Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 20

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Entonces puse el coche en marcha. Brummer y Nina saludaban con la mano. Mila respondía. Yo miraba en el espejo retrovisor. Y en el espejo vi de nuevo a Nina, por última vez en muchísimo tiempo.

Llovía en todas partes, ese día. Llovía en Frankfurt, Mannheim, Heidelberg. Atravesamos bosques de árboles negros, deshojados de sus hojas, llanuras humeantes con campos oscuros, praderas de hierba moribunda y, sobre las praderas y los campos y en las ramas de los árboles, se encontraban muchos pájaros negros, centenares de ellos. De cuando en cuando algunos se echaban a volar, pero nunca volaban muy alto ni se iban muy lejos.

Mila Blehova se tranquilizó pronto. Apenas dejamos Düsseldorf a nuestras espaldas, me confió:

—Es terrible, naturalmente, cuando uno debe separarse después de tantos años juntos. Pero yo volveré. Y a usted se lo puedo decir honradamente, señor Holden, era demasiado para mí, en verdad, en estos últimos tiempos, y me parece que me encontraré muy a gusto viviendo tranquila en Schliersee. También le irá bien a Nina apartarse una temporada de todo esto.

—Sí —le dije yo—, seguro.

—El señor lo hace todo por ella, no podría desear un mejor marido.

Mila había depositado, al partir, una gran bolsa en el suelo del coche, delante de su asiento. En la bolsa había emparedados y bombones, galletas y sales de Bullrich, un cubilete y una botella de agua gaseosa. Cuando no hablaba de «casa» mordisqueaba galletas o tomaba sales de Bullrich contra «mi hijo», chupaba bombones. Mila tenía continuamente algo que hacer. En Frankfurt me invitó a una espléndida comida. Ella tenía hambre, a pesar de las galletas y a pesar de los bombones.

Después de la comida me explicó historias del tiempo en que había sido joven. Durante todo el día sólo me explicó cosas del lejano pasado. De muchacha había pertenecido al «Sokol», la agrupación checa nacional de gimnasia. Con ella había visitado Viene durante una gran fiesta atlética, en 1920. Se acordaba en todos los detalles, de los festejos y de las banderas, de los jóvenes vestidos de blanco, de las tiendas, de las antorchas, de los juegos atléticos. Y de las canciones. Me cantó una, ese día de lluvia, sobre la autopista, con su fina y aguda voz de anciana. Y luego me tradujo el texto. Se hablaba mucho de libertad y camaradería en ella.

Finalmente, Mila se adormeció, se inclinó hacia un lado y también roncó un poquito. Y yo seguí conduciendo hacia el sur a través de bosques, praderas y campos, mientras la lluvia arreciaba, golpeaban los limpiaparabrisas y yo pensaba en Nina, en nuestra tarde al lado del río y en el tiempo que tenía por delante.

Hacia la medianoche llegamos a Schliersee. También en Baviera llovía. Sobre el lago fermentaban vapores, y cuando saqué las maletas del compartimiento de equipajes, oí, al otro lado del agua, la sirena de un tren y el golpeteo de sus ruedas. La quinta de Brummer estaba situada precisamente delante del lago, dentro de un gran jardín, al final del pueblo de Schliersee, sobre la carretera de Neuhaus. Estaba construida a estilo bávaro. El administrador que nos recibió campechanamente se llamaba Jakb Gottholmseder. Llevaba un traje de paño verde con botones de cuero, un chaleco rojo y una cadena de reloj, de plata, de la cual colgaban monedas. Había encendido todas las estufas de la casa y reservado una habitación para mí en el hotel vecino.

Mila estaba muy cansada. Entre Stuttgart y Munich había bebido (sólo para el corazón, a fin de que se conserve activo) un poco de coñac, pues en su enorme bolsa de viaje había de todo, y ahora se encontraba un poco achispada. Me abrazó antes de subir la estrecha escalera de madera que conducía al primer piso:

—Muchas gracias por el magnífico viaje. Que duerma bien, señor Holden, le veré mañana. Prepararé un buen almuerzo para nosotros tres.

Fui andando a través de la lluvia hasta el hotel, en el que me habían reservado habitación, me bañé y metí en la cama. Estaba también muy cansado del viaje, los hombros y los músculos del cuello me dolían. Me tendí sobre la espalda, escuchando la lluvia, las sirenas del tren y el golpear de sus ruedas más allá del lago. Luego me dormí y en mi sueño me vi al lado de Nina, y Brummer estaba muerto, y nosotros éramos felices y enamorados, Nina y yo. En mi sueño.

Al día siguiente salió un débil e impotente sol de otoño. Llevé el «Cadillac» a un garaje cercano, le hice cambiar el aceite y mandé que lo limpiaran y repasaran a fondo. Seguidamente almorcé con Mila y el alegre señor Gottholmseder que se había procurado salchichas blancas, y después del café se tomó un buen trago de cerveza. El almuerzo fue largo y abundante. También el señor Gottholmseder había sido gimnasta en su juventud, gimnasta bávaro, se entiende, y también el señor Gottholmseder conocía muchas canciones de las que nos cantó unas cuantas en el transcurso de la mañana.

Después ayudé a Mila a desempaquetar. El señor Gottholmseder, viudo, y al servicio de Brummer desde hacía once años, ocupaba dos habitaciones en la planta baja; Mila se instaló en el primer piso. Las ventanas dé su dormitorio daban al jardín en el que había muchos cuadros con legumbres. Detrás, se hallaba el lago azul. Y, más allá del lago, rodaban y rodaban todo el santo día, en un sentido o en otro, alegres y pequeños trenes que elevaban hacia el cielo sus banderolas de humo blanco.

En una vieja caja de zapatos, Mila había guardado las fotografías de Nina. Ahora volvió a abrir la caja, las sacó y las dispuso sobre la mesita de noche, al lado de su cama.

Por la tarde me fui al pueblo y compré a un barbero llamado Schoisswohl una gran navaja de afeitar. Era de un tipo pasado de moda, cuya larga y estrecha hoja se plegaba dentro de un mango de cuerno. Necesitaba una navaja así para lo que tenía proyectado y me interesaba comprarla en un sitio lo más alejado posible de Düsseldorf. Por la noche me fui de nuevo al hotel y pedí una conferencia con Palma de Mallorca, Hotel Ritz. Esperé tres horas y bebí coñac mientras esperaba. Luego hice que convirtieran la conferencia normal en una conferencia urgente y esperé otra hora. Entonces me llamaron al aparato.

El teléfono se encontraba en una pequeña cabina, cerca de la portería. Al levantar el auricular oí innumerables ruidos de fondo. La membrana silbaba, vibraba y retumbaba. Una voz española me conminó a hablar. Apenas comprensible oí una voz de hombre. Pedí comunicación con la «señora Brummer». Seguidamente se produjeron gran cantidad de ruidos. Y finalmente oí, pero tan bajito, que ya no sabía si solamente me lo había imaginado, la voz de Nina:

—Aló, ¿sí?

—¡Nina! ¿Me oyes?

—Aló..., aló...

—¿Me oyes? ¡Dime si me oyes!

—Aló..., aló..., aquí es la señora Brummer..., aquí es la señora Brummer..., ¿quién me llama, por favor?

—¡Nina! —grité, y el sudor me corrió desde la frente a los ojos—. ¡Nina! ¡Nina! ¡Nina! ¿No puedes oírme?

—Aló..., aló..., aló..., aquí es la señora Brummer...

La telefonista alemana se mezcló en la línea:

—¿No puede entender a su interlocutor?

—¡Mi interlocutor no puede entenderme a mí! ¿Qué porquería de conexión es ésta? ¡Hace cuatro horas que estoy esperando!

—Oiga, señor, no se meta conmigo. Yo no puedo hacerle nada. Esta línea nos ha sido dada por la compañía española. Ya procuraré conseguir otra.

Por lo visto se esforzó. Transcurrió media hora y yo volví a beber coñac en el bar del hotel, y afuera empezó a llover de nuevo. Llovía mucho en Baviera, me dijo el cansado portero, incluso les había llovido por la Fiesta Mayor de octubre. Luego volvieron a llamarme al aparato, y el auricular, tembló y chilló de nuevo y de nuevo oí la voz nerviosa de Nina y otra vez dejó ella de oírme. Lo probé dos veces más aquella noche, pero fue en vano, no hubo manera de conseguir una buena conexión. Finalmente, encontrándome ya bebido, renuncié.

El portero, que hacía mucho rato estaba deseando irse a la cama, se mostró feliz por ello. Me dijo:

—Hay mucho trecho desde aquí en Schliersee hasta Mallorca. Es posible que pase algo.

Y esto era también un consuelo, pensé yo, cuando me encontré de nuevo bajo las frías mantas escuchando el rumor de la lluvia y las sirenas de los trenes y el golpear de sus ruedas más allá del lago. Es posible que suceda algo.

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