Nina

Nina


PORTADA

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El monstruo, aún sentado frente a ella, la observa, con la mano derecha posada sobre su hombro izquierdo pero sin mover ni un solo músculo. En su rostro hay un gesto parecido al que el dolor podría pintar en el de cualquier mortal.

Nina empieza a gritar, otra vez, y a llorar, otra vez.

No está del todo segura de porqué pero necesita gritar y llorar e intentar así sacudirse de encima las sensaciones de incertidumbre y de indefensión que se han ido apoderando de ella a medida que el relato de su acompañante iba avanzando.

Es como si alguien, en mitad de la noche más oscura, estuviese descorriendo una cortina desde algún rincón recóndito. Como si en alguna lejana puerta unas manos extrañas estuvieran usando un taladro para abrir un agujero por el que la luz pudiera entrar, como si se hubiera encendido una linterna en lo más profundo de una angosta cueva. Así quería el relato del monstruo iluminar su maltrecho cerebro.

—Asco. Asco. Asco. Te llamas asco. Me das asco. Eres odioso. Me repugnas. No entiendo nada de lo que me cuentas. —Sus ojos enturbiados por las lágrimas no son siquiera capaces de perfilar la silueta de su acompañante—. No quiero oír nada más, no soporto que sigas hablándome.

—No me encuentro bien, Nina, me duele mucho el cuello y todo el pecho. Apenas puedo respirar. No sé si voy a ser capaz de levantarme. Esto me ha dejado exhausto. Extenuado. Agotado.

—Por mí como si te mueres ahora mismo.

—¿De verdad que no vas a echarme una mano?

—¿Yo?

—¿De verdad que no vas a apiadarte de mí? Después de todo lo que he hecho por ti, después del tiempo que he desperdiciado junto a ti. —El gesto del monstruo se retuerce de dolor a medida que se balancea a un lado y a otro intentando levantarse, buscando una forma de incorporarse.

—¡¡¡Te odioooo!!!

Entonces suena un ruido en la puerta. El cerrojo que se descorre. Un sonido que rompe la monotonía amortiguada de la estancia añadiendo una tonalidad nueva, diferente.

Inmediatamente Nina deja de gritar y se vuelve para prestar hasta su último gramo de atención al nuevo estímulo que llega para sumarse a la reunión. Lleva horas suplicando que vengan a socorrerla y, ahora que está segura de que la puerta va a abrirse, se da cuenta de que no se ha preparado para lo que pueda suceder a continuación, de que no tiene ningún plan. Lo único que puede hacer es permanecer quieta, observando, ansiosa por saber qué es lo siguiente que va a ocurrir.

El relato del monstruo pasa, inevitablemente, a un discreto segundo plano.

La puerta termina de abrirse y aparece la silueta vestida de blanco de un enfermero. Ella no sabe quién es. Antes de poner en marcha algún mecanismo para intentar identificarle el olor de la comida entra por su pituitaria y se clava directamente en su hipotálamo.

Se muere de hambre y el enfermero que está entrando tiene una pequeña bandeja entre las manos con un plato con un sándwich encima, un paquete de galletas y una botellita de agua. Eso hace que sus sentidos entren automáticamente en animación suspendida y solo pueda salivar a la vez que observa cómo la comida se acerca a ella. El enfermero la mira fijamente, con la bandeja en la mano, inmóvil, desde el otro lado del quicio de la puerta. Ella alterna su atención entre la comida y la cara inexpresiva de él, a partes iguales.

—¿No vas a darme la comida?

Él da un paso adelante y entra en la habitación, inmediatamente se agacha, sin apartar la mirada de los ojos de Nina, y deposita la bandeja en el suelo. Después se incorpora de nuevo y deshace el paso que acaba de dar, no parece tener intención de permanecer adentro ni un segundo más de lo necesario.

Rápidamente Nina echa un vistazo a todo lo que su cerebro le permite mientras aparta el interés de la prometida ración de comida que aguarda frente a ella. A la espalda del enfermero ve penumbra y suciedad. Todo tan destartalado y abandonado como dentro de su acolchado cautiverio. Eso no le da buena espina. Por lo demás, la indumentaria del recién llegado parece todo lo habitual que podría ser la de cualquier empleado de un centro de estas características: blanca, a excepción de los ribetes azules en que terminan tanto la camisola como el pantalón, y el gris claro de las deportivas que calza. Nina nota que él parece haberse tomado la misma pausa que ella para inspeccionar más o menos lo mismo que ella.

—¿Qué te ha pasado en el labio? —pregunta el recién llegado.

—En este sitio hay ratas, ¿no lo sabías? Esto es una jaula inmunda. ¿Cómo podéis tener a nadie encerrado aquí, en estas condiciones?

—En cuanto pueda llamo a los de mantenimiento para que echen un vistazo, te lo prometo.

—Pero, ¿qué te ha pasado en el labio?

—Joder, te lo estoy diciendo. Me he despertado con una rata mordiéndomelo, he tenido que molerla a patadas para deshacerme de ella, la muy asquerosa se negaba a morirse. Debería verme un médico. No creo que ese bicho estuviera muy limpio, es probable que me haya contagiado algo.

—Después de avisar a los de mantenimiento iré a buscar a alguien para que le eche un vistazo a esa herida, no tiene buena pinta, joder. Tienes toda la habitación llena de sangre.

—¿Qué te has creído? Te estoy diciendo que la puta rata me ha mordido bien mordido. Además, no ha sido nada agradable y he tardado un rato en tranquilizarme, mientras me paseaba de un lado a otro.

—Bueno.

El monstruo, Asco, pasa entonces junto al enfermero y sale de la habitación. Nina le sigue unos instantes con la mirada y rápidamente vuelve al enfermero.

—Me vas a quitar la camisa de fuerza, ¿verdad? Así no puedo comer. Y no he hecho nada, he sido buena, he estado todo el día aquí, tranquila, sin protestar. Y sin gritar ni nada de eso. Por cierto, me suena tu cara.

—Eeeeh… verás. —No parece nada cómodo con esta última revelación—. Vamos a hacer una cosa: te sientas ahí, tranquilita, y yo te doy de comer, después, antes de irme, te quito la camisa, ¿vale?

—¿Tengo alguna otra opción? Es decir, me gustaría comer por mí misma, no sé qué piensas al respecto.

—Que no. Siéntate. —Ella le mira fijamente unos segundos, en parte para cuestionar su autoridad y en parte para intentar recordar por qué está tan segura de que esa cara le suena. Lo peor es que es un individuo que no le transmite confianza. Aun así no deja de tener la sensación de que todo pueda ser fruto de la imaginación que aviva su estresado cerebro—. Si no te sientas cojo la bandeja y me marcho por donde he venido.

—¿Harías eso?

—No lo dudes.

—¿Qué demonios es esto? ¿Un sanatorio, una cárcel o una sala de torturas?

El enfermero se agacha haciendo ademán de recoger la bandeja.

—Tú decides.

—Vale, quédate. Ya me siento. A ver si durante la velada soy capaz de descubrir quién eres y qué es eso tan malo que he hecho para merecer estar encerrada en estas condiciones, en este agujero.

Él la mira desde el suelo, aún agachado, visiblemente afectado por sus palabras. Nina tiene la sensación de haber dado en alguna diana oculta, de haber acertado en algún blanco escondido sin habérselo propuesto.

Entonces se agacha y se sienta sobre las pantorrillas intentando que su desnudez no asome bajo la única prenda que lleva puesta, a la vez que consigue mantener el equilibrio mientras sus brazos, dentro de la camisa de fuerza, no le sirven más que para abrazarse a sí misma.

El enfermero se agacha junto a ella, coge el sándwich del plato y se lo acerca a la boca.

—¿Cómo te llamas? —Nina percibe en él otra vez la cara de haber sufrido otro impacto en su diana invisible. Después de unos instantes de vacilación responde:

—Isaac.

—Joder, Isaac. Creo que no solo me suena tu cara. Tu nombre también me es familiar —responde con la boca medio llena de comida.

Los tres minutos siguientes transcurren sin palabras dentro de la habitación acolchada. Nina mastica ansiosa la comida mientras observa las facciones cambiantes de Isaac y escudriña a su espalda en busca de posibles pistas.

A mitad del sándwich bebe casi toda la botella de agua de un trago, después vienen las galletas y, finalmente, otro trago corto le sirve para acabar con el resto del agua.

Entonces él comienza a recoger.

—¿Ya está? ¿No pensarás marcharte así, sin más?

—Tengo cosas que hacer.

—No me gustas, no me gustas nada pero creo que, en el fondo, por algún lado, tienes que tener un corazón.

—Además de un corazón, tengo cosas que hacer.

—¿Es de día o de noche?

Isaac se detiene un momento y la mira fijamente unos instantes antes de contestar.

—¿Qué más te da eso?

—Veo que me equivocaba.

—¿En qué?

—En lo de que tienes corazón.

—Pues lo siento por ti.

—Siéntelo por ti, porque sea lo que sea lo que me hayas hecho, lo vas a terminar pagando.

Entonces, el enfermero se queda congelado, a un metro de ella, justo al otro lado de la puerta, con la bandeja fuertemente sujeta entre las manos, tanto que los nudillos se le marcan, blanquecinos.

—Ten cuidado, Nina. No juegues conmigo, no juegues con este sitio. Esto es serio.

—¿Esto? ¿Serio? Esto es sucio, feo. Esto es triste y desagradable. Esto es asqueroso. Eso es, este sitio da asco y os debería dar vergüenza tenerme aquí metida. ¿A cuánta gente tenéis encerrada en esta cueva? ¿No seré yo la única?

Isaac deja la bandeja en el suelo para poder cerrar la puerta con más facilidad.

—Tú eres malo, lo sé. Tú me odias. Además, sé algo más sobre ti.

Isaac mira a Nina con la mano apoyada en el pomo de la puerta, inmóvil.

—¿Qué más sabes de mí? —pregunta secamente—. ¿Eh? ¡Contesta! ¿Qué es eso que se supone que sabes de mí? ¿Cómo puedes saber algo de mí si es la primera vez que me ves? ¿Cómo puedes saber algo de mí si ni siquiera sabes dónde estás?

—Te parece extraño, ¿verdad?

—¿Extraño? No, me parece mentira, simplemente mentira.

—Eres un cerdo, eres malo y estoy segura de que me has hecho algo. Algo sucio.

El rostro del enfermero se vuelve rojo intenso por momentos. Incluso sus ojos parecen inyectarse con la sangre que acaba de anegar su cara. La bandeja que sostenía entre sus manos cae al suelo. Da un paso hacia delante, acercándose a Nina que, al verlo, retrocede a la vez que, inconscientemente, aprieta el abrazo que se da a sí misma desde dentro de la camisa de fuerza.

—Es suficiente, déjanos solos.

Una nueva voz resuena entonces a la espalda del enfermero, haciendo que detenga inmediatamente su avance y se gire levemente para atender: Rodrigo, su abundante barba y su media tonelada de papeles bajo el brazo acaban de aparecer en escena.

En principio parece como si Isaac no tuviera intención de obedecer al recién llegado, como si sus palabras apenas hubieran servido para detenerle, poco más. De nuevo su mirada se vuelve hacia la interna.

—Procura no hacer ninguna tontería, Isaac. Ya sabes cuál es tu cometido.

—Isaac —repite ella.

El enfermero les mira a los dos. Después retrocede muy despacio y se agacha a recoger el pequeño estropicio que ha organizado al dejar caer la bandeja. Cuando se está volviendo a incorporar Rodrigo pasa junto a él y, acercándose a su cara, masculla entre dientes:

—Menudo profesional.

Nina ha retrocedido hasta apoyar su espalda contra la pared, justo en una de las zonas en las que su nuevo tono rosáceo se acerca más al rojo. Desde ahí contempla la llegada del nuevo mientras este se dirige a ella:

—Hola, Nina, ¿cómo estás?

—A pedir de boca. Me dan de comer y todo.

—Bien. El hecho de que mantengas el sentido del humor es, en sí mismo, un buen indicativo. Genial.

—¿Y qué dice tu manual sobre la ironía y el cinismo? —dice Nina mientras señala con la barbilla el fardo de papeles que acarrea el doctor.

—No hace falta seguir ningún manual para saber ciertas cosas.

—En eso estamos de acuerdo.

—Eso es bueno.

—Por cierto, tu cara también me suena. Mucho.

—Soy tu médico, Nina, es normal que te suene mi cara.

—¿Y es normal que me tengáis aquí encerrada? Te parece razonable mantenerme encerrada en este agujero inmundo, medio inmovilizada con esta puta mierda. —Nina mira hacia abajo a la vez que sacude los brazos dentro de su pequeña prisión personal—. ¿Tengo pinta de peligrosa? ¿Parezco querer comerme a alguien?

—Nina, este tipo de decisiones no las tomas tú y, en lo que respecta a tu potencial peligrosidad, es más que posible que aún haya en tu organismo bastantes restos de los sedantes que se te administraron anoche.

—¿Anoche? ¿Por qué?

—Eeeeh… Porque es el procedimiento habitual cada noche. Forma parte de la medicación que se ha prescrito para ti.

—Joder. Me encuentro bien, calmada y tranquila. Una cosa es que no recuerde lo que sucedió ayer y otra muy diferente es que por eso sea una persona peligrosa. Aunque, a pesar de que no recuerdo lo que hice ayer —su mirada se pierde entonces en el suelo—, tengo la sensación de que empiezo a recordar lo que he hecho en mi pasado.

Isaac ya no está con ellos en la habitación, hace un par de minutos que se marchó con el gesto retorcido y la bandeja entre las manos. Desde fuera, Asco, su compañero habitual, sentado en la penumbra, medio iluminado por la luz mortecina que escapa de la habitación acolchada, la mira con los ojos entrecerrados y la mano derecha posada sobre el hombro izquierdo. Cuando se da cuenta de que ella le está mirando intenta sonreír. Lo único que consigue es poner en su rostro una grotesca mueca a medio camino entre el dolor y la burla.

—Crees que yo doy asco, ¿verdad? —le habla desde fuera—. Puede ser que yo sea desagradable pero no soy lo único desagradable que hay por aquí, no soy lo único feo que hay por aquí. Muchas veces la maldad y la fealdad se esconden bajo apariencias agradables y bellas. El peor de los venenos se puede ocultar tras la más bella de las flores.

—Me aburres con tu estúpida cháchara.

Las palabras que Nina acaba de pronunciar iban dirigidas al bicho, que, nada más oírlas, cambia el retorcido gesto de dolor que lucía su rostro por una amplia sonrisa. Rodrigo, en mitad del campo visual de la mujer, no tiene más remedio que girarse para comprobar el destino del reproche que acaba de oír. Antes siquiera de terminar de volverse nota un fuerte empujón que hace que todos los papeles que lleva bajo el brazo caigan al suelo y que el obliga a retroceder hasta la pared más cercana. Inmediatamente después un chillido agudo y penetrante atraviesa lentamente su oído derecho hasta que consigue alojarse en el centro justo de su cerebro.

—¡Joder, Nina, otra vez no!

—¡Quiero salir de este maldito agujero!

—Por favor, Nina.

Mientras el doctor intenta incorporarse ella mantiene su asedio, tratando de morderle, empujando con su cuerpo y hasta pateándole en un desesperado intento por conseguir su objetivo. Él, en cuanto es capaz de recuperar un punto de apoyo, la empuja para deshacerse de su acoso.

—¡Nina!

Ella cae de culo, con el pelo enmarañado, la cara cubierta de restos de sangre y los ojos anegados de lágrimas. Inmediatamente gira sobre su costado derecho, después encoge las piernas hasta convertirse en un ovillo y se queda así, llorando desconsoladamente.

Rodrigo, mientras recoge sus papeles, la mira desconcertado.

—Así no vamos a ningún lado Nina. A ninguno. Así no vas a conseguir nada, no vas a salir de esta sala ni vas a salir de ningún lado, así no vas a recuperar nada de lo que hayas perdido ni vas a poder ganar nada de lo que se te ponga delante. Así vas a vivir en un bucle interminable, un ir y venir corto, sin beneficio ni sentido. Necesitas calmarte, necesitas encontrar la paz y recuperar el camino. No sé ni para qué me molesto, la verdad, no sé ni por qué lo intento. Insistes en golpearte una y otra vez contra el mismo muro de hormigón sin darte cuenta de que a dos metros de ti está la puerta. Y es más que probable que esté abierta. Por mucho que te empeñes en no mirar hacia ella.

—Que te follen doctor, que te follen. —Ella se reincorpora—. Me importa una mierda toda tu ciencia y todas tus buenas intenciones. Prueba a meter los brazos dentro de esta camisa y a cagar en ese agujero de ahí. Y luego vienes a hablarme de bucles y de puertas. La única puerta que veo aquí está a tu espalda y, en cuanto salgas por ella, se quedará cerrada y conmigo aquí dentro, así que creo que te puedes meter todas tus buenas palabras por donde te quepan.

—Hace tiempo que eres un caso perdido. Siempre lo has sido.

—¿Tiempo? ¿Siempre? ¿Cuánto tiempo hace que me tratas? ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Cuánto tiempo llevo yo aquí? ¿Qué tal si contestas a alguna pregunta y me ayudas con el bucle en el que ando enredada? —Nina ha vuelto a incorporarse sobre sus rodillas y le habla desde el suelo, mientras intenta enjugarse las lágrimas con la tela de la camisa de fuerza—. ¿Qué tal si dejas de darme lecciones y te comportas con un poco de humanidad?

—¿Humanidad? Qué sabrás tú de humanidad. Humanidad.

Una vez terminada la recolecta de papeles Rodrigo se da la vuelta y se dirige a la puerta.

—¡Doctor!

Antes de cerrar tras de sí se detiene a escuchar lo que Nina tenga que decirle:

—Una pastilla por lo menos. O dos. Algo que me ayude a pasar la noche. Esto es un maldito infierno. No me torturéis así, no es humano.

El doctor la mira unos instantes en silencio antes de contestar:

—Qué sabrás tú de humanidad.

Y cierra la puerta.

 

 

 

25

 

Rodrigo e Isaac hablan en mitad de la escalera que conduce a la primera planta. El enfermero aún esperaba con la bandeja con los restos de la cena de Nina.

—Quiero creer, sinceramente, que no hayas hecho ninguna tontería más —dice Rodrigo.

—No suelo hacer tonterías —contesta Isaac tocándose el labio inferior con el dedo anular de la mano derecha.

—¿Te parece que sacar a Nina de la habitación y bajarla aquí en mitad de la noche no es una tontería?

—Ya le he dicho que estaba muy nerviosa y no paraba de gritar.

—Joder, esto es un manicomio, los pacientes hacen cosas mucho peores que ponerse a gritar.

—Lo sé, doctor, pero también conozco las normas y sé que si ella hubiera seguido gritando la hubieran metido en aislamiento y también sé que si la meten en aislamiento usted iba a pasar unos cuantos días sin poder hablar con ella y usted me dijo que era importante lo que tenía entre manos y que necesitaba hacer las cosas rápido, que su tratamiento no se podía demorar.

—Ya sé lo que te dije, Isaac.

—Y también recuerdo lo que acordamos acerca de lo que me iba a pagar.

—Vale, Isaac, yo también lo recuerdo. Y recuerdo que te dije que no debías hacer ninguna tontería.

—Vuelvo a repetirle, doctor, que no tuve más remedio que pensar rápido y actuar.

—¿Un par de pastillas no hubieran sido suficientes?

—¿Otro par? Mire, Nina estaba hasta las orejas de pastillas y, aun así, no paraba de gritar, si le meto otro par de pastillas podría habérmela cargado. Y yo no soy médico.

—Vale, vale, no volvamos otra vez con lo mismo. Creo que ya hemos hablado bastante sobre este tema. No vamos a alargar esta situación durante más tiempo. No podemos arriesgarnos a que esto se nos vaya de las manos y tener algún problema o que alguien resulte herido. Necesito que Nina esté bajo custodia pero necesito, sobre todo, que esté bien y no creo que pasar todo el día sola en un cuarto acolchado, con una camisa de fuerza puesta, sea el mejor de los tratamientos.

—Se sorprendería de lo bien que funcionan a veces estos métodos.

—No necesito que me expliques cómo va la parte práctica de mi profesión.

—Las camisas de fuerza pueden ser muy persuasivas...

—Mira, Isaac, estoy seguro de que vamos a salir airosos de este pequeño embrollo. Tú cumple con tu parte del trato y yo cumpliré con la mía.

Isaac gira la cabeza y sube un escalón más. Después se vuelve de nuevo y se dirige a Rodrigo:

—Me temo que mi parte del trato va a costar más de lo que estaba previsto.

—¿Más? ¿Pero qué te has creído que es esto?

—Doctor, ayer tuve que pensar rápido, tuve que actuar rápido, tuve que coger a Nina y sacarla de allí antes de que apareciera la encargada de noche y se la llevara a aislamiento. Tuve que mojarme yo personalmente en este charco y jugármela. No está la cosa como para hacer tonterías y, si yo no hubiera actuado, usted no podría tener sus «reuniones» —dice Isaac con tono burlón— con ella.

Rodrigo permanece entonces unos instantes observando al enfermero en silencio que, impasible, le sostiene la mirada, seguro de que su apuesta es ganadora. Después de atusarse la barba y de pasarse los dedos por entre el cabello, intentando que vuelva a su ser, habla de nuevo:

—Vamos a hacer una cosa, Isaac. Creo que eres un tío listo, de hecho creo que eres un tío muy listo y, si nos ponemos de acuerdo, vas a conseguir el doble de lo que teníamos pactado.

—Parece que nos vamos entendiendo.

—Verás: He decido que lo mejor para mis investigaciones es sacar a Nina de este sitio y llevármela conmigo.

—Joder, doctor. —La propuesta del médico le coge con el paso cambiado.

—Escúchame atentamente, Isaac. —Se acerca a él y le pone la mano en el hombro—. Nina es un caso importantísimo, una paciente cero. Si te soy sincero no se ha documentado a nadie en su situación en los últimos cincuenta años. He leído sobre alteraciones similares, he rebuscado en bibliotecas, en internet, en sanatorios mentales… Nada, no he encontrado a nadie, en persona, que sufra los mismos síntomas que padece Nina. Es un mirlo blanco, Isaac, un caso crucial.

—Ya. De ahí lo de doblar la cantidad pactada.

—Claro, hombre, claro. Yo no tengo demasiado dinero pero no paso por ningún tipo de apuro económico y la investigación científica es mi pasión, Isaac, es mi vida. Tengo unos ahorros y, lo que es más importante para ti, no tengo ningún problema en sacarlos de donde están y dártelos.

—No sé, doctor, hablamos de algo serio. Sacar a Nina del sanatorio es una cosa peligrosa, es jugársela. Joder, es un delito. Ojo, no digo que no esté dispuesto a hacer ciertas cosas pero un delito es un delito.

—Escucha. Voy a serte sincero. Creo que necesitas saber la verdad. Este asunto es un poco más complejo de lo que tú piensas y hay algunos datos que desconoces. Espero que entiendas que esto, igual que el resto de nuestro acuerdo, es algo que deberás mantener en el más absoluto secreto durante el resto de tu vida. Sé que sabes lo que significan la lealtad y el honor, Isaac.

»Verás, tengo una hija de quince años, es lo más importante que tengo en esta vida. Hace dos años perdimos a su madre. Fue terrible, no estaba bien desde hacía un tiempo, sufría depresiones continuas y no encontrábamos la forma de sacarla del pozo en el que estaba cayendo.

«Un día salí con la niña. Fuimos a hacer la compra y dejamos a su madre en casa. Ya nunca quería salir a ningún sitio. Le dimos un beso y le dijimos que estuviera tranquila, que viera un rato la tele o que continuase leyendo la novela que tenía a medias. No tardamos más de una hora. A la vuelta yo me quedé en la cocina, colocando las cosas que habíamos traído, y la niña fue a ver cómo seguía su madre. Cuando entró en la habitación se la encontró colgada de la lámpara.

—Joder, doctor.

Rodrigo, visiblemente afectado, se agacha poco a poco hasta sentarse en uno de los pequeños escalones. Isaac deja la bandeja a un lado y se acomoda junto a él.

—Mi hija estuvo sollozando casi una semana, víctima de una especie de interminable y sostenido ataque de histeria, incapaz de articular palabra ni de reaccionar ante ningún estímulo exterior. Prácticamente catatónica. Le costó casi una semana más dejar de llorar y empezar a tranquilizarse. Para cuando pareció que encontraba un poco de calma descubrí que había acabado en la misma encrucijada en la que está Nina ahora.

—Vaya.

—Cada día que despertaba tenía que explicarle que yo era su padre y que aquellas paredes que la rodeaban eran las de su propia casa. Cada día, Isaac, cada día. No sé si eres capaz de entender lo importante que puede llegar a ser para mí poder estudiar con detalle la situación de Nina: sus motivaciones, su pasado, su evolución… Es vital para mí poder entender los procesos por los que ella pasa para intentar ayudar a mi hija, Isaac. Es la única hija que tengo, es mi vida. Y más después de que su madre nos abandonara de aquella manera

—Vale, doctor, pero, ¿hablamos de un secuestro?

—Isaac, llámalo como quieras pero que te quede clara una cosa: no tengo intención de hacerle daño a Nina. Mis planes incluyen llevarla a algún sitio tranquilo y hablar con ella unos días. Ahora mismo están buscándola por ahí. Al final no pasaría absolutamente nada si apareciera la semana que viene vagando por una carretera cercana, sana y salva. Algún amable vecino o algún policía acabarían por encontrarla y traerla de vuelta al sanatorio. No habría víctimas, ni siquiera ella. Tú tendrías tu dinero y yo tendría mi investigación. Ella seguiría como al principio. En el peor de los casos podría incluso dase la circunstancia de que encontrase alguna forma de ayudarla con su problema.

—Podemos dejarla aquí, podemos seguir como hasta ahora, yo me encargo de alimentarla y usted puede venir a verla cuando quiera —propone Isaac.

—No sé si me entiendes. Yo no puedo ir y venir por este sitio a mi aire, no puedo vagar por los pasillos sin que se controlen mis movimientos o sin que alguien me pregunte a qué me dedico mientras que Nina, el objeto de mi visita, permanece desaparecida.

—Podemos soltarla, devolverla a su habitación y hacer como si no hubiera pasado nada.

—A lo mejor no te estás dando cuenta de una cosa, Isaac: Parece que Nina está empezando a recordar y espero no ser el único que haya notado esto. De momento es posible que mañana no sea capaz de decirle a nadie quién fue el que le trajo ayer un sándwich a su celda acolchada, aunque ya ni siquiera estoy seguro de esto. Cada vez es más probable que, si no es mañana, sea pasado mañana o si no al otro, cuando pueda empezar a hacerlo. Y no creo que te apetezca eso en estos momentos.

—Ahora que lo dice, creo que no va desencaminado, doctor. Es como si quisiera empezar a recordarme.

—Si actuamos rápido tu cara permanecerá en el anonimato para ella y tú podrás seguir trabajando tranquilamente en este sitio o en cualquier otro, con tu expediente impoluto.

—Puede ser, doctor. Puede que no le falte razón. —Isaac empieza a comprender las razones que mueven al doctor a actuar de la manera que lo hace.

—Pues, si sumamos todo eso, llegamos a varias conclusiones, Isaac: No puedo trabajar libremente en este sitio y, parece ser además, que es posible que no me quede mucho tiempo para estudiarla. Si los indicios que observo en ella son fundados es posible que cada día que pasa vaya recordando más y más cosas. Y, ¿quién sabe cuándo?, puede ser que se despierte por la mañana y recuerde lo que cenó la noche anterior, en cuyo caso, el interés que Nina pueda tener para mí desaparecería casi por completo y con él mis intenciones de invertir mis ahorros en este maldito caso.

—Pero entonces…

—Vamos a ver, Isaac, trazamos nuestro plan y lo llevamos a cabo. Nada más. Solo es necesario saber que los dos tenemos claro qué es lo que queremos obtener de este asunto. —El doctor se levanta e invita al enfermero a hacer lo mismo—. Yo tendré mi investigación y mis datos y tú tendrás tu dinero y tu expediente limpio. ¿No?

La sombra de la duda no parece disiparse por completo del rostro de Isaac. A pesar de todo, no tarda en responder:

—¡Qué demonios! Necesito el dinero y, al final, incluso le estamos haciendo un favor a esta pobre desgraciada.

—Muy bien, creo que eres una buena persona y que estás haciendo lo correcto, lo que te dicta el corazón. No te preocupes, esto va a salir bien.

—Supongo que tendrá un plan.

—En parte te necesito por eso, Isaac. Mi plan requiere de tu habilidad y tus conocimientos pero, sobre todo, necesito tu discreción total y absoluta. Supongo que conoces este edificio, ¿verdad?

—Claro que sí. O sea, sí, bastante bien. En el tiempo que llevo aquí lo he recorrido entero. No es demasiado tiempo pero he estado en varios puestos y he visto casi todos los rincones de este lugar.

—Perfecto. Entonces no habrá ningún problema.

 

 

 

26

 

Otra vez sola.

La misma luz que ha estado viendo desde que despertó, la misma intensidad. La misma claridad lánguida que la acompaña desde que recobró la consciencia. Ni siquiera sabe si despertó de día o si era de noche cuando lo hizo. No sabe si afuera el sol templaba los ladrillos rojos de La Quinta de la Montaña o si era la oscuridad la que los camuflaba.

Y el monstruo alado en un rincón de la habitación, en el mismo rincón en el que lo descubrió al despertar, como si llevase años ahí, como si sus alas hubiesen crecido en la pared en lugar de en su espalda y con el mismo gesto agrio y retorcido que tenía cuando se lo encontró al despertar.

Nina nota como si tuviera los oídos taponados, como si viajara en un coche que descendiera demasiado rápido la empinada falda de la montaña que intentara sortear. Tiene los sentidos embotados. No está segura de que la información que le proporcionan sus ojos sea la correcta, mirar desde hace tanto a la misma claridad uniforme hace que sea cada vez más complicado decidir a qué distancia están las cosas. Se siente mareada, incluso un poco desorientada. Esta triste y enfadada.

—No sé si estoy más jodida o más cabreada. No sé si las dos cosas a la vez o si ninguna de las dos. Sería difícil decidirme por una opción ahora mismo.

»Me has contado la historia de aquella mujer, de la niña, del barco… y, al final, me cuentas que la conocías, o que la conociste en aquel bote o qué demonios sé yo.

—Ahora no voy a seguir hablando de eso, me siento muy débil y la historia ya ha sido lo suficientemente larga. Ahora voy a contarte otra.

Nina le mira con el gesto retorcido pero, aun así, es capaz de no decir nada. No está segura de por qué pero sabe que el monstruo habla de lo que quiere, cuando quiere y como quiere. Sabe que, por mucho que le presione o le insulte no le va a dar ninguna información que no quiera darle ni va a hacer nada que no quiera hacer.

—Creo que no puedo mover los brazos —le informa Asco desde su rincón.

—En eso estamos igual, aunque me fastidie tener algo en común contigo.

—Me encuentro cada vez peor.

—No me das pena.

—Lo sé.

—Tengo los oídos medio taponados. No sé si no te oigo bien o es simplemente que no quiero escucharte.

—Recuerdo a un tío que tenía los oídos taponados.

—Esto nunca va a terminar.

—Creo que terminará, no tardará mucho en hacerlo, ya lo verás. El tío en cuestión iba en un avión.

—¿Para eso quieres las alas? ¿Para terminar montándote en un avión?

—Sí, viajaba en un avión. Iba sentado al lado de una mujer. Una mujer con el cabello castaño claro, alta y muy voluptuosa y que llevaba una camisa azul ajustada que dibujaba el contorno de sus grandes pechos justo debajo de su hermosa cara.

—Creo que voy a vomitar.

—Puedes hacerlo en el agujero.

—¿Te importa si lo hago encima de ti? Si no puedes mover los brazos no podrás defenderte.

—Hace tiempo que sé que no tienes ninguna intención de tocarme ni de acercarte a mí. Y, aún con los brazos inutilizados, tengo recursos suficientes para defenderme de una mujer embutida en una camisa de fuerza. Por eso no te preocupes.

—Se te ve demasiado confiado para estar medio tullido.

—El hombre y la mujer charlaban amigablemente dentro de un avión mientras surcaban el cielo nocturno sobre océano. Casi todos a su alrededor dormían mientras ellos compartían confidencias y un par de tragos de vino en unos vasos de plástico transparente.

»Él le contaba cosas a la mujer y ella escuchaba atentamente, con una media sonrisa esculpida en los labios que solo desdibujaba para dar sorbitos cortos de su vaso o para pedir alguna aclaración a su interlocutor.

»Según explicaba volvía con urgencia de un viaje de negocios porque su mujer se había puesto de parto. Había tenido que tomar un billete en el primer avión disponible después de pasar seis horas en el aeropuerto de Rio de Janeiro esperando a que hubiera uno. A su mujer aún le faltaba un mes para salir de cuentas y por eso había accedido a viajar a Brasil para cerrar unos negocios importantes. Eran asuntos que andaba posponiendo pero que quería dejar resueltos para cuando la niña naciese. Así que, con un mes de antelación sobre la feliz fecha prevista, se había embarcado en un vuelo transoceánico para tener un par de ineludibles reuniones y firmar algún jugoso contrato. Según aseguraba, el futuro nacimiento de su hija se iba a convertir en el acontecimiento más esperado y trascendente de su vida. Provenía de una familia numerosa y tenía claro que el bebé que venía iba a ser el primero de varios. A poder ser, de muchos.

»La mujer asentía mientras el resto del pasaje dormitaba o atendía a alguna insípida película con los oídos escondidos detrás de los auriculares.

»Para cuando emprendió su viaje de vuelta, y por lo que le contó su mujer en una última llamada, estaban intentando retrasar el parto por todos los medios. No había ninguna complicación a la vista pero lo mejor para el bebé era permanecer en el vientre materno el mayor tiempo posible. Cosa que, para entonces, aún no le habían aclarado si se podría o no conseguir.

»Alternaba su relato con pequeñas anécdotas que hacían que a la mujer le resultase imposible desviar la atención de los detalles que el hombre le iba proporcionando y conseguían que a cada minuto que pasaba estuviese más interesada aún en cualquiera de las banalidades que él le pudiera ir contando.

»Ella, por su parte, le explicó que había viajado a Brasil para visitar a un tío suyo que vivía allí, al que nunca había visto pero al que estaba muy interesada en conocer porque era propietario de una clínica de cirugía estética en el barrio más acaudalado de Río. Evidentemente la mayor parte del interés de la señorita en encontrarse con su lejano tío radicaba en el hecho de que el buen señor le había prometido que, si iba hasta allí a conocer a la parte de la familia que hacía casi 100 años que había emigrado a Sudamérica, él se encargaría personalmente de ponerle gratis un buen par de tetas nuevas. Así que, después de sopesar la oferta durante un par de años y de convivir desde la pubertad con el trauma que le producía tener el pecho bastante menudo, se lio la manta a la cabeza y decidió que liberarse de sus complejos bien valía un montón de horas de avión y una de anestesia.

»La señorita se contoneaba y le mostraba sonriente su nueva talla de sujetador, explicándole locuaz y convencida los beneficios de su drástico aumento de volumen.

»A veces no son necesarias demasiadas señales para comprender algo. Ella estaba, a todas luces, interesada en hacer que la conversación avanzase hasta el siguiente nivel, rezumaba por cada poro ganas de que aquel inocente intercambio de palabras se convirtiese en otra cosa; no sabría decir exactamente en qué y creo que ella tampoco hubiera sabido entonces concretarlo. En realidad, dudo incluso de que fuera consciente de ese secreto anhelo, dudo de que en ese momento fuese capaz de analizarse a sí misma y dar con estos síntomas.

»El caso es que yo sí que lo vi.

»Él tampoco lo vio. No sé si no fue capaz de hacerlo o si es que, simplemente, no quiso verlo. Si tuviera que apostar por alguna opción lo haría, casi con toda seguridad, por la segunda. Creo que este hombre estaba completamente absorto en el problema que le había hecho tomar precipitadamente el avión en el que viajaba. Sus pensamientos y su corazón volaban mucho más rápido de lo que lo hacía su cuerpo y estaban, con toda seguridad, sentados junto a su mujer en la cama del hospital en el que estaba ingresada. Sus intenciones estaban puestas al cien por cien en lo que le esperaba al bajar del avión. Seguro que, cuando la joven acomodó suavemente sus tetas con las manos, para hacerle partícipe del enorme hueco que ocupaban dentro de su camisa, él las miró de soslayo y no pudo evitar sonreír. Seguro que, cuando ella le dijo que su casa estaba a menos de media hora de la de él, se le pasó por la cabeza montarse algún día en un coche para hacerle una visita a semejante par de bultos. Pero tampoco me cabe duda de que entonces, en medio de la noche, en mitad del océano, su perorata era inocente y sus intenciones limpias. Estaba nervioso y no podía conciliar el sueño y la amable presencia de la señorita le vino de cine para matar un poco el tiempo que quedaba hasta el aterrizaje. Sus ojos se iluminaron todas y cada una de las veces que habló de su futura hija. Hasta en tres ocasiones aseguró que, en cuanto se pudiera, harían todo lo que estuviera en su mano para que su hija dejara de ser única.

»Ella, casi sin saberlo, le estaba pidiendo que la llevara al baño del avión a ver qué se les ocurría hacer y él, también casi sin saberlo, no paraba de mencionar a su futura hija y a la mujer que iba a traerla al mundo.

—Cada día estás más melodramático. No tendrías precio como guionista de culebrones —Nina no puede evitar apostillar.

—¿Recuerdas al hombre del que te hablé hace unas noches, el que se tiró desde un quinto piso y se reventó contra la acera?

—Qué remedio, claro que lo recuerdo. Ya sabes que solo recuerdo las cosas que tú me cuentas. Y a ti.

—Era el que viajaba en aquel avión.

 

 

 

27

 

Boris no sabe dónde está Nina. Y eso le está matando. Ha tenido que llegar el día en que deje de verla para que termine de entender cuánto puede llegar a echarla en falta. No se había dado cuenta de lo que, en su situación, podía significar que su intermitente amiga saliese, tan repentinamente y por completo, de su vida. Su existencia ha quedado reducida a un entorno ridículo, casi insignificante, tanto en el plano físico como en el psicológico. Sus movimientos se limitan a los que le permiten las rígidas normas y los pesados muros de La Quinta de la Montaña y sus pensamientos, aunque casi no se había dado cuenta hasta ahora de esto último, han estado girando, prácticamente por completo, alrededor de la inquietante presencia de Nina.

Solo ahora que sabe que la ha perdido, encuentra dentro de sí la firme determinación de encontrarla, como sea, a toda costa. No se siente bien. Está cansado y triste pero su convicción es firme. ¿Qué sería ahora una crisis de ansiedad comparada con la promesa de felicidad que lleva implícito el posible hallazgo de su amiga? Sabe que el hecho de encontrarla no tiene por qué significar nada, al menos nada importante o trascendente. Lo más probable sería, si apareciese, que fuese como todos y cada uno de los días de los últimos meses: una eterna vuelta a empezar, un loop recurrente. Por la mañana el acercamiento, al mediodía la sonrisa y por la tarde, en los mejores casos, la complicidad, la indiferencia en otros tantos y el rechazo en los más frustrantes. Boris sabe que los días en los que han conseguido conectar de verdad han sido intensos e irrepetibles. Recuerda esa sensación vivamente, muy por encima de cualquier otra. Y, cada mañana, persigue repetir uno de esos escasos días aunque lo que encuentre muchas veces no sea más que indiferencia o desprecio.

Muy a pesar del lado negativo, la echa de menos, la extraña desaforadamente, siente la imperiosa necesidad de salir a su encuentro para ponerse de nuevo frente a su reto diario. Sin Nina se ve a la deriva, falto de un objetivo real. Ni le importa su cura personal, ni su tratamiento, ni su posible (desde luego que no por deseada) recuperación. Ni siquiera le preocupa ninguna de las mejoras que los doctores del sanatorio le prometen.

Después de una noche de medios desvelos y de desorientada meditación, ha llegado a la endeble conclusión de que es más que posible que en su interior haya algún tipo de sentimiento real hacia Nina. Quiere entender que su ausencia ha terminado de encender en su organismo una especie de dependencia descarriada, una atracción inexplicable hacía ella o, al menos, hacia lo que ella representa: la ilusión, la frescura, la novedad, la intensidad…

No quiere atreverse a plantearse que pueda estar enamorado de ella pero tampoco quiere darse el disgusto de negárselo a sí mismo. Piensa que es agradable, bonito y divertido pensar que siente algo hacia Nina, hacia esa extraña a la que cada día sale a buscar.

Hoy no tiene ningún tratamiento, nada serio aparte de una reunión de rutina con la doctora que lleva su caso. Tiene una de estas tertulias cada semana. Ella le cuenta lo que sabe, lee lo que hay sobre él en los informes que suele tener delante y luego le pregunta que qué tal se siente. Esta es la parte más larga. Así que ser escueto debería bastar para poder dedicar el mayor tiempo posible a encontrar a su amiga.

—A ver, Teo, me has dicho que puede ser que sepas dónde está Nina. Si sabes algo, dímelo, por favor.

—Despacio, Boris, no tengas prisa. ¿Sabes lo rápido que corre el tiempo cuando aprendes a vaciar la cabeza? Joder, es increíble la de cosas que dejas pasar por alto cuando ya no te importa nada, cuando has llegado al punto… —Teo se detiene entonces y gira el cuello para mirar al patio a través de las cristaleras—. No hace mal día hoy, ¿no?

—Venga Teo, por favor. Sabes que cuando pasa algo así es muy importante no perder tiempo. Nina puede estar en cualquier sitio, perdida, atemorizada, muerta de frío…

—Los médicos piensan que soy imbécil, lo sé, pero a mí me da igual. He aprendido a fijar la vista en un punto de la pared y ser capaz incluso de olvidarme de quién soy. Y eso me encanta. Los cigarros desaparecen de entre mis dedos sin que tenga tiempo de darles ni una sola calada —Teo continúa hablando como si no hubiera escuchado nada de lo que Boris acaba de decirle—. Pero solo puedo conseguir esto con esas pastillas ovaladas verdes que me dan cada tres días. Esas son cojonudas. Hacen que crea que soy otra persona, no sé, hacen incluso que pueda llegar a creer que soy un animal. ¡O un insecto! Y todo esto sin mover ni una sola pestaña —dice dando de repente un respingo y señalando a Boris—. ¿Las has probado alguna vez?

—No Teo, nunca las he probado aunque, viendo lo bien que van, me lo tengo que pensar.

—Son geniales. Aquí a nadie le preocupa una mierda en lo que inviertas tu tiempo, mientras que no molestes demasiado. Así que, si de estos depende —hace un gesto señalando a una pareja de enfermeros que pasa junto a ellos—, que le den el Nobel al inventor de las pastillas verdes.

—Ya.

—Oye, que si por mí fuera, yo también se lo daría. Pero ya.

—Teo, por favor, te lo ruego, si tienes algo que contarme, hazlo.

—Creo que lo que tengo que decirte es importante para ti, tanto como las pastillas verdes para mí. O quizás más.

»Las pastillas verdes, digo.

—Y se trata de…

—Se trata de que si no me consigues pastillas verdes te quedas sin información.

—Vamos Teo, joder, sabes que no tengo pastillas de esas, de hecho, ya te adelanto que, cuando consigamos alguna la compartimos, porque eso que cuentas suena bien.

—Hay dos posibilidades: me consigues las pastillas y te doy la información o no me las consigues y no te la doy.

—Teo…

—Ahora me voy a ir al hall a sentarme en el banco que está junto al radiador. Tienes hasta la hora de comer. A partir de ahí empezaré a plantearme si nuestro trato sigue en pie. Aunque esté todo el día colocado te he visto con ella y sé que te gusta. A ti puedo presionarte, puedo jugar contigo a que me consigas las pastillas. Si le cuento esto que sé a los médicos no voy a sacar nada a cambio. Nada aparte de enemistarme con algún enfermero, claro. Y no me apetece. Quiero pastillas verdes. Si no, me olvidaré de todo este rollo y me convertiré en un escarabajo.

Boris piensa durante unos segundos en la propuesta que Teo le está haciendo y en las posibilidades que tiene de conseguir las pastillas que le pide.

—Una cosa, Teo. Si la información de la que tanto hablas no merece la pena, me las vas a pagar todas juntas. Las verdes, las azules y las rojas. ¿Vale?

—Cuando te enteres de lo que yo sé es probable que ni te acuerdes de las pastillas... y procura que sean de las verdes.

—Teo, es sobre Nina, ¿verdad?

—Sí, es sobre tu Nina.

—Joder.

Teo se marcha y Boris se queda solo.

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