Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 42

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Ya desde el mediodía los reporteros habían sitiado la casa. Delante del portal se situaron tres policías que impedían que la gente invadiera el parque. Reporteros de los noticiarios y equipos de televisión estaban preparando sus cámaras y tendiendo cables hasta los coches equipados con cinta magnetofónica. Todos parecían contentos y laboriosos. Los curiosos miraban desde hacía horas a través de los barrotes de la valla; entre ellos se encontraban niños.

A las dos y media salí con el «Cadillac». Cuando atravesé el portal, me retrataron y preguntaron irónicamente:

—¿Va a buscar al director en su retiro de verano?

Cumplí lo que me había mandado el doctor Zorn por teléfono: Al pasar por la comisaría de policía del barrio recogí a un oficial de paisano que tenía el encargo de proteger la vuelta del señor Brummer. El hombre me esperaba ya en la calle. Se sentó a mi lado y guardó silencio durante todo el viaje. Seguidamente me fui a la ciudad y recogí al pequeño abogado. Zorn llevaba un traje negro y un chaleco verde claro. Estaba muy nervioso, como un hombre que teme que el resultado de sus atrevidos planes se vengan súbitamente abajo por la tontería de los demás.

Cuando llegamos al edificio de la prisión preventiva, bajó del coche y habló con los dos policías que custodiaban la puerta. Abrieron y me indicaron que llevara el coche hasta un patio interior muy oscuro. Aquí esperaban unos treinta hombres. Vi de nuevo cámaras fotográficas, aparatos de registrar sonido, micrófonos y cables. Los hombres estaban alrededor del patio, sentados o en pie, fumando y aburriéndose. Parecía que hacía tiempo que esperaban.

El día se había vuelto gris y en el patio había poca luz, por ello los reporteros se habían traído grandes reflectores. El callado policía y el doctor Zorn se fueron, y yo descubrí entre los reporteros al pecoso Peter Romberg. Le saludé amistosamente. Él se inclinó, serio, pero sin acercarse.

—Romberg —le llamé.

Los otros miraron en nuestra dirección, esto le desagradó y por ello se acercó. Estaba cohibido, pero impenetrable:

—Buenos días.

—¿Por qué no se acercó a saludarme?

—No sabía si le sería agradable.

—¿Qué tontería es esta? —le dije, desabrido—. ¿No ha logrado olvidar todavía aquello?

Sacudió negativamente la cabeza.

—Usted es una persona inteligente, señor Holden, y creo que está al cabo de la calle de esta comedia.

—¿Qué comedia?

—Estoy sobre una pista. Todavía no lo veo muy claro. Pero ya empiezo a entrever algo. Usted es leal hacia el señor Brummer como Mila, por ello no dice todo lo que piensa. Pero yo descubriré la verdad, la descubriré...

—Usted está perturbado. ¿Qué le importa la verdad?

—La verdad importa a todo el mundo.

En ese momento se encendieron los reflectores, iluminando el lóbrego patio como si se tratara de un decorado de cine. Blancos como espectros aparecían en las ventanas enrejadas los rostros de los curiosos, presos, empleados y jueces. Todos miraban hacia los tres hombres que acababan de salir por una puerta de acero y se mantenían de pie en grupo: el pequeño abogado, el silencioso policía y Julius María Brummer.

—¡Un momento! —exclamó Zorn, y levantó las manos Tendió a Brummer unas enormes gafas negras que éste se caló. Macizo y enorme se tenía Brummer, hinchado el pálido rostro, amarillentos los labios. Sobre la rosada calvicie jugaba la luz de los reflectores. Llevaba un traje azul, camisa blanca y una corbata plateada. No pronunció una sola palabra. Zorn exclamó ahora, excitado:

—Pueden tomar fotografías.

Las máquinas de filmar empezaron a dejar oír sus susurros. Los flash relampaguearon, los cierres de las «Leicas crepitaron. Delante de la puertecita de acero se estaba representando una pantomima: Zorn sacudía la mano de Brummer. Brummer sacudía la mano del policía. Zorn reía. El policía sonreía forzadamente. Brummer no pestañeaba.

Allí, de pie, parecía siniestro. Este coloso, hinchado de grasa que, en cualquier lugar hubiera parecido risible, semejaba la imagen de la venganza, que a todos les prometía: Vengo a que me las paguéis todas juntas...

Las cámaras continuaban susurrando. Un hombre con un micrófono portátil se acercó. Se produjo un silencio en el patio. El hombre empezó a hablar:

—Señor Brummer, mis compañeros de la Prensa, de la Radio, de la Televisión y de los Noticiarios, me han encargado dirigirle unas cuantas preguntas.

La pequeña boca de Brummer se cerró despectiva. Con la mano hizo un gesto altivo, dominador, hacia el pequeño abogado. Este contestó:

—El señor Brummer no contestará a ninguna pregunta. Le ruego que se dirija a mí que soy su representante legal. Tiene usted cinco minutos.

—Que hable Brummer —gritó alguien.

—Tenemos poco tiempo —pronunció fríamente el pequeño abogado.

—Señor doctor Zorn —dijo el hombre del micrófono—, ¿significa la puesta en libertad de su representado que el procedimiento contra él ha sido sobreseído?

—El procedimiento no ha sido sobreseído. Aún no. Sin embargo, el material acusatorio se ha fundido de tal forma, que el Tribunal no puede seguir manteniendo preso a mi mandante.

—¿Puede deducirse del hecho de que usted ha asumido también la representación legal del industrial Schwertfeger, que sus dos clientes han unido sus intereses?

—No puede deducirse. Soy abogado. Tengo muchos clientes.

Alguien rió.

El diminuto abogado continuó pasándose los dedos por el cuello de la camisa.

—Vamos a presentar demanda judicial por difamación contra nueve periódicos, una conocida revista y dos estaciones de radio, porque todos ellos han informado sobre mi mandante en forma falsa y calumniosa. Es posible que debamos presentar más demandas.

—¿En qué forma se ha producido el retraimiento del material de cargo?

—Sin comentarios.

Alguien se había acercado a mí, el juez de instrucción Lofting. Encorvado y seco, las manos en los bolsillos del arrugado traje, parecía pálido y triste. Las bolsas de piel de debajo de sus ojos aparecían más voluminosas que nunca. Me incliné en silencio y también él se inclinó. Nos encontrábamos en las sombras, detrás de la luz de los reflectores, detrás de las cámaras...

—¿Se llevó a cabo la instrucción imparcial y correctamente?

—Completamente. En nombre de mi mandante y en el mío propio, debo dar las gracias al señor doctor Lofting, por su proceder noble, discreto e irreprochable. Debo decir que en este caso, el juez de instrucción se encontró ante una tarea extraordinariamente difícil. Por lo demás, lo siento, señores, los cinco minutos han transcurrido. ¡El coche, por favor!

—Adiós —le dije a Lofting.

—Hasta la vista —me respondió tranquilamente—, porque volveremos a vernos, señor Holden, no lo dude ni un momento.

Conduje el coche al paso, penetrando en la zona de luz de los reflectores, hasta la pequeña puerta de acero. Aquí descendí y abrí la portezuela.

Erecto, macizo y poderoso se encontraba ahora Julius María Brummer delante de mí. Me tendió la mano y sacudió la mía calurosa y largamente. El asco me subió hasta la garganta, pero, más fuerte que la repulsión, se había apoderado de mí el miedo. Pensé en las palabras de Nina. Este hombre había llegado ahora a ser invencible por mi culpa, por mi culpa.

Un reportero me disparó su flash desde muy cerca, de tal forma que, cegado, hube de cerrar los ojos. Al momento siguiente Peter Romberg se había mezclado con la muchedumbre de la Prensa.

Los tres hombres subieron al coche, yo les seguí el último. Las cámaras nos persiguieron y la cruda luz de los reflectores incidió en el espejo retrovisor, cegándome de nuevo e iluminando al doctor Lofting, por delante del cual estábamos pasando. El doctor Lofting sonreía. Y tuve que apartar el rostro de esa sonrisa porque no podía soportarla.

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