Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 7

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Esto sucedió el jueves.

El viernes empezó a extenderse el horror, el horror que yo había llevado al mundo, que yo había engendrado...

La mañana del viernes, a las once, conducía yo a Julius Brummer y a su hermosa mujer hacia la ciudad. Nadie hablaba. Ambos estaban sentados detrás de mí y yo podía contemplarlos en el espejo. Nina tenía una apariencia derrotada, bajo sus ojos se habían formado oscuras sombras, y se había puesto demasiado carmín. Julius Brummer mantenía los cortos dedos entrelazados sobre la barriga. A menudo contraía los labios y silbaba. Cuando no miraba a su mujer, me miraba a mí, al dorso o, por medio del espejo, a la cara. Algo parecía alegrar a Julius Brummer, en una ocasión rió cloqueando. Y yo pensaba: «Cada noche. Cada noche. Cada noche».

Cuando llegamos a la altura de la calle Lützow, oí su voz:

—¡El aire, Holden!

—Sí, señor Brummer —contesté y viré a la izquierda. El neumático delantero derecho del «Cadillac» estaba falto de aire. Brummer lo había observado cuando arrancamos. Había poco aire en el neumático delantero derecho, porque la noche anterior yo lo había dejado escapar.

El gran surtidor de gasolina se irguió ante nosotros. Dejé que el coche se deslizara. El joven Paul se precipitó contento:

—Buenos días, los señores.

Sobre la pústula de la frente llevaba un parche de esparadrapo. Una nueva inflamación se le estaba originando ya en la punta de la nariz.

—Falta aire. Derecha, delante —le dije.

Paul se fue y volvió al acto con un instrumento que sirve para regular la presión en los neumáticos. Se arrodilló y quitó la caperuza protectora de la válvula, y al cabo de dos minutos todo estaba en orden.

—Gracias, Paul —le dije, dándole veinte pfennigs.

Él enrojeció:

—Oiga, señor Holden...

Haciendo ademán de partir, le miré:

—Dime.

Su rostro se volvió más encarnado. Se le veía muy cortado, las pequeñas y sucias manos se le abrían y cerraban. Bajó la voz y bajó la cabeza:

—Nunca me permitiría hablar de ello, pero el patrón pasó cuentas ayer y tuve que poner el dinero de mi bolsillo. ¿Le iría bien devolvérmelo ahora?

—Devolverte, ¿qué? —le pregunté, mientras en mi pensamiento le pedía perdón y meditaba que todo ello sucedía a favor de una indefensa chiquilla que no podía suponer lo que se le venía encima.

—Pero, ya lo sabe usted, señor Holden... —Ahora la voz de Paul ya casi ni se entendía—. Los veinticuatro marcos con treinta. No se enfade conmigo, pero es que mañana debo pagar la cuota semanal de mi moto.

Del fondo surgió la agitada voz de Brummer:

—¿Qué le pasa al joven?

Me volví. Sus ojos relampaguearon con sospecha. También Nina me miró, agotada y triste.

—No tengo idea, señor Brummer. No sé lo que quiere. Precipitadamente bajó el cristal de su ventanilla y atravesó el aire con un dedo rosado:

—Tú, ¿cómo te llamas?

—Paul.

—¿Tienes que cobrar algún dinero de mi chofer?

—Sí —dijo el joven.

—No —dije yo.

Lo dijimos al mismo tiempo. A continuación nos miramos el uno al otro.

La boca de Paul había quedado abierta. Tartamudeaba irreflexivamente:

—Pero..., pero, señor Holden.

—No hay pero que valga —contradije—. Vamos a ver, Paul, reflexiona. ¿Te he quedado a deber gasolina alguna vez desde que pagamos al contado?

—No, nunca, no...

—¿Entonces?

—Hasta anteayer. Usted me dijo que no llevaba dinero encima. ¡Por el amor de Dios, debe acordarse de ello!

Ahora solté las manos del volante, dejé colgar los hombros y conté hasta siete. Habría contado más adelante, pero al llegar a siete oí la voz de Brummer:

—Vamos a ver, ¿qué le pasa, Holden?

Me volví de nuevo.

—Señor Brummer, Paul y yo nos conocemos desde que trabajo para usted. El joven es honrado. Debe tratarse de un malentendido. Yo...

—¡Deje de divagar, hombre! ¿Ha repostado gasolina aquí anteayer, sí o no?

Contesté en voz alta:

—Si hubiera repostado aquí lo diría. ¿Qué motivo tengo para no decirlo?

La cara del joven se volvió blanca como la nieve, incluso los granos perdieron su insano color.

—Por Dios, señor Holden..., ¡pero si usted estuvo aquí! ¡Habló conmigo! ¡Me dio la mano! ¡Yo no estoy loco!

—Tampoco estoy loco yo. No estuve aquí.

El propietario del puesto de gasolina, un flaco inválido de guerra, de nombre Merz, se acercó a nosotros. Merz tenía sólo un brazo. Llevaba un impermeable blanco.

—¿Dificultades, señor Brummer?

Gimiendo, se dejó deslizar Brummer al exterior. También yo salí. Al hacerlo volví mi rostro hacia Nina. En sus ojos había miedo. Sin pronunciarla, sus labios formaron una palabra..., rápidamente aparté la cara.

Ahora estábamos cuatro delante del «Cadillac» rojo y negro. El viento arrastraba hojas muertas por la calle. De repente, Paul empezó a llorar, sin ruido. Las lágrimas corrían por su pobre piel, corroída por el acné, hacia su boca, y él las enjugaba con la lengua, sacudiendo la cabeza, sin comprender. Brummer explicó la situación. Merz era un hombre cabal que no se dejaba amedrentar por nadie.

—Señor Brummer, yo pondría la mano en el fuego por mis empleados. ¡El joven es honrado! ¡No miente!

Ahora me tocaba a mí excitarme:

—Oiga usted, señor Merz, ¿quiere usted decir que soy yo el que miente?

—No he dicho tal cosa —repuso fríamente.

Con la lógica de la perra gorda que le había conquistado millones, tronó Brummer:

—¡Uno de los dos debe mentir!

Volví las espaldas al coche, sintiendo a pesar de ello, las miradas de Nina atravesándome la espalda. Me dirigí a Paul:

—¿Cuándo, según tú, debo de haber estado aquí? Responde pronto, tampoco yo soy responsable de esta extraña historia. Así, pues, ¿cuándo?

Sollozó:

—Anteayer..., serían las siete y cuarto...

Le dije a Brummer:

—A esa hora yo estaba, con seguridad, en el cine.

—Señor Holden, señor Holden, ya no quiero los 24’30 marcos, la gasolina la pagaré yo, pero diga que usted estuvo aquí.

—Cállate un momento, Paul. Yo no estaba aquí. ¡Esto es insensato!

Siguió una pausa.

De repente, Brummer volvió a silbar. Escupió al suelo y restregó la saliva con su zapato. Luego se volvió al joven. Balanceándose de una a otra pierna, resumió:

—Así, pues, mi «Cadillac» estuvo aquí. Anteayer después de las siete.

—Sí, señor Brummer.

—Y mi chofer ha repostado gasolina.

—¡Yo estaba en el cine!

—Estese quieto, Holden. Sigamos, Paul. ¿Cómo iba vestido mi chofer?

—Ya no me acuerdo..., sí, lo sé..., llevaba un traje castaño..., una corbata verde..., y una camisa blanca...

—Yo no tengo ningún traje castaño —grité.

—¡No se excite así, hombre! ¡Nadie le hace nada!

—Pero debo insistir que quiero que este asunto se aclare inmediatamente.

—No necesita insistir. Tengo yo el mayor interés en ello. —Brummer sacó una abultada cartera y de ella treinta marcos—. Primero el dinero. Toma. El cambio para ti, Paul.

—No quiero dinero de usted, señor Brummer. Yo quiero que usted me crea.

—Bueno, bueno, está bien. Claro que te creo. —Brummer se volvió a Merz—: ¿Puedo telefonear?

El inválido le acompañó hacia la cabina encristalada. Por el camino, Merz se volvió mirándome con poco afecto. Estaba convencido de que yo mentía. Todos estaban convencidos de ello. Gracias a Dios, pensé.

—¡Paul! —era la voz de Nina. Me volví. Se había deslizado hasta la abierta ventanilla y sonreía al joven tembloroso de excitación—: ¿Estás seguro de que se trata del señor Holden? ¿No puede haber sido otro hombre?

—¡Era el señor Holden! ¡Lo juro por la vida de mi madre!

Su mirada se paseó de él a mí. Yo sacudí la cabeza.

Paul gritó:

—Aunque el señor Merz me eche, vuelvo a repetirlo: ¡Usted estuvo aquí!

Sin decir palabra, me encogí de hombros.

A saltitos sobre la punta de sus zapatos, volvió Brummer. El viento arrastraba hojas multicolores contra las bien planchadas perneras de sus negros pantalones. Silbaba de nuevo. Muy cerca, delante de mí, se quedó plantado, silbándome en la cara, durante un buen rato. Seguidamente me dijo:

—A casa.

—Pero usted quería...

—¿Está sordo? ¡A casa!

Entonces jugamos a aquel juego que consiste en comprobar cuánto tiempo puede uno mirar a los ojos del otro, yo perdí y le abrí la puerta del coche. Me senté detrás del volante y vi en el espejo retrovisor los ojos de Nina, muy abiertos, ladeé la mirada y tropecé con los trágicos de Paul y pensé que había armado un buen lío, un lío considerable esta primera vez. Pero entonces vi a Julius Brummer en el espejo, y su mirada me reconfortó. Porque Brummer ya no silbaba, ya no tarareaba, ya no reía. Pálido y desencajado yacía él en su asiento y tenía miedo, no sabía todavía de qué. Pronto lo sabría.

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