Nina

Nina


PORTADA

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Desde que ha comenzado la conversación ronda por la cabeza de Boris un pensamiento, casi sin que él haya sido consciente del todo de que andaba por ahí. Sabe dónde están los botiquines de cada planta y conoce a la persona que se encarga de ellos en cada turno. De todos y cada uno de ellos. Sobre todo mantiene una buena relación con Rita, la que está al cargo esta semana en el turno de mañana del de la planta baja. Y sabe a qué pastillas se refiere Teo exactamente. Sin quererlo ha estado sopesando el asunto, dándole vueltas a la posibilidad de intentar sonsacarle algo a la buena de Rita. Evidentemente, si la cosa se pone difícil, también contempla el robo como una posibilidad real, claro está.

A pesar de su impaciencia hay un trámite que tiene que cumplimentar antes de dedicarse en cuerpo y alma a conseguir el presente que tiene que ofrendarle a Teo.

Su encuentro con la doctora, aunque efímero, dura bastante más de lo que él hubiera querido. La buena mujer tiene el día tonto y no para de hacerle preguntas y de tirarle de la lengua para que le cuente cualquier cosa, sea lo que sea. Está seguro de que ella no tiene ningún interés en lo que le suelta porque responde solo con aprobaciones y ruiditos de aceptación a todo lo que se le ocurre decir. Así que, independientemente del tamaño de la idiotez que le largue, ella continua moviendo suavemente la cabeza y tomando pequeñas notas. Hace tiempo que Boris llegó a la conclusión de que la buena mujer está más interesada en encontrar problemas que soluciones. Aunque solo sea por una especie de anodina inercia profesional.

Finiquitado el trámite médico se centra en lo importante.

Rita, como ya había previsto, es hoy la encargada del botiquín de la planta baja. Y está a diez metros de la puerta, con la cabeza metida en una de las salitas que el personal utiliza para tomar café o comer.

Boris empieza entonces a ponerse nervioso de veras. Su plan inicial consistía, básicamente, en soltarle alguna zalamería a la encargada para intentar así ganarse su favor y pedirle después las famosas pastillas verdes. El hecho de verla fuera de juego y con la meta franca hace que en su cabeza fermente rápidamente la idea de tomar lo que necesita y salir corriendo de allí.

Mira al fondo del pasillo para echar otro vistazo a lo que hace Rita. Está apoyada en el marco de la puerta con la cabeza dentro, manteniendo una animada charla con alguien que le habla desde el interior. Al otro lado del pasillo no hay nadie. El resto de puertas están cerradas. A través de una ventana que hay delante, a la derecha, se ve una pequeña parte de uno de los parques que rodean los muros de la institución.

Tiene que hacer decidirse.

Nota que su pulso se ha acelerado, que su corazón se ha reubicado junto a su cuello y que tiene un vacío en el estómago y otro, momentáneo, aunque potencialmente más peligroso, en la cabeza. Entonces se pone en marcha. Se acerca rápidamente a la puerta del botiquín y entra. Después asoma el cuello afuera para asegurarse de que nadie le haya visto hacerlo.

De momento ha tenido suerte.

Un vistazo rápido a las vitrinas para situarse. Parecen guardar un cierto orden: material de primeros auxilios por un lado, curas por otro, analgésicos, antipiréticos… El botiquín es como un armario grande, uno al que se puede pasar. En la parte de la derecha hay dos puertas más pequeñas, sin cristal y con cerradura. La llave está puesta, con un cordón rojo y azul atado. Es la llave que la persona responsable suele llevar colgada del cuello durante su turno.

Abre las puertas.

Y voilà: el armario está lleno de pastillas y, según Boris cree, son de las de colores. De todos los colores. De las que se reparten a diestro y siniestro en un sitio como este. En cajas, en blísteres, en botes pequeños, en botes grandes… Hay hasta supositorios de colores.

Rojas, azules, amarillas, redondas, ovaladas, píldoras, cápsulas… Y las verdes que anda buscando. Ahí están, mirándole, las verdes.

Alarga la mano y coge una caja. Entonces oye los pasos que se acercan y permanece, petrificado, con ella en la mano, mientras que el rumor suena cada vez más cercano.

—Sí, claro. Cuando le vea se lo pienso contar, que lo sepas.

Rita. Demasiado cerca.

Boris se guarda la caja en el bolsillo del pantalón y se yergue. Un vistazo rápido alrededor y, de un salto, se coloca tras la puerta de entrada al botiquín y la abre sobre sí, tratando de ocultarse lo mejor posible. Rita termina de llegar. Boris entiende que acaba de jugar una apuesta a doble o nada. 50/50. Si Rita pasa por alto el hecho de que la puerta está abierta no sucederá nada, al menos de inmediato, si, por el contrario, decide que la puerta debe quedar cerrada, descubrirá a la ratita que roba pastillas y que se esconde detrás de ella.

Unos segundos y no sucede nada. Por los ruidos que Boris escucha intuye que lo que ha hecho la mujer ha sido llegar y sentarse en la silla que hay tras el mostrador que separa la pequeña estancia del pasillo.

Y nada más.

Cinco minutos de silencio y asoma la cabeza, con mucho cuidado, para ver qué es lo que está haciendo. La mujer está sentada frente al mostrador, de espaldas a él, con sus delgadas piernas cruzadas y una revista abierta ante sí. Mientras Boris la observa, la celadora mueve rítmicamente el pie derecho a la vez que va pasando las hojas. No parece estar muy interesada en lo que la revista pueda contarle aunque tampoco despega la mirada de las fotografías que, muy despacio, una tras otra, van desfilando ante sus ojos.

Diez minutos después no hay ninguna novedad. La puerta sigue cerrada sobre él. La enfermera repasa por segunda vez su revista y la mano derecha de Boris sigue jugueteando con la caja de pastillas dentro de su bolsillo.

Otros diez minutos más y aparecen dos internos para recoger sus recetas. Tras el trámite deciden quedarse a hablar con Rita. Una larga y entretenida charla sobre su madre, que, por lo visto, tiene ciática y lleva una semana sin poder levantarse de la cama. «Pues qué bien», piensa Boris, el lleva casi media hora sin poder moverse de detrás de la puerta y no se lo piensa ir contando a todo el que se encuentre.

El sudor de la mano de Boris empieza a reblandecer el cartón de la caja de pastillas verdes mientras la soba inconscientemente tratando de aplacar sus nervios.

La conversación sobre los achaques de la anciana señora, a los ojos de Boris, parece eternizarse y solo termina cuando otro interno llega para buscar su dosis correspondiente de calma y evasión. Esta vez la cosa se pone seria porque la medicina que Rita busca está dentro del botiquín. Todos los músculos de Boris se tensan cuando ve aparecer ante sí las primeras falanges de los dedos de la mano derecha de la mujer cuando agarran la puerta.

El ligero movimiento que este gesto propicia hace que la mitad del cuerpo de Boris quede al descubierto. Entonces, al levantar la mirada, se encuentra con la del paciente que espera a ser atendido, que le observa con los ojos muy abiertos, las cejas levantadas y cara de no entender nada de lo que acaba de descubrir.

En vista del cariz que acaban de adoptar las cosas, Boris decide actuar.

Da dos pasos rápidos, uno para salir de detrás de la puerta y otro, un poco más largo, para escapar del cubículo. Con el tercero y el cuarto se planta junto al recién llegado como si esperase civilizadamente su turno. Mientras Rita, que nota algo raro, se incorpora para darse la vuelta, Boris gira la cabeza y acerca sus labios a la oreja izquierda del hombre:

—Como le digas algo te corto las pelotas —le susurra.

Cuando ella termina finalmente de volverse lo que ve es a Boris, como si de una aparición se tratase, plantado delante del mostrador sonriéndole y al otro que, extrañado, mira a Boris con el ceño fruncido.

Ella tiene la sensación de estar perdiéndose algo pero, desde luego, no adivina qué puede ser.

—¿Pasa algo, Jenaro?

—¿Eh?

Boris le mira fijamente.

Jenaro alterna su atención entre ella y él. Dos veces.

—Que si pasa algo, Jenaro.

Otra pausa.

—Contesta, hombre, contesta. —Boris también le apremia.

—Eeeeh. No, no, no pasa nada. Nada, nada. ¿Tienes ya lo mío?

—Sí, toma.

Jenaro alarga la mano y recoge tres cápsulas que Rita le da dentro de un vasito de plástico blanco. Un último vistazo a los dos y se marcha. Cuando ha dado cinco pasos Boris reclama su atención:

—¿Jenaro? —El hombre se da la vuelta—. No olvides lo que te he dicho —le dice sonriente.

Jenaro no contesta, solo reemprende su camino y desaparece al fondo del pasillo.

Rita intenta sonsacarle a Boris qué es lo que le ha dicho al bueno de Jenaro, que parecía haber quedado algo descentrado.

—¿Que parece descentrado? Si encuentras a alguien centrado en este sitio me lo presentas, mujer.

Los dos ríen y Boris se despide de ella y se va.

—Boris. —Él se vuelve y la mira—. ¿Qué querías?

—¿Yo? Nada. Solo saludar a mi amiga Rita, la única simpática que hay en todo este santo turno.

—¡Qué bobo eres!

La cosa no ha ido tan rápida ni ha sido tan sencilla como esperaba, aun así, y teniendo en cuenta que antes de llegar no tenía ni idea de cómo iba a conseguir las pastillas, se da por satisfecho. Ahora toca buscar a Teo para hacer efectivo el trueque pastillas/palabras.

No está en el hall, como le prometió. Tampoco está en el salón en el que ha hablado con él ni en ninguna de las salas adyacentes. Finalmente sale a los jardines y continúa con su búsqueda. Nada, tampoco está afuera. De vuelta al salón pregunta a tres internos por su paradero. Uno le observa atentamente pero no le contesta, otro se levanta y le mira con cara de pocos amigos, obligándole a marcharse y el tercero, uno bajito, gordo y con el pelo largo, le pregunta que qué quiere, que él es Teófilo.

En unos minutos consigue que una de las enfermeras le diga cuál es la habitación de Teo y cuáles son los lugares por los que se suele mover.

Nada.

Cualquier operación, sencilla a primera vista en el mundo real, se convierte en un enrevesado laberinto, casi imposible de resolver, entre las paredes de La Quinta de la Montaña. Boris se siente frustrado y nervioso, apremiado y triste. Su parte del trato, por el momento, está cubierta, mientras que Teo, lejos de esperarle para resolver el entuerto, ha decidido desaparecer sin dejar rastro alguno, obligándole a romperse la cabeza intentando encontrarle. Desmoralizado, se sienta en un rincón a esperar a que tenga la bondad de aparecer.

Justo después de comer aparece en el salón, en el mismo sitio en el que se han encontrado por la mañana. Después de la reprimenda de Boris, Teo se interesa por las pastillas y, ante la respuesta afirmativa de Boris, le hace una proposición:

—Te tomas una conmigo, viendo la tele, y te digo lo que sé de Nina.

—Pero, Teo...

A pesar de que intenta, con todos los argumentos que tiene a mano, evitar el trámite, no le queda más remedio que terminar accediendo a los deseos de su nuevo amigo.

—Joder, Teo, que conste que no me importa tomarme la pastilla de los cojones, que creo que ya la he tomado antes, que lo que me preocupa es saber dónde está Nina y si está bien. No sé si me entiendes, hombre.

—Tú tranquilo. Lo que tenga que ser, será.

Después de comer la sala de la televisión suele estar bastante concurrida. Aun así encuentran un par de sillas libres junto a la pared, cerca de la puerta, y se acomodan uno al lado del otro. El aparato no es demasiado grande y está colgado en uno de los rincones, pegado al techo, para que todo el mundo pueda verlo. El volumen no está muy alto, así que cada dos por tres alguno de los presentes chista a cualquiera que hable o haga más ruido del recomendable al arrastrar su silla.

Teo saca una pastilla y se la mete en la boca, después pone una en la palma de la mano de Boris:

—Para adentro —le dice mientras le mira sonriente.

Boris se la traga también.

—Vas a ver un documental de animales como si fuera el primero que ves en toda tu vida. —Sonríe Teo mientras se rasca la entrepierna.

En la pantalla, un grupo de hienas rodea a una leona mientras intenta comerse la cría de antílope que acaba de cazar después de haberla estado acechando durante horas.

Nada más sentarse, uno de los internos, de los de la primera fila, se levanta y empieza a bailar mientras canturrea una canción de Nino Bravo: Noelia. Al llegar al estribillo el susurro se convierte en grito:

—Noelia, Noelia, Noelia, Noelia, Noeeeeeliaaaa…

Durante un instante, Boris cree llegar a la conclusión de que las entonaciones que consigue son bastante acertadas, a pesar de que el baile deje mucho que desear. Apenas un estribillo y medio verso y al emulador de Nino Bravo le sale un duro competidor: Juanín que, inmerso en su eterna e inconmensurable pasión idolatra hacia Alaska, no puede resistirlo ni un segundo más y, de un salto, aparece junto al primer espontáneo para sumar una nueva voz a la que ya consigue que el resto de los presentes sea incapaz de escuchar lo que el narrador cuenta sobre las hienas y su refinada técnica grupal de acoso.

Los gritos de «A quién le importa» se mezclan ahora con el nombre de Noelia haciendo que la situación sea poco menos que insufrible.

—¡El jurado de «Tú sí que vales» está en el salón! —grita alguien señalando hacia la puerta.

A pesar del incipiente bullicio, Boris se siente perfectamente capaz de escuchar a los dos intérpretes y tiene claro que Nino Bravo tiene mucha más madera que el triste imitador de Olvido Gara que salta sin sentido de un lado a otro de la habitación, aunque solo sea por el acierto a la hora de escoger el repertorio.

Además, el bueno de Juanín, se hurga en la nariz al final de cada verso, haciendo que sea casi imposible apreciar la categoría su arte en toda su extensión.

Teo le mira sonriente y él, sin saber por qué pero sin querer evitarlo, le devuelve la sonrisa. En la sala la gente empieza a protestar, el público prefiere el espectáculo visual del documental mucho antes que el despliegue artístico cruzado con el que los dos intérpretes le están deleitando. A pesar del ruido creciente y de la estridencia, Boris está tranquilo, contento, apaciguado, sosegado, en calma y consciente de todo lo que sucede a su alrededor. En mitad del tumulto aparece un enfermero y le pide a Nino Bravo que deje de cantar y que haga el favor de sentarse. Boris, mientras tanto, observa cómo las cinco hienas consiguen, finalmente, hacer que la leona desista en su empeño de llenarse la barriga. Escaldada y herida no tiene más remedio que huir, incapaz de terminar su almuerzo, para proteger su propia vida. Por la cabeza de Boris circulan entonces decenas de ideas sobre la naturaleza y su orden, sobre el equilibrio en el ecosistema, sobre el sentido de la existencia y sobre la repugnancia que le produce el rostro de una hiena. La justicia y la injusticia, la guerra, la paz y lo endemoniadamente difícil que puede ser llegar a fin de mes cuando solo entra el salario mínimo en una casa en la que comen cuatro bocas. Luz, agua, calefacción, teléfono, comida, gastos extra…

Para cuando empieza a plantearse cómo demonios es posible que su cabeza le haya llevado hasta este último razonamiento Juanín, que pasa corriendo a su lado, le golpea con la cadera en el brazo y le saca obligatoriamente de su ensimismamiento. El hombre ha decidido que no quiere dejar de cantar y, cuando el enfermero ha intentado echarle un brazo por encima del hombro, se ha zafado y se ha alejado de él, elevando más aún el tono de voz. Entonces, el resto de asistentes empieza a corear su nombre:

—¡Juanín, Juanín, Juanín!

Su música les dejaba fríos pero un enfermero corriendo detrás de él es otra cosa. Otra muy diferente. Boris procesa los datos que le proporciona la escena y los coteja con las peleas que presenciaba cuando era un crío, en el parque que había al lado de su casa. Las semejanzas son muchas. En realidad solo falta una, para que la coincidencia sea prácticamente completa: que los internos cambien los gritos de «¡Hale, hale!» por los de «¡Dale, dale!».

Boris se levanta y sale del ojo del huracán con Juanín cantando junto a su oído y el enfermero acercándose a él. Por lo demás, el griterío empieza a ser casi insoportable en toda la sala. Muy a su pesar, llega a la conclusión de que no va a poder saber cómo termina el periplo de la leona que tanto cariño ha despertado en él. Desde la puerta le hace un gesto a Teo para que le acompañe y, unos segundos después, está a su lado, sonriente, sin dejar de prestar atención a la pequeña persecución.

—Vámonos.

—¿Qué dices? ¿Estás loco? No me pierdo esto ni borracho.

—Venga, Teo, por favor, cuéntame ya lo que sea, joder, no me puedes tener así.

Juanín se zafa una vez más del acoso del enfermero y, a un par de metros de Boris y de Teo, con un movimiento rápido, se baja los pantalones y los calzoncillos y se los tira a su perseguidor, después, sin parar de vociferar su canción, pasa junto a ellos y se pierde al fondo del pasillo. Antes de salir al patio, se quita la camiseta y la deja en encima de un banco.

Detrás de Juanín, el enfermero y, detrás de él, casi todos los espectadores de la sala de televisión que, riendo y gritando, animan al fugitivo a continuar.

—Vamos, hombre, no seas caga prisas —dice Teo—. A ver qué hacen con Juanín, que hoy está desatado —concluye mientras le invita a seguirle.

Afuera hace mucho frío y está empezando a nevar. El prófugo va de un lado para otro sin prestar atención a nada ni a nadie. Desde las cristaleras, resguardados, varios enfermeros le observan. Boris supone que esperan a que se desfonde o a que deponga pacíficamente su actitud. Entonces, después de unos minutos de frenesí saltimbanqui, se detiene junto a un árbol, se sienta en la hierba que, por momentos, empieza a blanquear, y se hurga la nariz como si no hubiera pasado absolutamente nada en los últimos diez minutos. Una de las enfermeras sale entonces al jardín con una manta y se la pone por encima de los hombros mientras él observa la punta de su dedo índice en busca de alguna captura.

El resto de internos, poco a poco, entre caras de desaprobación y comentarios de desánimo, se va dispersando para volver a su inactiva y pasiva actitud habitual.

—Esto es lo que me gusta de este sitio, Boris. Pueden pasar cosas terribles, altercados, disturbios, peleas… Lo que sea. Se puede estar acabando el mundo; cinco minutos después la vida continua como si no hubiera sucedido absolutamente nada. Es como si las cosas no sucedieran en realidad, como si todo lo que vemos fueran alucinaciones transitorias y efímeras que solo son verdad mientras están ocurriendo pero que, dos minutos después, se volatilizan sin dejar rastro y te abandonan con la sensación de que no ha pasado nada.

—Ya.

Teo sonríe.

—Joder, cómo me gustan estas pastillas. Parezco hasta más listo.

—Tienes razón, todo hay que decirlo. En eso tienes razón.

—¿Ves de lo que te hablaba? Si quieres te dejo alguna para cuando se te ponga la cosa jodida.

Boris le mira sin contestar.

Teo se mete la mano en el bolsillo y le tiende uno de los dos blísteres que contiene la caja, el que ya está utilizado. Ocho o diez pastillas para los días nublados.

—Cógelas, yo me paso el día colocado. Muchas veces me dan de estas mismas. Si quiero conseguirlas solo tengo que ponerme un poco pesado. Ya sabes, insultar a algún enfermero o pedirle diez o quince veces que me de otro paquete de galletas —le dice Teo sonriente.

—¿Si las cojo me dirás lo que sabes de Nina?

—Vale.

Para cuando Teo se decide a desembuchar, el sol se ha ocultado detrás de la montaña y la oscuridad comienza a adueñarse del paisaje.

 

 

 

28

 

Con la llegada de la noche una relativa calma se adueña de La Quinta de la Montaña. El trasiego habitual se convierte en algo más cansino y ramplón, más lóbrego y tétrico. La intensidad general de las luces disminuye sustancialmente y el color de las estancias y de los lugares comunes se afea y se diluye, mezclándose en parte con la negrura que, de muros para afuera, campa a sus anchas. Los pasillos y las estancias comunes se vacían casi por completo y solo albergan, muy de vez en cuando, los pasos cansinos de algún bedel o enfermera que, empujando su carrito, lleva a cabo alguna de las tareas asignadas a su turno. Durante la noche se hace muy raro encontrar a un interno deambulando sin custodia y, los que se prodigan, lo suelen hacer a hurtadillas, saltándose las estrictas normas que rigen la convivencia nocturna del sanatorio. De vez en cuando suenan gritos apagados, quejidos repetitivos o monótonas letanías que minan el silencio generalizado.

En el pasillo central de la primera planta suena un chirrido metálico y rítmico. Isaac empuja una camilla vacía maldiciéndose a sí mismo por haber elegido la que tiene una de las ruedas rotas. Cada vez que la toca el suelo, la rueda da un respingo y produce un ruido agudo que le recuerda que la camilla que ha desechado, por tener una sábana sucia encima, es la que debería haber elegido. De cualquier manera, decide que no necesita volver atrás para cambiarla y, a pesar del ruido intermitente, sigue avanzando.

De nuevo espera tener la fortuna de no cruzarse con nadie. Esta vez no necesita ocultar el hecho de llevar a una paciente adormilada en la camilla, aun así, prefiere no ser visto ni recordado por ningún compañero ni ningún interno. Ya tuvo bastante con pasar al lado del imbécil de Teo mientras dormitaba sentado en aquel banco.

Repasa mentalmente lo que se propone hacer y, pasando lista a sus tareas, cree tenerlo todo bajo control.

Después de atravesar todo el pasillo se detiene delante de la botonera del ascensor y espera a que se abran las puertas, mirando nerviosamente a un lado y a otro, sin poder dejar de hacerlo hasta que consigue entrar dentro.

El sitio en el que encontró a Teo cuando bajó con Nina está ahora vacío y puede sacar la camilla del ascensor sin que nadie tome nota de lo que está sucediendo.

En su cabeza una idea fija: no está haciendo nada malo y, además, va a conseguir sacar un buen pellizco. Sabe que, si tuvieran que castigarle por algo, sería más que justo que lo hicieran por lo que le hizo a Nina mientras dormía. Pero, ¿por ayudar a un médico en su investigación y colaborar en la curación de una inocente? ¿Qué mal puede haber en echarle una mano al doctor en este asunto? Isaac decide que lo que tiene que hacer terminará siendo bueno incluso para Nina.

Pelillos a la mar. A la mierda los resentimientos y, sobre todo, los remordimientos. Con esto que se propone hacer su conciencia quedará limpia y su bolsillo lleno. Diez sobre diez. Es muy posible que, gracias a su colaboración, la hija del doctor y la propia Nina recuperen la memoria. Visto así, su cometido se convierte en algo, además de muy rentable, muy loable. ¿Qué más se puede pedir? Es el sueño húmedo del capitalismo moderno, el fin último de cualquier buena acción: conseguir el bien tanto para el que la lleva a cabo como para el que la recibe.

El ideal de perfección.

Sobre todo le seduce la idea de dejar a un lado el asunto de la otra noche, su pequeño desliz con esta paciente, tan atractiva como repulsiva para él. Nada profesional, desde luego, aunque, a todas luces y desde su punto de vista, completamente inevitable. ¡Qué demonios! Tampoco fue para tanto, joder. Él se llevó su ración y, aunque la muy tarada ni siquiera sea capaz de recordarlo, también cosechó su parte. Quid pro quo, el intercambio perfecto. Y ahora, poco después, la redención, para él y, muy posiblemente, el final del túnel para ella. Y encima llevándose una pasta por hacerlo.

¿Qué más se puede pedir?

Otra vez el final del pasillo, otra vez la escaleras angostas. Otra vez a hacer malabares con la camilla para franquear el obstáculo.

Cuando llega ante la puerta de la habitación acolchada deja a un lado la camilla y se acerca a la cerradura.

Justo antes de meter la llave un fuerte golpe en la base del cuello le hace doblar las rodillas y caer hacia un lado. Desde el suelo gira pesadamente sobre sí mismo para ver y oír cómo Boris se abalanza sobre él gritando y blandiendo, con ambas manos levantadas sobre su cabeza, un palo o una especie de estaca. Isaac, aturdido, se debate al borde de la inconsciencia. El golpe ha sido severo. Cuando el interno se abalanza sobre él con intenciones claras de rematar la faena, Isaac acierta a levantar la pierna izquierda, impactando con el pie sobre la cadera de su agresor, que, sorprendido, se desequilibra hasta encontrar apoyo contra la pared, aunque no consigue detenerse hasta que planta la rodilla derecha en el suelo.

—¿Así que tú eres el cabrón que la ha metido ahí?

Isaac, aún en el suelo y sin posibilidad de levantarse, mueve la cabeza lentamente, a un lado y a otro, intentando negar algo a la vez que gime y balbucea. Eso es todo lo que su maltrecho organismo es capaz de concederle en este momento.

—¿Boris? —Desde dentro de la sala acolchada suena la voz de Nina.

Boris se levanta de nuevo y se dispone a terminar el trabajo:

—Eres un malnacido, Isaac.

Justo antes de que el palo descienda implacable sobre su presa indefensa, un fuerte empujón le lanza de nuevo contra la pared, haciendo que tenga que soltar el arma para protegerse del impacto. Cuando se da la vuelta ve al doctor Ortiz enseñándole las palmas de las manos vacías.

—Vale, Boris, sé cómo te sientes y sé que necesitas una explicación, además, creo que la mereces —dice Rodrigo.

—¿Boris? —grita Nina desde el interior.

—¿Qué explicación? ¿Eh? ¿Qué explicación? —Boris, recuperándose del empujón, se dirige al médico, presa de la rabia, incapaz de entender cómo ha sido capaz de hacerle algo así a su amiga. Él sabe que ya hace años que no se usan esas habitaciones y no entiende cómo puede ser que un científico haya decidido condenar a Nina a semejante tortura.

Desencajado, se abalanza sobre él.

Rodrigo, que ve venir la embestida, intenta defenderse afianzando sus pies en el suelo para amortiguar como pueda la fuerza que se le acerca. Aun así, los dos retroceden varios pasos hasta chocar contra la pared contraria. Esta vez, la peor parte, se la lleva el doctor.

—¡Boris! —A pesar del impacto trata de hacerle entrar en razón.

Con el resuello maltrecho y un hilo de baba cayéndole por los pelos de la barba, Rodrigo intenta sacarse al interno de encima para poder darse un respiro. Boris retrocede tres pasos y prepara una nueva embestida.

—Hatajo de malnacidos.

—¡¡¡Boris!!! —Nina grita cada vez más fuerte.

Entonces suena un golpe seco.

Isaac ha tenido cuidado de no cometer el mismo error que Boris y ha apuntado directamente a la cabeza.

Boris se desploma instantáneamente y queda inmóvil en el suelo.

—Bien, Isaac, parece que este no tenía intención de llegar a ningún acuerdo con nosotros.

—Joder, ¿qué coño es esto? —dice Isaac mientras, extenuado, deja caer el arma. Ha utilizado todas la fuerzas que le quedaban para incorporase y recoger la estaca mientras que sus dos compañeros de escena se enzarzaban entre ellos. Con él penúltimo aliento que guardaba ha golpeado a Boris y ahora no le queda otro remedio que dejarse caer también e intentar recuperar la respiración y la consciencia en el suelo.

 

 

 

29

 

Nada más terminar su conversación con Teo, Boris corre hacia las escaleras, descuidado, desatado, sin reparar en nada que no sea bajar al sótano para ver si su amiga se encuentra allí. No termina de darle a la confesión de Teo todo el crédito que querría, aun así, es la única pista que ha encontrado y no tiene nada mejor que hacer. Y, por descontado, si de algo tiene ganas, es de encontrarla. Es casi la hora de la cena y no hay demasiada gente por los pasillos, los internos suelen recluirse pronto en sus habitaciones. De hecho, la mayoría lo hacen nada más dejarles volver a ellas, como los corderos que entran al redil en cuanto el pastor les abre la cancela, deseosos de estar acotados, estabulados. En casa al fin.

El camino está prácticamente franco. Después del primer tramo del recorrido le toca ocultarse durante unos instantes en uno de los baños para evitar cruzarse con una enfermera que hace su ronda de habitación en habitación. Otra rápida caminata y está en las escaleras que descienden al sótano. Abajo, la penumbra, el desorden y la suciedad. El abandono hace que esta parte del sanatorio parezca pertenecer a un lugar diferente, a otro más sombrío y desangelado aún que el que habita de costumbre.

Comienza empujando puertas y golpeando paredes, recorriendo estancias sin destino claro, intentando no dejar ninguna zona sin revisar. No tarda mucho en empezar a gritar y a aporrear y patear todas las puertas que encuentra cerradas. Hay pasillos enteros a oscuras y salas completas llenas de muebles viejos, apilados sin criterio alguno. Después de pasar como un huracán por todos los sitios por los que ha podido pasar se detiene unos instantes a recapacitar y cree comprender que, si ella hubiera estado recluida detrás de alguna de las puertas que ha encontrado cerradas, le ha debido de resultar imposible oírla. Su voz hubiera quedado apagada por el estruendo que ha estado organizando. Así pues, se dedica a dar una segunda pasada procurando ser un poco menos ruidoso.

En uno de los pasillos, a través de una de las puertas, junto a una de las salas llenas de muebles desvencijados, oye la voz que está buscando:

—¿Hola?

Boris permanece entonces quieto y en silencio, como una estatua.

—¿Oiga?

Es ella.

Con una sonrisa dibujada en los labios se acerca a la puerta y tira del pomo para intentar abrirla:

—¿Nina?

La puerta no se abre.

—¿Boris?

La voz que acaba de escuchar al otro lado, pronunciando su nombre, es, en efecto, la de su añorada amiga. Durante un par de segundos Boris no termina de darse cuenta de lo que ha sucedido. Nina le ha oído llegar y le ha llamado por su nombre, lógico. Entonces cae en la cuenta: ¿cómo puede ser que le haya llamado por su nombre si no la ha visto en todo el día?

La sonrisa que ya adornaba sus labios se estira todavía un poco más. A la buena noticia de encontrarla se suma la de descubrir que recuerda su nombre.

—¿Estás bien?

—Sí. Bueno no, pero ahora sí. —La voz de Nina, a pesar de que casi está gritando, suena apagada y lejana, amortiguada por la precaria insonorización que rodea la habitación—. La verdad es que no.

»Tengo una camisa de fuerza puesta. Tengo frío. Y hambre —Nina enumera sus pesares, despacio, a medida que se le van ocurriendo.

—La puerta está cerrada con llave, Nina, creo que no puedo hacer nada.

—Tengo miedo. No sé por qué me han metido aquí. Estoy desnuda, aparte de la camisa de fuerza, claro. Tengo miedo. ¿Cerrada?

—Sí, lo siento, no hay forma de abrirla desde aquí. Mierda.

—Busca algo, mira alrededor, por si hubieran dejado la llave por ahí, no sé. Haz algo, Boris, no puedes dejarme aquí.

—Nina, no voy a dejarte aquí, tranquila, ahora que te he encontrado no pienso abandonarte.

—Pues sácame de este maldito sitio, por favor.

La conversación se desarrolla a gritos.

—Espera, dame un minuto.

—¿Boris? No te vayas.

Para cuando Nina termina de hablar su amigo está en la sala contigua, buscando entre muebles viejos. Empujando mesas destartaladas y arrastrando pesadas sillas. En uno de los rincones, bajo una vitrina coja y medio destrozada, con las puertas descolgadas, encuentra una barra de hierro, un poco más gruesa que su dedo pulgar. En el camino de vuelta a la puerta se entretiene sopesándola entre las manos. Cuando llega vuelve a oír los gritos de Nina, que no ha dejado de llamarle desde que se ha marchado.

—Voy a intentar abrirla.

—¿Has encontrado la llave?

—No.

Durante los siguientes cinco minutos se afana en golpear, tanto la cerradura como la hoja de metal. Trata también hacer palanca en los goznes o introducir la barra por alguna de las delgadas juntas que separan la puerta del cerco.

Nada.

Boris llega a la conclusión de que por algo esto es un manicomio y que, también por algo, estas estancias están diseñadas para retener a gente potencialmente peligrosa. Los golpes y las embestidas terminan por agotarle. Apoyando el hombro en la puerta habla con Nina:

—No puedo, Nina. Esta puerta debe ser de acero puro, no hay forma de hacer que esto ceda.

—Joder, Boris, joder, joder, joder. No aguanto más aquí dentro. No puedo soportarlo más.

—¿Me recuerdas, Nina, sabes quién soy?

Un momento de silencio. Poco a poco, escurriéndose hacia abajo contra la pared, Boris termina por sentarse a descansar en el suelo.

—Sé que te llamas Boris y que eres un interno, que estás en este maldito lugar igual que yo. Recuerdo tu cara y tu voz. Nada más. No sé si hace dos días, o hace un año desde la última vez que te vi. No sé por qué estás aquí encerrado. Claro que, tampoco sé por qué lo estoy yo.

—¿Nada más?

—Nada más, ¿debería recordar algo más?

—No. Bueno, sí. Solo era curiosidad. De todas maneras, hemos avanzado, ¿no crees?

—¿Sí?

—Sí, Nina, antes no recordabas nada, nada de un día para otro. No recordabas nada que no hubiera sucedido en el día en el que vivías.

—Bueno, visto así.

—¿Recuerdas algo más?

Se hace difícil mantener una conversación a voz en grito.

—No sé, todo está muy confuso. Creo que soy madre, en algún sitio hay una hija mía, o un hijo. No lo sé. Tengo la sensación de que en mi cabeza no hay más que niebla pero también tengo la sensación de que ahí al fondo, justo detrás de la niebla, está todo lo demás. Todo esperando para aclararse, para desvelarse. Tengo continuamente la sensación de poder tocar el resto de mis recuerdos con la punta de los dedos. No sé, el caso es que, al final, no consigo recordar nada.

—Me recuerdas a mí. —Boris vuelve a sonreír.

—Tú eres bueno, ¿verdad, Boris? Tú no vas a hacerme daño, como el enfermero y el doctor, ¿verdad?

—¿Cómo? ¿El enfermero y el doctor?

—Sí, claro que sí. Ellos son los que me han metido aquí.

—¿Isaac?

—Sí, ese, Isaac.

—¿Y Rodrigo? ¿El doctor Ortiz?

—Él también, los dos. Pero, Boris, al doctor le conozco, al enfermero no. Es decir, sé que trabaja aquí pero no le conozco. Al doctor sí le conozco.

—¿Le conoces?

—Sí, le conozco. Sé quién es pero está la niebla, maldita niebla. Y, ¡joder, también está el bicho! ¡El puto bicho! ¡Asco! ¡Asco! Joder. Él no me deja recordar. Hace que me confunda. Me molesta y consigue volverme loca.

Boris no sabe si prestar atención a su amiga o a la mole de pensamientos que viajan raudos por su cabeza. No comprende las cosas que Nina le está diciendo, así que imagina que, en su situación, es muy probable que la tengan sedada y que la dosis elegida para la ocasión supere con creces la aconsejada para estados normales.

—Escúchame, Nina.

—Todo es muy confuso, joder. Muy confuso.

—¡Nina!

Al fin, consigue que permanezca un instante callada.

—¿Estos dos te han secuestrado?

—Sí, Boris, claro que sí, de verdad. Yo no he hecho nada, me tienen aquí metida contra mi voluntad.

—Bueno, eso aquí no es demasiado raro.

—¿Cómo?

—Nada, nada. Escúchame. Hay una cosa que creo que es segura. Alguno de los dos, o los dos, tienen que volver. ¿Hace mucho que han estado aquí?

—No lo sé. No lo sé, no sabría qué decirte. Estando aquí dentro es difícil medir el tiempo. No sé cuándo es de día o cuándo es de noche. He estado dormida a ratos. Hace horas, unas cuantas horas, demasiadas horas, sí, demasiadas horas.

—Mira, Nina, si seguimos aquí, gritando, no van a tardar en oírnos. Tienen que volver. No sé exactamente cuándo ni a qué pero tienen que volver ¿Tienes hambre?

—Joder, sí, mucha. Muchísima.

—Bueno, pues entonces es seguro que no tienen que tardar mucho. Vamos a hacer una cosa: voy a la habitación de al lado a esperarles.

—No, Boris, noooo. —Nina no tarda ni un segundo en mostrarse contraria a la idea de volver a quedarse sola. No sabe bien quién es Boris ni qué relación es la que tiene con él pero parece tener mejores intenciones que los otros dos que han venido a verla desde que está en la maldita habitación acolchada—. No te vayas, por favor.

—¡Nina, escúchame! —Parece que consigue que guarde silencio un instante—. Voy a estar en la habitación de al lado, a cinco metros de aquí, no pienso marcharme. Solo voy a estar ahí, esperando a que aparezca alguno de estos dos. ¿Vale?

— Vale. ¿Y qué vas a hacer cuando aparezcan?

—¿Cuándo aparezcan? ¿Ya se me ocurrirá algo? Tú procura no hacer ningún ruido ni nada que levante sospechas.

Nina se toma su tiempo para responder.

—¿Me has entendido?

—Vale, de acuerdo. Pero no me dejes aquí, ¿vale? No te olvides de mí, te lo pido por favor.

—Te aseguro que no voy a hacerlo, Nina, te lo prometo.

Boris se aleja entonces de la puerta y vuelve a la sala en la que ha encontrado la barra de hierro. Una vez allí la sopesa otra vez y la deja encima de una mesa. Por un momento guarda silencio, por si alguien se acercara. Después de asegurarse de que no es así coge una de las sillas que hay, una medio caída que está apoyada contra la pared, y la levanta por encima de su cabeza, después, la lanza contra el suelo con todas sus fuerzas. De donde solo había una pieza, aparecen tres. Una de ellas está formada por una de las patas, un trozo de asiento y un pedazo pequeño e irregular de respaldo. Todo engarzado y conformando un objeto prácticamente cilíndrico.

Puede que una barra de hierro sea un poco excesiva para sus preventivos propósitos.

Durante un minuto imagina la situación que se puede plantear en el momento que uno de los dos captores aparezca.

No tiene ni idea de lo que va a hacer ni de lo que puede pasar.

 

 

 

30

 

Dos hombres tendidos en el suelo. Uno de ellos inconsciente, el otro casi. Junto a la cabeza de Boris, sangre. El doctor en pie, vencido contra la pared, intentando recuperar el resuello. Nina, que ha dejado de llamar a Boris, guarda silencio al otro lado de la puerta metálica.

Después de la refriega se han acabado los ruidos y las estridencias. Solo se oye, en algún sitio, el repiqueteo de la lluvia que ha empezado a caer, en algún cristal lejano, en el tejadillo de aluminio de alguna ventana.

Rodrigo, respirando trabajosamente, se inclina sobre Isaac y le ayuda a levantarse:

—Vamos, tenemos que darnos prisa. Hay que ponerse en marcha.

Mientras Isaac se incorpora, llevándose las manos a la base del cuello para intentar desentumecerlo, Rodrigo se acerca a la puerta.

—¿Estás bien, Nina? ¿Te encuentras bien? —dice a media voz. Apenas se aprecia el movimiento de los delgados labios del doctor detrás de su poblada barba.

No hay respuesta.

—Abre, Isaac.

Los goznes herrumbrosos vuelven a chillar cuando el pesado trozo de metal gira sobre ellos para dejar a la vista el interior de la habitación.

Al fondo, en uno de los rincones, entre el agujero en el suelo que sirve de letrina y el cadáver de la rata, está Nina, con las piernas encogidas y la cabeza apoyada sobre las rodillas, ocultando sus facciones.

Afuera sigue lloviendo.

—Nina, hemos venido a sacarte de aquí.

Ella, muy despacio, levanta la cabeza y mira a Rodrigo con el ceño fruncido y los labios apretados, blancos por la presión. Su gesto es el vivo reflejo de la rabia:

—¿Dónde está Boris? ¿Qué le habéis hecho?

—Boris está bien, no te preocupes.

—¿Qué no me preocupe?

—No, Nina, no pasa nada. —Rodrigo entra en la habitación.

—¿Qué le habéis hecho?

—Nada, Nina, de verdad. —Y da otro paso.

—¿Sabes que cada vez soy más lista?

—¿Más?

—Sí, todavía más, aunque aún no lo recuerde, cada día más. Creo que estoy creciendo. Más. Creo que veo cosas, creo que veo las cosas, creo que veo cosas que antes no veía. Ahora sé meditar, ahora sé respirar, ahora comprendo cosas.

—Nina, no he venido a hacerte daño, de verdad.

—¿No? ¿Y por qué le haces daño a Boris?

—Escúchame, lo de Boris es un pequeño accidente, un contratiempo, no es nada. Se pondrá bien, de veras. Pero tú y yo tenemos cosas que hacer.

―¿Tú y yo? —Cada vez que termina de hablar sus labios vuelven a la posición inicial. Apretados, arrugados y blanquecinos, dibujados como una grieta irregular bajo su nariz.

—Sí, tú y yo, Nina, tú y yo. Tú y yo tenemos cosas que hacer y creo que son cosas buenas para los dos. Beneficiosas para ti y para mí.

—Una de las cosas que estoy aprendiendo es a no fiarme de nadie. Y tú me produces sensaciones contradictorias. Tengo ganas de confiar en ti y a la vez siento recelo. No sé muy bien qué sucede.

—Haz caso de tu parte positiva, Nina. Escucha esa voz que te dice que todo va a ir bien, que todo se va a arreglar. Escucha esa voz que te dice que te vas a poner bien y que yo te voy a ayudar.

—Resulta que hay otra voz que me dice que me levante y salga corriendo. Hay otra voz que me dice que esto no va bien, que tenga cuidado, que me defienda. Oigo a mis pensamientos y me dicen unas cosas y también oigo a mi instinto, que me dice otras. Si estuvieras en mi situación tú también dudarías. Y creo que te conozco.

—Claro que me conoces y sabes que no voy a hacerte daño.

—Creo que te conozco, no sé por qué ni de qué, de lo demás no estoy nada segura. No puedo estarlo. Y estoy muy nerviosa.

—Nina. —Otro paso.

—Me siento insegura y amenazada, como un animal acorralado. ¿Sabes lo que sucede cuando te metes en una jaula con un animal salvaje? —Nina levanta la mirada. Sus labios siguen apretados, casi lívidos. Ahora sus ojos también. El conjunto conforma un gesto e medio camino entre el odio y la inseguridad. Está muy alterada. Contenida. Tensándose poco a poco como un globo que se infla, a punto de reventar.

—Mira Nina, voy a contarte la verdad.

Entonces aparece Isaac en escena. Pasa raudo junto al doctor y se dirige hacia ella.

—Venga, va. Ya hemos tenido bastante cháchara por hoy. Tenemos que llevarnos a esta señorita y nos la vamos a llevar ya. —Y se inclina sobre ella.

—Espera, Isaac —dice Rodrigo.

 En la mano derecha, Isaac lleva una jeringuilla con el émbolo extendido y un líquido transparente dentro. Se agacha y, con su mano izquierda, agarra una de las mangas de la camisa de fuerza y tira de ella para hacer que Nina se levante.

—Vamos, Nina, a ver si con esto te lo tomas con más calma.

—Te vas a arrepentir de esto, Nina, recuérdalo. —A su derecha, la voz del monstruo, que acaba de aparecer en escena, la previene.

Cuando el enfermero levanta la jeringuilla ella le embiste. El primer paso atrás que Isaac da es para posar su pie sobre la rata tropezar. Nina avanza con él. Contra él. Cuando se detienen en la pared, la cabeza de ella está hundida dentro del cuello de él. Ha vuelto a funcionar su técnica de abalanzarse sobre cualquiera que se le acerque. Ella grita. Un grito enmudecido porque su boca está llena de carne. Y el grito, a pesar de ser mudo, suena como si no lo fuera. Rodrigo puede escucharlo perfectamente, incluso por encima del propio chillido de Isaac que, a pleno pulmón y con la cara desencajada, grita también, agitando los brazos a la vez que intenta sacársela de encima.

Durante un par de segundos Rodrigo no reacciona e Isaac no es capaz de zafarse de la fiera. Los gritos continúan. Finalmente, el doctor se acerca a la pareja y agarra a Nina por el pelo y tira de ella con todas sus fuerzas. Cuando consigue que la cabeza de la mujer se separe del cuerpo del enfermero un chorro de sangre sale del cuello de este como si alguien acabara de abrir un surtidor.

Isaac sigue gritando mientras se lleva la mano a la herida. Nina solo deja de hacerlo para escupir, junto a la rata muerta, el trozo de carne, del tamaño de una moneda, que acaba de arrancar del cuello del enfermero. Acto seguido vuelve a gritar. Rodrigo da dos pasos atrás, acercándose a la puerta, intentando alejarse del horror. Isaac, con la sangre brotando a borbotones por entre sus dedos, mira a Nina aterrorizado, descompuesto, como buscando una respuesta para lo que le está sucediendo:

—A ver qué haces ahora con esa jeringuilla, Isaac. —Nina ha dejado de gritar y, modulando el tono, se dirige al enfermero—. Ya te he dicho que no me dabas buena espina. No sé qué será lo que me has hecho. Ahí tienes tu merecido. Juzga tú mismo si es o no razonable tu condena. Y, si quieres aprovechar la jeringuilla, más vale que te la pongas tú mismo.

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