Nina

Nina


EPÍLOGO » 4

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Pero Nina no podía escribirme y a mí no me dejaban escribirle a ella, y no le permitían venir hasta mí, ni siquiera aquellos pocos miserables minutos en que me habían dejado ir a casa de Julius Brummer. Primero tenía que confesar, me había dicho el doctor Lofting, primero tenía que confesar.

Las semanas transcurrieron, vino el verano; en mi celda creció el calor. En el despacho del doctor Lofting se estaba fresco y oscuro, pero, a pesar de todo, prefería mi caliente celda a su despacho. Sentía pánico hacia los interrogatorios. Dijera lo que quisiese, él se limitaba a preguntar: «¿De dónde sacó el veneno? ¿Quién se lo vendió, señor Holden?».

Con el fin de no perder completamente la razón, elevé una petición a la dirección de la cárcel, en la que rogaba me devolvieran mi manuscrito y me permitieran continuarlo. Obtuve el permiso. Ahora seguí escribiendo. Escribía, cuando no me llevaban a un interrogatorio, diariamente desde las nueve hasta las doce y, por la tarde, desde las diecinueve hasta que se apagaba la luz a las veintiuna treinta. Cada día aumentaba el calor.

En julio escribía desnudo dentro de mi celda y mientras lo hacía, el sudor me recorría todo el cuerpo. De vez en cuando un temporal refrescaba algo el ambiente, pero los temporales no abundaban. Sin embargo, yo seguía escribiendo. Era mi cura contra la locura que me amenazaba, mi escudo contra los sacudimientos de cabeza del doctor Lofting. Y no dejaban que Nina viniera a visitarme, no, antes que confesara.

En los cuatro meses que siguieron a mi arresto en Baden-Baden, escribí todo lo que usted ha podido leer en estas páginas, doctor Lofting, señor comisario Kehlmann, las páginas que de vez en cuando me eran arrebatadas y que luego volvían a devolverme. Para mí está claro que se las remitían para su lectura, señor comisario Kehlmann, doctor Lofting.

En estos cuatro meses fui mostrado, vestido con los trajes baratos sacados de la maleta de fibra, a Paul, el mozo del poste de gasolina, a la guapetona acomodadora del cine de la calle Lützow y a Grete Licht de la «Institución Julius María Brummer para ciegos e impedidos de la vista». Delante de la señorita Licht hube de llevar también las gafas oscuras y el bastón blanco. Poco a poco, el doctor Lofting había encontrado a todos los testigos existentes. Y todos los testigos volvieron a reconocerme. El doctor Lofting seguía mandándome siempre desde su fresco despacho a mi caliente celda, y yo volvía a escribir. Finalmente me parecía haber encontrado una relativa felicidad en ello. La escritura me consoló y ayudó durante esos meses. Porque ellos no me dejaban ver a Nina, no me dejaban verla.

Un día recibí una postal. Era una vista, en color, del lago de Garda y, en el dorso, con letra infantil había el texto siguiente:

«Querido tío Holden:

»¿Cómo te va? A mí me va bien. Hace tres semanas que estamos en Desenzano. Yo estoi mui morena. Papá y mamá están también aquí. Nadamos mucho. Hace mucho calor. No te enfades porque me portara así contigo. Mamá me lo ha esplicado todo. Fue una acivocación. Muchos saludos y un besito te envía tu pequeña Mickey.»

Más abajo había:

«Con el pensamiento con usted. Carla y Peter Romberg.»

Así, pues, me habían perdonado.

Y creían, por lo tanto, que era yo el asesino de Julius María Brummer.

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