Nina

Nina


PORTADA

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—Vale, perfecto, pues si es necesario contarme cosas importantes: ¿por qué no sigues haciéndolo, por qué no me cuentas dónde vivo y que le pasó a mi madre o por qué cojones mi marido no viene a visitarme?

—Entenderás que hay que ir poco a poco, que es necesario…

—¿Que es necesario? ¿Qué?

—Martina, no creo que esta actitud sea…

—Tú verás pero yo creo que este tío ha venido aquí a tomarte el pelo. Directamente. —El bicho también opina sobre la utilidad de la visita.

—¿Actitud?

Entonces Nina levanta repentinamente las manos y avanza un paso hacia el doctor Ortiz. Ahora tiene la sensación de que todo lo que sucede lo hace a cámara lenta, muy despacio. Junto a sus manos levantadas, justo encima de ellas pero sin llegar a tocarlas, puede ver las manos del demonio alado. A unos pocos centímetros. Nina es incapaz de saber si el movimiento que está haciendo ha sido decisión suya o si las manos del bicho tienen una especie de imán invisible que arrastra a las suyas a hacer movimientos involuntarios.

Finalmente sus dedos contactan con el pecho del doctor, que, con gesto de absoluta sorpresa, se ve obligado a retroceder, víctima de la fuerza que le empuja hacia atrás. Nina avanza otro paso y vuelve a abalanzarse sobre él. Sigue notando, nítidamente, cómo las manos del bicho, que la mira sonriente, son las que dirigen a las suyas propias. En esta ocasión, Rodrigo Ortiz, sorprendido de nuevo por la agresión, se trastabilla, cae de culo y no se detiene hasta que su espalda golpea contra el suelo. No es capaz de entender cómo una mujer mucho más menuda que él ha sido capaz de derribarle con tan solo dos empujones.

Ahora Nina nota cómo la tensión sobre sus brazos se afloja. Sus músculos y sus movimientos vuelven a pertenecerle. El bicho se ha hecho a un lado y contempla la escena con los brazos cruzados sobre el pecho. Poco a poco la realidad vuelve a fluir a velocidad normal para ella y esto hace que recupere la percepción habitual de la situación.

Se detiene y observa un segundo al doctor mientras intenta digerir lo que acaba de suceder, tratando de predecir lo que es probable que ocurra. Llega a la conclusión de que es más que posible que lo que acaba de hacer tenga consecuencias muy negativas para ella. Durante un instante mira al bicho a los ojos, con la firme intención de responsabilizarle directamente y reprenderle por lo que acaba de pasar, por lo que acaba de obligarle a hacer. Finalmente prefiere continuar ignorándole mientras se inclina sobre el doctor para tenderle la mano y tratar de ayudarle a levantarse.

Entonces nota otra vez esa energía que la empuja, que la obliga. Extiende el otro brazo y, dejándose caer sobre Rodrigo Ortiz, siente como sus dedos, dirigidos por la invisible fuerza que el bicho proyecta sobre ella, intentan atenazarse sobre el cuello del médico a la vez que grita con fuerza, víctima de la impotencia que le produce no saber qué está sucediendo ni por qué se está comportando de esta manera.

Ahora, el doctor, intentando zafarse de la presa, grita también. Los dos forcejean, revolcándose por el helado suelo del jardín, de un lado para otro, mojando sus ropas y ensuciándolas a medida que la nieve se derrite bajo ellas y el barro se adhiere a sus tejidos. Ella intenta agarrarle del pelo, de la pechera de su chaqueta, de las manos… de cualquier lugar desde el que conseguir imponerse. Comienza a sentir la fuerza del bicho como suya propia, asume la rabia que la dirige como nacida de su propia bilis y descubre que las energías que la sostienen son las suyas propias también. Aun así, no encuentra motivos para detenerse. Rodrigo, atrapado bajo ella, no logra siquiera salir de su asombro mientras trata de defenderse, sin demasiado éxito, del voraz ataque de su nueva paciente.

En el preciso instante en que los dientes de Nina se clavan entre el hombro y el cuello del doctor, a través de su camisa, un par de manos vigorosas la agarran por la cintura, tirando fuertemente hacia arriba de ella. Entonces se mezclan los tres gritos: el del médico que se queja por el mordisco, el de Nina que se rebela contra quién intenta separarla de su bocado y el del enfermero que acaba de aparecer en escena para deshacer el repentino nudo que han formado médico y paciente. Cuando las fauces de Nina se separan del cuerpo del doctor este vuelve a gritar azuzado por la oleada de dolor que le provocan los dientes de ella al desgarrarle la carne a través de la tela. El enfermero logra entonces levantarla para hacer que se separe de su presa e intenta conseguir que permanezca en pie y se controle, pronunciando su nombre con el tono más tranquilizador que le es posible utilizar. Desde el suelo, el doctor les mira con el ceño fruncido y la mano izquierda cubriendo el sitio en el que acaba de ser mordido. Por entre sus dedos se puede apreciar perfectamente el rojo intenso de la sangre manchando la tela de su camisa.

El bicho salta y corretea de un lado para otro riendo a carcajadas, a la vez que jalea a Nina intentando imitar el tono de voz del doctor:

—Muy bien Martina. Ya está en marcha el tratamiento. Así me gusta. Estás siendo muuuuy malaaaaa…

Mientras el enfermero se afana por tranquilizar a Nina esta redirige su atención hacia él y, hundiendo la cabeza en su pecho, repite la operación que acaba de costarle al doctor una más que probable marca vitalicia. Otro mordisco despiadado y otro grito desgarran el silencio de la fría mañana de invierno que les contempla. A su lado, el demonio cae de rodillas sobre el suelo y deja de vociferar para dedicarse por completo a soltar sonoras carcajadas con los brazos cruzados sobre el estómago.

El enfermero, desconcertado por la sorpresa y la insistencia del ataque y, en un intento desesperado de deshacerse de ella, empuja a Nina por los hombros tan fuerte como puede. Ella retrocede, trastabillada, a bastante más velocidad de la que sus piernas son capaces de gestionar. La primera irregularidad del terreno hace que caiga descontrolada hacia atrás. Su cabeza, después del atropellado aterrizaje, va a detenerse contra el suelo, sobre un terrón de barro endurecido por la helada.

De inmediato queda inconsciente.

 

 

 

14

 

Cuando Nina abre los ojos lo primero que ve es la cara borrosa del doctor, interpuesta entre ella y el último rayo del sol del atardecer que se cuela, a sus espaldas, por la ventana de la habitación. Sabe que es la ventana de su habitación, sabe que el que está delante de ella, con una gasa junto a la base de su cuello, es Rodrigo Ortiz y sabe que esa gasa cubre el mordisco que ella misma le ha propinado. Normalmente no se despierta sabiendo tantas cosas. Todos estos datos rememorados le hacen estar segura de que aún vive en el mismo día en el que se ha despertado esta mañana. Al ya familiar dolor en la base de su cuello, se suma ahora otro, quizás algo más intenso, en la parte posterior de su cráneo. Aunque percibe los dos plácidamente amortiguados por el efecto de alguna droga relajante. Recuerda haber mordido al doctor, recuerda haber mordido al enfermero y recuerda haber corrido hacia atrás. Cuando intenta llevarse las manos a la cabeza para descubrir el alcance del golpe descubre que no puede moverlas. Ni la derecha ni la izquierda. Intenta mover los pies. Tampoco puede.

—Hola, Martina. Bienvenida de vuelta. No te preocupes, te hemos atado por seguridad, no pasa nada.

—¿Qué tengo en la cabeza? ¿Qué me habéis dado?

—No te preocupes, tu cabeza está bien, es solo de un chichón. Lo que notas son los efectos de un calmante que te hemos administrado hace un par de horas.

—Joder… joder… joder… lo siento, doctor. No era mi intención. Lo siento de veras… —Entonces mira a su alrededor y ve, al otro lado de la cama, apoyado sobre la pared, cruzado de brazos, a Isaac. A él no le recuerda—. ¿Dónde está el enfermero? El otro. Al que he mordido.

—No te preocupes, está bien. Debe estar en su casa, hace un rato ya que acabó su turno. Tendrá que explicarle a su mujer de dónde ha salido esa marca que tiene en el pecho.

—De veras que lo siento.

Mientras habla tira inconscientemente de las correas que mantienen sus brazos y sus piernas amarradas a la cama. El calmante que circula por su sangre le quiere hacer ver la situación como llevadera pero su raciocinio, medio latente aún por los pesados efectos de la química, le empieza a sugerir que la coyuntura es, cuando menos, desagradable.

—Tranquila, Nina, ya has oído al doctor, no hay nada de qué preocuparse.

Isaac despega la espalda de la pared y se acerca hasta la cama para poner su mano sobre la de ella, tratando de que su gesto resulte tranquilizador. Nina le mira indolente, con la cabeza apoyada en la almohada, con las cejas arqueadas, como si no terminase muy bien de comprender a qué viene el acercamiento pero sintiendo casi inconscientemente que un poco de calor humano nunca está de más.

El enfermero sonríe mientras le recoloca las sábanas alrededor del pecho. Ella le devuelve, tímida, casi desconcertada, la sonrisa.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunta Rodrigo Ortiz.

—No lo sé. Estoy aturdida —contesta girando la cabeza hacia él.

—¿Recuerdas lo que ha pasado esta mañana? ¿Sabes qué es lo que ha sucedido?

—Sí, joder, sí que lo recuerdo. No sé cómo ha podido pasarme algo así.

—Verás, he estado hablando con la doctora y hemos acordado abandonar, de momento, la medicación que se te está administrando y pasar a una combinación de compuestos, similares en esencia, aunque algo diferentes de los que, hasta ahora, vienes tomando.

»Eso sí, hemos decidido que la administración sea intravenosa y, evidentemente, a cargo del personal del centro. No se pueden permitir este tipo de altercados en un sitio de estas características.

»La doctora y yo nos hemos puesto al día y hemos aclarado que no vamos a permitir, bajo ningún concepto, este tipo de comportamientos por tu parte.

—¿Me puedo consolar entonces pensando que es la primera vez que hago algo así?

—Por lo visto ha habido antes alguna situación tensa pero ninguna tan descontrolada. Tienes que saber que yo no soy del todo partidario de un cambio en la medicación pero, en este caso, el criterio de tu doctora habitual tiene que ser, sin duda, el que predomine. Yo me decanto más por el trabajo personal, por el tú a tú.

—No sé si consigo entenderte.

—No te preocupes, Nina. —De pie, desde el lado contrario de la cama, Isaac continúa dándole ánimos.

Ella vuelve a mirarle durante un instante, el que tarda el doctor en retomar la palabra.

—A pesar de tu airada reacción de esta mañana sigo siendo partidario de ir concediéndote retazos de tu pasado, a diario, para observar cómo los procesas y qué consecuencias tienen en tu comportamiento o en tu mermada capacidad de recordar.

Nina se revuelve bajo las sábanas intentando soltar sus manos o sus pies de las correas que las inmovilizan.

—¿Siguen siendo necesarias?

—Tienes que tomar nota de lo que ha sucedido, Nina, de veras. Estas reacciones no nos llevan a ninguna parte.

—Joder, ya le he dicho que lo siento y que no va a volver a sucederme algo así. Además, me tienen atiborrada de calmantes, puedo notarlo, apenas tengo ganas de mantener los ojos abiertos.

El doctor se incorpora y le hace un gesto al enfermero con la cabeza:

—Isaac, en cuanto me vaya puedes soltarla. No es necesario que duerma atada a la cama. —El enfermero le mira y asiente con la cabeza. —Ahora, ¿me das un minuto a solas con ella? Enseguida me marcho y te dejo hacer tu trabajo.

—Ah, sí, perdone. —Después de echar una última mirada a Nina se da la vuelta y sale de la habitación.

Cuando se quedan solos ella mira al doctor a los ojos, sintiendo su cuerpo esponjoso, casi flotando entre las sábanas, embotada, buceando en medio de un torrente de sensaciones cansinas, lentas, abotargadas. No imagina para qué puede querer este buen hombre quedarse a solas con ella. En realidad apenas tiene fuerzas para hacerlo.

El doctor se incorpora y, apoyando su mano derecha en el colchón, junto a su hombro, se inclina un poco sobre ella.

—Mañana volveremos a vernos y no me recordarás —su voz es casi un susurro—. No sé si es mejor así o si preferiría que me recordaras

»Necesitas ayuda, Nina y, lo peor de todo, no sé si yo puedo proporcionártela. No estoy seguro siquiera de que la doctora Tubau pueda hacerlo. No sabría decirte si hay alguien en el mundo que pueda ayudarte… quizás solo Dios tenga poder suficiente para echarte una mano y, a lo peor, ni siquiera pueda hacerlo en esta vida que te ha tocado vivir.

Las palabras de Rodrigo llegan al cerebro de Nina y anidan torpemente en él. A ella le gustaría poder disponer de tiempo suficiente para analizarlas, sobre todo, pagaría con todo lo que tuviera si fuera capaz de guardarlas ahí para poder estudiarlas al día siguiente, con la luz del sol, clara, potente, entrando por la ventana, limpiando y liberando sus neuronas de los restos de los estupefacientes que ahora las controlan. Pero sabe perfectamente que eso es imposible, que tiene solo dos opciones: entender en el acto lo que el médico le está diciendo o resignarse a que el significado de estas palabras se pierda para siempre en el fondo del pozo en el que se ha convertido su memoria

—Tu madre murió delante de ti. Murió violentamente.

Nina se olvida de parpadear.

—Murió despacio. Y el hecho de morir, para ella, fue un trance muy doloroso y desagradable.

—¿Por qué me haces esto? ¿Por qué me haces esto? ¿Qué te he hecho yo?

—Ya te lo he dicho, Nina, ya te lo he explicado y creo que aún no has tenido ocasión de olvidarlo. Sé que aún recuerdas lo que hemos hablado esta mañana, sé que aún resuenan mis palabras en tu cabeza. Aunque ahora las drogas no te ayuden a entenderlas.

»Quiero que tu cerebro despierte, que se soliviante, que se espabile, que abra los ojos y mire a su alrededor. Y me parece que la única manera de conseguirlo, después de que ya hayan probado de todo contigo, tiene que ser es esta.

—Pues es una manera muy cruel de hacerlo, doctor. Muy cruel.

—Nina, la vida es cruel, la medicina, a veces, es cruel. Yo soy cruel y tú eres cruel. ¿Dónde está el problema? Todos estamos en el mismo barco. No intentes resistirte, no intentes patalear, no busques justificaciones ni excusas. Tampoco pierdas el tiempo negándote nada a ti misma. No intentes combatir la evidencia.

»Tómate esto en serio, tómatelo muy en serio y, a lo mejor, conseguimos sacarte de aquí.

»¿Querrías salir de este lugar?

—Joder, doctor, nada me gustaría más que salir de esta enorme cueva, estoy segura de que salir de este sitio me ayudaría mucho, cambiar de aires sería genial.

—No te desvíes Nina, concentra tus energías en lo que te he contado. Interiorízalo, mételo en tu sangre y trata de hacer que tu cerebro empiece a descorrer las cortinas para dejar que la luz se cuele dentro.

—¿Qué le pasó a mi madre, doctor?

—Murió despacio y con mucho sufrimiento.

Nina rompe a llorar, no sabe si por pena, por rabia, por impotencia, por dolor o por desconsuelo. El caso es que llora profusamente. Las lágrimas brotan de sus ojos nublándole la vista, se derraman por sus sienes y mojan la almohada después de haber mojado su pelo. No es capaz de ver nada. Todo se vuelve aún más borroso que hace unos minutos, cuando regresaba de la inconsciencia. Todo se difumina, incluyendo su capacidad de respuesta, de razonamiento o de concentración. En medio de la tormenta, y a pesar de la confusión, vuelve a oír la voz del médico:

—Piensa en ello Nina. Piensa también que esto es algo que debe quedar entre tú y yo. No cejes, no abandones.

Rodrigo Ortiz rodea entonces lentamente la cama y, sin apartar la mirada de la figura que se retuerce entre las sábanas, sale de la habitación. El último rayo de sol hace ya mucho que la visitó por última vez y Nina permanece en la penumbra, llorando sin consuelo y sin la posibilidad de enjugarse las lágrimas con las manos. Todo lo más que las ataduras le dan de sí es para retorcer el cuello y frotarse las mejillas sobre los hombros o sobre el áspero paño que cubre la almohada.

Ella gime, se revuelve entre las sábanas y continúa llorando desconsoladamente. Todo lo que hay ahora mismo en su mundo es enorme, es gigante. Todo es inconmensurablemente terrible y todo se mide en términos de pena y de dolor, de angustia y de agonía. Todo es desolación y desconsuelo. Todo es asquerosamente desagradable e insoportable.

No sería capaz de precisar cuánto tiempo pasa así, hasta que Isaac vuelve a aparecer ante ella:

—Vale, Nina. Vale ya —le dice mientras le acaricia el pelo y se lo retira de la frente.

Por primera vez, desde la revelación del doctor, encuentra un pequeño respiro, un tímido rayo de luz al que agarrarse. La leve muestra de cariño del enfermero hace que, al menos, consiga abrir los ojos e intente enfocar la escena que tiene alrededor, de la que es triste protagonista.

En la mano de Isaac hay un pañuelo de papel que utiliza para secar torpemente la cara de ella mientras le insiste en que lo mejor es que se calme.

—¿Cómo te llamas?

—Isaac.

—Isaac, desátame, por favor. Te lo pido por favor, Isaac, desátame. Ya has oído al doctor. No voy a volver a hacer ninguna tontería. Desátame por favor. Por favor. —A duras penas consigue dejar de sollozar mientras suplica.

Él continúa pasándole el pañuelo por la cara, despacio, de un lado a otro, afanándose en que quede lo más seca posible, mientras que sus facciones permanecen inalteradas, cómo si no hubiera escuchado ninguna de las súplicas que ella le acaba de formular.

—Nina, déjalo. Quiero ser bueno contigo. Vamos a ser buenos los dos.

—Pero, Isaac, el doctor ha dicho que me desates…

—Nina, para. —La mano que sujeta el pañuelo, a su paso por la sien, ejerce en este momento más presión de la que ella desearía, teniendo en cuenta que se trata de alguien que intenta reconfortarla—. No voy a quitarte las correas.

—Isaac… —Ella le mira a los ojos y comprende inmediatamente, a pesar de encontrarse casi por completo controlada por la química, que tiene poco que hacer para conseguir que cambie de opinión.

—Toma, anda. —El enfermero mete la mano en el bolsillo de su camisa y saca un par de pastillas amarillas, muy pequeñas.

—Más pastillas no. Isaac, el doctor ha dicho que van a cambiarme…

—Nina, haz el favor de obedecer. —Otra vez la presión, esta vez en el pómulo.

Apenas tiene fuerzas para luchar, para resistirse, para presentar batalla. Su cabeza tampoco consigue funcionar como es debido. No puede pensar en ello. La mano firme de Isaac está plantada a dos centímetros escasos de sus labios, blandiendo las dos pastillitas, como si en lugar de ofrecérselas le estuviera apuntando con ellas, como si sus dedos fueran el cañón de una pistola dispuesta a dispararle los dos barbitúricos en caso de negarse a tomarlos por su propia voluntad.

—Venga, Nina, vamos a hacerlo fácil.

Entonces entreabre la boca. El enfermero no lo piensa ni un instante y deposita los dos comprimidos sobre su lengua. Después se incorpora y permanece inmóvil frente a ella sin mover un solo músculo del cuerpo, esperando hasta estar seguro de que la medicación acaba donde tiene que acabar.

Ella, acostumbrada a hacerlo en muchas otras ocasiones, traga sin necesidad de ayudarse de líquido alguno. Después entreabre los ojos y, mirando al enfermero desde su lejanía artificial, le habla:

—¿Contento? ¿Me dejarás tranquila ahora? ¿Me vas a desatar?

—Sí, contento.

»Ahora tengo cosas que hacer. Cuando duermas volveré y decidiré si suelto esas correas. Al final tendremos que hacer caso al bueno del doctor. Pero eso será solo cuando yo lo decida.

Ya es de noche. A pesar de ello, Isaac, antes de salir, baja la persiana hasta casi cerrarla por completo, haciendo que la habitación quede en total oscuridad.

—Que descanses, Nina. En un rato vendré a ver cómo sigues. —Y se marcha.

Ella se queda mirando fijamente el lugar por el que acaba de desaparecer el enfermero, sin saber qué pensar de la situación en la que se encuentra. Después del incidente del jardín, de las revelaciones del doctor y del atracón de fármacos no hila ninguna conclusión coherente, ni encuentra ninguna línea de pensamiento a la que agarrarse. Solo tiene ganas de volver a dormir, de cerrar los ojos y olvidarse de todo, de dejarse acunar por la ingente cantidad de medicamentos que circula por sus venas y esperar a que llegue el sueño y que el día que venga después, con su obligado atracón de olvido, sea algo mejor que el que ahora termina.

 

 

 

15

 

Boris se aleja en dirección al salón en el que se ha encontrado con Nina y con un rodillazo en la entrepierna. Cada pocos metros vuelve la cabeza para echar otro vistazo al recién llegado que acompaña ahora a su querida amiga, esperando también que ella tenga a bien considerar la posibilidad de obsequiarle con una última mirada. Para cuando entra de nuevo por la puerta, no ha conseguido inferir nada concluyente sobre él ni recibir el preciado y postrero obsequio que esperaba de ella. Así pues, se adentra en la calidez del salón, dándole aún vueltas a la cabeza y con la curiosidad seriamente herida.

No puede evitar sentarse en una de las sillas que hay colocadas frente a las cristaleras que dan al jardín para seguir desde ahí las evoluciones de la pareja. Por momentos les pierde, ocultos en su lento paseo, tras el tronco de algún árbol o tras la mullida superficie de algún arbusto más alto y frondoso de lo que en esta época del año cabría esperar.

A su espalda suenan ruidos, golpes, conversaciones y los sonidos naturales de la sala en la que se encuentra. Oye algún suspiro, zapatillas que se arrastran más de lo aconsejable sobre el terrazo, el crujir de la suela de goma de los zuecos de alguna enfermera al pasar, o los golpecitos y los comentarios que provoca alguna partida de parchís, de damas o de ajedrez en la que se entretengan algunos de los más lúcidos.

Por momentos su cerebro, ocioso, trata de emplearse en decidir si su situación personal es mejor o peor de lo que era hace unos meses. No tarda en llegar a la conclusión de que no es necesario darle muchas vueltas a la disyuntiva. Tiene, meridianamente claro, que desde que Nina apareció por la puerta del sanatorio su existencia es algo más llevadera. Por lo menos siente que cada mañana tiene un motivo por el que levantarse de la cama. Y está más que seguro de que esto no siempre ha sido así.

Durante un minuto deja de verles.

Entonces un enfermero atraviesa corriendo el camino por el que acaban de pasar ellos dos. Boris se levanta y se dirige a la puerta. La abre y echa a correr él también.

Sabe que ha pasado algo.

Los enfermeros no suelen correr en este sitio. No corren cuando a alguien se le ha caído el bocadillo o cuando se ha manchado la solapa de babas. Ni siquiera corren cuando un paciente se lo hace encima. En esos casos no corren. Tampoco corren cuando dos internos se enzarzan en una discusión o llegan incluso a las manos. En esos casos tampoco corren. La experiencia le dice a Boris que los enfermeros de este sanatorio solo echan a correr ante dos circunstancias: una, cuando hay un compañero suyo en peligro (como muestra de solidaridad de clase, por una especie de corporativismo defensivo) y la otra cuando es un médico el que tiene problemas con alguno de los tarados (Boris ha oído a más de un empleado llamar así a los internos). Atendiendo a la velocidad a la que ha visto pasar a este enfermero, Boris no sería capaz de precisar cuál de los dos gremios es el afectado en esta ocasión. De lo que sí está seguro es de que, al menos, se trata de uno de los dos.

Cuando consigue, aún desde la distancia, una imagen directa de lo que está sucediendo, sus sospechas se confirman. El doctor Ortiz está sentado de culo entre unos matojos, el enfermero que corría tiene la cabeza gacha y las manos en el pecho y Nina yace inmóvil en el suelo.

Dos de los tres afectados son o médico o enfermero.

Nada más llegar se inclina junto a su amiga para adivinar qué es lo que ha podido sucederle. Está inconsciente y tiene sangre en la parte posterior de la cabeza, justo por encima de la nuca:

—¿¡Qué le habéis hecho!?

El médico intenta levantarse del suelo mientras que el enfermero, como recién salido de un trance, se encamina hacia él:

—Boris, lárgate de aquí. Esto no es asunto tuyo. —Se agacha y le aparta de un empujón.

—¿Así es como tratas siempre a la gente? —le reprocha Boris desde el suelo.

—Más te vale dejarme tranquilo y largarte de aquí ahora mismo si no quieres buscarte un problema. —El enfermero ha desviado ahora un momento su atención de Nina para mirar a Boris directamente a los ojos a la vez que le señala con el índice de su mano derecha, amenazante.

Boris se queda plantado, inmóvil, viendo cómo recoge a su amiga del suelo y la lleva en brazos hacia el sanatorio. El doctor camina a su lado, tratando de acarrear todos los papeles que traía e intentando no perder ninguno. Mientras que, con la mano derecha, presiona su cuello en el lugar en el que Nina le ha mordido.

Nadie más ha contemplado la escena. No hay más revuelo que el que el propio Boris haya podido organizar y el lugar parece mantener su habitual y casi inmutable ritmo tranquilo y cansino.

Se levanta y va a la enfermería.

Al acercarse ve al doctor Ortiz sentado en la puerta, en uno de los dos bancos que hay afuera. Parece que el hecho de que ella haya llegado inconsciente hace que a él le toque esperar su turno. Boris decide quedarse al final del pasillo, medio escondido tras una ristra de taquillas que el personal del centro suele utilizar para guardar material. Unos minutos después, una enfermera sale para indicarle al doctor que entre.

Boris permanece donde está, intentando no llamar la atención.

Un rato más y la doctora Tubau y el doctor Ortiz salen de la enfermería, se sientan en uno de los bancos que hay afuera y comienzan a hablar.

Él lleva un pequeño vendaje en la zona de la herida.

Boris oye las voces pero es incapaz de distinguir las palabras que pronuncian. El tono que están utilizando es relativamente tranquilo, sobre todo el de él, quizás no tanto el de ella. Se muere de ganas por saber qué es lo que ha sucedido y, sobre todo, por saber cómo se encuentra Nina. Está muy preocupado por ella y no puede evitar mirar de cuando en cuando las puntas de sus dedos cubiertas por la sangre ya reseca que salía de la cabeza de su amiga.

Unos minutos de charla y aparece otra vez la enfermera. Los dos se levantan y entran de nuevo tras ella.

Boris no lo duda entonces y camina decidido hacia allí, sin saber muy bien con qué objetivo, sin tener claro si lo que va a hacer es pegar el oído a la pared o agacharse para intentar ver lo que suceda dentro de la estancia por la rendija que queda entre la puerta y el suelo. Es incapaz de resistirse a la necesidad de recopilar datos que su cerebro se ha autoimpuesto en lo referente al estado de salud de su compañera. Cuando llega junto a la puerta ve, en una de las sillas de la pequeña sala de espera improvisada en un ensanche del pasillo, una carpeta llena de papeles. La documentación que el doctor ha estado acarreando todo el tiempo. Se agacha sobre los papeles y empieza a ojearlos: Informes psicológicos, documentación oficial llena de sellos y de timbres, casos similares… Todo le parece paja. Revisando a la velocidad de la luz no es capaz de encontrar datos relevantes. Hacia la mitad del tocho encuentra una carátula: Informe policial.

En la sala de al lado suenan ruidos.

Por un momento se incorpora y no sabe qué hacer. Después de pensarlo un instante da tres o cuatro pasos rápidos para alejarse lo antes posible de allí y evitar así levantar sospechas con su presencia. Después se para y se gira.

No aparece nadie.

Otros tres o cuatro pasos rápidos y está de nuevo junto a la carpeta. Vuelve a abrirla con la intención de retomarla donde la había dejado. En lugar de eso encuentra otro legajo: Sentencia.

Unas páginas más adelante lee algún párrafo, medio escorado, y cree entender que se condena a la acusada a permanecer ingresada en un centro psiquiátrico hasta que recupere todas sus facultades mentales o por un periodo mínimo de dos años antes de volver a revisar su estado. ¿Acusada de qué? Boris vuelve a buscar hacia atrás entre la documentación, tratando de dar con el informe policial que ha visto antes de que le sobresaltaran los ruidos de la enfermería. Le parece imposible que el tío pudiera cargar con semejante montón de papeles. Unos instantes más y vuelve a encontrarlo: Informe policial. Otra vez los ruidos al otro lado de la puerta. Boris no sabe qué hacer. Sus piernas están casi entumecidas, sus dedos bloqueados y su cerebro completamente embotado. Finalmente, más dirigidas por el miedo y la incertidumbre que por la razón y el entendimiento, sus piernas consiguen volver a ponerle en pie, aunque lo hacen sin que los dedos de sus manos se hayan llegado a desbloquear del todo. Echa de nuevo a andar pero esta vez no se va de vacío, en su mano izquierda lleva dos o tres folios sacados directamente del informe. No sabe si es porque no ha sido capaz de soltarlos o si es porque, en realidad, ha tenido intención de llevárselos. Puede ser que esta acción tenga alguna consecuencia a corto plazo pero ahora ya es demasiado tarde. Mientras camina oculta los papeles debajo de su camiseta. Justo cuando está llegando otra vez a las taquillas que le ocultaban hace unos minutos la puerta de la enfermería se abre. Salen el doctor Ortiz, la doctora Tubau y la mujer con bata blanca que ha debido estar atendiendo a Nina. Una vez fuera, organizan de nuevo el corrillo. Él les mira preocupado, necesita saber si su amiga se encuentra bien. Ya tendrá tiempo de revisar los folios que ha sustraído. No cree que el doctor los eche en falta, no al menos en tan poco tiempo, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de papeles que trae.

Armándose de valor decide caminar hacia ellos, como si acabase de llegar, como si pasase descuidadamente por allí. Cuando se interesa por el estado de la herida, la enfermera le tranquiliza muy amablemente diciéndole que no se preocupe porque Nina se encuentra bien. Al parecer ha sufrido un traumatismo leve y ha perdido el conocimiento pero el percance no ha sido serio. La sangre que ha visto era, en efecto, de la cabeza de su amiga pero se trata de un simple arañazo que se ha hecho al rozarse contra el barro endurecido y áspero. Le han puesto unas tiritas y le han administrado un calmante para que continúe durmiendo y se despierte más tranquila de lo que estaba cuando perdió el conocimiento. Esta amable información tranquiliza bastante e Boris. Sin querer resultar pesado, e intentando no levantar ninguna sospecha, trata de retirarse rápidamente. Cuando va a darse la vuelta la voz del recién llegado le hace detenerse:

—¿Nina es muy amiga tuya?

Él se gira de nuevo y responde al doctor:

—Sí, lo es. Aunque cada día me toque recordárselo.

—Ya veo, ya. Has corrido como un gamo para llegar hasta ella, ¿verdad?

—He visto pasar al enfermero a toda pastilla y, la verdad, me he preocupado.

—Muy bien. Eeeeh…

—Boris, Rodrigo, Boris. —La doctora Tubau le ayuda con la identidad del repentino salvador de Nina.

—¿Boris? Que nombre más raro, ¿no?

—Mi padre era profesor de historia en la universidad. Siempre le interesó mucho todo lo que tuviera que ver con Rusia, con sus zares y con su revolución. Mi hermana y yo tenemos nombres rusos: Boris y Natacha.

—Vaya, muy curioso. —Sonríe el doctor.

—Sí. Y su perro se llamaba Lenin.

—Pues, sí. Muy curioso.

»Verás, Boris, ¿llevas mucho tiempo aquí?

—Bueno, doctor, más del que yo querría pero los médicos dicen que esto es bueno para mí.

—Y Nina, ¿crees que ella es buena para ti?

—Ella está siempre ahí. Y cada día es nueva. Cada día es como si acabara de llegar.

—¿Así que ella te ayuda a llevar mejor tu estancia aquí?

—Cierto, doctor. Los días pueden ser largos, aburridos, duros… y hasta raros. Nina le da un toque de color a todo esto.

—Me alegro por ti, Boris. Aun así, escúchame. No estoy muy al tanto de cuál es tu problema pero te aconsejo que procures no girar alrededor de Nina como un satélite. Eso no te ayudará. De hecho no es bueno girar alrededor de nadie porque, a veces, por desgracia, llega el momento en que ese alguien te decepciona o simplemente desaparece. Entonces corres el riesgo de vagar a la deriva. Deja que Nina vaya por su camino y procura trazar tú el tuyo propio.

»Además, no creo que uno venga a un sitio como este a hacer amigos, Boris, uno debe tener a sus amigos fuera de sitios como este.

—Bueno, señores —interviene la doctora—. Tampoco vamos a pasarle consulta ahora al pobre Boris, que él ya tiene bastante con sus horas establecidas —diciendo esto sonríe y le pone la mano en el hombro mientras mira al doctor Ortiz.

Boris, con la cabeza más puesta en los papeles que oculta bajo su ropa que en los consejos de buen samaritano del médico, también sonríe y siente que la intervención de la doctora le deja vía libre para continuar con su camino.

—Muchas gracias, doctor. —Se da la vuelta y reemprende la marcha.

No sabe si ha terminado de entender lo que ha intentado decirle. De hecho no está seguro de si solo han sido un par de comentarios bienintencionados o si las palabras del médico escondían algún mensaje cifrado. Tiene claro que se ha dirigido a él por algún motivo en concreto y también ha entendido que le ha pedido educadamente que deje de revolotear alrededor de su amiga. ¿O quizás sea alrededor de cualquier persona?

¡Qué demonios! ¡Qué sabrá este tipo lo que significa vivir en un sitio como este! ¿Acaso tiene que tomarse ocho o diez pastillas para que se le quiten las ganas de saltar desde una cornisa? ¿Acaso sabe lo que es mezclarse durante veinticuatro horas al día con el hatajo de desequilibrados que pululan por el sanatorio? A lo mejor se dedica a hablar con ellos y a tratarlos. Vale, perfecto. Pero otra cosa muy diferente es tener que mear al lado de la mayoría de ellos con miedo de que se vuelvan hacia ti y te mojen los pantalones.

Boris sigue pensando que Nina y el arroz con leche del postre de los jueves son las dos únicas cosas que merecen la pena en este asqueroso lugar.

Vaya mierda de psicólogo.

Doblando una esquina, después de dos pasillos y tres puertas, oye que alguien le llama:

—¡Boris!

El tono de la voz que pronuncia su nombre es un poco más alto de lo normal y el timbre le resulta perfectamente reconocible: el doctor Ortiz.

Cuando gira el cuello, sin dejar de andar, ve que le llama con la mano derecha alzada mientras avanza hacia él.

Boris echa a correr, sin saber muy bien por qué y, por descontado, sin saber hacia dónde.

 

 

 

16

 

Nina tiene frío.

Siente como si estuviera en un bote, viejo, ajado, medio agujereado, atravesando un ancho río. Es un bote pequeño e inestable y navega intentando llegar de una orilla a la otra. En la que acaba de abandonar hay una mujer, de pie, con un vestido blanco, mirándola inmóvil, con las manos enlazadas en el regazo. No hay ninguna pista en su rostro que le haga intuir si está triste o contenta, tranquila o nerviosa… Nada. Ninguna de sus facciones da información, más allá de confirmar su mera presencia. Vuelve ahora su mirada hacia la otra orilla para ver dónde queda. Nota que la corriente la arrastra río abajo. Aun así tiene la necesidad imperiosa de llegar hasta allí. Necesita alejarse de la mujer que la mira pero quiere llegar a la otra orilla para adivinar qué es lo que le sucede.

Tiene que remar, tiene que tirar de los remos, tiene que hacer que sus brazos se esfuercen para mover el bote en la dirección correcta. La fuerza del agua es casi incontestable, ofrece mucha resistencia y se niega a guiarla hacia su objetivo. La corriente tiene vida propia y sus prioridades no tienen nada que ver con las de Nina. Los remos no responden como ella quisiera, no obedecen. De hecho tiene la sensación de que apenas es capaz de moverlos, de que está intentando hendirlos en un río de goma, un río que se resiste a ser horadado por la madera que intenta profanarlo.

Para colmo de males el bote hace aguas, nota la humedad en buena parte de su cuerpo y eso hace que la sensación de frío se acreciente a cada segundo que transcurre.

Cuando vuelve la cabeza para ver por dónde entra el agua a la precaria embarcación, encuentra frente a sí el rostro maloliente de su visitante alado, mirándola fijamente, con los ojos entreabiertos, como si quisiera decirle algo, como si quisiera jugar con ella. Su mirada se acerca para alejarse inmediatamente después. Por momentos, su frente llega incluso a rozarse con la de él.

Ella intenta apartarle, intenta deshacerse de esa cara tan desagradable y apestosa pero se da cuenta de que es incapaz de soltar los remos. Sus manos los agarran como si estuvieran soldadas a ellos, como si formaran un todo indivisible con la madera que los conforma.

Cuando se aleja, la cara que ve es la del bicho. Cuando se acerca ve la de Isaac. Confunde el olor de uno con el de otro y el gesto de uno se mezcla con el del otro a medida que se mueven frente a ella.

Entonces nota su propio sexo: Nota el calor, la humedad, el movimiento, la fricción. Siente que está siendo penetrada. Siente el frío en todo el cuerpo menos en su centro mismo. Sus manos, agarrando los remos, se quejan casi hasta el entumecimiento y, aun así, no consigue que el maldito bote enfile la orilla contraria con la velocidad y la determinación que ella necesita para saber qué demonios le sucede a la mujer que la mira con los pies metidos hasta los tobillos en el agua. Su interior sigue siendo poseído una y otra vez. La cara de la criatura alada y la de Isaac se mezclan como las imágenes que giran dentro de un caleidoscopio, uniéndose por momentos para separarse después, compartiendo gestos y facciones.

Intenta cerrar las piernas.

Tampoco le pertenecen del todo. Siente que están ahí, sabe que tiene rodillas, tobillos y pies porque también nota cómo el frío los paraliza. Entonces se da cuenta de que tiene una pierna a cada lado del bote, con las puntas de los dedos sumergidas en la misma corriente que no le deja dirigirse hacia su destino. Nota, medio paralizada, que sus brazos y sus piernas no le responden a la vez que su interior está siendo profanado una y otra vez. El bicho respira en su cara mientras que Isaac le habla al oído.

—Me encanta. Eres buena chica.

Intenta responderle pero no puede. Todo lo que consigue es percibir un sabor rancio y reseco en su boca. Su acartonada lengua no es capaz de moverse para asociarse con sus labios o su paladar y articular algún sonido inteligible.

Está muy cansada, siente que no tiene fuerzas para luchar. Ni siquiera las encuentra para entender qué tipo de viaje es este que está llevando a cabo. La mujer que mira, cada vez más lejos, el frío y el dolor y la sensación de desahucio y de invasión. Se siente sucia e impotente a la vez que débil y maleable. El río tira de ella mientras que el bicho la posee, mientras que Isaac babea en su oído.

Y la orilla que no llega, ni siquiera se acerca. Y el bote mojado.

Por un momento todo queda en calma. Durante un rato intenta revolverse sin poder aún soltar las manos de los remos ni bajar las piernas de los laterales del bote. El río parece haberse detenido súbitamente y las caras de Isaac y del monstruo alado han dejado de atosigarla. A pesar de la tranquilidad momentánea sigue notando la humedad y el frío. Sigue estando muy cansada y sin fuerzas para reaccionar.

De repente el cauce se ha secado y la corriente ha desaparecido. La mujer que la contemplaba desde la orilla ya no está y el bote se ha esfumado, dejándola tendida sobre el lecho duro y pedregoso del río. La voz de Isaac vuelve a resonar en sus oídos aunque no es capaz siquiera de descifrar lo que le está diciendo.

A pesar de que no puede soltar los remos nota que la sensación de frío va poco a poco desapareciendo. La soledad y la calma vuelven así junto a ella.

No sabe si se ha llegado a despertar o si ha terminado ya de soñar. No está segura siquiera de haber empezado en algún momento a hacerlo.

Sabe que ahora está sola.

Extraña a la mujer.

El hecho de dejar de sentir el frío hace, al menos, que su descanso vuelva a ser relativamente tranquilo.

 

 

 

17

 

Cuando Isaac comienza su jornada el pasillo está vacío. Cabe la posibilidad de que la fortuna tenga a bien brindarle una noche tranquila y pueda así dedicarse a lo que más le gusta hacer mientras trabaja: dormir.

Después de cambiarse de ropa se cruza con Ángela, su compañera del turno anterior, que sale del vestuario con el pelo revuelto, la blusa prácticamente desabrochada y el bolso en una mano. Por uno de los lados del amplio escote asoma, majestuoso, el pezón de su pecho izquierdo. Siempre ha pensado que Ángela está buenísima. Esta fugaz demostración no hace más que confirmar sus sospechas. Ella nota inmediatamente que la mirada del hombre la ha escrutado descubriendo, sin duda, alguna parte de su anatomía que ella no tenía intención de mostrar. Así que, después de un rápido: «Ah, hola», baja la mirada para confirmar sus sospechas. Con las prisas se ha olvidado de abotonarse la camisa. Inmediatamente suelta el bolso en el suelo y, dándose media vuelta, termina de vestirse:

—Me cago en la puta. —La expresión de Ángela refleja el fastidio que le ha supuesto descubrir que acaba de plantarse delante de Isaac, en su opinión un cerdo y un completo gilipollas, con un pecho a la vista.

—Hola, guapa, ¿adónde vas con tanta prisa? —Él permanece plantado delante de ella, con una media sonrisa dibujada en los labios. Aprovechando que se ha dado la vuelta para abrocharse los botones, se dedica ahora a contemplar el culo de su compañera. En su opinión es también de lo mejor que se puede encontrar en un par de kilómetros a la redonda.

Teniendo en cuenta el poco tiempo que hace que este hombre ha empezado a trabajar en el sanatorio, Ángela no se explica cómo puede ser posible que le caiga tan mal. Tiene la sensación de que no le soporta desde el momento mismo en que su jefa de turno se lo presentó.

Consciente de que su compañero ha decidido dedicarle su atención al cien por cien, no puede evitar interpelarle:

—¿No tienes otra cosa mejor que hacer?

—Hombre, pues mejor. No sé. Hace unos meses que me dejó mi novia y creo que llevo demasiado tiempo viviendo solo. —Él sigue sonriendo.

Ella hace como si no le hubiera escuchado. Una vez finalizada la «operación escote», y con un profundo gesto de fastidio dibujado en la cara, Ángela se agacha para recoger su bolso y pasa al lado de él intentando no rozarle en ningún momento.

—Hasta mañana. —Se siente obligada a saludar obedeciendo una serie de normas de educación y respeto que lleva toda su vida cumpliendo a pesar de que está segura que él no las obedece—. Échale un vistazo a Nina cuando tengas un rato.

—Hasta mañana. Cuídate. —Isaac sonríe mientras persigue con la mirada a su compañera.

—Que te den, Isaac.

Las palabras de Ángela resuenan ya lejos.

No está seguro de haber entendido lo que ella ha dicho pero apostaría su salario de un mes a que no ha sido un piropo.

Le tiene ganas a Ángela desde la primera vez que se cruzó con ella. Tiene la sensación de que cada día está más buena, de que cada día es más voluptuosa y sexy. Sabe perfectamente que no tiene ninguna posibilidad con ella, que no hay química, que no se siente, en modo alguno, atraída por él. Tiene hasta la ligera sensación de que no termina de caerle bien, de que ni siquiera le parecen graciosos sus comentarios o divertidas sus bromas. Qué más da, piensa Isaac, las mujeres son así de complicadas, crees que no tienes ninguna posibilidad con ellas y luego resulta que se están haciendo las interesantes y están loquitas por que un día les digas algo en serio. Así pues no pierde la esperanza y tiene la secreta intención de perseverar hasta que consiga ablandar la actitud de su compañera. Por si salta la liebre.

Se ha puesto malo viendo esa teta que parecía saludarle desde detrás de la blusa.

Malísimo.

Va al fondo del pasillo y, utilizando su llave maestra, abre la puerta de salida a las antiguas escaleras de incendio. A pesar de que hace tiempo que cayeron en desuso aún siguen estando ahí. Una vez fuera enciende un cigarrillo y lo chupa nervioso. Demasiadas caladas, y demasiado profundas y frecuentes, hacen que en menos de un minuto el pequeño cilindro se vuelva infumable por la temperatura que ha alcanzado. Cada nueva chupada hace que se queme los labios. Entonces lo arroja al jardín de abajo y se apoya en la barandilla herrumbrosa y helada para ver cómo la enorme colilla llega hasta el suelo. Otro minuto y empiezan a castañetearle los dientes. Ha conseguido enfriar su cuerpo pero no ha sido capaz aún de sacar fuera de su cabeza la imagen de cierta parte de la anatomía de su compañera.

De vuelta al interior va directamente al cuarto en el que guardan sus cosas personales y se sienta junto a una pequeña mesa camilla que hay y enciende un brasero eléctrico que tiene en el centro para tratar de calentase las manos y los pies.

Ve tetas por todos los lados.

Unos minutos más y se levanta otra vez. Aún recuerda que su compañera le ha aconsejado que vaya a ver a Nina. Además, no le apetece ponerse con ninguna de las tareas que se supone que cada turno tiene que hacer. Piensa que son solo una forma inútil de perder el tiempo porque nadie se beneficia de ellas ni tienen ninguna utilidad concreta. Hacer rondas, tomar datos, revisar papeles… al demonio, que lo hagan los del turno de mañana que son más. A pesar de todo, siempre que está de mañana procura encontrar alguna excusa para que tampoco le toque a él.

Le sorprende que haya un hombre en la habitación de Nina. Cuando este le explica que es médico y que ha venido a tratarla Isaac intenta que su cara refleje comprensión y aprobación aunque no está seguro de que ninguno de los dos bocetos haya resultado, ni de lejos, convincente.

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