetré en el vestíbulo y recogí mi billete. Tenía tiempo, por lo que me senté en la terraza exterior, tomé café y vi aviones aterrizando y otros que emprendían el vuelo. Todo el mundo tenía la cara alegre, porque el tiempo era muy hermoso, y todos se mostraban amistosos. Banderolas de todos colores ondeaban al viento en la punta de unos mástiles y, en la pradera contigua pacía un hato de ovejas. Empecé a contarlas y descubrí que entre ellas había tres de color negro, pero al mirarlas mejor vi que una de ellas era un perro negro.

Bebí el café y apoyé la barbilla sobre mi mano derecha que olía al perfume de Nina desde que nos habíamos despedido. Cerré los ojos y la vi delante de mí en diferentes vestidos, riendo y andando, escuchando y con cara seria, haciendo, en fin, todo lo que yo deseaba en mi fantasía.

—Atención. Atención. Pan American Worl Airways ruega a todos sus pasajeros del vuelo trescientos doce hacia Berlín, que se sirvan presentarse ante el mostrador de la Compañía.

Ante el mostrador de la Compañía había una guapa azafata que esperó a que todos los pasajeros estuvieran reunidos.

—Señoras y señores, sentimos tener que comunicarles que, a causa de reparaciones que deben hacer a la máquina, el vuelo hacia Berlín ha tenido que retrasarse en tres horas. Si lo desean les llevaremos en un ómnibus a la ciudad. El vuelo se realizará a las dieciocho horas. Muchas gracias.

Unos cuantos se mostraron despechados, pero a la mayoría les era igual y, con algunos de los que se conformaron fácilmente, volví a la ciudad. Me estuve paseando un rato viendo escaparates, pero luego tomé un taxi y me hice conducir al Rhin. Estaba pensando continuamente en Nina y, de vez en cuando elevaba mi mano derecha hasta la boca, pero el perfume se iba disipando, ya no era casi perceptible. Me hice llevar hasta la blanca embarcación. Quería sentarme allí al sol, contemplando el agua, pues tenía tiempo y era muy sentimental.

—Espere —le dije al taxista, cuando bajé. En el mismo momento empezó a palpitar mi corazón a toda velocidad, pues acababa de ver el «Cadillac» rojo y negro aparcado a la sombra de un árbol.

Sobre la cubierta de la embarcación, muchos alegres comensales charlaban sentados a las mesas. En seguida divisé a Nina. Estaba sentada al final de la cubierta, la espalda vuelta a la demás gente, la cabeza apoyada en las manos y contemplando el agua.

Me dirigí hacia ella, y cuando oyó mis pasos se volvió llevándose una mano al corazón, y abriendo la boca, pero sin articular una sola palabra. Me senté y le expliqué que mi avión se había retrasado y ella se llevó una temblorosa mano a la boca.

—He..., he quedado tan tremendamente espantada cuando le he visto. Pensé que su avión había capotado y usted estaba muerto... Fue terrible. Fue tan sorprendente verle de repente a usted aquí. Ahora..., ahora ya me encuentro mejor.

Sus ojos volvieron a tornarse completamente oscuros. La corriente centelleaba a la luz, había muchos barcos ese día sobre el Rhin. Yo le dije:

—Usted ha venido aquí.

—Sí.

—Estaba pensando siempre en usted.

—No.

Me incliné y besé su mano.

—Por favor, no haga esto.

Me enderecé.

—¿Cuándo sale su avión?

—A las seis.

—Son las cuatro. Si le llevo, tenemos todavía una hora.

—¿Quiere usted acompañarme de nuevo al aeropuerto?

Asintió en silencio.

Fui a despedir al taxi y, cuando volví a su mesa, encontré al hombre de los blancos pantalones y de la blanca camisa. Iba también sin afeitar y me reconoció en seguida.

—Un momentito, señor. Las bebidas ya están en camino.

Nina me explicó tímidamente:

—He encargado algo para beber. Piense usted. El viejo tiene whisky. Y nevera.

—Magnífico —dije—. Beberemos whisky con hielo y seltz, los cubitos de hielo tintinearon en el cristal de los vasos que se llenará de gotitas de agua por el exterior, y nosotros estaremos sentados al sol mirándonos durante una hora entera.

—Es una locura.

—¿Qué es una locura?

—Todo lo que sucede. Su avión. El whisky. Todo.

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