Nina

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LIBRO TERCERO » 30

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Del accidente de Mickey no le conté nada a Nina al telefonearle la próxima vez, ni tampoco le escribí nada en mi siguiente carta. Intenté ver a la pequeña, pero a la entrada del hospital, el portero negó con la cabeza:

—Lo siento mucho, señor, pero no puede ser.

—¿Cómo no puede ser?

—Tengo órdenes muy severas de los padres y de la policía de no dejar a nadie llegar a presencia de la pequeña.

—¿Puedo saber, por lo menos, cómo sigue?

—Mejor —me dijo.

Cuando volví a la calle encontré a Peter Romberg y a su mujer. Les saludé, pero ellos pasaron mudos por mi lado. Él miraba fijamente delante de sí, Carla me dio una ojeada, los vidrios de sus gafas centellearon, y vi brillar lágrimas en sus ojos. En aquella cara podía verse desesperación y resignación, al mismo tiempo que una inmensa impotencia. En 1938 había yo visto judías en Viena a las que se hacía fregar las calles con una disolución de ácido clorhídrico, mientras los arios las contemplaban burlones. Esas judías tenían el mismo aspecto que la señora Romberg. El mismo que en Berlín tenía una mujer que dio a luz en un refugio excesivamente lleno, durante un ataque de la aviación, en presencia de doscientas personas. En Rusia, las campesinas tenían el mismo aspecto cuando miraban arder sus casas. Era siempre la misma mirada, la de todas esas mujeres. Pero en los ojos de Romberg anidaba el odio, lo sentí, aunque él no me mirara. Me odiaba tanto, que no podía mirarme.

Desde entonces llamé cada día por teléfono al portero del hospital y me informé sobre el estado de Mickey. Iba mejorando continuamente.

—...Pero es tan pequeña y tierna. Después de la curación debería poder mandársela a algún lugar cálido, en el sur, para recuperarse. Pero, por lo menos, la madre debería acompañarla. Y creo que no hay dinero suficiente en la familia... —me dijo el portero por teléfono.

Ese día fui a mi Banco. Cuando fue puesto en libertad, Brummer me había autorizado a abrir una cuenta corriente. Yo lo había hecho. Ese día entré en el gran vestíbulo y me acerqué a uno de los muchos empleados.

—Buenos días —dije—, quisiera sacar cinco mil marcos de mi cuenta.

El empleado extendió un talón y llenó un comprobante de caja por cinco mil marcos. Me preguntó:

—¿Cuál es el número de su cuenta, señor?

—El 371.874 —contesté yo.

Escribió este número sobre el comprobante y luego empujó el talonario hacia mí.

—¿Quiere hacer el favor de firmarlo?

Yo firmé: «Robert Holden». Hice mi firma un poco diferente de la primera vez, pero no mucho. La firma de esa tarde era muy parecida a mi firma habitual. Entonces el empleado arrancó la hoja del bloc y pegó en ella la mitad de una etiqueta azul. La otra mitad me la dio a mí. Ambos trozos llevaban el mismo número de control: 56.745. Le di las gracias y me fui a la otra parte del vestíbulo, donde otros empleados en pequeñas cabinas liquidaban los ingresos y los pagos. Encima de las cabinas había un gran cuadro sobre el que aparecían continuamente nuevos números de control. Cuando los libramientos les llegaban desde teneduría, apretaban los cajeros sobre unos botones con números y por este medio llamaban a los correspondientes clientes. Esperé seis minutos y entonces apareció mi número sobre el cuadro:

56.745 / CAJA 5

Me dirigí a la caja cinco y sonreí al cajero. El cajero me sonrió, preguntándome:

—¿Cuánto?

—Cinco mil.

—¿Cómo los quiere?

—En billetes de a cien.

Me contó cincuenta billetes de cien marcos, yo me los puse en el bolsillo y abandoné la sala. He olvidado advertir que, una hora antes, me había cambiado en los lavabos de la estación central. Llevaba el traje negro con rayitas blancas que utilizaba para estos menesteres. Volví ahora a la estación, torné a cambiarme y a dejar la maleta en la consigna. Seguidamente me llegué a Correos y llené un giro postal por cinco mil marcos. El destinatario era Peter Romberg. Como remitente consigné un nombre inventado, con la dirección de una calle que no existía.

Al día siguiente recibí un extracto de cuenta del Banco del cual se desprendía que el día anterior había sacado personalmente cinco mil marcos. Inmediatamente llamé al doctor Zorn diciéndole que tenía precisión de hablarle muy pronto.

—Tengo mucho que hacer..., ¿no le sería lo mismo mañana?

—¡No, tiene que ser en seguida!

—¿Se trata otra vez de... él?

—¡Precisamente!

—Puede venir —me dijo.

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