Nina

Nina


PORTADA

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—Pues eso. Aun así, hoy quiero que me las des tú.

—Pues me temo que lo llevas claro.

Otro silencio. En esta ocasión Teo dedica unos interminables segundos a acomodarse la entrepierna. Boris mira a un lado y a otro mientras suspira disgustado, preparándose para iniciar la marcha.

—¿Y si yo tuviera algo que tú quisieras tener?

—Pues no lo sé, Teo, supongo que te lo pediría.

—Ya, me lo pedirías. Pero sabes que aquí dentro las cosas no son tan sencillas, ¿verdad? —Pausa—. Aquí no vale con un «por favor», aquí lo llevamos de otra manera.

—Pues sí, en eso creo que tienes razón.

—Por cierto, Boris, ¿tú has visto alguna vez el programa ese de la tele, el Gran Hermano?

—Joder, Teo. —Vuelve a hacer ademán de marcharse.

—No, hombre, Boris, que te lo digo en serio. Alguna vez, Ruth, una de las enfermeras del turno de noche, esta señora mayor con el pelo medio azul, lo tiene puesto en el televisor que tiene bajo el mostrador y yo, haciendo como si la cosa no fuera conmigo, me siento cerca de ella y me entretengo viéndolo. Ella se piensa que estoy medio dormido o pensando en mis cosas y por eso no me echa de allí pero yo, en realidad, no pierdo detalle del programa. Siempre que puedo me quedo a verlo con ella. Salen unas chicas… ¿Y tabaco tienes?

—No, Teo, no tengo tabaco, ya te he dicho unas pocas veces que...

—¿Y no tienes nada que yo pueda querer?

—Hombre, pues teniendo en cuenta que tú eres el que ha venido a buscarme, lo más razonable sería que tú fueras el que tuviera algo que ofrecerme, porque, en realidad, yo estaba tranquilamente aquí…

—Vale, pongamos que tengo algo que ofrecerte. ¿Qué me darías a cambio?

—¿Tienes algo que me interese?

En la pausa que sigue a continuación, Teo emplea casi medio minuto en hurgarse el oído derecho con la, más que desagradable, por larga, uña del dedo meñique de su mano izquierda.

Boris está seguro de haber visto ya demasiado.

—Sí, Boris. Aunque no sé si puedes pagarme, creo que tengo algo que te interesa:

»¿Y si te dijera que sé dónde puede estar Nina?

 

 

 

23

 

Nina está sentada frente a una mesa, en una hamburguesería, contemplando una bandeja que, limitada por sus brazos, descansa sobre la formica. El resto del local está vacío. En la bandeja hay cinco hamburguesas, de tipos y tamaños variados, y dos enormes vasos de refresco, uno de cola y otro de naranja. Sus ojos, desorbitados, observan cómo el queso asoma por encima de los filetes de carne picada, entremezclándose con el beicon y la cebolla y cómo las gotas de grasa, mezcladas con el kétchup y la salsa mayonesa, resbalan por doquier. Medio poseída por el hambre percibe el jugoso olor de tamaño manjar viajando desde su nariz hasta lo más profundo de su cerebro, obligando a sus glándulas salivales a trabajar a destajo.

Sus manos, temblorosas por la ansiedad, agarran una de las hamburguesas, la más grande, la más cercana y la levantan.

Cuando mueve las mandíbulas para abrir paso a tan irresistible bocado un pinchazo agudo en el labio la despierta repentinamente.

Lo primero que ven sus ojos es una gran mancha negra frente a ellos. Cuando consigue enfocar un poco la imagen distingue dos cosas: pelo y movimiento.

De un respingo, asustada, se incorpora sobre sus ateridas nalgas. Con el arco que describe su cabeza la mancha que había frente a sus ojos parece volar junto a ella y el dolor en su labio inferior se convierte, por un instante, en una sensación insoportable. Delante de ella una rata vuela desde su boca hasta el suelo, después de que el animal ha soltado el bocado que acababa de apresar.

Nina se levanta y chilla. Chilla y se levanta. Corre por la habitación chillando como una posesa, de un lado a otro, golpeándose contra las paredes, restregando su herida por doquier, sin dejar de chillar, embadurnando todo de sangre, sacudiendo la cabeza como si la rata aún estuviera agarrada a su boca. Como si aún no se hubiera deshecho del asqueroso roedor.

Y sigue chillando.

En una de las pasadas le propina una patada al animal, que parecía intentar volver a escabullirse por el agujero por el que había entrado, y lo hace volar hasta la otra punta de la habitación, rebotando contra la gomaespuma de la pared y volviendo a caer al suelo, desde donde, inmediatamente después, reinicia su viaje a la libertad.

Nina se queda parada entonces, entre el roedor y su escapatoria, con un hilo de sangre resbalando desde el labio inferior hasta el cuello de la camisa de fuerza, viendo cómo se acerca rápidamente hacia ella. Justo antes de estar a tiro de su patada, la rata se levanta sobre sus cuartos traseros y abre sus pequeñas fauces a la vez que emite un siseo, agudo aunque perfectamente perceptible, y se mantiene erguida amenazando embravecida a su compañera de cuarto.

Nina, sin pensarlo un instante, da un paso adelante y vuelve a patear al bicho, que, igual que hace unos instantes, vuela hasta impactar contra la pared y cae después al suelo.

Esta vez, aunque no deja de moverse, no consigue levantarse.

—¡Hija de puta!

Se acerca de nuevo a la rata y la observa inclinándose un poco sobre ella. El animal, agonizante, mueve los bigotes y sacude las patas intentando infructuosamente incorporarse de nuevo. Sin duda, está herida de muerte. La sangre del labio de Nina gotea ahora en el suelo, a la vez que se acerca un poco más para contemplar la escena.

Después de un par de minutos, y de comprobar que el bicho es tan incapaz de levantarse como de morirse, decide terminar el trabajo. Según sus cálculos debe medir unos treinta centímetros, desde la punta de la cola hasta la del hocico, y debe pesar casi medio kilo, por lo menos. Una señora rata que, aunque no esté gorda, es peluda y asquerosamente repugnante.

Con la punta de los dedos de su pie derecho la empuja, poco a poco, hasta separarla de la pared, lo suficiente como para poder armar la pierna. El tacto es blando, caliente y tan desagradable como esperaba.

Otra patada, otro vuelo a través de la habitación y otro golpe contra la pared contraria. Después de repetir la operación dos veces más el animal deja de moverse.

Nina no puede evitar entonces volver a gritar, a chillar y a caminar nerviosa de un lado a otro. El labio ha dejado de sangrarle pero la camisa de fuerza y prácticamente toda la habitación han adoptado ya un extraño tono rojizo.

Tiene hambre, mucha hambre. Esa intensa sensación le hace entender repentinamente por qué demonios estaba soñando que comía hamburguesas, algo que acaba de recordar.

También tiene frío, mucho frío. La camisa de fuerza le tapa hasta justo por debajo de las caderas, dejando las piernas, casi por completo, al descubierto. Así que, teniendo en cuenta que no lleva ninguna otra cosa puesta, le resulta casi imposible entrar en calor.

No sabe cuánto tiempo hace que está en esta habitación, no sabe cuánto tiempo lleva con la camisa puesta, no sabe cuándo va a poder comer algo, no sabe por qué se encuentra en esta situación, no sabe por qué siente esa molestia en la entrepierna y no termina de entender cómo es posible que una rata le haya mordido en el labio.

La única certeza que le acompaña es que está sola.

Se detiene justo al lado de la puerta y pone la cara contra el acolchado de la pared, intentando que la tela, al presionar contra la herida, consiga aliviar el dolor que siente en la herida.

Mientras tanto vuelve a gritar, esperando que alguien que pase cerca pueda oírla. No le tortura tanto el hecho de no saber cuánto tiempo lleva encerrada o por qué lo está, como la incertidumbre sobre su futuro más inmediato. Necesita que alguien le diga cuándo van a sacarla de ahí o cuándo van a darle algo de comer mucho antes que despejar la incógnita sobre los motivos que la han llevado a caer en este infernal cautiverio.

El tiempo pasa y ninguno de sus interrogantes se aclarara. El único avance que logra es constatar que su labio le duele menos y que parece que eso puede hacer que pase a ser una preocupación secundaria.

Un rato después Nina descubre que hacer sus necesidades en cuclillas, sobre un agujero y con los brazos inmovilizados alrededor del cuerpo, puede ser cualquier cosa menos fácil o agradable.

En la soledad de la habitación acolchada el tiempo pasa despacio. Hace un buen rato ya que el bicho desapareció. Nina se quedó dormida al final del relato y, para cuando despertó, ya no estaba.

Ahora, sentada y un poco más calmada, mira a la pared, mira al techo, otra vez a la pared, al suelo, se mira los pies, se levanta, camina una y otra vez los tres pasos de largo que tiene la habitación, para después caminar a lo ancho. Tres pasos también.

Después de recorrerla un buen puñado de veces, en ambas direcciones, llega a la inapelable conclusión de que la estancia es cuadrada.

Por unos instantes aparecen en sus pensamientos la cara sonriente de una niña y la de una mujer, mayor, con el pelo corto y recién peinado, mirándola con gesto serio.

—Esta mañana no he conseguido volar.

—¡Joder!

Nina da un respingo y se vuelve para confirmar que la voz de su visitante habitual es la que ha hecho que se sobresalte.

—Recuerdo haberte dicho que tenía un ala en malas condiciones, ¿verdad? Pues ahora resulta que no soy capaz de levantarme del suelo. Y, aunque no te lo parezca, es un verdadero fastidio.

—Por mí puedes pudrirte.

—Cuando uno se acostumbra a algo, aunque sea espectacular o sobrenatural, le cuesta mucho trabajo prescindir de ello. Entiendo que tú tengas que ir caminando a cualquier sitio, incluso montada en un coche o en un tren. Pero se da la circunstancia de que yo, si no quiero, no tengo que utilizar los pies. Puedo desplegar mis alas y moverme por el aire como si fuera un pájaro.

—Un murciélago. No olvides que tus alas son asquerosamente feas. Y tan desagradables como tú.

—No te olvides nunca, Nina, de que no todos podemos tener ese encanto natural que tú derrochas, ese carisma cautivador e hipnotizador que hace que un encuentro contigo se convierta en una experiencia definitivamente inolvidable.

Nina se sienta y trata de resignarse a compartir su tiempo. Si en alguna ocasión ha percibido algo agradable en la presencia de esta criatura, ya lo ha olvidado, como todo lo demás pero ahora, en la situación en la que se encuentra, se descubre relativamente contenta, incluso aliviada. Aunque solo sea por la pizca de compañía que nota y por la sensación que tiene de que esto suaviza, sensiblemente, su insoportable cautiverio.

Si hubiera podido llamarle para que viniera, lo hubiera hecho.

—¿Cómo te llamas?

—Como tú quieras.

—Pero, ¿tienes nombre?

—El que tú quieras ponerme.

—¿Nadie te ha puesto nunca ninguno?

—No, que yo sepa.

—Pues te voy a poner uno pero no sé cuál.

El bicho la mira y sacude la cabeza, como hacen los perros de vez en cuando. Después estira el cuello a un lado y a otro mientras pone los ojos en blanco.

—Asco. —La mira en silencio sin contestar—. Te voy a llamar Asco. ¿Te gusta?

—Sí, mucho. Y, además, creo que me sienta bien. Hola soy Asco, encantado de conocerte. —Entonces se levanta, de repente, con la velocidad de un rayo y se inclina sobre ella, dejando su cara a cinco centímetros de la de ella—. ¿No me vas a dar dos besos? —Nina permanece petrificada, observando la afilada y amarillenta dentadura del bicho mientras este gira un poco la cabeza para ofrecerle su mejilla izquierda.

—Preferiría no tener que hacerlo. Ya sabes, Asco.

—Pobrecilla, qué desgraciada eres y qué sencillo te resulta juzgarme, qué fácil ponerme un nombre tan descriptivo cuando ni siquiera sabes qué soy. —Y se incorpora—. Pero está bien. Asco está bien. No tengo ningún problema en adoptar ese nombre, el que tú has querido ponerme. Asco. Tu Asco, todo tuyo.

Camina hasta el otro extremo de la habitación, en el que estaba sentado hace unos segundos, y se vuelve a acomodar en el suelo.

—Me alegro por ti.

—Alégrate por ti también, Nina, no me gusta no poder volar. Lo odio.

—Creo que, ahora mismo, eso no me preocupa en absoluto.

—¿Te acuerdas de nuestra historia? ¿De nuestra mujer y de su barco?

—Me la has contado al despertar, si también la hubiera olvidado me pegaría un tiro.

—No puedes. Pero bueno, a lo que vamos, me alegro de que no la hayas olvidado, así no tendré que empezar desde el principio.

—Genial.

—En mitad de la noche, en mitad de su borrachera, apareció en el barco el hombre al que ella estaba esperando. Inmediatamente se dio cuenta de que ella estaba borracha y también se lo hizo saber, bueno, en realidad, se quejó sobre todo por que no hubiera tenido la delicadeza de esperarle para haber montado la fiesta juntos. Ella, al tenerle a su lado, en cubierta, pareció comenzar a preocuparse por lo que pudiera suceder en adelante. Le dijo que no podían verles allí y que, por descontado, nadie esperaba su visita.

»Así que, rápidamente, se ocultaron en su camarote y allí siguieron bebiendo y tomando cocaína y, poco antes del amanecer, hicieron el amor y cayeron dormidos después.

»Por la mañana, evidentemente, no aparecieron por el salón a la hora del desayuno. Poco antes del mediodía, cuando el sol entraba ya a bocajarro por el ojo de buey que había sobre sus cabezas, unos golpes en la puerta les sobresaltaron, sacándoles abruptamente del sueño para arrojarles de bruces en brazos de la resaca. Era la madre, que se interesaba por el estado de su hija, preguntando si estaba bien y si acaso era que no pensaba salir de allí. Ella le dijo que estaba despierta, que no tenía hambre y que ya saldría cuando quisiera. Cuando hubo estado segura de que no había nadie alrededor, fue a adecentarse al baño que había al final del pasillo dejando a su compañero aún entre las sábanas.

»Él pasó el resto del día escondido en el camarote mientras que a ella no le quedó más remedio que salir para alimentarse y para conseguir algo de comida para él. Por la tarde rondó por el salón, por la cubierta, por el puente, por los pasillos en los que estaban los camarotes y husmeó todos y cada uno de los rincones de la embarcación. Es increíble lo bien aprovechado que está el espacio en un barco, nada queda al azar y nada permanece sin utilizar. La mujer metió las narices en todas las puertas y en todos los compartimentos, bajó a las bodegas y hasta entró en la sala de máquinas. Aquello no era, ni mucho menos, un transatlántico pero era un señor barco, con todas las comodidades, espacio para unas pocas personas y autonomía para afrontar casi cualquier viaje. Aun conociéndolo bien pareció intentar no dejar ningún rincón sin auscultar. Muy a pesar suyo, me temo, tuvo incluso que pararse a hablar dos o tres veces con las personas que la interpelaron. Su madre volvió a pedirle explicaciones por su intolerable comportamiento, reprendiéndola como si de una adolescente se tratara. Evidentemente ya habrás adivinado que ella hizo oídos sordos al sermón y le dio esquinazo tan rápidamente como le fue posible.

»La noche llegó otra vez y, después de colocarse otra media botella de ginebra y otro buena ración de cocaína, se prepararon para salir del camarote.

»Recuerdo su diálogo:

»”¿Estás listo para lo que tenemos que hacer?”.

»”Lo estoy” y se besaron.

»”¿Serás capaz de hacer lo que sea necesario para que nuestros planes salgan bien?”.

»”Lo seré”. Otro beso. Largo, ardiente, etílico.

»Ella era la que preguntaba, la que arengaba, la que mantenía la cara de él agarrada entre las palmas de sus manos haciendo que solo pudiera mirar al frente, donde solo tuviera opción de cruzarse son su mirada y con sus labios.

»”No he venido hasta aquí para darme la vuelta a la primera de cambio. No he llegado hasta aquí para replanteármelo todo si se da la circunstancia de que tengo que darle un empujón a una vieja o si depende de mí que alguien sufra más de lo necesario. ¿Me entiendes?”. Él la miraba, asintiendo, dejando que ella le hablase, con la cara entre sus manos. “Creo que ya hemos hablado unas pocas veces de nuestros objetivos y de nuestras ganas por conseguirlos”.

»”Claro que sí, amor mío. Te quiero y no pienso dudar de nada de lo que hagamos. Ya no somos niños”.

»”Haz otra raya y salimos, que ya no se oyen ruidos”. Antes de soltarle la cara un último beso.

»Esnifaron sus raciones y terminaron de vestirse. Ella sacó de su bolsa una riñonera negra y, después de comprobar brevemente su contenido, se la abrochó alrededor de la cintura.

»Antes de salir se juraron amor eterno.

»Afuera el viento silbaba y la oscuridad era prácticamente total. La luna no era más que una exigua rendija que colgaba justo debajo de Casiopea. El mar estaba revuelto, meciendo continuamente el barco y haciendo incluso que, de vez en cuando, la cubierta se zarandease presa de alguna sacudida. Él se apoyó contra una de las paredes y esperó mientras ella se internaba en el pasillo principal de los camarotes. Todo parecía en calma. Ella le hizo una señal y después recorrieron juntos el camino que les separaba del salón que había al fondo. Allí sacó un par de linternas de la riñonera y le pasó una a su compañero. Más allá del salón, justo debajo del puente de mando, había otro pasillo más corto y angosto que conducía al camarote principal, el más amplio de la embarcación, reservado, como no podía ser de otra manera, para los anfitriones, sus padres.

»El camarote estaba a oscuras, por completo. Ella fue la primera que encendió su linterna para poder echar un vistazo al interior. Sus padres durmiendo en la cama y todo lo demás quieto, en silencio.

»En ese momento empezó a sonar en mi cabeza la voz de Nina Simone, perfectamente clara y presente, cantando “Don’t you pay them no mind”, con sus pequeños acordes de guitarra y sus violines silbando para mí. Solo para mí, mientras que contemplaba la escena. La voz serpenteante y aguda de Nina Simone reptando dentro de mí, poniendo banda sonora a lo que ocurría. “Te quiero, así que no le hagas caso a la gente, déjales que se rían, nosotros vamos a construir nuestro mundo».

»Ella se acercó a la cama y, extendiendo el brazo, roció la cara de su padre con un espray. Inmediatamente dio media vuelta y se dirigió hacia su madre. La señora pareció intentar moverse antes de respirar el elixir que la obligaría a permanecer dormida. Emitió un leve gemido y se quedó quieta. Hubo una segunda dosis para cada uno de los dos. Supongo que para asegurarse. Finalizada la sesión de anestesia le hizo una señal a su acompañante para que se le uniera dentro de la estancia. Mientras ella mantenía la luz él se agachó junto a la cama y abrió uno de los muebles. Detrás de la puerta apareció una caja fuerte.

»Ella pronunció entonces una secuencia de números, en voz baja, y él los tecleó en el pequeño panel que había en el frontal de la caja. Cuando terminó la operación sonó un pitido y un chasquido. Ella se agachó y abrió la puerta: billetes, billetes, billetes y más billetes. Billetes y solo billetes. Todos de 500 euros y todos apretujados en fajos, unos sobre otros, sin dejar un solo milímetro cúbico de la caja vacío.

»Y la voz negra de Nina Simone resonando en mi cabeza, revoloteando alrededor de la melodía del piano: “Sigue caminando junto a mí y no mires atrás, sabes que te quiero, no les hagas caso”.

»Mientras ella llenaba una bolsa con los fajos le indicaba a él dónde debía continuar con su cometido. Detrás de un cuadro que había a la derecha de la entrada al camarote había otra caja fuerte, más grande aún que la que acababan de desvalijar.

»Ella volvió a recitar una combinación numérica mientras él la tecleaba hasta que sonó otra vez el pitido y se oyó el chasquido. La segunda caja también se abrió y mostró, esplendida, su tesoro ante sus ojos. Más billetes, muchos billetes, una cantidad mucho mayor de la que ella estaba cosechando de la primera caja. Una segunda bolsa intentaba acoger tal arsenal de dinero. Los fajos se apelotonaban torpemente los unos sobre los otros, explicando a los dos ladrones que no había sitio para más, que no era posible meter más billetes allí sin que un nuevo paquete sacase de su sitio a otro anterior.

»Entonces sonó el disparo.

»Se oyó el ruido seco y abrupto que produce una pistola cuando el percutor se clava en la bala haciendo que esta vuele desde el cañón hasta su objetivo. Tan inocente como despiadada. El hombre se plegó entonces sobre sí mismo, emitió un grito corto y ahogado y cayó al suelo inmediatamente después, mientras que la mujer abría de par en par los ojos, sorprendida por el repentino imprevisto. El interior de la caja fuerte que el hombre estaba vaciando se volvió entonces rojo como consecuencia de la sangre que lo había salpicado desde la herida que el proyectil acababa de abrirle en el pecho.

»Y Nina Simone cantando para mí: “Que sepan que me quieres y, si es verdad, ¿a quién le importa lo que hagan ellos?”.

»La madre, a pesar de estar aturdida por el espray con el que la habían rociado, había estado presenciando la escena, completa. Intentando levantarse de su lecho para evitar el expolio. Para cuando el hombre estaba terminando de vaciar la segunda caja fuerte ella conseguía incorporarse en la cama y abría, torpemente, un cajón de uno de los muebles que tenía a su derecha. De debajo de unas ropas sacó entonces un pequeño revólver, negro y reluciente. Con los ojos entornados por la droga y los dedos torpes como los de un bebé, retiró el seguro del arma y la sujetó con ambas manos, apuntando hacia el sitio del que provenían los ruidos, el sitio en el que veía moverse, nervioso, el haz de luz de una linterna.

»Y disparó.

»Y dio en el blanco.

»Justo en medio del pecho del tipo que estaba vaciando una de las dos cajas fuertes que tenía en el camarote principal de su barco. De un tiro, torcido y tambaleante, partió en dos el corazón del delincuente que pretendía llevarse casi todo el dinero que había conseguido reunir, al lado de su marido, a lo largo de toda su vida.

»Créeme, Nina, nadie reúne más allá de unos pocos miles de euros siendo respetuoso con el ser humano y con las leyes que este ha promulgado. A partir de esos pocos miles de euros está el abismo de la iniquidad. Hay algunas personas que lo descienden con tiento, con una soga y un arnés de seguridad y hay otras, y me temo que estas son mayoría, que se lanzan al vacío, en picado, sin tener en cuenta nada o casi nada a la hora de amasar su fortuna.

»No voy a decirte, y tampoco creo que venga al caso, si esta familia había llenado esas dos cajas fuertes de billetes de quinientos euros a base de pedir limosna o a base de robar bancos. El caso es que la vieja abrió los ojos y, en medio de la neblina, estuvo segura de descubrir cómo un hombre metía su dinero en una bolsa para llevárselo y dejarla a ella y a su familia sin los frutos que habían estado reuniendo durante toda su vida. ¿Y qué hizo? Pues sacó del cajón la pistola que guardaba para las grandes ocasiones y le metió una bala en el pecho al tipo que intentaba desvalijarla.

»Después disparó otra vez. Y otra vez. Y otra vez. Así hasta dejar sin munición el tambor de la pequeña pistola, iluminando intermitentemente la habitación y haciendo que las balas, al rebotar aquí y allá, la encendieran como los fuegos artificiales encienden la noche durante el fin de fiesta de cualquier pueblo.

»La mujer, agachada aún junto a la primera caja, emitió un chillido, agudo, apagado y corto, justo después de que sonara el primer disparo, el que deslumbró sus pupilas e hizo además que los cinco siguientes pareciesen simples petardos restallando a su alrededor. Cuando el ruido cesó notó que se había instalado en su cabeza un pitido que permaneció en ella durante las cinco o seis horas que siguieron. Inmediatamente estuvo segura de que su compañero había muerto. La habitación apestaba a pólvora y el ambiente estaba cubierto de humo. De un respingo se incorporó y se abalanzó sobre su madre que, presa de los efectos del narcótico que le habían administrado, se debatía sobre la cama entre el sueño y la vigilia sin ser apenas consciente de lo que estaba sucediendo.

»La canción de Nina Simone dejó entonces de sonar en mi cabeza, poco a poco, desvaneciéndose en un final lento y parsimonioso: “Sabes que te quiero, sabes que no puedo estar sin ti”.

»La mujer le roció el rostro con espray, una y otra vez, a su madre. Hasta que el líquido dejó de brotar. La señora seguía resistiéndose a la inconsciencia mientras movía las manos, torpemente, delante de ella, como si intentara ahuyentar a alguna mosca excesivamente pesada e insistente. Cuando ya no hubo más espray la mujer comenzó a golpear a su madre con el bote vacío y con el puño, sin hacer ningún otro ruido, hasta que la vieja se quedó quieta, con la sangre brotándole por la boca y por la nariz.

»El olor a pólvora y a humo era insoportable. Nunca había estado cerca de una pistola al dispararse. Nunca hubiera imaginado que el olor que producía fuera tan intenso y desagradable.

»Al otro lado de la cama su padre permanecía inmóvil.

»Se acercó a su compañero y se agachó un instante junto a él. Estaba muerto y alrededor de su cuerpo, en el suelo, se estaba formando un charco rojo, que crecía a cada instante que pasaba. Se levantó e iluminó con su linterna las dos bolsas de dinero. Primero a una y luego a la otra. Repitió la operación hasta tres veces en cinco segundos. Cuando estuvo segura de cuál de las dos era la que más billetes contenía la cogió y salió de la habitación.

Había llegado a la conclusión de que no podía con las dos a la vez. Antes de cerrar la puerta tras de sí se dio la vuelta para echar un último vistazo y fue entonces cuando contempló la penúltima sorpresa de la velada: Las cortinas del camarote, a la derecha de la cama de sus padres, justo detrás de donde había estado agachada hacía unos segundos, estaban ardiendo. Gasa blanca que se consumía como si de papel de fumar se tratase. En el tiempo que tardó en salir al salón para dejar la bolsa y volver a la habitación, el fuego se había extendido a las sábanas y empezaba a quemar los fajos de billetes que se habían desparramado por el suelo cuando sonaron los disparos.

»Corrió de nuevo adentro y tiró del edredón que cubría a sus padres. Después empezó a golpear con él lo que quedaba de las cortinas, las sábanas que colgaban hasta el suelo y los billetes desperdigados. Unos segundos más y el ambiente en el pequeño camarote empezaba a ser irrespirable. La manta con la que intentaba apagar el fuego se había prendido también y humeaba resplandeciendo en la oscuridad, dejando escapar, con cada sacudida, brasas encendidas que volaban como pompas de jabón en todas las direcciones. Para entonces las llamas iluminaban la estancia permitiéndole dibujar a la perfección todos y cada uno de los detalles que contenía. Apenas llevaba un minuto intentando sofocar el fuego cuando se dio cuenta de que era una tarea que ya estaba fuera de su alcance.

»Entonces oyó una voz detrás de ella que llamaba su atención desde la puerta: “¿¡Pero qué haces!?”. Era su hermano. Tiró la manta a un lado y se permitió el lujo de mirar a su alrededor durante un instante. Había telas ardiendo: sábanas, mantas y cortinas. El suelo también ardía. Los billetes desperdigados se contagiaban unos a otros incendiándose como si todos juntos entretejieran una misma mecha. Algunas lenguas de fuego trepaban ya hacia el colchón y empezaban a acariciar los cuerpos inmóviles de su padre y su madre. Cerca de la entrada el cadáver de su amado cómplice yacía en medio de un charco de sangre, junto a una bolsa llena de billetes a salvo aún de las llamas. Más de la mitad de su calculado plan se venía abajo y la persona con la que tenía pensado disfrutar del botín descansaba para siempre en el suelo, con un agujero en el pecho.

»Sus planes se retorcían.

»Su hermano se abalanzó sobre ella y la apartó a un lado de un empujón, gritándole mientras lo hacía: “¡Maldita seas, zorra insaciable!”. Ella cayó de culo, golpeándose en la espalda y en la cabeza con la pared y con alguno de los salientes que la jalonaban. Él, mientras trataba de poner a salvo a sus padres arrastrándolos hasta el suelo, continuaba gritando e increpando a su hermana: “¡Nunca estás satisfecha! ¡Deberías estar en el infierno desde hace años! ¡Maldita seas! ¡Pagarás por esto, pagaras por esto! ¡Ni uno solo de esos billetes será para ti!”.

»Entonces fue cuando vio el extintor. Tan evidente, tan rojo, tan presente, colgado junto a la puerta de entrada. Ni ella ni su hermano habían reparado en él. Hasta ahora. Mientras que el hombre se afanaba en poner a salvo a sus padres, se incorporó y fue a cogerlo, tan rápidamente como pudo. Lo descolgó, dio media vuelta y se dirigió hacia su hermano. Por el camino levantó el cilindro de hierro sobre su cabeza y, cuando estuvo detrás, lo dejó caer sobre él, justo en la base de su cuello. Un sonido seco y duro, unos instantes de vacilación y el hombre se desplomaba, cayendo primero de rodillas y, un par de segundos después, sobre su costado derecho. Exactamente en el hueco que había entre su madre y su padre, como si fueran tres grandes atunes rojos expuestos en la lonja de cualquier puerto.

»La bolsa de dinero que había quedado dentro de la habitación, la más cercana a las cortinas, había prendido por completo, alimentando una formidable llama que bailaba sobre ella, diseñando una antorcha gigante en uno de los lados de la habitación, junto a los tres cuerpos que había allí tendidos. Su hermano se movía pesadamente, intentando no abandonar del todo la consciencia, en medio de aquel desastre.

»Repentinamente la mujer acababa de perder todas las ganas que, en principio, hubiera podido tener de sofocar el incendio. En su cabeza nació entonces una idea que se abrió paso entre todas las demás y que, en adelante, dominó sus actos. Cogió la bolsa de dinero que aún permanecía indemne y salió de la habitación, sin mirar atrás, sin albergar remordimientos ni piedad, sin jugarse una última carta tratando de sacar a su familia de aquel creciente infierno, sin saber muy bien cuál sería su próximo movimiento y sin querer ser consciente del todo de qué podría pasar a representar en su vida lo que estaba haciendo en ese preciso instante.

»Atravesó el salón con la bolsa medio a rastras, con una garra invisible oprimiéndole el pecho y otra atenazándole el cerebro. Salió a cubierta y notó que hacía mucho frío, más incluso que unos minutos antes de entrar en el camarote de sus padres, cuando parecía que tenía toda la vida por delante, llena de páginas en blanco, listas para ser escritas única y exclusivamente con capítulos dichosos. El calor que el fuego del camarote había impreso en sus mejillas desapareció instantáneamente en cuanto las enfrentó a la brisa marina, como si nunca hubiera estado allí, como si la imagen que dejaba atrás solo hubiera existido, brevemente, en su imaginación. Cuando pasó apresurada junto a la puerta que conducía al resto de los camarotes vio que dos de ellos estaban abiertos y que, en medio del pasillo, estaban su cuñada y una de las amigas de sus padres, caminando hacia la salida, ambas con gesto confuso. Soltó la bolsa en el suelo y se acercó. Para cuando llegó a la puerta su cuñada lo hacía también:

»”¿Qué pasa?”, le preguntó. “¿Qué han sido esos ruidos?, con el oleaje parecían… no sé, no sé qué parecían”.

»Sin mediar palabra empujó a la mujer, violentamente, hacia el interior del pasillo. Esta retrocedió trastabillada hasta que chocó contra la otra señora. Un segundo después las dos estaban en el suelo, con los ojos abiertos como platos, incapaces de entender qué era lo que estaba sucediendo. La mujer cerró entonces la puerta del pasillo y permaneció un instante mirándola. Inmediatamente tomó la punta de una soga que colgaba de un gancho, un par de metros a la derecha y la pasó por el pomo semicircular de la puerta, de ahí a la barandilla de estribor y vuelta al pomo. La tensó tan fuerte como pudo e hizo un nudo. Uno de los que su padre le enseñó a hacer, sentado junto a ella en la proa del barco, mientras tomaban un refresco, cuando era una niña. Viendo aquella imagen en su cabeza pensó que, a pesar de que formaba parte de sus recuerdos de infancia, en aquel preciso instante tenía la sensación de que ella no era la niña que sonreía junto a su padre mientras le explicaba por dónde tenía que pasar la punta del cabo para que el nudo quedase bien apretado. Recordaba perfectamente el proceso, lo había repetido un buen número de veces y era completamente capaz de ejecutarlo con maestría y velocidad pero albergaba serias dudas acerca de que aquel hombre y aquella niña que habitaban en su memoria no fueran más que unos completos extraños para ella.

»Cuando estuvo segura de que la cuerda estaba lo suficientemente tensa y el nudo firmemente apretado, fue a la puerta para terminar de comprobarlo. No se abría. Mientras recogía la bolsa y reemprendía la marcha empezó a oír los gritos de la mujer a la que acababa de tumbar de culo, llamándola por su nombre y pidiéndole que abriera.

»Fue a su camarote y, una vez allí, se dio cuenta de que no tenía nada más que hacer en aquella estancia. Se puso un abrigo, se ajustó la riñonera y salió. Corrió hacia estribor, al sitio del que colgaba el bote salvavidas y entonces, en mitad de los vaivenes del barco, mientras activaba el mecanismo que lo hacía descender al mar, se acordó de su hija.

»Hasta entonces había permanecido relativamente tranquila, había ido de uno a otro suceso sin perder el control y sin dejar de encadenar sus pensamientos con un mínimo de orden. En ese momento reaccionó y el castillo de arena que había estado construyendo pareció querer derrumbarse justo delante de sus ojos. Se le aceleró el pulso y las manos empezaron a temblarle. Tenía que pensar y tenía que hacerlo rápido. La situación no estaba para titubeos.

»Sabía que, estando en el barco, su madre la atendía de día pero, de noche, y por culpa de su avanzada edad, eran su hermano y su cuñada los que estaban con la cría si a ella le daba por beber o por dedicarse a cualquier otra irresponsabilidad.

»La niña tenía un año y era un estorbo para ella. Un estorbo en casa, un estorbo en el barco, un estorbo en el coche. Un estorbo en su vida.

»Así de sencillo.

»Nunca quiso tenerla y nunca se sintió a gusto amamantándola o cuidando de ella. Era prácticamente incapaz de recordar un par de buenos ratos que hubiera pasado junto su hija. Se quedó embarazada porque tenía intención de atar en corto al que entonces era su marido y tuvo que criarla con la sensación de que era una fracasada por estar esclavizada a un bebé que no hacía más que darle problemas y quebraderos de cabeza. Y, lo que era peor aún, que habiéndola traído al mundo con un solo cometido, tuvo que constatar finalmente, horrorizada, que su plan resultaba equivocado e inútil. Justo antes de que su bebé naciera, su marido le confesó que estaba arruinado. Así pues, su sacrificio había sido en vano.

»Sus padres cuidarían de la niña, o su hermano, o su cuñada… Incluso los abuelos estarían encantados de hacerse cargo de aquella pequeña máquina de llorar y de producir mierda. Tenía claro que su vida había cambiado, que necesitaba dirigirla ella misma y que ya no era momento de permitirse descansar ni flaquear. En aquella bolsa había un montón de dinero. Estaba casi convencida de que, si lo utilizaba bien, y se consideraba perfectamente capacitada para hacerlo, tendría suficiente para el resto de su vida. Y la niña sería un lastre, un estorbo, un impedimento, un obstáculo insalvable entre ella y su brillante futuro. Sabía que la dejaba en buenas manos y que no le iba a faltar de nada, que iba a estar perfectamente atendida y que, estando con su familia, iba a tener muchas más opciones a lo largo de su vida de las que tendría creciendo a su lado.

»En cierto sentido, y en pocos segundos, fue capaz de justificar todos y cada uno de los movimientos que estaba llevando a cabo. Por un lado, el dinero le pertenecía de forma legítima como heredera sanguínea de la riqueza de sus padres, lo único que estaba haciendo era cobrárselo un poco antes de lo previsto. Por otra parte, crecía en ella la sospecha clara de que su hija tendría una vida mejor criándose lejos de la madre que la había traído al mundo y, en tercer lugar, estaba la certeza que albergaba de que en el barco no sucedía nada que la gente que quedaba allí no pudiera controlar. De manera que lo único que le restaba por hacer era bajar la escalinata que conducía al bote salvavidas y poner rumbo al faro que iluminaba intermitentemente la noche, aupado en el peñón que sobresalía allá a lo lejos, en la costa.

»Desde la cubierta tiró la bolsa al bote y vio, con el corazón encogido, cómo un par de fajos caían al mar después del aparatoso aterrizaje y cómo se balanceaban alegremente al mismo ritmo que la embarcación de la que acababan de saltar. La escalinata era estrecha y necesitó agarrarse bien a ella y planificar cada uno de sus pasos para no tener ningún percance durante el descenso.

»En el mismo instante en que plantó el pie sobre el bote comenzó a llover. Gotas gruesas y pesadas que empezaron a caer cadenciosamente sobre ella. Nunca le habían gustado demasiado los barcos. Y los botes, por una simple cuestión de proporcionalidad, menos aún. El oleaje lo agitaba como si en lugar de estar hecho de madera fuera de papel y cartón. Dedicó un minuto a intentar recuperar los dos fajos de billetes utilizando uno de los remos. Consiguió coger uno pero, intentando estirarse para alcanzar el segundo, el remo se le escapó de las manos y cayó al agua. Entonces sonó una explosión en la cubierta del barco, como un petardo, uno de los gordos. Eso fue lo que terminó de disuadirla en su empeño de recuperar el segundo fajo y, olvidándose incluso del remo, se levantó para arrancar el pequeño motor fuera borda del que disponía la embarcación. Un tirón. Dos tirones. Tres tirones.

»Nada.

»Paró unos segundos a tomar aire mientras miraba hacia arriba, al barco del que se intentaba alejar. Había humo. Otro tirón. Dos tirones más. Al tercero el mecanismo dejó de carraspear y comenzó a funcionar. Lo agarró y aceleró. En el barco se escuchó una segunda explosión, más ruidosa que la anterior. A medida que se alejaba e iba tomando perspectiva se fue dando cuenta de las dimensiones del incendio. Casi la mitad completa de la parte izquierda de la cubierta estaba en llamas y todo el resto humeaba ya. A medida que la figura flotante empequeñecía por la distancia, su brillo iba en aumento.

»Apenas se había alejado un par de cientos de metros cuando el barco entero explotó. Una gran bola de fuego iluminó la noche durante tres segundos para después reducir su tamaño, poco a poco, hasta convertirse en una fogata en el horizonte. Habían quedado pequeños focos de llamas a todo el alrededor, como velas que acompañaran a la antorcha principal, brillando fugazmente para apagarse poco después. El motor del bote salvavidas ronroneaba rítmicamente mientras la mujer se dirigía a la costa. Unos instantes después se detuvo. En aquel barco estaba casi toda la familia que había tenido alguna vez, incluida su hija y, en unos minutos, lo poco que quedara de él, viajaría sin remedio hasta las profundidades del mar.

»Al parecer, los que habían quedado allí no habían tenido posibilidad de controlar el incendio.

»Mala suerte. Mala suerte. Mala suerte. Mala suerte.

»En ese momento no se consideraba capaz de asimilar lo que acababa de suceder, quizás por las dimensiones de la desgracia, quizás por la tensión del instante o quizás porque era simple y llanamente imposible para ella conseguir preocuparse ante una desgracia tan desproporcionada como irreparable.

»Sabía que todo lo que acababa de suceder era responsabilidad suya, única y exclusivamente. De eso no le cabía la menor duda.

»En mitad de aquella vorágine, albergaba una certeza que, por sí sola, conseguía consolarla: Ella había escapado con una bolsa llena de dinero.

»Su parte.

»Su dinero.

»El bote avanzaba hacia la costa mientras ella alternaba su atención entre el resplandor intermitente del faro y el brillo decreciente del barco a medida que la distancia lo hacía empequeñecer. Finalmente no fue capaz de saber con claridad si habían sido la distancia o el mar los que habían hecho desaparecer lo que quedaba del barco de sus padres.

»A cada minuto que pasaba llovía con más fuerza y las olas se volvían más empinadas y difíciles de remontar. El bote se balanceaba, prácticamente descontrolado en alguna ocasión, entre una y otra acometida. Con una mano sujetaba el motor mientras que la otra se ocupaba de apretar la bolsa con el dinero contra sus rodillas. El agua de la lluvia mezclada con la que le salpicaba el mar mojaba su abrigo y su pelo y resbalaba después por su rostro hasta chorrear por su barbilla. Prácticamente todas las energías que unos minutos atrás había utilizado en asimilar lo que sucedía y en buscar excusas para justificarlo se volvían necesarias para afrontar la creciente marejada.

»Por momentos le resultaba complicado atisbar la luz intermitente del faro en mitad de la cortina que la lluvia estaba tejiendo entre ella y la costa. Casi sin darse cuenta comenzó a maldecir y a mascullar entre dientes insultado a la mala suerte que se había empeñado en amargarle la velada. Al principio dejó de percibir algún que otro pulso pero, a medida que la borrasca apretaba, las intermitencias empezaron a espaciarse más y más hasta que, finalmente, desaparecieron por completo. Se conjuró para no perder de vista el punto en el que había visto brillar la luz del faro por última vez, tratando de asegurarse de que el bote, entre ola y ola, subida y bajada y vaivén y vaivén, no perdiese el rumbo.

»Cinco minutos después de dejar de ver el brillo que señalaba su destino ya no estaba segura de estar yendo en la dirección correcta, ya no sabía si las olas la embestían desde la costa o desde mar adentro, si la empujaban hacia la derecha o hacia la izquierda, ya no tenía ni la más ligera idea de si la costa quedaba delante o detrás de ella.

»Había perdido la referencia y ya no sabía ni siquiera si estaba siendo capaz de no dar vueltas en círculo.

»La lluvia, cada vez más densa, se estaba convirtiendo en una pequeña tempestad y las prominentes ondulaciones que balanceaban el bote comenzaban a romper como verdaderas olas a su alrededor, amenazando seriamente, y por primera vez, su integridad y la de la embarcación.

»Y la de la bolsa llena de billetes empapados que llevaba de polizón.

»Entonces, cuando se incorporaba ligeramente para cambiar la mano con la que manejaba el motor, una ola, la mayor que se había acercado a ella hasta entonces, la cogió desprevenida y se abalanzó sobre ella, anegando casi por completo el bote en un instante y empujándola desde la parte trasera hasta la delantera sin que fuese capaz de oponer resistencia alguna. Empapada por completo, y con el sabor de la sal en la boca, se apoyó en uno de los asientos para poder incorporarse y recuperar el control del bote. Justo cuando agarraba la maneta del fuera borda se dio cuenta de que se había quedado sola, que su preciado polizón había decidido abandonarla arrastrado por el torrente que acababa de arrasar toda la cubierta.

»La mujer, a merced de las sacudidas, contempló la imagen y comenzó a gritar.

»A la derecha del bote salvavidas, sobre las aguas revueltas, flotaba una nube de billetes, informe, extendiéndose lentamente a medida que las olas la iban meciendo. La bolsa que unos instantes antes contenía el preciado botín se anegaba poco a poco y comenzaba a desaparecer engullida por el mar.

»La mujer, que seguía gritando, comenzó a llorar. Apoyada en el borde de la embarcación, trataba de alcanzar alguno de los billetes que bailaban a su alrededor. Otra gran ola cayó entonces sobre ella obligándola a pensar obligatoriamente en dedicarse, única y exclusivamente, a mantener el pequeño barco a flote. Y con ella dentro. Una vez que la bolsa hubo desaparecido los billetes comenzaron a espaciarse los unos de los otros haciendo poco a poco que la densa sopa que habían conformado unos momentos atrás se volviera rala y desperdigada. Ella no paraba de gritar y de llorar y de lamentarse y maldecirse por la terrible mala suerte que se acababa de terminar de cernir sobre su insignificante persona.

»Gritaba y lloraba y trataba de hacer que el bote retomara el rumbo y, a pesar de haberse convencido de que acababa de terminar de perderlo todo, su instinto de supervivencia, atrincherado en el último cajón de su enrabietado cerebro, le aconsejaba que recuperara el control porque, de no ser así, el único bien que le quedaba sería el próximo que perdería: su vida.

»Su familia había perecido en el barco que su avaricia, su ambición y su egoísmo habían destruido y el único consuelo que le había quedado, en forma de bolsa llena de billetes de quinientos euros, acababa de desaparecer también. No era capaz de imaginar una situación en la que su existencia pudiese empeorar.

»Otra ola embravecida se abalanzó sobre ella, volviendo a levantarla del asiento. Cuando intentaba agarrarse al borde del bote para no perder el equilibrio su pie derecho resbaló y ella tropezó y se golpeó con una de las horquillas que servían para apoyar los remos en la frente. Entonces cayó al suelo y perdió el conocimiento.

»El motor de la embarcación, aún en marcha, petardeaba mientras la impulsaba sin rumbo alguno, a merced de las olas, en medio de la tempestad.

»Media hora más de lluvia y oleaje y la intensidad del temporal decreció bruscamente.

»Una hora después el mar se mecía en calma, como si jamás hubiera dado cobijo una ola mayor que un escalón.

»La mujer yacía inconsciente, tendida en el fondo encharcado del bote, con una línea de sangre medio reseca que partía de algún lugar de su cabeza y serpenteaba por su mejilla para perderse cuello abajo.

»Cuando terminó de amanecer seguía inmóvil e inconsciente. Hasta que el tibio sol del invierno no ascendió lo suficiente en el cielo como para poder calentar ligeramente su cuerpo, no salió de su letargo. Finalmente, cuando los rayos de luz tocaron su cabeza, abrió los ojos.

»Despacio.

»Muy despacio.

»Apoyándose pesadamente en uno de los asientos se incorporó y terminó de despertarse.

»Entonces la saludé:

»”Buenos días”.

 

 

 

24

 

El gesto de sorpresa de Nina se congela en su rostro mientras que sus piernas intentan levantarla, apoyando la espalda contra la pared acolchada de la celda.

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