Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 5

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Lo probé todo. Saqué completamente el chóquer. Apreté el pedal del gas a fondo. Giré la llave del encendido en un sentido. Y en el otro.

El motor no arrancaba.

Empecé a rezar mientras apretaba botones y giraba conmutadores y mis manos se ponían tan húmedas de sudor que resbalaban por todas partes. Mientras rezaba pensaba que Dios no podía escucharme, porque era un asesinato, un mezquino asesinato, el que yo preparaba, pero no, no era mezquino, era necesario, era un asesinato justiciero. Pero, ¿existían los asesinatos justicieros?, pensé, mientras apretaba desesperadamente el acelerador, no, no existían, y entonces cesé de rezar y empecé a maldecir y, en este momento, arrancó el motor.

Me dirigí de nuevo hacia el Rhin. Las calles se hallaban ya vacías, y recorrí el trayecto en ocho minutos. A las 19’46 me paré, con los faros apagados, delante de la villa de Julius Brummer. Salí del coche. Abrí el portal de hierro forjado. Ahora resplandecía la luz en todas las ventanas; en las que estaban corridas las cortinas se filtraba por los intersticios. Conduje el «Cadillac» con toda la suavidad posible por el camino de grava hasta el garaje. En la rendija entre la puerta y el marco había colocado una cerilla, untes de salir. Cuando abrí, ahora, la cerilla cayó. Por lo tanto, aquí no había estado nadie. O bien, alguien habla estado, había notado la cerilla y devuelto a su sitio... Me encontraba al límite de mis fuerzas, parecía no tener bastante aire para respirar, la cabeza me dolía y delante de mis ojos rodaban ruedas de fuego.

De nuevo al coche. El coche al garaje. Cierro la puerta del garaje. Sobre la grava hacia la puerta. De nuevo oigo ladrar al viejo perro. Luego veo en la iluminada ventana de la cocina la silueta de Mila y, mientras cierro con temblorosas manos el portal del parque, escucho su fina voz de anciana que pregunta:

—¿Quién anda por ahí?

Me puse a correr a través de la oscuridad, hacia la avenida. No importaba que Mila hubiese visto una sombra, que se pareciese a mi sombra, no, no importaba...

Corrí hasta el pequeño cine, y el corazón me dolía y la cabeza me latía dolorosamente y eran ya las 19’51 y las 19’52 y las 19’53. Fuera de aliento alcancé el patio situado detrás del antevestíbulo. A toda prisa volví a descalzarme los zapatos. Luego vi a la pareja. Se encontraban precisamente delante de la salida del cine y se besaban los jóvenes enamorados. Allí estaban besándose, ella le tenía abrazado y él sostenía la cabeza de ella en sus manos.

Me apretujé contra la estropeada pared del patio, y los dos seguían besándose. Él dijo algo. Entonces volvieron a besarse manteniéndose precisamente delante de la salida del cine...

Idos, les dije sin palabras, idos, idos, idos.

Pero seguían besándose y sobándose, y un gato pasó por el patio y maulló.

Las 19’56, las 19’57.

—No —dijo la muchacha—. No, no puedo.

—Sí —dijo el hombre—, sí, puedes. Si me quieres puedes hacerlo. Si no, es que no me amas.

—Pero no lo he hecho nunca —dijo la muchacha.

—Si no quieres hacerlo, dilo —dijo el hombre.

—Sí —dijo la muchacha—, lo quiero, lo quiero, lo quiero.

El hombre puso un brazo sobre los hombros de ella y se dirigieron directamente hacia mí. Me escondí más profundamente aún en las sombras, y desfilaron por delante sin verme, y la muchacha decía:

—Eres el primero...

Corrí en calcetines por el patio y el pasillo. La maloliente cortina de terciopelo rojo acarició mi rostro cuando entré en la sala de proyección. El film seguía proyectándose, no se había acabado aún. Encorvado regresé a mi sitio. El asiento crujió. Puse mis cabellos en orden, me enjugué el sudor del rostro e intenté respirar tranquilamente. En la pantalla llegaba la recompensa para los buenos y el castigo para los malos y la justicia triunfaba a pesar de todos los pesares.

Música dramática de fondo y final, y se encendieron las luces. La acomodadora pelirroja vino desde la entrada hacia el medio de la sala, diciendo:

—Salida a la derecha.

Indicó el camino a los pocos espectadores, encontrándose conmigo y yo le pregunté:

—¿De verdad no hay nada que hacer?

Echó la cabeza hacia atrás y dijo a la cortina de terciopelo rojo:

—Los individuos de este país se han acostumbrado a una arrogancia que ya no se puede soportar.

Con el fin de que no se olvidara de mí volví a ponerle, al dirigirme hacia la salida, la mano sobre la cadera, ella volvió a golpeármela, pero, naturalmente, sonriendo al mismo tiempo.

Me dirigí lentamente hacia casa. Ya no tenía ninguna prisa. Fui a lo largo del Rhin y contemplé las luces de la otra orilla y un barco que se deslizaba por encima del agua oscura. La gente que se encontraba sobre cubierta cantaba una alegre canción acompañada por un acordeón. Respiré profundamente el aire, oliendo a humo, de este otoño, pensando con anticipación en el verano que debía seguir a este invierno, pues ese verano no lo gozaría ya Julius María Brummer. Sería un verano hermoso, pensé, un verano mucho más hermoso para la pequeña Mickey y su padre, para Nina y para mí. Todo iría muy bien..., cuando Julius María Brummer hubiera muerto.

Me encontraba ahora muy cansado. Las piernas me dolían cuando subí la escalera de caracol que conducía a la pequeña vivienda sobre el garaje. Al salir había cerrado la puerta con llave. Ahora la volví a abrir. Detrás de ella se encontraba una carta. Alguien debía de haberla empujado por debajo de la puerta. Sentí calor al reconocer la letra de Nina. Rompí el sobre del que cayó una hoja. Leí: «Necesito hablarte. Mi marido irá a casa del abogado mañana por la tarde. Te espero en la embarcación a las 15’30». Me senté en la cama y elevé la hoja hasta mi rostro, pues esperaba que algo de su perfume se le hubiera pegado; pero sólo olía a papel, y pensé que Nina volvía a escribir cartas. Luego miré por mi ventana a la suya. Ella se encontraba detrás de la cortina, vi su silueta. Debía de haberme esperado. Ahora se movió y, al pronto, se apagó la luz de su habitación. También yo apagué la mía. Y este manejo me unió más a ella en íntima ternura, como si se posara sobre nosotros dos la oscuridad a guisa de caliente cobertor de la cama en la que ya yaciéramos ambos, abrazados y protegiéndonos, unidos por una noche.

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