Nina

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LIBRO TERCERO » 28

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Alto y delgado, estaba sentado en el fondo del coche, detrás de mí. La luz del farol exterior caía sobre su pálido rostro, sobre sus grandes y tristes ojos, que aparecían hoy más tristes que nunca.

—¿Cómo ha llegado al coche?

—Le llamé a su casa y me dijeron que estaba de visita con el señor Brummer. Entonces me dirigí hacia aquí. Hacía frío en la calle y las puertas del coche no estaban cerradas.

—¿Qué desea usted?

—Quisiera mostrarle algo.

—No dispongo de tiempo.

—Es importante.

—¿Importante para quién?

—Para usted. ¿Quiere venir conmigo?

—¿A dónde?

—A otro hospital —me contestó.

—¿Cómo?

—Ponga el coche en marcha. Le indicaré el camino.

Así, pues, hice arrancar el coche y él me dirigió a través de la ciudad, y al cabo de un cuarto de hora nos parábamos delante de un viejo y feo hospital que yo no conocía.

—Le mostraré el camino —dijo el doctor Lofting, después de haber hablado unos momentos con una hermana. De nuevo recorrí largos y blancos corredores. Al doblar una esquina oí muchas voces infantiles. Los niños cantaban en algún sitio cercano: «Noche de amor, noche de paz...».

—Aquí es —dijo el triste juez de instrucción, con cara de trabajador nocturno.

Abrió una puerta y me hizo entrar primero. La habitación a la que daba la puerta era pequeña. Su ventana recibía luz por un pozo de ventilación. Al lado de la ventana se encontraba una cama sobre la cual caía el resplandor azul de una lámpara nocturna. En la cama yacía la pequeña Mickey Romberg. Su cabeza estaba vendada y toda la parte superior de su cuerpo desaparecía bajo un armazón de yeso. En las comisuras de su boca se había secado un poco de sangre. Estaba allí tendida, como muerta, tan pequeñita. Sólo se le veían la boca, la nariz y los cerrados ojos. Respiraba fatigosamente. Me acometió un malestar tan grande que temí vomitar y me acerqué a la ventana, respirando profundamente el húmedo aire de la noche que olía a niebla.

«...Todo duerme, sólo vela la Santa Pareja...», cantaban las infantiles voces en la proximidad. El malestar me abandonó. Me volví. El doctor Lofting me dijo quedamente:

—No se despertará. Le han dado una inyección.

—¿Qué..., qué ha sucedido?

—Ha sido atropellada.

—¿Cuándo?

—Esta tarde. Estaba en una fiesta de Navidad. La madre debía ir a recogerla. Desde hacía tiempo la niña no iba a ninguna parte sin que la llevaran y la recogieran. ¿Usted sabe por qué, señor Holden?

Guardé silencio.

«...Dulce niño de cabellos rizados...»

—¿Sabe por qué?

—Sí.

—La madre se retrasó a causa de una llamada anónima que la retuvo en casa. Los testigos afirman que la pequeña esperaba al borde de la acera, cuando fue atropellada por un «Mercedes» negro que subió con dos ruedas a la acera. Los testigos dicen que iban tres hombres en el coche. La niña fue lanzada por el aire a diez metros de distancia. Y el coche ni siquiera se detuvo.

—¿Su número...?

—El coche no llevaba ningún número, señor Holden —dijo el doctor Lofting.

«...Cristo el Redentor está aquí..., Cristo el Redentor está aquí», cantaron las voces infantiles. Un armonio tocaba. Seguidamente empezaron las tiernas voces a cantar la segunda estrofa.

—¿Es muy grave? —le pregunté a Lofting y miré hacia la diminuta figura, casi perdida en la, proporcionalmente, gigantesca cama, y aureolada por luz azul.

—Conmoción cerebral, magulladuras, costillas rotas. No hay peligro de que pierda la vida. ¿Conoce a la pequeña?

—Sí.

—¿También a los padres?

—También.

—Señor Holden, ¿cree usted que se ha tratado de un vulgar accidente de circulación?

Guardé silencio.

—¿Cree usted que existe una conexión entre este accidente y el señor Brummer?

Callé.

—¿Quiere usted hablar, por fin, señor Holden? ¿Quiere usted decirme, por fin, todo lo que usted sabe?

Guardé silencio y miré a la pequeña Mickey.

—¿No quiere usted hablar?

—No tengo nada que decir.

—Usted es un mentiroso.

—Llámeme lo que quiera.

—Yo le llamo un mentiroso ruin y un miserable cobarde.

—Lo que usted quiera —le dije—, cualquier palabra me es igual.

Le miré y me di cuenta de que sus grandes y oscuros ojos se hallaban llenos de lágrimas. Me dijo temblando:

—A pesar de todo no triunfarán ustedes. Adiós, señor Holden. Que duerma usted bien, si es que todavía puede. Y pase una agradable fiesta.

Salió rápidamente de la habitación.

Me senté en el borde del lecho y miré a Mickey y oí su débil respiración y la escuché gemir y contemplé la sangre seca en las comisuras de su boca. Y, en la proximidad, los niños cantaron la segunda y la tercera y la cuarta estrofa del cántico de la Noche de Amor y de la Noche de Paz.

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