Nina

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LIBRO TERCERO » 34

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El doctor Hilmar Zorn llegó la mañana siguiente a Baden-Baden; yo fui a recogerle en la estación Oos. Con Zorn venían dos caballeros, serios y discretamente vestidos. Ambos parecían forzudos e inteligentes. El doctor Zorn nos presentó. Uno de ellos se llamaba Jung, el otro Elfin. Quiénes eran los señores y el motivo de su venida a Baden-Baden, no me lo dijo el doctor Zorn. En el trayecto hasta el hotel no se habló una sola palabra. Zorn se hizo anunciar a Brummer y subió a sus habitaciones con los dos caballeros en el ascensor. A mí me había mandado permanecer en el vestíbulo.

Sin duda serían los dos empleados de la policía criminal, pensaba yo, paseando arriba y abajo del vestíbulo del hotel, todo se desarrollaba, pues, como había esperado. Ese día reinaba una buena temperatura, la nieve se iba fundiendo rápidamente en muchos sitios del parque, su capa se había quedado ya muy fina. Al cabo de diez minutos fui llamado a la presencia de Brummer. Sus habitaciones estaban en el segundo piso y nos recibió en el gran salón rojo. También Nina se encontraba allí. Estaba sentada sobre una frágil silla rococó, al lado de la ventana e inclinó un poco la cabeza cuando yo entré. Nina llevaba un traje sastre de franela gris y zapatos negros. Sus ojos relucían y adiviné que pensaba en lo sucedido ayer. Yo también pensaba en el ayer. Pero estaba muy seria y muy pálida...

—Holden —dijo Brummer, que estaba sentado envuelto en una bata negra bordada con hilos de oro, delante de la apagada chimenea—, usted ha trabado ya conocimiento con los dos caballeros, según me han dicho.

—Sí, señor —contesté, mirando a los dos hombres que estaban sentados en un sofá, al lado de Zorn, serios, inteligentes, vigilantes.

—Los señores son criminalistas —prosiguió Brummer—. Es decir: lo eran. Ahora llevan una agencia de detectives privados. —Me estremecí, esperando que nadie lo notara—. El doctor Zorn los conoce desde hace mucho tiempo y disfrutan de nuestra confianza. Se quedarán con nosotros.

—Con nosotros —repetí tontamente, sólo por decir algo, para que nadie se diera cuenta de lo perplejo que estaba. Tenía que ganar tiempo. Debía pensar. Así, pues, Brummer tampoco había avisado a la policía esta vez. Aún no, aún no...

—Le interesará saber, Holden, que nuestro desconocido amigo ha vuelto a escribir. Me amenaza con matarme aquí, en Baden-Baden. Ya comprenderá que sienta la necesidad de protegerme.

—La policía...

—¡Cállese con su policía, maldición! —exclamó a gritos, furioso—. No quiero oírsela mentar más. Ya sabe por qué no me interesa llamar a la policía. Por lo demás, estos dos caballeros podrán hacer mucho más en mi favor. Con la policía yo soy un caso entre muchos. Para los señores soy un cliente exclusivo.

Guardé silencio.

Zorn habló:

—Los señores vivirán en el hotel. Ni el señor ni la señora Brummer darán, de ahora en adelante, un solo paso sin ir acompañados.

Retuve el aliento.

—¿Qué le pasa? —preguntó Brummer rápidamente.

—¿Cómo?

—¿Qué ha dicho usted?

—Me he limitado a carraspear.

—¡Ah! Bueno. Puede irse. Ya no le necesito, Holden.

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