Nina

Nina


PORTADA

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Mientras Nina habla, Isaac cae de rodillas, sin dejar de mirarla, sin parar de sangrar. Por un instante retira la mano y la observa, como intentando cerciorarse otra vez de que lo que le está sucediendo es real. Después de contemplarla se fija en el doctor. Cada segundo que transcurre le hace estar más confundido. Ni siquiera acierta a hablar. Vuelve a ponerse la mano en el cuello. La hemorragia es imparable, tremenda. Todo a su alrededor se está volviendo rojo. Rojo intenso. Sus ropas, la tela del suelo a sus pies, la pared sobre la que se apoya… Hasta sus ojos han cedido a la riada y no han tenido más remedio que teñirse de sangre para contemplar el final que se cierne sobre ellos.

Entonces el doctor se acerca a él y le arrebata la jeringuilla de entre los dedos. Acto seguido se la clava en el hombro, a través de la ropa, y presiona el émbolo rápidamente hasta que no queda ni rastro de líquido en su interior.

Mientras se desploma, Isaac le mira y habla:

—No puede ser.

Unos segundos más y deja de moverse.

—Vaya que sí. Claro que puede ser. Ya lo creo —dice el monstruo, sentado en el suelo. Nina prefiere no prestarle atención.

Por entre los dedos de Isaac, que ya apenas presionan la herida de su cuello, la sangre sigue brotando.

Nina vuelve a escupir y restriega su boca contra la tela áspera y sucia del hombro de la camisa de fuerza, como intentando borrar de ella cualquier rastro que pueda conservar del contacto que acaba de mantener con el hombre que yace moribundo. La sangre que había en sus labios se extiende por su mejilla como si se le hubiera corrido el carmín. Después mira a Rodrigo:

—Ahora estoy más tranquila. Creo que la jeringuilla no era necesaria.

—Parece que sí lo era. Al final no nos ha venido mal. Alguien nos lo ha agradecido. ¿Te asustan las agujas?

—No me gustan, no me gustan nada pero no ha sido precisamente la aguja la que ha tenido la culpa de lo que acaba de suceder.

—Eso espero.

—No te preocupes.

Rodrigo mira a Isaac otra vez. Inmóvil, tendido en el suelo. Cada vez hay más sangre.

Le cuesta mantener la calma, sus gestos lo denotan, aun así sabe que necesita guardar la compostura. De lo que pase en los próximos minutos depende, en buena medida, el éxito de sus propósitos. Siente la imperiosa necesidad de no dar nada por perdido, de asimilar lo que está sucediendo como razonable y de no bajar la guardia a pesar de la gravedad de la escena. No ha llegado hasta donde ha llegado para darse la vuelta ahora, para mirar hacia otro lado, para atiborrarse de dudas y volverse por donde ha venido. Sabe que, si quiere conseguir lo que persigue, tiene que limpiarse los mocos él solito, recomponerse y mantenerse en la pelea.

—¿Y yo? ¿Merezco yo otro juicio sumarísimo como el que le acabas de organizar a este desgraciado?

—Creo que no, pero eso no quiere decir que en realidad no lo merezcas. Tú vives en mi nebulosa, vives en la bruma que nubla mi memoria. Sé que detrás de ella está tu imagen. Estás tú —mientras pronuncia estas últimas palabras Nina se apoya en la pared y se deja caer hasta sentarse en el suelo—. Estoy un poco cansada. No sé si me encuentro bien.

Rodrigo se acerca a ella, sin llegar a ponerse a su alcance.

—Tenemos que salir de aquí, Nina. ¿Qué te parece?

Ella mira a un lado y a otro y no ve a su acompañante particular por ninguna parte.

Hay veces en las que llega a tener la sensación de encontrarse perdida cuando el monstruo la abandona.

Se descubre a sí misma a punto de admitir que pueda echar de menos semejante compañía. De alguna manera, Asco, llena su cabeza de palabras, de historias, de sensaciones que, aunque sean ajenas, consiguen tapar algunos de los agujeros que pueblan su cerebro. Sus conversaciones con el bicho hacen que sus neuronas procesen datos nuevos, que se reactiven, que se ocupen en tareas diversas. Justo ahora, después de lo que acaba de suceder, se mira a sí misma y lo único que encuentra es una vaga sensación de añoranza por la ausencia del bicho.

—No sé, estoy un poco confundida. Esto… esto que ha pasado es muy serio.

—Mira Nina. —Se acerca un poco más a ella—. Esto que hay aquí es un cadáver —le dice mientras señala con un gesto hacia Isaac— y los cadáveres no suelen traer buena suerte. Lo más probable es que no tarden en encontrarlo y que, acto seguido, te lo carguen encima.

—¿Solo a mí?

—Supongo que sí. Pero que conste que no soy ni policía ni juez. Lo más probable es que tomen las medidas de la herida y que luego las cotejen con tu dentadura y con la de Boris, que está ahí afuera durmiendo la siesta. Si os pusierais muy pesados, quizás consiguierais también que las compararan con mi dentadura. Pero no creo que fuera necesario llegar hasta mí. Tengo la sensación de que antes de fijarse en el médico se fijarían en los pacientes y tú y yo sabemos que, siendo así, no tardarían en dar con el autor.

Nina levanta la cabeza y le mira. Parece que empieza a comprender la gravedad de la situación y las pocas salidas que tiene.

—¿Sabes qué, Nina? Este sitio, en realidad, es bastante agradable y acogedor. He estado en instituciones que, comparadas con La Quinta de la Montaña, parecen sumideros. Créeme, pasarías de vivir en un hotel de cinco estrellas a verte en una madriguera. No suelen tratar demasiado bien a la gente violenta.

—No sé lo que quiero hacer.

—Escúchame, Nina. Yo te necesito y tú me necesitas. Los dos nos hacemos falta. Tú eres beneficiosa para mí y yo puedo serlo para ti. Necesito que te cures tanto como lo necesitas tú y quiero saber cómo conseguirlo.

—¿Y a qué viene tanto interés?

—Tengo una hija con tu mismo problema. Exactamente igual que tú. Cada mañana, cuando se despierta, ha olvidado todo lo que vivió el día anterior. ¿Te suena de algo eso?

—¿Y yo soy tu cobaya?

—Sí tú te curas encenderás una luz al final del túnel.

—Recuerdo lo que hice ayer.

—Ya me voy dando cuenta.

—Pero no estoy curada.

—No lo estás, ni mucho menos. Tu camino va a ser largo y, a veces, pedregoso y empinado y es necesario que tengas a alguien a tu lado para sortear los obstáculos. Es necesario que alguien controle tus progresos y te ayude a seguir avanzando.

—¿Entonces, qué propones? —Nina levanta la cabeza y mira fijamente a Rodrigo.

—Ven conmigo. Confía en mí y vámonos de aquí.

—¿Ahora?

—Claro, ahora mismo.

Nina se levanta y, ante la mirada de Rodrigo, sale de la celda y se inclina sobre Boris.

—Ven.

El doctor se acerca a ella.

—Quítame la camisa.

—Levántate y date la vuelta.

Cuando ella le da la espalda le desabrocha las ataduras y da un paso atrás.

Ella se vuelve a girar y deja entonces caer los brazos.

—Aaaahhh.

Su cara se retuerce de dolor por el tiempo que han pasado sujetos contra su cuerpo. Durante un par de minutos camina lentamente de un lado a otro, maldiciendo en voz baja y tratando de que sus extremidades se desentumezcan poco a poco.

—Encima de la camilla tienes algo de ropa.

Ella se coloca delante de Rodrigo y tira de la tela que la cubre hasta que la camisa de fuerza resbala por sus brazos y cae al suelo. Por unos instantes permanece desnuda, mirándole a los ojos.

—Ahí está tu ropa, Nina, puedes vestirte.

—¿Quién eres?

—Vístete, Nina. Ya habrá tiempo para preguntas.

Sin mostrar pudor alguno Nina se acerca a la camilla y se viste. Ropa interior, pantalón vaquero, camiseta, jersey gris de cuello alto y botas. Cuando acaba con la operación vuelve a inclinarse junto a Boris.

—¿Se pondrá bien?

—Seguro. La herida no es profunda y ese bulto tan desagradable que ves ahí, no es más que un chichón. Enorme pero solo un chichón.

—Me gustaría que Boris viniera con nosotros. Me cae bien, él ha sido muy valiente y muy bueno conmigo.

—Nina, por favor. Esto es algo muy comprometido. Bastante haremos si conseguimos salir tú y yo de este sitio. Va a ser complicado. Boris no pinta nada en esto. Él estará bien. Despertará y volverá arriba a contar lo que ha sucedido y le curarán la herida y ya está. Él no está metido en ningún lío. Si le llevamos con nosotros formará parte del problema, no de la solución. —Ella escucha en silencio mientras acaricia suavemente la cabeza de su amigo, cerciorándose de que ya no sangra—. Él ayudará a arrojar luz sobre la muerte de Isaac y servirá para que aten cabos sobre este asunto.

—Boris es bueno. Creo que no debemos meterle en esto. Espero que esté bien y que la vida nos vuelva a reunir en mejores circunstancias.

—Esa es una decisión muy sabia, Nina, ahora, salgamos de aquí.

—¿Tienes algún plan?

—Eso espero.

 

 

 

31

 

Boris ha quedado abajo, inconsciente. Dentro de la habitación acolchada el cadáver de una rata, el de un hombre y un enorme charco de sangre. La oscuridad y el cautiverio se alejan mientras que Rodrigo y Nina suben por las angostas escaleras que conducen a la primera planta. En mitad de la ascensión, Nina pone la mano en el hombro de Rodrigo obligándole a detenerse:

—¿Por qué me habéis encerrado en ese maldito agujero?

—Necesitaba que Isaac me ayudase a sacarte de aquí, yo no conozco este sitio y él… él se puso nervioso y creyó que lo mejor sería quitarte de la circulación antes de sacarte de La Quinta.

—¿Nervioso?

—Sí, nervioso. En realidad todo ha sido un poco por mi culpa. Tal vez no debería haberle metido en esto. Pero… imagínate. No pensé que las cosas se pudieran torcer tanto. No pensé que lo que acaba de suceder pudiera llegar a pasar. Quizás no te conozco tan bien como pensaba que te conocía. ¡Vamos!

Cuando llegan arriba Rodrigo se detiene de nuevo para dirigirse a ella:

—Procura no despegarte de mi lado y no hacer nada raro, Nina, por favor. Creo que ya tenemos bastantes problemas encima. Ahora, nuestro único objetivo tiene que ser salir de aquí. Cuando estemos fuera empezaremos a pensar en otras cosas.

Nina no contesta, solo asiente ligeramente con la cabeza.

En el pasillo no hay nadie y avanzan sin obstáculos. Ella hace ademán de parase frente al ascensor pero él la obliga a continuar:

—Las escaleras son más seguras. Menos arriesgadas.

En la primera planta Rodrigo dirige sus pasos en dirección contraria a la puerta principal, ella le mira inquisitiva, él le pide confianza y que le siga sin rechistar. Dice que Isaac le ha explicado cuál es la mejor manera de salir sin cruzarse con nadie.

Avanzan sin sobresaltos hasta la parte del sanatorio que linda con el parque trasero. Finalmente llegan a una de las salas más pequeñas, una que está cerca de la de la televisión y que tiene un ventanal y una puerta que accede directamente al jardín. Cuando Rodrigo agarra el pomo para abrirla se da cuenta de que está cerrada desde fuera, con un pequeño pestillo. Gira la cabeza y mira al interior de la sala.

—Hazte a un lado, por favor.

Nina obedece silenciosa. Rodrigo retrocede un par de pasos y agarra con ambas manos una de las sillas. Acercándose a la puerta, la levanta y la golpea con ella. Después de tres intentos, en los que va aumentando paulatinamente la fuerza de la embestida, consigue que el cristal se rompa. Vuelve a dejar la silla donde estaba y, metiendo el brazo a través del agujero que ha hecho, descorre el pestillo, que chilla herrumbroso, mientras se desliza trabajosamente.

—Vamos.

Hace frío y llueve suavemente. Hay zonas del jardín en las que el suelo está encharcado o completamente cubierto de barro. Apenas son capaces de ver por dónde van pisando. Las ventanas de La Quinta de la Montaña permanecen oscuras. Solo hay luz en una o dos de ellas en cada planta, probablemente sean las del personal de guardia. En medio del parque dos siluetas caminan a toda prisa intentando vadear el barrizal. En una de las zancadas Nina pisa un pequeño charco, resbala y cae al suelo. Rodrigo se da inmediatamente la vuelta y se inclina para ayudarla a levantarse. Cuando vuelve al estar en pie nota el frío en casi toda la mitad derecha de su cuerpo, desde el muslo hasta el hombro. Su tropiezo no solo le ha servido para magullarse el codo y la cadera sino que, además, ha conseguido empapar la mitad de su pantalón y de su jersey.

—Joder.

—Vamos, Nina, sígueme.

Unos pasos más y están junto a la verja, al lado de uno de los pilares de ladrillo que la jalonan cada pocos metros. Junto a este, una caja de contadores de poco más de un metro de altura y un cerezo medio muerto que se escora hacia el pilar como si quisiera apoyarse en él.

—Isaac me dijo que tenía una llave que nos abriría una de las puertas que dan al exterior pero también me dijo que, cualquiera que quisiera salir de La Quinta solo tenía que acercarse al cerezo retorcido y encaramarse a él... Como podrás comprobar, Isaac no está con nosotros.

Primero Rodrigo ayuda a Nina para que se aúpe a la caja de contadores y después trepa él mismo y salta al otro lado. Una vez fuera vuelve a ayudarla hasta que llega a su lado.

—¡Corre!

Aquí la noche es aún más cerrada que en el jardín. Más allá del límite que marcan los hierros de la verja están la montaña y los árboles que conforman el bosque que rodea a la institución. Así que, lejos de los dos o tres ventanales que iluminan el jardín, la oscuridad es prácticamente absoluta. Nina avanza maldiciendo su suerte. El aire gélido de la madrugada le acaricia el cuerpo y las manos. Darse un baño en estas circunstancias y a estas horas no es lo mejor que uno puede hacer. Después de recorrer un par de cientos de metros junto a la verja, tanteándola a cada momento para no perderse, llegan a una última revuelta desde la que se observa el aparcamiento y la escalinata por la que se accede a la entrada principal.

Se detienen.

—Bueno, Nina. La última etapa de nuestro primer paseo está ahí delante, a una carrera de distancia de nosotros. El camino hacia el parking está iluminado. El parking también. Hasta aquí hemos venido echando de menos la luz. Me temo que desde aquí hasta el coche vamos a echar de menos la oscuridad.

—Yo echo de menos unos pantalones secos.

—Iremos tan rápido como podamos pero exponiéndonos lo menos posible, ¿vale?

—Vale. —Nina asiente de mala gana, sin ser del todo capaz de apartar de su cabeza la idea de quitarse la ropa que lleva puesta y cambiarla por otra más agradable.

—Adelante.

Se separan de la verja y enfilan un camino estrecho y asfaltado iluminado cada poco por unos faroles tan pequeños como insuficientes aunque, teniendo en cuenta sus propósitos, sean de lo más adecuado. En una de las primeras curvas abandonan el asfalto para dirigirse en línea recta hacia el aparcamiento. El camino continúa bordeando el sanatorio pero, su objetivo, que comienza a acercarse, ya no está en la misma dirección.

Entonces oyen los gritos:

—¡Nina! ¡Nina! ¡Ninaaaa!

Desde uno de los ventanales abiertos de la primera planta de La Quinta de la Montaña, Boris la está llamando. Grita como si le estuvieran extirpando una parte de sí. Con una mano agarra los barrotes metálicos y con la otra se toca la cabeza, en el sitio en el que le han golpeado hace un rato.

— ¡Ninaaaa! ¿Qué estás haciendo? ¿Adónde vas?

Entonces ella se detiene a mirarle. Le adivina desde donde está, intentando arrancar los hierros que les separan mientras que tuerce el gesto por el dolor que le produce la herida de su cabeza.

Rodrigo, viendo que Nina se queda rezagada, vuelve inmediatamente hasta donde está ella y la agarra por la muñeca:

—Vamos, Nina, no podemos perder ni un segundo, te están buscando.

—Volvamos a por él.

—¿Estás loca? Si volvemos vamos a la cárcel los dos, sin remisión, para un buen puñado de años. No sé si terminas de entender esta situación. Ahí abajo hay un tío con un agujero en el cuello. Eso, normalmente, es porque alguien se lo ha hecho.

—¡Boris! —grita Nina.

—Nina, joder, un minuto más aquí y estamos perdidos. Ahora tenemos que irnos porque no hay otra posibilidad. Si conseguimos escapar ya encontrarás la manera de volver a verle. —Ella mira alternativamente a Rodrigo y a la ventana desde la que su amigo continúa reclamándola—. Piensa, Nina, piensa. Ahora salimos de esta y la puerta por la que puedes volver a ver a Boris permanecerá abierta. Si te quedas aquí pondrán más rejas y más distancia entre vosotros. Y contra eso sí que no vas a poder hacer nada. ¡Vamos!

Este último argumento, añadido al tirón que le da del brazo, hace que ella, finalmente, se decida por continuar. Mientras corre, escuchando aún su nombre en boca de Boris, le contesta:

—No te preocupes, Boris, volveremos a vernos —grita.

—Joder, Nina —masculla Rodrigo mientras terminan de llegar junto al coche y oprime el botón de la llave que abre las puertas —. ¡Sube!

En la fachada de La Quinta de la Montaña han aparecido luces, cada vez más, en las estancias que han escuchado el breve pero intenso griterío. Hace un minuto el parking estaba iluminado solo por cuatro farolas raquíticas que apenas daban para ver lo que sucedía justo debajo de ellas. Ahora parece como si estuviera amaneciendo en plena noche, como si el sol estuviera errando en su habitual rutina y apareciese en escena para no perderse lo que se cuece en La Quinta de la Montaña, en medio de ninguna parte.

Mientras las ruedas del todoterreno del doctor Ortiz chillan sobre el asfalto, intentando agarrarse fuerte a él para echar a andar, la fachada principal del sanatorio termina de iluminarse como si fuera un árbol de navidad.

Ella gira la cabeza para echarle un último vistazo a su amigo que, aún agarrado a los barrotes, ahora con las dos manos, es incapaz de dejar de gritar su nombre.

Delante, empieza un nuevo periplo, una nueva etapa. A pesar de todo, no puede evitar sentir, a partes iguales, tristeza, por lo que deja atrás, e ilusión por lo que se descubre ante ella.

Un último esfuerzo antes de salir:

Al final del parking hay una curva cerrada, casi de noventa grados, después de la cual, el camino se ensancha para enfilar la salida.

La salida.

Está en el sitio que ocupa la verja metálica a la que se acercan… cada vez más rápido.

—Ponte el cinturón.

—Rodrigo, esa verja es de hierro, ¿no?

—Creo que sí, y ahora vamos a comprobar cuanto es capaz de resistir.

—¿Estás loco?

—¿Prefieres quedarte y esperar a que venga alguien a abrirnos? —contesta Rodrigo mientras le echa una mirada rápida.

El impacto llega justo con la última palabra, mientras Nina grita y se pone los brazos delante de la cara. Las dos hojas de la verja saltan de sus goznes cuando el coche las embiste. Una de ellas cae unos metros a la izquierda y la otra se dobla por la mitad y se engancha bajo la rueda delantera izquierda del coche. Mientras avanzan los hierros chirrían y sueltan haces de chispas a la vez que el todoterreno los arrastra por el suelo.

—¡Mierda!

Rodrigo golpea el volante con las palmas de las manos y Nina se gira y mira hacia atrás para contemplar los fuegos artificiales que salen de debajo del coche. Doscientos metros más y, viendo que la situación no cambia, Rodrigo lo detiene en seco y da marcha atrás tan bruscamente como puede. Los hierros se desprenden de la rueda y salen de debajo de la carrocería. Cuando vuelve a emprender la marcha pasa sobre ellos.

—Parece que el coche está bien. No pienso pararme ahora ver qué tal ha quedado, tenemos que salir de aquí a toda leche.

La carretera es estrecha y escarpada y las últimas lluvias han derretido casi toda la nieve que había en los arcenes. En su lugar, ahora, hay dos riachuelos que acompañan al asfalto, escoltándolo a ambos lados. Las luces del coche iluminan cada revuelta, cada curva que van tomando, a cual más cerrada. En algunos tramos, la ladera desnuda y rocosa de la montaña les vigila a su derecha, enseñándoles el camino más corto para el descenso. Rodrigo conduce tan rápido como puede. Demasiado despacio en su opinión, extremadamente rápido según cree Nina, que, agarrada a la maneta interior de su puerta, intenta no oscilar como un tentetieso en cada giro.

—¿Adónde vamos?

—De momento tenemos que salir de esta montaña, de estas carreteras. Si aparece por aquí la Guardia Civil, estamos perdidos. No tendríamos escapatoria. Esto es una ratonera.

—¿Crees que nos buscan?

—A ti ya te estaban buscando y, supongo que con el escándalo que habéis montado tu amigo y tú, es muy probable que alguien les haya llamado. O sea, no es que sea probable, es que no creo que haya otra posibilidad. Además de medio manicomio, habréis despertado a algún enfermero o a algún bedel. Y es seguro que, ahora mismo, el bueno de Boris estará… —La rueda delantera derecha del todoterreno camina durante unos metros por la estrecha franja de grava en que termina la carretera, haciendo un ruido extraño—. ¡Joder! —Rodrigo tiene que hacer una corrección brusca para evitar despeñarse.

Nina mira por la ventana al barranco que se abre a su lado, se ve perfectamente que es empinado y rocoso. Apenas unos arbustos lo pueblan.

Lo que no ve es dónde termina.

—¿Qué tal si vas un poco más despacio?

—No creo que quieras conducir tú.

—No me tientes, no me lo había planteado hasta ahora pero estoy segura de que sé hacerlo. Y hasta cabe la posibilidad de que lo haga mejor que tú.

Rodrigo la mira un instante, arqueando las cejas.

—Nina, Nina, Nina. —Sonríe y guarda silencio.

Finalmente, después de otra buena tanda de curvas, cuando ella empieza a pensar si tiene algo en el estómago que pueda tener que vomitar, la carretera desemboca en otra más ancha y menos escarpada y revirada. Han conseguido llegar a la falda de la montaña sin cruzarse con nadie, ni un solo coche. Por primera vez, desde que han destrozado la verja del sanatorio, Rodrigo puede poner la cuarta marcha y soltar una de las manos del volante.

—Joder, ya era hora. —Respira aliviado.

Nina consigue soltar la maneta de la puerta y es entonces cuando se da cuenta de que tiene los dedos entumecidos y doloridos por la fuerza con la que se estaba sujetando.

A lo lejos aparecen unas luces que parpadean incendiando la oscuridad de la noche de tonos azules y blancos, a medida que se acercan. Rodrigo y Nina se miran un instante. Pueden ver, cada vez con más nitidez, que es un coche grande y alto que lleva unos rotativos encendidos en su parte superior. Unos segundos y se cruzan con él.

No lleva las sirenas puestas pero sí las luces. Es evidente que tienen un objetivo. Rodrigo no para de mirar el retrovisor hasta que los destellos se pierden tras la primera curva. Aun así, después de dejar de verlos, continúa observando el espejo cada pocos segundos, esperando angustiado que no vuelvan a aparecer a su espalda.

Dentro del coche, silencio.

Nina ha vuelto a agarrar la maneta de la puerta con fuerza, a pesar de que en esta parte del camino las curvas son mucho más suaves que en el descenso desde La Quinta.

—Hemos tenido suerte, ¿no?

Rodrigo la mira y tarda en contestar.

—Eso aún no lo sabemos, todavía es pronto para asegurarlo.

Cinco minutos más y, a lo lejos, frente a ellos, aparece otro coche. La escena es calcada a la que acaban de vivir. La misma recta en la carretera, la misma distancia, y lo que es peor, los mismos destellos azulados.

—Joder, otra vez la Guardia Civil.

Unos segundos más y se repite el encuentro anterior. El mismo, en las mismas circunstancias.

Rodrigo vuelve a mirar nervioso el retrovisor hasta que, después de haberse cruzado con ellos, los rotativos desaparecen a su espalda.

—Esto va a ser demasiada suerte.

Sigue mirando el espejo.

—Quizás no. —Nina dibuja una media sonrisa. Parece más optimista que el doctor.

Unos segundos después de que el fulgor de los rotativos desaparezca a su espalda, vuelve a aparecer. Por un momento Rodrigo llega a pensar que no se había desvanecido aún pero, no tarda en comprobar que no es así.

—La puta. La jodimos. Se han dado la vuelta.

Ella se vuelve a mirar para comprobar lo que el conductor acaba de anunciarle. En efecto, las luces, en lugar de diluirse, ganan intensidad, hasta que, finalmente, el resplandor se convierte en innegable certeza.

Rodrigo hunde el pie en el acelerador hasta que hace tope.

—Agárrate. No voy a dejar que nos cojan.

De momento, están a bastante distancia.

El todo terreno enfila las primeras dos curvas que se presentan, tan rápido como puede, con las ruedas chillando mientras consiguen, a duras penas, mantenerse en la trazada. Cien metros de recta y, después de una frenada brusca y un volantazo, saca el vehículo de la carretera y se interna entre los árboles de la izquierda. En cuanto pisa el barro, apaga las luces. Y, unos metros después, detiene el motor.

—Cruza los dedos, Nina.

El coche de la Guardia Civil pasa por la carretera, a toda velocidad, desgarrando la noche a base de estridencias. Igual que ha llegado, se pierde de nuevo, delante de ellos, hasta que, poco a poco, el ruido de las sirenas y el brillo de los rotativos desaparecen por completo.

—¿Y ahora qué?

—Pues no tengo ni idea, Nina, no sé si lo mejor es esperar aquí un rato y salir luego, o esperar a que amanezca. O salir ahora mismo. O dejar aquí el coche y salir corriendo.

—Pues sí que lo tienes bien organizado todo.

—Nina, no creo que tenga que recordarte por qué demonios hemos tenido que salir corriendo de La Quinta.

—Tengo hambre, mucha. Y me gustaría poder quitarme esta ropa mojada, joder.

—Mira en la guantera, creo que tengo una chocolatina.

—A ver si salimos de esta. ¿Me invitarás a bocadillo, a uno grande de chorizo?

—No creo que sea al mejor momento para hablar de bocadillos de chorizo. Pero bueno…

Mientras Nina da buena cuenta de la chocolatina, masticando con la boca abierta y rellenando con sus mordiscos el silencio del interior del coche, pasan unos minutos. Durante los diez siguientes los dos se mantienen callados. Nina mira a la oscuridad de afuera mientras repasa su dentadura en busca de restos de chocolate y Rodrigo se entretiene trasteando con el navegador del coche.

Por el sitio por el que ha desaparecido el último coche de la Guardia Civil, aparece otro. Sin sirenas pero con los rotativos encendidos. Pasa junto a ellos como una exhalación y vuelven a quedar en silencio.

—¿Será el mismo que acaba de pasar?

—No lo sé, Nina, es probable. Depende de cuánto haya trascendido el asunto y de a cuántos tengan buscándonos. No sé.

—Yo creo que era el mismo.

—Escúchame, estoy dándole vueltas a algo. Vamos a salir de aquí y vamos a ir a Cavanegra a escondernos. Lo he estado mirando en el navegador, está a tres kilómetros de aquí y es un pueblo bastante grande, de los más grandes que hay en la zona. Si llegamos sin que nos agarren, podemos estar allí unos días y esperar a que pase todo este revuelo. Si intentamos salir de aquí ahora mismo, nos arriesgamos a no llegar muy lejos. Es posible que monten algún control en alguna carretera cercana.

—Estoy cansada y tengo hambre, si me consigues una cama y algo de comer firmo tu plan.

—Vámonos.

Rodrigo arranca y vuelven a la carretera. Una vez allí, da las luces. En los tres kilómetros que les separan de Cavanegra se cruzan con tres coches. Cada vez que ven aparecer luces en la distancia se les hace un nudo en la garganta.

El pueblo está en una loma, en mitad de la noche no se puede apreciar toda su extensión pero parece grande. No llega a pasar por ser ciudad pero promete actividad a la luz del día. Pasan cerca de la plaza del Ayuntamiento y al lado de un par de supermercados grandes. Cuando la carretera parece empezar a dejar atrás las casas, Rodrigo, da la vuelta.

—Vale, ya nos hemos hecho una idea de cómo es este sitio.

Cerca del centro, en una pequeña plazoleta con un gran árbol en medio, aparcan el coche y lo detienen. En una de las esquinas hay un pequeño cartel luminoso: «Hostal La Carpa». Nada más apagar las luces Rodrigo abre la puerta para bajar del coche. En ese preciso instante, por la calle de enfrente, la principal, pasa un coche de la Guardia Civil. Se queda petrificado viéndolo avanzar a pocos metros de ellos, hasta que se pierde avenida abajo.

Rodrigo entra solo en el Hostal La Carpa a registrarse y paga en efectivo. Después sale a por Nina y le explica que, de momento, no hay nada de comer. Lo más razonable es meterse en la cama y tratar de descansar para estar frescos al día siguiente.

 

 

 

32

 

La fachada del hostal es amarilla y tiene, en la parte superior, el rótulo en el que está escrito su nombre. El cartel, con la mitad de los fluorescentes fundidos, está solo iluminado en algunas partes, de manera que, de noche, se lee «Hostal a Capa». Las ventanas de la fachada son pequeñas y apaisadas, con forma rectangular. Desde fuera se aprecia que el color de las cortinas de las habitaciones es rojo. Ninguna de las ventanas de las tres plantas que se ven desde la calle muestra luz alguna encendida.

O todos duermen o están vacías.

Cuando Nina llega a la recepción el mostrador está vacío. A través de una puerta que hay a la derecha ve una habitación en penumbra en la que hay un hombre sentado frente a un televisor encendido que, incorporado en su sofá, les observa al pasar. Rodrigo se dirige a él.

—Esta es mi pareja —explica sonriente.

—Vale, vale.

Nina piensa que el buen hombre debe rondar los setenta años, a pesar de que, desde donde está, no consigue verlo con claridad.

Su habitación está en la primera planta y llegan hasta ella por las escaleras.

—¿Pareja?

—Algo tenía que decirle. Presentándonos a estas horas. Y sin equipaje. Le he contado que se nos ha averiado el coche en mitad del viaje y por eso hemos llegado tan tarde.

—Bien, eso está bien. Tienes talento para esto.

La puerta de la habitación se abre con una pequeña llave de la que cuelga un enorme cilindro de calamina que hace que resulte muy incómodo llevarla en el bolsillo, consiguiendo así que a los clientes no se les olvide que, al salir, lo mejor que pueden hacer es dejarla en recepción. Adentro, el panorama no mejora.

—Joder, esto no está mucho mejor que el agujero en el que me teníais metida. Qué cortinas más horrorosas. Encima, a juego con… ¿la cama? —mientras pronuncia estas dos últimas palabras se vuelve para mirar al doctor.

—Era lo único que había, Nina. No hace falta ni que lo mencionemos. Lo mejor será que intentemos dormir unas horas y ver cómo se plantea el día de mañana.

—No sé si fiarme de ti. —No hay ningún gesto en la cara de Nina.

—No creo que tengamos muchas más opciones, aparte de fiarnos el uno del otro.

En el baño, Nina se quita la ropa y la limpia tan bien como puede dentro de la bañera, procurando no mojarla demasiado. Afortunadamente la camiseta no ha resultado demasiado afectada en su visita al barro. No puede decir lo mismo de sus pantalones, su jersey y sus braguitas. No le va a quedar más remedio que salir del baño vestida solo con la camiseta.

Cuando pone la mano sobre el pomo de la puerta oye la voz del monstruo.

—Que duermas bien.

—¡Ah!

Nina se da la vuelta, sobresaltada, deseando que ella sea lo único que haya en el cuarto de baño.

—Sí, no te preocupes. No te he dejado sola. Ya sabes que nada me haría más daño que abandonarte. No soportaría perderte, de verdad. Puede que pienses que debería tener mejores cosas que hacer, pero no las tengo.

—Tienes mala pinta, Asco.

—No me encuentro bien, ya lo sabes, estoy cada vez peor, intuyo que sé lo que me pasa pero no sé si quiero terminar de asumirlo.

—¿Y qué te pasa?

—¿Tú aún no lo sabes?

—No.

—Puede que estés peor incluso de lo que yo creía pero, bueno, no te preocupes, creo que no tardarás mucho en descubrirlo.

—A mis años no tengo intención de ponerme a estudiar para convertirme en médico, ¿o tal vez debería decir veterinario?

—¿Harías algo por ayudarme? —El monstruo abre mucho los ojos mientras formula esta pregunta.

—Si me preguntas esa estupidez es que, además de repulsivo, eres imbécil. ¿Harías tú algo por evitar que un tumor maligno desaparezca?

—Solo me falta saber, en nuestro caso, quién sería el tumor.

—Tan divertido como siempre.

—No es ninguna broma.

Nina le mira de arriba abajo, dos veces. Tiene la sensación de que hace meses que no le ve y que, durante ese tiempo, ha envejecido como si, en realidad, hubieran pasado años. El bicho está acurrucado, sentado dentro la bañera, con los brazos sobre las rodillas y el gesto torcido. Su color es mucho más pálido que de costumbre y su voz suena mucho más lejana y distorsionada. Nina nota un cambio más, uno más drástico aún:

—No veo tus alas. ¿Qué ha pasado, dónde están?

—¿Ves? En el fondo te interesas por mí y te preocupa lo que me pase.

—Ya lo creo. —Nina espera que el bicho sienta la carga de sarcasmo que ha puesto sobre estas palabras.

—Ya no están, han desaparecido. Se acabaron las alas, se acabó volar y se acabó esa facha altanera y pomposa con la que me has estado viendo. Esto que ves es lo que soy ahora. —Se apoya en el borde de la bañera y se pone trabajosamente en pie—. ¿Te gusta? —Nina pone mala cara—. Esto es en lo que me estoy convirtiendo. —Está más delgado y encorvado, definitivamente ajado y marchito. Donde antes exhibía un porte arrogante y excelso ahora solo parece capaz de transmitir cansancio y debilidad. De sus espectaculares alas solo queda una especie de prominencia justo detrás de sus hombros. Dos muñones que dan fe de lo que antes había ahí.

—Me sigues dando asco. Más todavía que cuando eras un… galán de la maldad. —Y se ríe de su propia ocurrencia.

Nina se mira en el espejo para verse a sí misma, como intentando poner tierra de por medio con la decrepitud que le ha colocado el monstruo delante de las narices. Su pelo está sucio y su cara también pero nada tiene que ver lo que el espejo le enseña con la caricatura de sí mismo en la que su acompañante se ha convertido.

Se atusa el pelo, se coloca la camiseta y sonríe otra vez. Después vuelve a dirigir su atención a la bañera... pero ya no hay nadie.

—Maleducado.

Para cuando sale del baño, Rodrigo está tumbado, vestido y dormido. Nina le oye roncar. Está acurrucado en la parte derecha, pegado a la mesilla de noche de sapelli con dos cajones que hay al lado de la cama y sobre la que casi apoya la cara. La lámpara que hay encima está encendida, iluminando el rostro de Rodrigo como si estuviera en un interrogatorio. Nina se acerca a él y se inclina un poco para apagar la luz. Antes de hacerlo se fija en su rostro:

—Hasta mañana... Rodrigo... —musita.

Y apaga la luz. A oscuras rodea la cama y se acuesta al otro lado, tratando de dejar la cara tan cerca de su mesita de noche como lo ha hecho su compañero de fuga con la suya.

 

 

 

33

 

Cuando termina de ver el coche en el que van Nina y el doctor perderse tras la verja de La Quinta de la Montaña, Boris se deja caer al suelo y rompe a llorar. A su lado, una enfermera intenta consolarle, le habla mientras le acaricia el pelo y le pide que no se preocupe y que trate de reponerse. Él no es capaz de escuchar nada de lo que la mujer le dice, es imposible. Su ilusión por vivir se ha montado en un coche y se ha alejado de él, delante de sus narices.

A pesar de todos sus gritos desesperados, Nina se ha marchado.

Al poco de empezar a vocear ha aparecido esta enfermera intentando que se calmara y que le explicara qué le había pasado en la cabeza. Él no podía escucharla, no podía hacerle caso, no quería dejar de gritar, no quería dejar de intentar disuadir a Nina de lo que estaba haciendo. No quería admitir que, al final, ella se marchara dejándole allí solo. Al menos hubiera deseado que le hubiera pedido que la acompañara, que la ayudara a salir de La Quinta, que la protegiera y que se marchara con ella para construir su nueva vida. Boris no sabe si es el rechazo o la incertidumbre lo que más daño le está haciendo, lo que más le está doliendo. Esperaba que su amiga contara con él. En realidad hubiera querido más pero, con que ella le hubiera esperado y le hubiera explicado lo que iba a hacer, habría tenido bastante. Por lo que había podido ver desde los barrotes, Nina caminaba por su propio pie, libremente, sin que nadie tirara de ella. El doctor solo se había vuelto para pedirle que continuara, no para obligarla. Y ella le había seguido.

Solo queda en su cabeza un rayo de esperanza: «Volveremos a vernos». Las palabras de Nina resuenan por encima de sus propios pensamientos y lo hacen aún con más fuerza y nitidez que las de la enfermera que intenta que se recomponga.

«Volveremos a vernos».

Boris se siente capaz de montar una cosmogonía alrededor de esas tres palabras, de organizar su mundo y su vida futura en base a la información que le puedan transmitir. A pesar de que no han sido pronunciadas en el mejor de los momentos ni las ha escuchado con la calma necesaria, a pesar de que no sabe en qué condiciones ni en qué plazo de tiempo Nina podría ser capaz de cumplir su promesa y a pesar de que sabe que el hecho de que esa promesa pueda llegar a cumplirse la traería muchos más problemas que soluciones.

«Volveremos a vernos».

Tiene la sensación de que acaba de consagrar su vida a la tarea más noble que se le pueda encargar a alguien: convertir un sueño en realidad. En pocos segundos, en medio de su angustia y de los intentos de la enfermera por conseguir que se calme, ha tomado la decisión que quiere que guíe sus pasos en adelante y que, en la práctica, se reduce a cuatro letras: Nina.

—¿Qué te ha pasado, Boris, qué es esto que tienes en la cabeza? Contesta, por favor, Boris. Serénate.

Poco a poco se incorpora y, mientras deja de sollozar, se limpia las lágrimas del rostro intentando que todo en su ser vuelva a caer en su sitio. Tiene que conseguir que la tristeza y la impotencia que la marcha de su amiga le está provocando se conviertan en ilusión y en determinación firme para encontrarla.

A lo largo de su vida, Boris ha demostrado, en repetidas ocasiones, ser incapaz de llevar a cabo empresas de este tipo. Habitualmente sus fracasos se han manifestado en él en forma de tristeza y sus tropiezos o sus incapacidades se han transformado en frustración. Él mismo tiene asumido hace mucho tiempo que su cerebro solo es capaz de procesar el día a día desde la tristeza y desde la impotencia. Sabe que hay otra gente y otras formas de vivir pero se conoce a sí mismo y ha comprobado, en más de una ocasión, que cuando la vida le da la espalda lo único que se le ocurre es pensar que no hay ninguna solución, aparte de darse un buen corte en las muñecas y esperar que un charco de sangre le saque las castañas de fuego.

Ahí está su historial médico para dar fe de ello.

Pero, por alguna extraña razón, ahora se siente preparado y capacitado para encomendarse a la búsqueda de su amiga, la que él anhela que deje de serlo para convertirse en algo más cercano e importante en su vida.

A pesar de que la enfermera sigue hablándole, él aún no ha escuchado nada de lo que le está diciendo. Poco a poco, como en un fade in muy lento, como si se le estuviera acercando desde el final de un largo y angosto pasillo, la voz de la mujer empieza a hacerse inteligible para el cerebro de Boris.

Le pide que se relaje, que deje de llorar y que pare de gritar. Acaba de descubrir por qué no podía escuchar su voz: él ha estado gritando todo el rato, así que lo único que distinguía dentro de su cabeza eran sus gritos y sus sombríos pensamientos.

—Era Nina, Teresa, era Nina. Se ha marchado. Se ha ido. Tengo que ir a buscarla. Tenemos que encontrarla. Teresa, tú no lo entiendes.

—Vale Boris, tranquilo, no lo entiendo, no pasa nada, no te preocupes. Si quieres, me lo puedes explicar, de verdad, cuéntamelo. Estoy aquí para ayudarte. ¿Qué es lo que está sucediendo? ¿Qué tienes?

—Es muy fuerte, Teresa, cuando sepas…

Entonces una lucecita roja se enciende en el cerebro de Boris. Una pequeña y lejana pero muy, muy brillante. Nina se ha escapado del sanatorio, está casi seguro de que lo ha hecho del todo por voluntad propia, y se ha montado en un coche con ese doctor que ha venido para tratarla. Y han dejado a Isaac muerto en el sótano.

La situación no es sencilla, al menos no tan sencilla como: «Nina se ha ido, tenemos que salir corriendo a buscarla». Sí, es evidente que Nina se ha ido pero el cadáver de ahí abajo hace que la historia cambie diametralmente. Esto ya no es una escapada inocente, ni una huida. Ni siquiera es un secuestro. La desaparición de Nina se ha convertido en un asesinato seguido de una atropellada fuga. Eso es, asesinato y fuga son las palabras que mejor describen el lío en el que su amiga acaba de meterse. Y todo esto sin tener claro aún cómo se han desarrollado los hechos ahí abajo. Él no sabe quién le ha hecho eso al pobre enfermero.

Hasta hace un rato el embrollo podría haberse solucionado con unas cuantas pastillas y un castigo. Con una reprimenda tal vez. Pero esto de ahora son palabras mayores. Boris tiene la completa seguridad de que la policía o la Guardia Civil no van a tardar demasiado en presentarse en La Quinta de la Montaña y empezar a hacer preguntas. Si ya estaban buscando a su amiga, está seguro de que este giro en la situación va a hacer que redoblen sus esfuerzos.

En unos pocos segundos, los que tarda en caminar apoyándose en Teresa desde la ventana hasta un banco de madera que hay detrás de ellos, termina de comprender la situación y de posicionarse con respecto a ella: Nina está metida en un lío y él, personalmente, no piensa echar más leña a ese fuego.

—¿Cuando sepa qué, Boris?

—Eeeeh. Que Nina se ha ido, que se ha marchado con ese médico.

—Lo sé, Boris, lo sé. No te muevas de aquí, y serénate, ¿vale?

—Vale Teresa, no te preocupes.

La enfermera se levanta y sale de la sala, después de atravesar un pequeño pasillo llega hasta la recepción y, una vez allí, le cuenta al celador de guardia lo que está pasando.

Cuando Teresa concluye su pequeño relato el celador levanta el teléfono y llama a la Benemérita. Después del tiempo que llevan buscando a Nina resulta que acaba de montarse en un coche con el doctor y que los dos se han marchado del sanatorio.

Mientras que la enfermera da la voz de alarma Boris permanece sentado, secándose las lágrimas y rezando para que no aparezca el picor en su nuca. La situación que ha vivido, sin duda, es propicia para que la bestia se presente y él lo sabe. Y también sabe que eso, precisamente eso, el hecho de saber que el ataque puede llegar, es, la mayor parte de las veces, el pequeño empujón final que necesita para presentarse. Pensar en él es pedirle que venga. Pero han sido ya tantas visitas, tantas reuniones, tantas horas compartidas, que es imposible no reconocer los síntomas y anticipar así, aunque sea sin querer, la temible llegada de la crisis.

A pesar de todo, esta vez el picor parece resistirse a llegar y, en su lugar, aparece una sensación de vacío en el estómago acompañada de una frenética actividad dentro de su cabeza. Casi sin quererlo, sus planes y sus consideraciones mueven ficha antes que cualquier otro posible invitado. Piensa en lo que ha encontrado al volver a la consciencia, en la imagen de Isaac tendido en medio de un charco de sangre y en la dolorosa partida que ha tenido que soportar agarrado a los barrotes de acero de la ventana desde la que ha sido testigo de cómo Nina se paraba para mirarle y formulaba su promesa: «Volveremos a vernos».

En la medida de sus posibilidades tiene que ayudarla.

Y, en cuanto pueda, tiene que ir a buscarla.

 

 

 

34

 

Durante la noche nadie viene a ver a Nina y su sueño es tranquilo y despreocupado. No hay monstruos ni fantasmas ni escenas confusas. Apenas se acuerda de lo comprometido de su situación cuando se queda dormida, exhausta por el cansancio y la acumulación de sobresaltos. No ha sido el mejor día de su vida y de eso está segura, incluso aunque no pueda recordar nítidamente ninguno más. Sus párpados se han cerrado mientras que sus ojos, bajo ellos, se movían inquietos, contemplando en su cerebro la posibilidad de levantarse por la mañana y saber dónde está y quién es la persona junto a la que ha dormido. En realidad es el mismo y último anhelo que la acompaña cada noche.

En lo referente a Isaac y al trozo de carne que falta en su cuello no hay mucho que juzgar. El ser humano es así, estamos programados para intentar prevalecer, para sobrevivir. La situación era sencilla: se trataba de él o de ella. No había mucho más que valorar. Y luego estaba esa sensación tan intensa y desagradable que había estado persiguiéndola últimamente, mitad psicológica, mitad física y que, sin que ella supiera el porqué, no hacía más que señalar en dirección al enfermero, a su ser, a su participación y a su turbadora y repelente presencia.

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