Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 18

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Yo no sé si usted ha vivido una experiencia así, señor comisario Kehlmann, si ha deseado durante largo tiempo a una mujer, si sus sentidos se han sentido atraídos durante mucho tiempo hacia ella. Muchas veces, luego ni siquiera es bonito. La primera vez es raramente hermoso, sólo llega a serlo, para la mayoría de la gente, al cabo de cierto tiempo. Para nosotros fue bello desde el primer momento, la primera vez ya fue delicioso.

Oscurecía cuando abandonamos el pequeño claro. Del agua venía la niebla, las nubes se tornaban de un gris oscuro, el aire parecía azul, y olía a otoño allá, junto al agua.

Sobre la calzada había muchas hojas multicolores. Íbamos despacio, asidos de las manos, contemplándonos continuamente. A menudo nos parábamos para besamos. Pero se trataba ya de besos diferentes.

—Estoy desesperada —dijo ella—. Desesperada como nunca.

—Ya encontraré una escapatoria. Déjame tiempo. Sólo un poco de tiempo.

—Ya me lo has dicho otra vez. —Habíamos alcanzado el Hofgarten y las terrazas del Rhin—. Esta noche he de verle de nuevo..., hablarle..., ¿cómo podré soportarlo..., ahora?

—Un poco de tiempo..., sólo un poco más de tiempo...

Me miró con ojos relampagueantes:

—Debes de tener algún plan.

—No.

—No me niegues esta esperanza. Hay algo que me escondes. Algo que yo no entiendo. No quiero saberlo. Quiero saber solamente que algo tienes en la imaginación, Robert, y esto me dará fuerzas para vivir.

Contesté, y el corazón me dolió al hacerlo:

—No, no tengo nada previsto, Nina, aún no. Ve a casa. Son casi las seis. Debo ir a recoger a tu marido, si no empezaría a sospechar.

—¿No tienes nada que ver con la carta?

No tenía derecho a confiarle nada, no podía ponerla en peligro. Lo que iba a hacer, debía completarlo absolutamente solo. Y mientras le pedía perdón, en mi interior, por poderle dar tan poco, después de lo mucho que ella me había dado, sacudí la cabeza, le besé la mano y le dije:

—Vete, ahora, cariño, ve a casa.

Y se fue con los hombros caídos y el paso tardío; en sus planos zapatos de color beige, sus pantalones del mismo color, la corta chaqueta de pieles, las oscuras gafas y el negro pañuelo sobre el cabello rubio. El tráfico nocturno había empezado. Sin reposo llegaban autobuses a las puertas del Hofgarten. Mucha gente bajaba de ellos. Con un autobús así había yo llegado por primera vez, hacía mucho tiempo. Entre la gente que llegaba con los autobuses se encontraban muchas parejas jóvenes. Las parejas pasaban por delante de mí cogidas del brazo, se miraban enamoradas, hablaban y reían.

Miré hacia Nina que subía por la Cecilienallee sin volverse. Verla alejarse así, era lo más triste que hubiera soportado en mi vida. Y esto se debía a que acababa de ser tan feliz.

Detuve un taxi, me dejé caer en su fondo y mandé:

—Grüntorweg.

En la Grüntorweg se encontraba el «Cadillac». En pocos minutos llegué a la prisión preventiva. Eran las seis y diez minutos, demasiado tarde. Brummer se encontraba ya esperando en la calle.

Me miró atentamente mientras mantenía la puerta abierta para que él entrase, y me dijo:

—No ha sido puntual, Holden.

—Lo siento mucho, señor Brummer. La señora no había acabado en casa del sastre cuando llegué.

—¿Aún no? —Gruñó y su boquita rosada esbozó una sonrisa—. ¿Tuvo que esperarla, no?

—Sí, señor Brummer.

—Esas mujeres, ¿eh?

Entró en el coche, cerré la puerta detrás de él y me puse en marcha por las calles en las cuales lucía ya la iluminación nocturna, porque el otoño llegaba temprano este año.

—Ya es tiempo —oí que Brummer decía detrás de mí.

—¿Cómo?

—He dicho que ya es tiempo de que mi mujer se vaya de aquí. Con sus delicados nervios tener que esperar durante horas enteras. Ya puede Düsseldorf quedarse tranquilo. Se recuperará magníficamente en Mallorca.

Conseguí mantener el coche perfectamente quieto. Sin una sacudida lo detuve delante de una luz roja.

—Esta tarde he mandado reservar un pasaje de avión. Se irá pasado mañana. Tiene que recuperarse completamente de todas esas agitaciones. El doctor Zorn me ha facilitado la dirección de un hotel de primerísima clase. Es el mejor tiempo, me ha dicho. Los turistas alemanes ya se han marchado de allí y el tiempo es único. Permanecerá uno o dos meses en Mallorca, ¿qué le parece, Holden?

—Magnífico, señor Brummer —respondí sintiendo cómo el sudor se me deslizaba por el cuello.

—Es posible que se quede más tiempo, ya veremos, ya veremos. Por Navidad iré yo también. Y me quedaré hasta después de Año Nuevo, unos cuantos días hermosos. Por otra parte, Holden, me había olvidado completamente: mañana debe usted llevarse a Mila...

—Mila...

—La buena vieja ya está haciendo sus maletas. Usted la llevará a Schliersee. —Su voz parecía, de repente, venirme desde una gran montaña de algodón en rama—: Pero, hombre, ¿qué le pasa? ¿Se duerme al volante? ¿No ve que ya hace tiempo que el semáforo está verde?

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