Nina

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LIBRO TERCERO » 14

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Mi carta llegó con el correo de la mañana. Estaba en el vestíbulo cuando el nuevo mayordomo clasificaba los sobres y revistas que había traído el cartero. Allí estaba, la carta que había escrito en la institución para ciegos...

El orgulloso criado nuevo la colocó junto con las otras sobre una bandeja de estaño y la llevó al cuarto de trabajo de Brummer. La pesada puerta forrada se cerró detrás de él. Ahora debía esperar a ver qué sucedería luego, pensé.

Pero no sucedió nada.

Las nueve. Las nueve y media. Las diez. Las diez y media.

No sucedía nada.

Me dirigí al garaje, saqué el «Cadillac» y lo lavé. Lavé el «Mercedes». Las once y media. No sucedía nada. Me fui a mi pequeña habitación. Lástima que, ahora, por la mañana, tuviera necesidad de beber algo para tranquilizarme, cuando las cosas sólo acababan de empezar.

Un pequeño trago y nada más. Pero, después del traguito, mis manos temblaban de tal manera que vertí el coñac y tuve que tomar un segundo trago y luego otro.

Seguidamente volví a bajar y saqué el tercer coche y lo lavé. Eran las doce. A las doce y cuarto llegó el doctor Zorn, que me saludó campechanamente al atravesar, el parque. A las doce y media, apareció el orgulloso criado y me comunicó que el señor Brummer deseaba hablarme.

Me puse la chaqueta y penetré en la villa. En el cuarto de trabajo de Brummer acudió a mí el viejo perro y se frotó contra mi rodilla. Zorn se encontraba al lado de la ventana. Brummer estaba sentado detrás de la mesa escritorio. Sobre la mesa, precisamente delante de él, se encontraba la carta que yo había escrito en la escuela para ciegos.

—¿Me ha mandado llamar, señor Brummer?

—Sí, le he mandado llamar.

Me miró. Luego miró a Zorn. Luego, los dos me miraron. Luego, ambos miraron la carta. Era un día frío, la calefacción central no funcionaba todavía, pero, aunque hasta ahora hubiera tenido frío, empecé a sudar en este momento.

—El perro —dijo Brummer.

—¿Cómo?

—El perro tiene que salir. Lléveselo hacia el estanque, Holden.

Seguidamente, Brummer se metió en la boca una pastilla de goma de mascar y empezó a silbar.

—Ven, «Pupele» —dije yo.

Era la una menos cuarto.

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