Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 46

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Düsseldorf, Colonia, Bona, Frankfurt, Mannheim y Karlsruhe.

Hasta aquí todo fue perfectamente. Llovía abundantemente, pero la visibilidad era buena. En Rasthäusern bei Köln y en Mannheim telefoneó Brummer a Düsseldorf. Ambas veces pidió el mismo número, el de su abogado. Guando empezaba el crepúsculo llegamos a Pforzheim. Aquí en el sur se notaba más claramente el otoño, llegaba muy pronto este año. Estábamos a principios de octubre, pero en los bosques había ya hojas amarillas, rojas y de color marrón, los prados amarilleaban y, a la orilla de los ríos, se veían villoritas a centenares. En los campos ardían las secas plantas de las patatas y la lluvia mantenía el humo a ras del suelo.

A eso de las cinco llegó arrastrándose la niebla procedente de los bosques, primero muy fina, como un velo, luego en oleadas. El cielo se tornó negro. Seguía lloviendo. Las nieblas flotaban perezosamente sobre la autopista.

—Vamos a tomar café y luego nos llegaremos de una tirada hasta Munich —dijo Julius María Brummer.

Estaba muy tranquilo ese día, y recuerdo que me sorprendió. Si estaba padeciendo por la decisión de su mujer, de separarse, se retenía admirablemente. Hablaba muy poco, y estoy seguro de que pensaba mucho en Nina. Yo no dejé de pensar un solo momento en ella.

Delante del parador de Pforzheim, el viejo perro que había dormido entre nosotros, saltó torpemente al suelo y se puso a ladrar a un gato. A través de la lluvia penetramos en el parador. Aquí hacía calor. Cuatro viajantes jugaban a los naipes, una gramola automática lanzaba al aire u música. La camarera que nos sirvió era guapa.

—Dos cafés y una conferencia con Düsseldorf.

De nuevo telefoneaba Brummer al doctor Zorn. Yo me bebí el caliente café contemplando la lluvia. Cuando Nina sea libre nos iremos de Düsseldorf. Quizá a Munich. O a Hamburgo. O a Viena. Había muchas ciudades donde ir. Éramos demasiado viejos para tener hijos, nos quedaríamos solos. Una vivienda. Más adelante quizá una casita. Todavía conservaba un poco de dinero para empezar...

Brummer regresó.

—Asunto desagradable.

—¿Ha pasado algo?

—Sí. Vámonos.

En el coche encendió ceremoniosamente un puro. La niebla se ponía ahora en movimiento. El viento del este empujaba sus oleadas diagonalmente a la carretera. Hube de bajar el cristal de mi lado, pues el parabrisas se velaba continuamente. La niebla olía a humo y la lluvia a hojas podridas. Entre los bosques anteriores a Stuttgart sólo podía distinguir la raya blanca del centro de la pista e incluso, a veces, ni siquiera. Bajé la velocidad a treinta kilómetros. El perro dormía. Durante el sueño se movía y daba gemidos. A lo mejor soñaba con el gato.

—¿Conoce usted a Peter Romberg?

Brummer habló con el puro en la boca, la corona de ceniza luciendo y apagándose a su aliento.

—Sí.

—La niña que tienen, ¿la conoce también?

—Sí.

—Es una familia feliz, ¿no? Los padres deben de estar locos por la pequeña.

—Completamente.

—Lo harían todo por la niña, ¿verdad?

—Cumplen todos los deseos de Mickey.

—No quiero decir eso. Lo que quería expresar es que, para no poner en peligro a su hija harían todo lo que se les pidiera, ¿no?

Ahora iba solamente a veinte kilómetros. El bosque se apartó súbitamente; a la izquierda, sobre unas colinas que sólo veía en forma de siluetas, brillaron repentinamente muchas luces. Debía de ser Stuttgart. Las luces duraron solamente un minuto, un agujero en la niebla, después todo quedó de nuevo lechoso y velado.

—No le comprendo, señor Brummer.

—Usted me ha entendido. ¿Por qué no ha hablado de ello con el abogado? Era su deber —dijo con voz llorosa, como una muchacha ofendida.

—¿Cómo sabe usted...?

—Zorn me lo ha dicho. Acabo de hablar con él. Tiene mucha gente trabajando por su cuenta y posee conexiones en todas partes. Ese Romberg va por ahí charlando. Su pequeña. Hilde Lutz. El «Mercedes». Cuénteme de una vez lo que pasó.

Se lo expliqué todo. Él fumaba y escuchaba. Finalmente, su aguda voz volvió a graznar, enfadada:

—¿Y esto se lo ha guardado para sí?

—Creí que no era importante —mentí.

—¡Que no era importante! —Su risa sonaba como el jadeo de un cerdo—. Si Romberg consigue presentar la prueba de que usted estuvo esa tarde en casa de Hilde Lutz, si el juez instructor sabía alguna noticia de ello..., ¡pero, hombre, mi abogado había hecho mi caso impenetrable! Y ahora este contratiempo. ¿Puede comprarse a Peter Romberg?

—No lo creo.

—¿Qué pruebas posee?

—Mickey. Jura haber oído el nombre de Lutz.

—¿Puede sostenerse que la niña no estaba con usted esa tarde?

—No.

—¿Por qué no?

—Su esposa de usted, Romberg y Mila estaban presentes.

—Romberg no cuenta, es el demandante. Mila y mi mujer sostendrán lo contrario.

—Romberg nos ha retratado, a la pequeña y a mí.

—¿Dónde está la fotografía?

—La tiene él.

—Tiene que procurársela, con el negativo.

—No querrá dármelo.

—Usted ha originado este enredo. Usted debe...

—¡No puedo hacerle nada!

—¡No me contradiga! Usted conseguirá la foto a la mayor brevedad, y el negativo. Si él no quiere entregarla, muy bien, dígale que pone en peligro a su hija. Algo le podría pasar.

—Señor Brummer...

—¿Qué pasa?

—Quería rogarle que aceptara mi despedida.

Se quitó el cigarro de la boca y me observó.

—Yo..., yo he hecho por usted lo que he podido. Usted me ha recompensado con dinero. Pero me gustaría empezar una nueva vida. Entiéndalo, yo...

Empezó a reír, primero en silencio. El voluminoso cuerpo temblaba. Se sacudía de risa. Sibilante, le salía el aliento de la pequeña boca, resoplaba al reír como un cerdo asmático, como un gordo cerdo marrajo. El perro despertó y empezó a gruñir.

—Quieto, «Pupele», quieto. —Se dirigió a mí, gruñendo—: ¿Tiene los nervios enfermos, Holden? Son las emociones. Puedo comprenderlo. Sólo somos seres humanos. Vea a mi mujer. —Volvió a reírse, el puerco cebado reía—. Mi Nina. Dios sabe que si hay alguien que me ame, esa es ella. Está completamente desquiciada. La agitación fue demasiado fuerte para ella. ¡Me ha propuesto divorciarse! Le asombra a usted, ¿no? Quiero decir que hable de ello tan abiertamente. ¿Por qué no me contesta?

—La niebla, señor Brummer. Debo tener mucho cuidado.

—Tenga mucho cuidado, Holden. —Gruñía y resoplaba al reír—. ¡Tiene razón, tenga mucho cuidado! Le cito el ejemplo de mi mujer, para mostrarle cuán poco dueños de sus resoluciones son todos ustedes. Ella quiere divorciarse, usted quiere despedirse, casi se podría decir que los dos se han puesto de acuerdo. —Gruñó largamente—. Sólo nervios. A Nina la mandaré al sur para que se restablezca. Yo no me emocioné lo más mínimo cuando me espetó esta monstruosidad. No la tomé en serio. Puedo comprenderla, me dije. ¿Qué hubiera podido decirle a ella?... Tengo otros quebraderos de cabeza. No quiero divorciarme, por nada en el mundo. La necesito. Es la mejor mujer que existe, pero ahora tiene los nervios en baja forma, como usted, Holden. Y por eso tampoco le tomo a usted en serio.

—En cambio, yo se lo ruego, señor Brummer. Quiero irme de su servicio.

—¿Y volver a presidio? —preguntó, gruñendo cordialmente—. ¿Y qué hará entonces, Holden? Hombre, aguante el coche quieto, hemos rozado la cuneta.

—¿Usted sabe por qué estuve en la cárcel?

—¡Naturalmente!

—¿Desde cuándo?

—Hace tiempo. ¿Por qué?

Mis labios se pegaban entre sí. Le dije penosamente, inclinado sobre el volante:

—Zorn pretendió que usted no lo sabía...

—El bueno de Zorn.

—Y, sin embargo, usted me dio una recompensa de treinta mil marcos...

—Eso lo dice usted.

—¿Cómo?

—Pero, Holden, ¿nos considera usted completamente idiotas? —Ahora volvía a notarse aquel tono quejoso de su voz—. Por los treinta mil marcos usted ha firmado un recibo, ¿sí o no?

—Sí.

—Lo esperaba. No es más inteligente que yo, Holden. ¿Pero qué hubiera sucedido si yo entonces le hubiera denunciado y le hubiese devuelto a la cárcel? Me hubiera faltado un colaborador, nada más un colaborador valioso, que luego me ha prestado señalados servicios. Por ello no lo denuncié.

Estábamos ahora nadando en tal forma dentro de la niebla que tuve que reducir la velocidad hasta diez kilómetros por hora. Hacía más de media hora que no habíamos encontrado ningún coche.

—¡Y qué buena jugada discurrí entonces ahora que lo pienso, qué buena! Porque, ve usted, Holden, si ahora quiere usted marcharse a toda costa, siempre podremos denunciar que nos hizo un chantaje por treinta mil marcos. A cambio de la entrega de ciertos documentos. Siempre podrá negarlo. ¿Pero probarlo? Usted no podrá probar nada. Ya no tiene los documentos. En cambio nosotros, Holden, nosotros seguimos en posesión de la firma al pie del recibo.

De repente me pareció oír unos sonidos mezclados, muchos ruidos y una voz de mujer que, lenta y sencillamente, como si se dirigiera a niños, decía: «...él mal hermano se había juntado con el diablo a causa del oro. Había comido y bebido con él. Pero el que quiere comer con el diablo necesita una cuchara muy larga...».

—Cuando usted tomó el dinero, le preguntó al doctor Zorn por qué motivo se lo entregaba. Él le dijo entonces que, posiblemente, algún día, le pediría un favor.

Había comido y bebido con él...

Su caviar. Su champaña. Su poularde de Bruxelles con ensalada aux fines herbes.

—Hoy le reclama ese favor. Le exige que le consiga la consabida fotografía de Peter Romberg. Y el negativo.

—No puedo hacerlo..., no quiero hacerlo...

—Debe hacerlo. Y lo hará.

—Déjeme marchar, señor Brummer. Tome de nuevo su dinero. Ya no lo tengo todo, pero tome el resto...

—No quiero dinero. Ya tengo bastante. ¡Usted se queda lo mismo que mi pobre mujer! Ustedes no se dan cuenta de lo que les conviene.

—¿Cuánto tiempo..., cuánto tiempo me exigirá que me quede con usted?

—Mientras le necesite, Holden. No sea usted criatura. ¿Es que le va mal conmigo? ¿Entonces?

...Pero el que quiere comer con el diablo...

Entonces atropellé un animal. Se produjo el acostumbrado repugnante ruido, el coche se tambaleó de la forma acostumbrada, y el viejo perro ladró excitado.

—Una liebre.

...necesita una cuchara muy larga.

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