Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 31

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El extracto de cuentas se hallaba entre nosotros, sobre la mesa de Zorn.

Yo le dije:

—Aquí se consigna que yo estuve ayer en el Banco y he sacado cinco mil marcos. ¡Pero yo no estuve en el Banco! —grité—. ¡Y no he sacado cinco mil marcos!

—¡No grite! ¡No se excite de esta forma!

—¿Cómo que no grite? ¡Es mi dinero! ¡Ese individuo puede hacer lo mismo siempre que quiera! Quién sabe, a lo mejor está de nuevo allí.

—Ese hombre debe conocer su número de cuenta.

—¡Ya se ve que lo conoce!

—Y poder imitar su firma.

—¡Es usted muy agudo, señor doctor! —me puse de nuevo a gritar—. Me es igual que el señor Brummer informe a la policía o no, mientras se trate de su dinero. ¡Pero ahora se trata del mío, y quien va a avisar a la policía soy yo, yo, yo!

—De ninguna manera.

—Entonces venga usted en seguida conmigo al Banco. Pregunte a los empleados lo que ha sucedido. El aspecto que tenía el hombre, cómo se ha comportado, quiero saberlo todo.

—¡Ni hablar de ello!

—¿Por qué no?

—Porque el Banco se dirigiría inmediatamente a la policía.

—¿Y quién me devolverá mi dinero?

Me miró unos instantes en silencio. Luego se puso en pie.

—Espere un momento. —Salió de la habitación. Al cabo de cinco minutos estaba de regreso, y estaba nervioso—. Señor Holden, acabo de telefonear al señor Brummer. Le reintegraremos su dinero. Le daré un cheque por los cinco mil con la condición de que guarde silencio sobre este asunto.

—¿Y si vuelve a suceder?

—No volverá a pasar. Iré ahora mismo con usted al Banco y cambiaremos las condiciones de su cuenta. De ahora en adelante sus cheques y comprobantes deberán llevar su firma y la mía.

Así de fácil fue, por lo menos, conseguir que Julius María Brummer costeara la convalecencia de la pequeña Mickey y algo más...

Parece ser que este asunto del Banco retrasó un poco el proceso de curación de Julius Brummer, pues tuvo que seguir su permanencia en la clínica. A mediados de enero empezó a nevar copiosamente, día tras día, hora tras hora seguían cayendo los blancos copos y la tierra desapareció completamente bajo una espesa capa de nieve. Las comunicaciones ferroviarias se interrumpieron, las autopistas se hicieron impracticables en muchos sitios y el tráfico aéreo descansó.

Las comunicaciones postales con Mallorca quedaron muy inciertas, por lo que telefoneé más a menudo a Nina. Se sentía ahora muy infeliz y terriblemente excitada:

—Quiero ir a casa, Holden. ¿Cuánto tiempo debo permanecer aún aquí? Cuando hablo de ello con él siempre encuentra nuevas excusas. Tiene demasiado trabajo. Ha de ponerse inmediatamente en viaje. No se encuentra muy bien. ¡Quiero volver a casa!

—Debes esperar todavía, Nina.

—Pero, ¿qué sentido tiene todo esto?

—Confía en mí, te lo ruego.

—Te quiero, Robert. Y tengo confianza en ti. Pero esto es espantoso.

El 20 de febrero dejaron salir de la clínica a Julius María Brummer. Envuelto en calientes mantas, llevé al convaleciente a casa. Aquí tuvo que guardar cama cinco días más. Luego los médicos le permitieron salir media hora por la mañana y media hora por la tarde al nevado parque. Había enflaquecido terriblemente, los vestidos le colgaban del cuerpo como de un espantapájaros. Con los pasos llenos de precaución de un anciano, pisaba la nieve del parque, pálido e inseguro. Al andar se apoyaba pesadamente en mi hombro. Estábamos paseando por la orilla del estanque helado cuando me dijo:

—Acabo de hablar con mi mujer, Holden. Mañana vuelve. Usted irá a recogerla al aeropuerto.

Mi corazón me dolía cuando le contesté:

—Sí, señor Brummer.

—Le he confesado por teléfono lo que me había pasado, con el fin de que no se desmaye cuando me vea. Como es natural, se ha asustado mucho. Pero le he dicho que ya todo volvía a estar bien. Con ello se ha aquietado. Por otra parte, Holden, dentro de dos o tres días nos iremos a Baden-Baden. Tengo que hacer una cura allí.

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