Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 35

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Las cuatro semanas siguientes fueron un infierno.

Durante ellas no pude ver a Nina a solas ni un solo minuto ni hablar una sola palabra con ella. Siempre que la veía iba acompañada de uno de los dos detectives. Los detectives iban con ella a paseo, a la compra, a la sala de juego del casino. Llegué a convencerme que se preocupaban más de Nina que de Brummer, pero esto, naturalmente, era ridículo. Se limitaban a tomar en serio sus obligaciones.

Los días fueron pasando. El tiempo se hacía cada día más caluroso. La nieve se fundió. La primavera llegó temprano ese año. Yo llevaba a Brummer y Nina a través de la Selva Negra, hacia Herrenalb y Wildbad. Dondequiera que fuéramos, uno de los detectives nos acompañaba. Comparado con estas cuatro semanas, el tiempo de Mallorca había sido un paraíso. Entonces por lo menos podía Nina escribirme, yo podía, a lo menos, llamarla por teléfono. Ahora todo esto era imposible. Los dos detectives impedían toda comunicación entre nosotros. Podíamos meramente mirarnos y sólo por espacio de un momento con el constante temor de ser sorprendidos.

Sentía que los nervios me abandonaban. Debía suceder todo de prisa, pues no podría soportarlo durante largo tiempo. Brummer se reponía a ojos vistas. Esto me hacía feliz también a mí, porque cuando se encontrara perfectamente bien, debería salir, le había recomendado el médico el dar largos paseos por los bosques. Yo conocía Baden-Baden, conocía todos los bosques de los alrededores y todos los caminos de los bosques.

Existía un camino que, por el borde de un precipicio, conducía hacia una caverna. Tan estrecho era este camino que sólo una persona a la vez podía pasar por el lugar situado delante de la caverna. En este sitio debería ocurrir. Como no tenía necesidad de acompañarle en sus paseos por el bosque, disfrutaría de tiempo suficiente para actuar.

Era seguro que Brummer intentaría este paseo hacia la caverna, tan pronto como se encontrara bien, pues todo el mundo iba allí, por lo menos una vez, cuando se encontraba en Baden-Baden, y Brummer había hablado de ello.

Así transcurrió el mes de marzo. Hacía calor ya en Baden-Baden. El suave hondón boscoso captaba la fuerza del joven sol y la almacenaba en su oscura y fértil tierra. Era difícil imaginarse que aquí, apenas cuatro semanas antes, todo estuviera cubierto con espesa capa de nieve. La tarde del 6 de abril de 1957 conduje a Brummer y al detective Elfin a la estación. Brummer esperaba visita, yo no sabía de quién. Paseamos por el andén cubierto y esperamos el expreso de Düsseldorf que llevaba un cuarto de hora de retraso.

Cuando, por fin, llegó, vi quién venía a visitar a Brummer. Bajó de un vagón de primera clase, serio, la cara roja y elegante como siempre. Llevaba un traje azul oscuro, ese día, calcetines azules, zapatos azules de antílope, camisa blanca y una corbata discretamente rayada de plata y de rosa mate. Y como siempre, olía a agua de colonia, Herbert Schwertfeger, prominente industrial de Düsseldorf en 1957 y Obersturmbannführer de las SS en Minsk en 1943.

Apretó la mano de su nuevo aliado, Brummer, mirándole directamente a los ojos. A mí me hizo una breve inclinación de cabeza. Delante de Elfin se inclinó escasamente. Con ágiles pasos recorrió el andén al lado de Brummer, mientras yo los seguía llevando su maleta y preguntándome: «¿Por qué ha venido? ¿Por qué ha venido?».

Casi inmediatamente después recibí respuesta a mi pregunta. Al sentarnos todos en el «Cadillac» y, apenas lo hube puesto en marcha —Brummer y Schwertfeger iban sentados en el fondo y Elfin, con rostro impenetrable a mi lado—, dijo Brummer riendo:

—Además..., para su información, Schwertfeger, bajo el sobaco derecho lleva Elfin un revólver cargado.

—¿Revólver? —oí que Schwertfeger decía.

—Es detective, ¿sabe usted? He tenido que procurarme un guardaespaldas. Le asombra, ¿no? También conocerá a un segundo caballero que se encuentra igualmente aquí para protegerme. He sido amenazado.

—¿Por quién?

—Ya se lo contaré, ya se lo contaré todo.

—Oiga, si yo me sintiera amenazado informaría a la policía.

—No, mientras dure la investigación. Durante este tiempo me bastará con los dos señores.

—Entonces —oí cómo decía la voz dura y habituada al mando de Schwertfeger—, me parece que han encontrado ustedes una colocación para toda la vida, señor Elfin.

El detective sonrió mecánicamente.

Se dejó oír la voz insegura de Brummer:

—¿Cómo es eso? Me escribió usted que todo iba bien. Pensé...

—También lo pensé yo. Nos hemos equivocado, amigo mío. Lofting presenta nuevas diligencias.

—¿Y la investigación?

—No puede contarse con su conclusión en tiempo previsible. Cuando lleguemos al hotel le informaré ampliamente.

No podía contarse con su conclusión en tiempo previsible.

Ahora sabía yo por qué había venido el señor Schwertfeger. Ahora sabía también algo más, es decir, que debía yo mismo presentar una denuncia, para que no fuera en vano todo lo demás, la caverna, el precipicio, las cartas, todo. Había esperado mucho tiempo. Ahora se acababa la espera. Había vacilado mucho. Se había terminado la vacilación.

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