Nina

Nina


PORTADA

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Nina

Emilio Casado  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© Emilio Casado Moreno

ecasadomo1@gmail.com

Todos los derechos reservados, 2013

1ª edición

Impreso en España / Printed in Spain 

 

 

 

 

Para ti, Gema.

Por ti.

Gracias por cruzarte en mi camino.

 

 

 

 

 

 

 

 

1

 

Agazapada en la penumbra que le proporciona uno de los rincones de la habitación, encaramada a los brazos de una silla de ruedas, una extraña figura contempla a Nina mientras esta intenta conciliar el sueño.

—¿Sabes que mañana será igual?

—Lo sé.

—Volverás a olvidar todo lo que has hecho hoy.

—No me gusta que tú me lo recuerdes.

—Me importa muy poco lo que te guste o deje de gustarte.

—Podrías venir a contarme cosas alegres.

La figura se sacude repentinamente y, a pesar de la tiniebla nocturna, Nina puede ver perfectamente cómo las dos enormes alas que emergen de su espalda, con la misma forma que las de un murciélago, se despliegan para volverse a plegar inmediatamente después, como si acabara de contemplar una especie de búho enorme desperezándose ante ella.

—Odio que hagas eso.

—No puedo evitarlo. Ni tampoco que lo odies.

—Eres detestable.

—Es triste que yo sea lo único que recuerdes todos los días… todos y cada uno de los días. ¿Verdad? —La figura tuerce la cabeza dibujando un escorzo extraño a la vez que emite un profundo sonido gutural que hace que Nina se estremezca entre las sábanas—. Me divierte venir a verte cada noche, cada vez, sin olvidar ninguna. Me encanta hacerte recordar, aunque lo único que recuerdes sea mi desagradable voz y mi figura atroz. Adoro plantarme en la oscuridad de este rincón para oler tu miedo y poder saborear tu rabia.

—Eso es lo que a ti te gustaría, malnacido, pero no te tengo miedo y tampoco consigues enojarme. No tienes ese poder. He aprendido a vivir con esta tara. Desearía no recordarte todos los días, no tener la certeza de que, cuando oscurezca y me quede sola, aparecerás para maldecirme desde tu patético altozano, desearía que permanecieses fuera de mi memoria, como todo lo demás, olvidado de un día para otro. Pero no me preocupa que no sea así. En realidad tengo la sensación de que tú necesitas más de mí que yo de ti.

—¿Quieres que te cuente algo?

—No empieces otra vez.

—Si pudieras dormir no tendrías que escucharme, serías un poco más libre, un poco más dueña de tus actos. Pero eres incapaz hasta de eso. Así que no tienes más remedio que oír lo que te voy a contar.

»Esta mañana he conocido a un hombre. Un hombre casi normal. Le he visto aparcando el coche, uno de esos grandes y caros, y le he seguido un rato.

—¿Qué te hace pensar que creo tus historias?

—Sabes que son ciertas y sé que las crees. Sé que sabes que veo muchas cosas.

Nina se mantiene en silencio con la cabeza gacha, pretendiendo que el mero hecho de cerrar los ojos la acompañe hasta el ansiado sueño. Aun así, impotente, se descubre prestando atención a las palabras de su extraño visitante.

—Caminaba algo cabizbajo, vestía un traje y acarreaba un maletín de piel. Nada más verle he olido que ahí había algo. El tipo chorreaba inseguridad, nerviosismo, desesperación, impotencia y tristeza.

»Sobre todo tristeza.

»Daba pena verle. He entrado con él en un edificio de oficinas y en el ascensor nos hemos quedado solos. Entonces se ha girado para mirarme. No estoy seguro de qué habrá visto pero sí hay algo que tengo claro: no ha entendido nada y, por supuesto, no parecía del todo consciente de lo que se le venía encima. La puerta del ascensor se ha abierto y me he quedado quieto. Él tenía prisa por alejarse de allí. Cuando la puerta se cerraba se ha girado para echar un último vistazo.

»Pobre diablo.

»Después he vuelto a la calle, a verle caer.

»¿Has oído alguna vez el ruido que produce un cuerpo humano al estrellarse contra la acera, después de volar desde cinco pisos de altura?

—Eres un hijo de puta.

—Lo sé pero eso nunca me ha preocupado y sé que a ti tampoco. Pero déjame que continúe. El ruido en cuestión es indescriptible a la vez que inolvidable, podría reconocerlo en medio de otros mil sonidos. Se podría grabar en tu cerebro como la mejor de todas las canciones que jamás hayas escuchado, incluso podría desterrarla a un lugar lejano y hacer que te olvidaras de ella para ocupar después todo el espacio libre. Una especie de crujido áspero, de chasquido grave. Si pudieras coger el tronco de un árbol viejo y medio seco y partirlo, como si fuera un mondadientes, sonaría igual que suena un desgraciado reventándose contra el suelo después de un corto vuelo.

—Maldito seas mil veces.

—Sí, Nina, maldito soy. La cabeza ha reventado como una sandía. Ha dejado una mancha en la acera como la que deja un globo lleno de agua al explotar, con forma de estrella de cien puntas.

Nina decide no intervenir más. Sabe que lo mejor que puede hacer es tratar de dormir, intentar deshacerse de su invitado mediante el sueño, alejándose tanto como sea posible para que no pueda seguir atormentándola.

—¿Sabes qué? Que no estoy seguro de si esto ha sucedido esta mañana o hace un rato o si sucedió la semana pasada o si fue el mes pasado. Solo estoy seguro de que ha sucedido, seguro de que ya ha sucedido.

»Y de la muerte no se vuelve.

»Ha sido divertido ver cómo se acercaba la gente, he notado la curiosidad morbosa en los ojos de alguno, el interés, incluso la indiferencia de uno que pasaba con el móvil pegado a la oreja. Había un niño que lloraba en brazos de su madre, mientras ella intentaba taparle los ojos, a la vez que lo alejaba de la escena. Hasta ha habido un valiente que se ha acercado a tomarle el pulso al cadáver. ¡Qué moral!

»Eres una oyente magnífica. Sabes que no puedes evitar que esté aquí y siempre terminas claudicando. A pesar de tu silencio sé que, antes de caer dormida, permaneces un buen rato escuchándome, revolviéndote por dentro pero escuchándome.

»Sé que, a menudo, ves la vida a través de mis ojos y la experimentas a través de mis palabras. A veces no entiendes nada y a veces lo entiendes todo, incluso lo que no te explico.

»Estoy más que seguro de que, en la mayoría de las ocasiones, estás de acuerdo conmigo y, lo más importante, que me comprendes.

 

 

 

2

 

El tímido sol que se cuela por la ventana con la persiana a medio bajar suele reflejarse, en esta época del año, en la melamina blanca que recubre el tablero de las puertas del armario. Desde muy pronto, la habitación se baña en una claridad que provoca que resulte muy difícil continuar durmiendo.

Afuera se oye el canto de los pájaros que se apuestan entre las ramas de los pinos del jardín que rodea la parte del edificio en el que está la habitación que ocupa Nina desde hace ya tres meses. Un poco más allá, el rumor del viento y, al fondo, algún que otro coche que recorre la angosta carretera que llega hasta el sanatorio. Por las mañanas es habitual oír la llegada de algún furgón de reparto o del todoterreno de alguno de los doctores que trabajan aquí. Las enfermeras y el personal de servicio conducen siempre coches más modestos y, sobre todo, más pequeños.

Aunque lo que termina de despertar a Nina es el chillido de una urraca que, nada más posarse sobre el quicio de la ventana, ha decidido informar de su presencia.

La ventana está inexplicablemente, y a pesar del frío, abierta.

El pajarraco la sobresalta y ella se incorpora a medias sobre la cama. Entonces ambos se miran fijamente, estudiándose. La urraca no parece tener ninguna intención de batirse en retirada. Nina extiende el brazo y agarra una camiseta de la silla que tiene cerca y muy despacio, sin dejar de mirar a la intrusa, hace una bola con ella y, con un movimiento repentino, se la lanza. Para cuando la prenda voladora, que se ha desplegado en el aire, llega a la ventana, el pájaro está a veinte metros de allí, buscando un lugar mejor sobre el que posar su negro cuerpo.

Nina sabe que está en un sanatorio, que la están tratando y que, de momento, no va a recibir el alta.

Tiene unas cuantas certezas en su cabeza pero se acuerda de muy poco más. Su último y desagradable recuerdo corresponde a su horrible aunque rutinario encuentro con su visitante nocturno, su pesadilla personal e intransferible. Es el lazo que para ella une un día con otro, su rastro de miguitas de pan. Sabe que ayer se acostó en la misma cama en la que se levanta porque guarda en su memoria la conversación que mantuvo con la bestia alada y las detestables imágenes que el relato grabó en su cerebro.

Sobre la mesita hay un pequeño vaso de papel con un par de pastillas. En realidad son parte de la dosis de anoche pero, en el último momento, decidió no tomarla. El vasito está ocupado cada vez por, al menos, cinco comprimidos y últimamente, de un par de semanas a esta parte, Nina se muestra reticente a ingerirlos todos. Ella entiende que son suyos porque están en la mesa que hay junto a su cama pero no sabe si dejó de tomarlos ayer o si es que alguien los ha puesto ahí antes de que ella haya despertado.

Qué más da.

Junto a las pastillas olvidadas hay unos folios doblados por la mitad, manchados y amarillentos, con un rótulo en negro, resaltado en amarillo fosforescente, que dice: «Nina: Rutinas».

Intuye sobre qué puede versar su contenido pero no se siente con ganas de ojearlos.

Aparta las sábanas y se incorpora para meter los pies dentro de las zapatillas con el talón descubierto que tiene junto a la cama. La habitación está helada. Se levanta y camina hasta la ventana. Después de subir completamente la persiana se asoma hasta que su frente topa contra uno de los barrotes que la protegen. El cielo está descubierto y no hace aire, un día claro y despejado de frío invierno. La nieve de la última nevada ha desaparecido de casi toda la parte del jardín que contempla desde donde está, solo aguantan algunos montones que las paladas acumularon a los lados de los caminos y de la carretera que llega hasta el sanatorio.

Aunque fue hace poco más de una semana, Nina es incapaz de recordar cuándo fue la última vez que nevó.

Uno de los perros del sanatorio juguetea excitado con uno de los pacientes mientras este le tira piñas abiertas que recoge del suelo, debajo de alguno de los enormes pinos que pueblan esta parte del recinto. Nina sonríe. Le gusta verlo. Le encantan los perros. Le invaden unas ganas enormes de bajar corriendo, en camisón, a unirse al juego, a coger piñas y lanzarlas hasta que el animal caiga exhausto, a correr junto a él intentando evitar que le muerda la falda. Una amplia sonrisa se dibuja en su rostro mientras contempla la escena. Entonces aparece en el jardín una de las enfermeras. Después de cruzar unas palabras con el paciente, le toma por el brazo y le acompaña al interior.

El perro se queda plantado junto a una de las piñas, impregnada con el olor de su amo temporal, moviendo el rabo mientras la mira fijamente, esperando que alguien se decida, de una vez por todas, a lanzársela de nuevo.

La sonrisa de Nina se congela unos segundos, justo hasta que el animal empieza a comprender que no hay nadie alrededor dispuesto a jugar con él. Entonces se tumba sobre las agujas que cubren el suelo y, aunque deja de mover la cola, no es capaz aún de apartar su atención de tan preciado objeto. Los labios de Nina se relajan lentamente haciendo que en su rostro se desdibuje la expresión de felicidad que pintaba hace unos segundos.

Entonces una leve brisa le acaricia los pechos y toma repentina conciencia de la temperatura. Un escalofrío recorre su cuerpo de arriba abajo y la obliga a apartarse de la ventana para cerrarla de inmediato. Ahora, tras los cristales, el sol se vuelve importante, protagonista. Los rayos que entran en la habitación y se posan sobre ella son tan valiosos como agradables.

No sabe qué sucedió ayer por la mañana, ni qué comió a mediodía, tampoco recuerda dónde está su familia o quién es ella en realidad pero sabe que, en el sitio en el que está ahora, hace solo unas horas, con la oscuridad de por medio, estaba su amigo inseparable, su pesadilla particular, su maquiavélico visitante, subido en la silla de ruedas que hay arrinconada junto a la ventana. Se acerca a inspeccionar los reposabrazos en busca de algún arañazo, alguna marca que las garras de la criatura hubieran dejado sobre ellos. Nada, ni siquiera polvo. Se agacha entonces a revisar el asiento, las ruedas y todo el suelo alrededor de la silla. Su cerebro le dice que debería haber algo, alguna pista que le indicara que su visitante ha estado allí y le proporcionase información, aunque no fuera demasiada, de su naturaleza o su origen.

Nada.

Ella no lo sabe pero cada mañana repite la misma operación. Se acerca al sitio desde el que su amigo le habla y lo revisa en busca de pruebas de su existencia. Centímetro a centímetro. Mientras se afana, arrodillada entre los radios de las ruedas, la puerta se abre y entra una enfermera. Lleva una camisa, una falda blanca y una cofia en la cabeza. También blanca. Los únicos detalles de color que luce su indumentaria son unas rayas azules en el bajo de la falda y en los ribetes finales de la camisa y la cofia. En el pecho lleva dos bolsillos, uno con bolígrafos y termómetros y el otro lo usa para prender la pinza de la que cuelga una tarjeta identificativa con su nombre escrito. Desde el suelo Nina la mira sorprendida, por lo inesperado de su aparición primero y por no saber quién es después.

—Buenos días, Nina.

—Hola.

—¿Sigues buscando?

—¿Buscando?

—Todos los días te da por lo mismo. Puede que tú no te acuerdes pero yo sí.

A pesar de su falta de memoria, Nina entiende que la enfermera no es su nueva enfermera sino la que viene cada día.

—Aquí me tienes. —Mileidy, que así reza en la tarjeta que lleva al pecho, se acerca descaradamente a ella para quedar a una distancia adecuada desde la que Nina sea capaz de leerla—. Es nombre cubano, Mileidy. Como My fair Lady pero sin el fair. Allí se estila mucho. Se estila mucho poner nombre raros y, si son así, como americanos, pues mejor.

—Me lo cuentas todos los días, ¿verdad?

—Sí, señora. Yo sé que usted no sabe mi nombre y sé que cree que no me conoce pero soy su enfermera desde que llegó usted aquí. Y hay muchas cosas que ya he aprendido para tratarla a usted. Hay días que no me presento y usted se pasa media mañana intentando leer mi identificación. Otros días he probado a venir sin ella y usted no tarda mucho en preguntar mi nombre —Mileidy habla mientras va de un lado para otro recogiendo la habitación—. El caso es que, al final, he decidido que lo mejor es presentarme cada mañana para evitar pérdidas inútiles de tiempo. Tenga en cuenta que cada día tengo que explicarle las mismas cosas, así que todo lo que usted pueda aprender por sí misma es trabajo que me ahorro.

Mileidy es de mediana estatura, algo más baja que Nina, y bastante más corpulenta. Una mulata caribeña de busto y trasero amplio. Dibujándose sobre sus curvas el uniforme del sanatorio se pliega y, en determinadas zonas, hasta se repliega entre sus carnes. Sin duda muestra peso y arrestos suficientes para lidiar con cualquier paciente y esto es algo que nunca está de más en un trabajo así.

—Esas pastillas son de ayer, Nina, y no se las ha tomado usted. Tendré que informar a la doctora y no le va a gustar. La medicación es sagrada, ya lo sabe usted, señora.

—Ahora me las tomo.

Mileidy, con un movimiento rápido, casi impropio de su complexión, da un paso adelante y recoge el vaso de la mesilla.

—Que la conozco, señora, prefiero que se esté usted quieta. La medicación es para tomarla a su hora. Con el café tomará la que le corresponde.

—Mileidy…

—Usted dirá.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Los doctores me dicen que no hable con usted de estas cosas.

—Pero Mileidy…

—Tres meses, señora.

—Gracias.

—Prefiero soltárselo rápido porque sé que, si no, me va a estar con la cancioncilla todo el día.

—Creo que eres una buena mujer, Mileidy. Lo noto.

—Ya estamos.

Nina se sienta en la silla de ruedas y permanece muy quieta, mirando por la ventana mientras la enfermera revolotea por la habitación. Al fondo, la escarpada línea que dibujan las montañas está recortada en azul, claro y despejado, sobre el primer plano en verde de las copas de los pinos que se yerguen cerca de su ventana. Por su cabeza rondan muchas preguntas pero prefiere no dejarlas salir.

Con el tiempo, casi sin ser consciente de ello, ha debido aprender a desarrollar una especie de defensa contra su enfermedad, un envoltorio de indolencia impostada, aunque inevitablemente necesaria, que la protege del día a día. Ha aprendido a dosificar su interés, a mantenerse a cierta distancia de la pregunta continuada, de las cuestiones enlazadas. Su curiosidad le pide información sobre todos y cada uno de los objetos con los que se cruza pero ella sabe que esta actitud la convierte en esclava. Y, como humana aspirante a la libertad que se considera, decide vivir cada momento sin intentar atarlo ni justificarlo. Se ha propuesto firmemente avanzar con toda la independencia que sea capaz de acumular. Tratando de ganar esta pequeña parcela de libertad, y aunque no sabe qué es lo que preguntó ayer, intenta no preguntar todos los días las mismas cosas.

Aunque a veces no pueda evitarlo:

—¿En qué planta está esta habitación?

—En la tercera, señora —dice Mileidy asomando la cabeza por la puerta del cuarto de baño, con el gesto torcido—. Y no me gusta cuando me pregunta usted eso.

—¿Lo hago muy a menudo?

—No, por eso me preocupa más.

Simplemente quiere saber dónde queda el suelo. Nada importante. La reja parece disuadirla de trazar más planes. De cualquier índole.

—¿Y por qué las rejas tienen un candado?

—Señora, todas las habitaciones tienen rejas cerradas con candado. Esto no es una biblioteca.

El hecho de no saber nada de su pasado le hace ser prudente pero también la mantiene libre de todo rastro de culpa o malestar y eso le proporciona una extraña sensación de tranquilidad. Su conciencia, por vacía, vive en paz, calmada.

Mira las copas de los árboles y ve pasar una pequeña bandada de pájaros. El sol le calienta la mitad del cuerpo y nota que sus pies se han enfriado. Por esto y por la nieve que ha visto antes, deduce que vive en invierno.

La enfermera le pide que vaya al baño a asearse mientras ella sale de la habitación para seguir con sus cosas y traerle el desayuno.

Es evidente que ciertas tareas cotidianas no se guardan en el mismo cajón del cerebro que algunos recuerdos. Nina sabe, instintivamente, lo que necesita para sentirse limpia. Hace sus necesidades, se ducha, se lava los dientes y se arregla un poco el pelo. Su cabeza está cubierta por una melena castaña y lisa que descansa un poco por debajo de sus hombros. Sus pechos son pequeños, turgentes y duros y su figura delgada, hasta el punto de dibujar levemente el contorno de todas y cada una de sus costillas. A pesar de todo, y con cuarenta años, la edad aún no ha encontrado tiempo de arañarle ninguno de sus encantos femeninos. Se asoma al espejo para verse de cuerpo entero y se congratula interiormente por la pequeña fortuna que siente al encontrar lo que encuentra. Antes de salir se recoge el pelo en una coleta.

De vuelta en la habitación Mileidy le muestra las puertas abiertas del armario y le invita a escoger algo de ropa. Nina no se preocupa en absoluto de elegir una u otra prenda. La primera de cada montón. Unos vaqueros azules oscuros, una camiseta verde y un jersey de punto marrón con el cuello de pico, cuyas mangas tiene que doblar sobre sí mismas para que no le cubran las puntas de los dedos.

Encima de la mesa aguarda un vaso de café con leche, dos paquetitos de galletas cuadradas y una servilleta blanca de papel. Al lado un vasito de plástico con tres pastillas, dos muy pequeñas y una tercera en formato de cápsula. Nina contempla la habitación mientras da sorbitos al café.

Está asqueroso. Casi están más sabrosas las pastillas.

Las paredes son blancas, impolutas. El techo, allá arriba, a lo lejos, también se viste de blanco. Blancos los muebles y las puertas y blanca también toda la ropa que viste la habitación, incluida la que cubre la cama. A que este blanco sea casi insoportable contribuye el chorro de luz que entra por la ventana que hay en la pared que queda a la izquierda de la cama. Nina deduce que la construcción es antigua, casi vieja, pero que no hace mucho que ha sido agraciada con una reforma y una especie de lavado de cara. En la pared puede ver cómo las grietas van poco a poco recuperando terreno a la pintura reciente que trata infructuosamente de cubrirlas. La cama, grande y alta, está presidida por un crucifijo de casi un metro de largo. Pues bien, detrás de él discurre la grieta más extensa y más ancha de toda la estancia, en diagonal y de un lado a otro de la pared, desde el suelo hasta casi llegar al techo.

La habitación es grande y el baño es para ella sola. A los pies de la cama hay una mesa con dos sillas y aún queda más de un metro libre para pasar sin apreturas entre las dos. La mesita de noche, otra silla junto a la ventana, la silla de ruedas y el gran armario de la parte derecha completan el inventario de los muebles que conviven con ella entre estas cuatro paredes.

A su espalda, frente a la cama, está colgado el retrato de una señora mayor. Nina gira el cuello para contemplarla.

—La fundadora de la orden, la señora Hilde Kerger de Monteagudo, señora.

—¿También te lo pregunto todos los días?

—Pues mire, no. Eso hacía ya tiempo que no me lo preguntaba.

—Ahora tampoco lo he hecho.

—Ya, pero se la veía interesada en el cuadro.

—Bueno.

—Murió hace diez años y al día siguiente se colgó un cuadro con su foto en cada una de las estancias del sanatorio. Ella fue la que donó el edificio, la que lo puso en marcha y la que se preocupó de que funcionase hasta el último día.

—¿Era monja?

—No, pero fundó la orden de «Las dolientes hermanas de la salud» que eran las que dirigían antes esto: La Quinta de la Montaña, que así se llama el sanatorio. Y no, yo no soy monja. Ellas eran las que se encargaban de dirigirlo hace años pero terminaron dedicándose, poco a poco, a otros menesteres y los políticos, con sus normas, las obligaron a contratar a personal —hace una pausa para rebuscar en su cabeza la palabra adecuada— civil, de paisano, vamos que no fueran monjas. Hasta no hace mucho, todavía quedaba por aquí alguna jefa de sección con la toca en la cabeza.

El retrato es en blanco y negro y muestra el rostro de medio perfil de una mujer madura, con el cabello castaño y peinado en ondas sobre la frente. Nina cree que es muy bella y su mirada le transmite una intensa sensación de autocontrol y de inteligencia.

—Pues no, no tiene pinta de monja.

—Dicen que ella era… que era un poco… que estaba adelantada a su época, que tenía una mentalidad muy moderna. —Mileidy se acerca a Nina y le pone la mano en el hombro—. Dicen que le gustaban mucho los hombres. —Nina la mira extrañada—. Ya me entiende usted. Y estaba casada y con hijos pero…

—Supongo que a cada uno…

—Bueno, señora —interrumpe Mileidy—, ya está bien de cháchara, que tiene usted cosas que hacer. Y yo también, que hay más pacientes en el sanatorio. Hala, pues.

La enfermera retira todo lo que queda sobre la mesa y lo coloca en su carrito.

Desde donde está, Nina puede ver los papeles doblados y sucios que hay encima de la mesilla, los que pretenden recordarle lo que tiene que hacer, pero no se siente con ganas de leerlos ahora. De cualquier manera no tiene ni idea de qué viene a continuación, su cerebro vive ajeno a las rutinas y a la inercia, necesita una motivación para cada paso que tiene que dar. No es capaz de prever qué es lo que va a suceder tomando como modelo de referencia lo que sucedió el día anterior. Eso es algo que cualquier cerebro sano hace sin necesidad de pedirle permiso a la parte consciente. Analiza los datos que recibe y los coteja con los que la memoria tiene almacenados. El cerebro de Nina no puede llevar a cabo este sencillo proceso ya que la parte de la memoria no colabora en esta tarea tan habitual, porque está vacía. Así pues, el resultado es que Nina no tiene ni la más ligera idea de qué es lo que va a acontecer en los instantes siguientes a los que vive: no sabe si va a ir al patio, o al gimnasio, o si se tiene que quedar sentada donde está, no sabe si tiene que ponerse una chaqueta porque va a salir a coger bayas salvajes o si tiene que quitarse el jersey porque en la estancia a la que va suelen tener la calefacción demasiado alta.

Así que la falta de memoria, además de privar a Nina de su pasado, también lastra enormemente su capacidad de predecir el futuro, capacidad que, en cierto sentido, tiene cualquier cerebro sano.

—Vamos, señora.

Mileidy le hace un gesto invitándola a salir.

Nina nota algo parecido al miedo, como si estuviera frente a la puerta abierta de un avión, justo antes saltar al vacío.

—¿Adónde?

—Tiene usted cita con la doctora Tubau.

La enfermera le indica el camino y le dice que tiene que bajar por las escaleras que hay al fondo del pasillo hasta la primera planta. Una vez allí le explica cómo llegar a la sala en la que debería estar la doctora. A primera vista no le parece sencillo y Nina la mira atemorizada.

—Vamos, señora, no ponga usted esa cara que no tiene pérdida. Yo tengo que seguir con mi ronda.

Nina se pone entonces en marcha y, después de unos pasos, se detiene y da media vuelta. Mileidy cierra la habitación y empuja su carrito en dirección contraria a la que ha tomado ella, que continúa observándola, esperando a que se gire para mirarla una última vez, intentando agarrarse a la única mota de familiaridad que ha encontrado desde que ha despertado. Dos puertas más adelante Mileidy entra con su carro en otra habitación. Nina se gira de nuevo, descorazonada, casi desesperada, tratando de reiniciar la marcha. Presintiendo ante ella dos vacíos, el del pasado que no recuerda y el del futuro que desconoce.

El pasillo es ancho y está jalonado de habitaciones. El blanco es aquí también el motivo principal. Las anunciadas escaleras descienden con grandes peldaños de madera que van trazando una suave curva de planta en planta. En la segunda hay gente en el pasillo, parecen pacientes. También hay alguna enfermera y unos bancos junto a la pared en los que alguien se sienta a observar el ajetreo de lo que transcurre a su alrededor. Se cruza con un hombre de pelo largo y despeinado que la mira al pasar. Ella tuerce el gesto cuando le golpea el olor tan desagradable que el hombre deja tras de sí. Resulta evidente que hace días que el individuo no se ha lavado.

En tan poco tiempo y con tan poca información va extrayendo sus primeras conclusiones, como cada día. Asume que es evidente que tiene un problema y, asentada en esa certeza, descubre que hay gente en este lugar que, a pesar de todo, está mucho peor que ella. Al fin y al cabo su falta de memoria no afecta a su raciocinio, o al menos eso es lo que piensa. Pero lo que descubre, mientras camina por los pasillos del sanatorio, es que está rodeada de locos. Se ponga como se ponga y mire hacia donde mire no ve más que paranoides, deprimidos, neuróticos, esquizofrénicos. Por todos lados. Las miradas que observa no son normales, no lo son los rostros ni los movimientos o las actitudes. De golpe descubre que está rodeada de enfermos y, de golpe también, se siente fatalmente desgraciada por encontrarse en un sitio así cuando su problema es bien diferente del que aprecia en la mayor parte de la gente que la rodea.

En un ventanal que hay junto al tercer tramo de escaleras, el que acaba en la primera planta, Nina ve a una mujer de espaldas que, apoyada contra la pared, trata de exhalar el humo del cigarro que está fumando por una pequeña rendija que la madera de las dos ventanas deja abierta. No puede evitar detenerse a observarla. La mujer, después de llenarse los pulmones de humo, pega los labios a la rendija y abulta los mofletes como si estuviera inflando un flotador. La mayor parte del humo sube arremolinado en dirección al techo mientras que, al otro lado de los cristales, se aprecia una pequeña neblina inclasificable, a medio camino entre el vaho y el humo. La mujer es gorda y viste una minifalda demasiado corta, tanto que, cada vez que se inclina para tratar de sacar el humo por la ventana, asoman por debajo de ella unas enormes bragas azules. Manchadas. Tiene el pelo largo, fosco y teñido: los primeros cinco centímetros blancos y el resto de un color que en su día debió de ser algo parecido al rojo. La mujer termina por percatarse de que está siendo observada y gira un poco la cabeza para ver quién es la fisgona. Sus labios están pintados de rojo y, al haber estado pegándolos contra la madera, ha conseguido que esta se haya manchado de carmín y que el contorno de su boca haya quedado desdibujado y sucio. Por un momento Nina tiene la sensación de estar a tres metros de algún cantante de pop, con el tinte un poco descuidado.

La mujer permanece quieta, hierática, mirando fijamente a Nina mientras da otro par de chupadas a su cigarro, sin preocuparse esta vez de sacar el humo por entre la rendija de la ventana. La parte delantera tampoco mejora lo que Nina acaba de observar en la trasera. Una blusa azul, de algún tejido lejanamente parecido al cachemir de perfil bajo, con uno de los botones fatalmente desabrochado, dejando casi completamente expuesto uno de sus pechos. Nina mira la carne que asoma, presa de una especie de hipnosis pasajera, sin terminar de prestar atención al resto de la escena.

—¿Y tú qué miras?

Diciendo esto la mujer recoloca el cigarrillo entre sus dedos y, cual canica, lo lanza de repente en dirección a Nina, con tal puntería que le acierta en pleno cuello. El proyectil tiene el efecto inmediato de sacar a Nina del leve trance en el que había caído observando la difícil imagen que tenía ante sí. A pesar de ello no es capaz de hacer nada, aparte de sacudirse los restos de ceniza del cuello y de la ropa.

Entonces la mujer avanza hacia ella, decidida.

Es bastante más grande que Nina y el viaje entre las dos consta de no más de tres pasos, así que todo lo que puede hacer ella es retroceder un metro y colocarse a la defensiva, con las piernas un poco abiertas y los brazos a medio levantar. No tiene claro qué va a suceder pero su instinto le obliga a estar alerta.

La mujer, cuando está a medio metro de ella, ignorándola por completo, se agacha a recoger la colilla que ha caído al suelo. Sin apenas incorporarse, se la lleva a la boca y la chupa con fruición, intentando que no se termine de apagar. Con el objetivo claramente conseguido da media vuelta y se dirige de nuevo a la ventana, para volver a su ocupación inicial de hacer que el humo se cuele por la exigua rendija que queda abierta.

Nina está asustada, plantada, casi presa de un ataque de pánico, incapaz aún de mover un solo músculo. Por un instante ha pensado que esa especie de demonio con tetas iba a agarrarla del pelo para hacerla rodar escaleras abajo.

Para terminar de componer la escena, Nina mira alrededor buscando comprensión. Algún interno sale o entra de su habitación mientras que, al fondo del pasillo, una limpiadora, de espaldas a ella, se afana sobre el mocho, repasando cada uno de los rincones del lugar.

Finalmente da con alguien que, con toda seguridad, ha presenciado lo sucedido: Apoyado en el quicio de la puerta de una de las habitaciones, a unos diez metros de ella, un enfermero, cruzado de brazos, alto, de pelo oscuro, largo y engominado hacia atrás, la mira con una media sonrisa dibujada en los labios, mientras asiente ligera y repetidamente con la cabeza.

Durante un instante duda entre acercarse a él con intención de pedir explicaciones o darse media vuelta y continuar su excursión. Entonces, mientras que el enfermero se mete en la habitación, Nina se percata de que la mujer del pintalabios corrido la está mirando otra vez. Su gesto es más amenazador, si cabe, que el de hace un minuto.

—¿¡Que qué miras!?

Es entonces cuando se ve obligada a tomar una decisión. Y rápido. Se da la vuelta y enfila escaleras abajo contando algunos de los peldaños por pares y mirando de cuando en cuando a su espalda para cerciorarse de que la buena señora no ha tenido a bien dedicarse a seguirla.

En mitad de una de las miradas por el retrovisor, acabado el último tramo de escaleras, Nina choca de bruces contra alguien.

—¡Uh! Perdón.

Ha ido a detenerse, ya en la planta baja, contra un hombre, más o menos de la misma estatura y complexión que ella, con el pelo alborotado y cubierto de prematuras canas, que inmediatamente le habla:

—Hola Nina, ¿adónde vas tan rápido?

—He quedado con la doctora… —A veces, sin que su enfermedad tenga la culpa también de esto, su memoria diaria también flaquea.

—Tubau.

—Sí, Tubau.

—Ven conmigo, anda.

—¿Me vas a llevar con la doctora?

—No.

—Entonces no me voy contigo.

A pesar de lo repentino del encuentro Nina se sorprende a sí misma observando las facciones del extraño y pensando que le resultan agradables, casi diría que atractivas. Las canas que casi cubren su pelo por completo no son fruto de los años. Nina llega a la conclusión rápida de que el extraño debe tener la misma edad que ella, rondando la cuarentena.

—Joder Nina, todos los días con la misma tontería.

Este último comentario la deja helada, quieta y sumida en un mar de dudas. El hombre la mira con una media sonrisa. El único gesto que ella es capaz de hacer consiste en levantar le ceja izquierda mientras la derecha permanece impávida custodiando su ojo correspondiente.

—¿Nos conocemos?

—Pues claro mujer, soy Boris, ven, vamos a sentarnos ahí.

Casi inconscientemente se deja guiar por el recién llegado hasta un banco de madera que, apoyado contra la pared, cruje cuando siente sobre sí su peso. El hombre permanece en pie y le dice:

—Espérame un segundo, no te muevas, por favor. —Y, caminando muy rápido, se pierde por el pasillo.

Nina, un poco desorientada y sin estar muy segura de por qué lo hace, decide obedecer al tal Boris mientras mira a su alrededor intentando analizar brevemente las características de la estancia en la que se encuentra. No se siente cómoda. Es una especie de salón enorme, con el suelo de terrazo, demacrado y descolorido por el uso. Las paredes son blancas y los techos altos, como todos los que ha visto hasta ahora. Aunque aquí el blanco no es tan inmaculado. En algunas zonas las paredes están manchadas, salpicadas, arañadas o pintadas. Garabateadas con dibujos extraños. Los hay que podrían incluso resultar ser algún tipo de jeroglífico indescifrable.

Hay internos diseminados por todas partes.

En el centro presiden un par de mesas rectangulares rodeadas de sillas, algunas de ellas ocupadas. Dos sofás enfrentados desde sendas paredes con dos grandes ventanales encima de ellos. En uno de los sofás una mujer duerme, trazando un escorzo casi imposible con su cuello. Desde donde está, Nina puede oírla roncar. En el otro sofá un hombre con la cabeza afeitada lee un libro, ajeno al mundo exterior. Justo desde el extremo contrario del mismo sofá, otra mujer, muy delgada y de pelo oscuro, liso y largo, observa a hurtadillas a su vecino lector. Del techo cuelgan cinco o seis lámparas con enormes bombillas protegidas por unas pantallas metálicas herrumbrosas y sucias. En uno de los rincones hay una chimenea condenada con una reja que la cubre por completo.

No debe ser muy aconsejable encender fuego en un sitio como este.

A la izquierda de la chimenea, frente a uno de los ventanales, un hombre alto y muy delgado canturrea una melodía irreconocible. En la pared que queda junto a la escalera que ha traído a Nina hasta aquí hay una especie de dispensario, un mostrador de madera oscura, con unas ventanas correderas de aluminio con cristales tintados sobre él. Una de ellas está abierta y, desde detrás del mostrador, una enfermera, muy bajita y muy mayor, quizás hasta demasiado para seguir trabajando, le entrega a uno de los internos un vasito de plástico con lo que Nina imagina que debe ser medicación. El hombre, que lleva pantalón corto a pesar de la época del año, va inmediatamente hasta una fuente de agua que hay junto al mostrador, de las de la botella azul boca abajo y la gran burbuja, e intenta sacar un vaso para servirse. El primero cae al suelo y, sin pensarlo, lo pisotea con saña. Inmediatamente después recoge los restos, se los mete en el bolsillo e intenta coger otro, esta vez con un poco más de cuidado. Después de llenarlo deposita las pastillas encima de la gran botella azul de la que ha salido el agua y coge una. Se la mete en la boca y apura de un trago el contenido del vaso. Inmediatamente después vuelve a llenarlo, coge otra pastilla, se la echa al gaznate y vacía de nuevo el vaso. Así hasta acabar con las cuatro pastillas que la enfermera anciana acaba de proporcionarle. Medio litro largo de agua para acompañar la ingesta.

Nina nota cómo la tranquilidad y la apatía se acercan y se posan en su espíritu, como si alguien estuviera poniendo sobre sus hombros una mullida manta que, poco a poco, le proporcionase calor y tranquilidad. Cree entender que las pastillas que ha tomado intentan ayudarle compartiendo su carga.

Aprecia en el ambiente una especie de calma chicha, un amago de tranquilidad impostada. Tiene la sensación de que el equilibrio que percibe es frágil y que una racha de viento podría convertirlo en efímero.

La enfermera vieja permanece, vigilante, detrás del mostrador, acodada en él cual vigía, atenta a cualquier suceso inusual. En el extremo contrario de la sala, otro enfermero, sentado en una silla al lado de la chimenea condenada, cruzado de brazos, lucha para evitar dormirse mientras intenta transmitir la sensación de que se mantiene alerta.

A pesar de estar en mitad de una mañana despejada, aunque invernal, las luces que penden del techo están todas encendidas, dando como resultado multitud de sombras en diferentes direcciones y haciendo que el color que predomine en la estancia sea el blanco mustio, extrañamente escorado hacia el amarillo.

Mileidy le ha dicho que lleva tres meses en este sitio. Nina piensa que debería reconocer a alguien, que debería notar algún tipo de familiaridad, que alguna de las personas o de los objetos que tiene alrededor deberían tener la capacidad de evocar en ella alguna sensación, alguna especie de vago sentimiento al menos. Pero no, no consigue encontrar nada reconocible, nada familiar, nada a lo que asirse para abandonar la zozobra que la guía. Tiene incluso una ligera sensación de mareo, producida por el vacío que reina dentro de ella, por sentirse sola a bordo de una balsa tan pequeña en medio de su vasto océano personal, a miles de kilómetros de cualquier recuerdo. Interiormente siente que su memoria está allí, al fondo de un angosto y casi eterno pasillo y está segura de que, encerrada bajo siete llaves, sigue estando la clave que terminará despejando la bruma que nubla su cerebro. Esta pequeña, aunque firme certeza, hace que no desespere, que no pierda las ganas de seguir peleando por su cordura extraviada.

Eso y la figura que viene puntual a verla cada noche. Nina recuerda perfectamente el aspecto endemoniado de su visitante, su voz, sus movimientos y hasta su olor, ligeramente lejano y dulzón, como de almizcle. El leve brillo que la luz de la luna, colándose a hurtadillas por entre los cristales, pinta en la extrañamente suave y azulada piel del abominable ser, haciéndole parecer todavía más irreal. El que cada vez viene a torturarla con una historia diferente, a cual más extraña y retorcida, como si la tuviera en medio del bosque, en una especie de macabra acampada, sentada junto a una hoguera, escuchando relatos de terror, con la particularidad de que ella es la única oyente y el narrador siempre es el mismo.

Tiene que admitir que, en realidad, le gusta que la sorprenda.

Boris vuelve visiblemente más tranquilo de lo que se marchó:

—¿Por qué me has dejado aquí?

—Tenía que ir al baño, mujer, ya sabes.

—No creo que tenga que saber nada. Además no sé si tú sabes que yo…

—Lo sé Nina, lo sé. Sé que no te acuerdas de mí, que no sabes por qué estás aquí, que cada día tu memoria amanece vacía. Sé que te has levantado y que cuando Mileidy ha entrado en tu habitación la has saludado como el que saluda a alguien con el que se cruza en un ascensor.

—Anda, mira, otro que me habla de encuentros en ascensores.

—¿Cómo?

—Nada, cosas mías.

—Ya, «cosas tuyas». Ya es difícil tratarte con lo que te sucede, como para que encima le añadas «cosas tuyas».

—No creo que tenga que aguantar que… —Nina hace ademán de incorporarse pero Boris le pone la mano suavemente sobre el hombro.

—Dame un minuto Nina, por favor. —Boris hace una breve pausa para mirar a su alrededor mientras masculla—. Todos los días igual. —Después vuelve a centrar su atención en ella, que ha vuelto a levantar la ceja creyendo entender el comentario del extraño—. Pregúntame lo que quieras. Sé que siempre andas desorientada y que te viene bien que alguien te eche una mano y te aclare un par de cosas.

Nina piensa entonces que el tal Boris tiene razón en eso y le cuesta mucho trabajo resistirse a una propuesta tan suculenta para su curiosidad ávida de respuestas. Así que no tarda mucho en disparar:

—¿Adónde has ido hace un momento?

—Bueno, eres libre de preguntar lo que te apetezca. Al baño.

—¿No podías haber esperado un minuto?

—La medicación que tomo, a veces, me produce cierta incontinencia, Nina. Cuando el señor pis me llama, tengo que cogerle el teléfono, no le gusta dejar mensajes. Escucha, intento hablar contigo todas las mañanas, siempre que puedo, para echarte una mano y ayudarte en lo que se te ofrezca. Aunque nunca me lo agradezcas.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Creía que hoy ibas a ser algo más original.

—Vaya.

Boris se agacha, colocándose en cuclillas frente ella.

—Yo llevo un año, y tú llevas unos tres meses. Mira Nina, a los doctores y a los enfermeros no les gusta hablar de tu caso, no sé por qué pero es difícil tirarles de la lengua con lo tuyo, tienen una especie de pacto de silencio, aunque alguna vez también he pensado que es probable que no sepan mucho más de lo que cuentan. Dicen que te trajeron aquí, que este es tu primer y único lugar de internamiento, que es como si hubieras nacido aquí, como si antes de llegar a este lugar no hubieras existido.

—Pues sí que estás siendo de ayuda.

Boris levanta su mano derecha y la acerca al rostro de Nina, muy despacio, y con suavidad, le retira un mechón de pelo que se le había liberado de la coleta, colocándoselo cuidadosamente detrás de la oreja.

Ella sigue con la mirada sus movimientos haciendo un pequeño esfuerzo para no retirar la cabeza. A pesar de todo no puede evitar sentir una cierta carga de cuidado y ternura en el gesto que su recién descubierto protector acaba de hacer.

—Hay días en los que me cuesta más trabajo que otros pero te aseguro que fácil, lo que se dice fácil, nunca ha sido. Nadie me ha sabido explicar por qué estás así. Ni desde cuándo exactamente. Aquí nadie es capaz de aclararnos por qué cada día que amanece no recuerdas nada ni a nadie, por qué cada vez que te veo aparecer tengo que acercarme a ti sabiendo que no tienes ni la más ligera idea de quién soy.

Nina nota cómo la sutil aunque firme barrera de inseguridad y distancia que había levantado hace unos minutos comienza a agrietarse ante la demostración de sinceridad y supuesta familiaridad que Boris está haciendo ante ella. Tanto es así que llega a incomodarse mientras se sorprende a si misma mirándole a los ojos, intentando desesperadamente descubrir en ellos algo que le haga reconocerle, una señal, por nimia que sea, de que no es la primera vez que le tiene ante sí, de que ayer habló con él, de que hace semanas, tal vez meses, que le conoce.

De repente se siente exhausta, harta, hastiada por la incertidumbre que maneja su percepción, que equivoca sus opiniones y que las confunde continuamente. De nuevo nota el vértigo sumado a algo parecido al mareo que podría sentir si se asomase a un inmenso vacío. De nuevo saborea el regusto amargo del desconocimiento. A pesar de ello, y como si fuera la potente luz de la máquina de un tren que saliera a toda velocidad de un largo túnel, una oleada de fuerza y de optimismo se apodera de ella. Da por sentado que se trata de algún tipo de mecanismo de defensa propia. En algún momento de su enfermedad, su cerebro ha tenido que desarrollar la capacidad de sobreponerse instintivamente a la adversidad desmemoriada, a los despiadados embates del olvido y, como si no hubiera pasado nada, toma a Boris de la mano y, al mismo tiempo que se incorpora ella, le ayuda a hacerlo a él.

—No sé por qué pero me apetece creerte, no sé si es una intuición o simple necesidad. El caso es que me caes bien, creo que no eres mala persona y, en mi estado, intuyo que tengo que obviar unos cuantos formalismos sociales. Voy a partir directamente de la base de que te conozco y voy a intentar asumir, por la naturalidad con la que me abordas, que eres algo así como una especie de amigo mío.

Boris se levanta, mirando con gesto extrañado aunque sonriente, cómo la mano de Nina envuelve cálidamente la suya. Se mantiene con la cabeza gacha y los ojos fijos en el primer plano de la escena hasta que la voz de ella le saca del trance.

—Anda, Boris, llévame a la consulta de la doctora…

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