Nina

Nina


PORTADA

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Normalmente, por las mañanas, se dedica a recorrer los alrededores del pueblo en coche. Va a los lugares cercanos e inspecciona cualquier camino que conduzca a una edificación. Poco después de llegar compró un mapa de los alrededores en una tienda de souvenirs y se ha dedicado desde entonces a ir haciendo rayas sobre las carreteras por las que ya ha pasado. Toda la zona próxima al pueblo se ha convertido en un borrón negro lleno de tachaduras y garabatos.

Hoy ha despertado algo más apático que de costumbre. A pesar del frío invernal, la mañana ha amanecido despejada y Boris se siente incapaz de pasarla al volante. Aunque solo sea por una vez, prefiere tomar un Lexatín y salir a que le dé un poco el sol. Recorre las calles cercanas a la pensión y desemboca en una de las avenidas. De camino a la plaza se detiene en una tienda a comprar el periódico y una bolsa de pipas. Cuando llega al centro se sienta en un banco en medio de un parque, rodeado de árboles altos y de farolas de acero con el escudo del pueblo grabado a mitad de su tronco. Echando un vistazo rápido a las noticias constata, relativamente aliviado, que no hay ninguna dedicada a las desapariciones. Ni a la de su amiga ni a la suya propia. Tampoco a la del falso doctor.

De vez en cuando levanta la vista para llevarse una pipa a la boca o para observar a alguno de los transeúntes. En una de las ocasiones, mientras mete la mano en la bolsa para poder seguir comiendo, observa a un hombre que se acerca caminando hacia donde está él. No sabría decir si es su forma de andar o su silueta pero hay algo en el individuo que le resulta muy familiar. Sobre todo le desconcierta mirarle a la cara, a medida que se acerca, y no ser capaz de reconocer esas facciones, entre otras cosas porque sus ojos tienden a fijarse en el vendaje que cubre la parte derecha de su cabeza.

De repente siente que los efectos relajantes del Lexatín se están desvaneciendo. Nota cómo la inquietante presencia del extraño que se acerca ha conseguido alterarle, sin haber cruzado ni siquiera una mirada con él. Entonces, y antes de que esto llegue a suceder, su instinto hace que levante el periódico y hunda la cabeza en él para simular que se interesa en su lectura.

Por un instante le ha parecido reconocer al doctor Ortiz en el extraño que acaba de pasar delante de él.

Su cerebro, a pesar de que le sugiere que tal casualidad es muy improbable, le obliga a guardar la bolsa de pipas y a doblar el periódico para poder levantarse y caminar detrás del extraño. Manteniendo una distancia prudencial intenta atisbar su rostro, tratando todo el rato de encontrar similitudes entre la cara que recuerda y la que acaba de ver. Lo primero que echa de menos es la barba, el pelo largo y las gafas pero esto, lejos de desanimarle, le hace mostrar aún más interés en su pequeño descubrimiento.

En la plaza, el tipo entra en una farmacia.

Desde fuera, escudriñando los cristales, trata de adivinar algo. Los efectos de la pastilla que tomó hace media hora están cada vez más lejos y su estómago, soliviantado, amenaza con salírsele por la boca. Apenas ha pasado un minuto cuando una señora entra también en el establecimiento. En los instantes en los que la puerta permanece abierta escucha la voz del extraño mientras le habla a la farmacéutica.

Es él. No hay duda. Es Rodrigo, o cualquiera que sea su nombre.

De repente Boris se da cuenta de que está frenético, al borde del colapso. Necesita, más que nunca, mantener la compostura y pensar rápido y bien.

Lo primero que hace es alejarse del escaparate y apostarse en otro lugar a distancia prudencial. Necesita ver sin ser visto. Cuando Rodrigo sale de la farmacia deshace el camino que acaba de hacer hasta llegar a ella. Boris le sigue. A medida que camina tras de él siente ganas de ir al baño.

—Ahora, no, por lo más sagrado, joder, ahora, no —musita.

Unos minutos de paseo y el doctor entra en una tienda. Boris mira en el interior. Su coche está aparcado a la vuelta de la manzana y dentro del establecimiento hay, al menos, cuatro personas esperando a ser atendidas antes que Rodrigo.

Solo tiene una carta que jugar y decide arriesgar. Evidentemente no tiene tiempo de subir a su habitación a evacuar pero es más que posible que sí que lo tenga para ir a por el coche para poder continuar con el seguimiento. Está seguro de que el doctor no ha llegado hasta aquí andando. Nina le dijo que estaría en una casa en las montañas. Y, aunque esta información de Nina fuera falsa, seguiría apostando a que este hombre no va a salir de aquí por su propio pie. Para cuando esto suceda espera estar, al menos, tan motorizado como él.

Mientras arranca su pequeño utilitario hace un inventario rápido: lleva encima su documentación y casi todo el dinero que ha traído. Nunca le ha parecido buena idea dejarlo en la habitación cuando sale, procura tener a mano todo lo que puede.

En menos de cinco minutos está de vuelta en la puerta de la tienda en la que acaba de dejar a Rodrigo. Sentado al volante escudriña el interior del establecimiento en busca de su silueta. No es capaz de encontrarle. En la tienda solo queda el hombre que atiende tras el mostrador y una señora bajita con un busto enorme.

—¡Mierda!

Entonces reemprende la marcha, mirando nervioso a ambos lados. No puede ser que le haya tenido tan lejos y ahora, por hacer el idiota, le vaya a dejar escapar. Pasa un minuto sin que consiga verle.

Dos.

Casi por inercia Boris conduce en dirección a las afueras del pueblo.

En el último semáforo que hay antes de entrar en la carretera de salida más cercana Boris detiene el coche ante la luz roja que así se lo indica. Rodrigo cruza entonces por el paso de cebra que hay delante de él, cargado con dos bolsas.

Boris se inclina inmediatamente sobre el asiento del copiloto como si estuviera buscando algo en la pequeña guantera que tiene a su derecha. El doctor camina demasiado ensimismado como para reparar en él. Boris piensa que el hombre tiene mala cara, que está pálido y que transmite la sensación de andar justo de fuerzas.

Ante sus ojos, y con el semáforo aún en rojo, Rodrigo abre la puerta de un todo terreno que hay aparcado a unos metros de donde se ha detenido Boris, se sube en él y, un par de minutos después, lo arranca.

Boris le sigue entonces, procurando mantenerse a la distancia adecuada. No quiere alertarlo pero tampoco quiere perderlo.

Después de una parada en la gasolinera empieza el viaje. Ahora solo tiene que esperar que la distancia que ha elegido sea la correcta.

 

 

 

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La inteligencia de Boris le dice que, en la última parte del viaje, la que se vuelve más empinada y que avanza alejada ya del asfalto, no le queda más remedio que dejar marchar a Rodrigo para no levantar ninguna sospecha.

Nada más verle podría haberse arrojado contra el impostor, podría haber empuñado un cuchillo y haberle atravesado el pecho con él a modo de comité de bienvenida. También podría haberle asaltado en medio del pueblo para saludarle y preguntarle por su amiga. Boris sabe que estas opciones son, por uno u otro motivo, poco inteligentes o directamente inviables. La propia Nina, en su carta, ya le decía que no terminaba de confiar en este hombre. Él, por su parte, hacía mucho que ya no se fiaba de él. Está más que seguro de que, cuando se produzca el ansiado encuentro, tiene que ser, necesaria y directamente, con Nina. Sin intermediarios. Solo con Nina. No puede correr más riesgos inútiles. No soportaría tener que perderla una vez más.

Cada mañana, cuando la veía en La Quinta de la Montaña, ella era su pequeño descubrimiento pero, una vez llegada la noche, estaba obligado a resignarse a perderla de nuevo, una y otra vez. El plan del día siguiente siempre era el mismo: empezar de cero.

Ahora Nina es capaz de recordarle. Así que Boris siente la necesidad imperiosa de hacer todo lo posible para que, esta vez, las cosas no se vuelvan a torcer.

Cuando llegue al lugar en el que se ocultan podrá, por fin, reencontrarse con ella y conocer a la hija del doctor, podrá comprobar en persona cómo ha mejorado Nina y cuál es el mal que afecta a la pobre niña. Cualquier cosa cuando llegue el momento pero, por ahora, lo primero es dar con su amiga.

Los últimos dos kilómetros los hace solo, despacio, esperando no encontrar ningún desvío, rezando por no tener que tomar ninguna decisión y confiando en que solo sea la inercia la que tenga que guiarle. Después de una última curva el camino desemboca en una verja cerrada con una cadena.

Aparca el coche a un lado, bajo unos árboles, tan apartado del camino como puede. Después vuelve para inspeccionar la zona. La casa que ve desde la entrada está en medio de lo que parece ser una parcela enorme, porque la vegetación le impide, tanto calcular la extensión real del jardín, como apreciar la edificación al completo.

Lo primero que hace es intentar rodear la propiedad. A los pocos metros de emprender el paseo tiene que desistir: los árboles, las rocas y lo agreste del terreno lo convierten en una misión imposible. Un par de minutos después de tener que cambiar de idea escala la verja, apoyándose en los ladrillos de la tapia, y salta al interior del jardín.

A medida que se acerca a la casa termina de apreciar el tamaño real del enorme jardín.

Aún no ha encontrado ninguna pista definitiva: no ve a ninguna persona ni ve el coche que ha venido siguiendo desde el pueblo. Lo único que descubre es una casa grande y demasiado vieja con un montículo lleno de flores justo delante del porche de la entrada.

Procura ir de árbol en árbol, tratando de no ponerse a descubierto.

A través de los cristales de la fachada principal no ve ninguna luz encendida. Una última carrera y llega a la pared de la casa, junto a la entrada, al lado de una ventana. Muy despacio se asoma para mirar al interior. El cristal está muy sucio y la persiana bajada casi por completo. No ve más que unas cajas marrones de cartón que le ocultan el resto de la estancia. Afuera solo se oye el siseo de las hojas mientras se frotan unas con otras mecidas por el viento.

Boris recorre todo el alrededor de la casa, tan sigilosamente como puede. Solo encuentra una ventana que le proporcione algo de información y lo que ve a través de ella no es nada halagüeño: una cocina llena de muebles antiguos, con rastros de grasa y suciedad y con restos de comida y basura por todas partes. El azulejo blanco que cubre las paredes ha adoptado un tono entre gris y marrón en casi toda la estancia. Cuesta trabajo creer que alguien esté utilizando un lugar tan sucio para nada. Y menos aún que una niña pueda andar entre tanta inmundicia.

Ni rastro de Rodrigo ni de su hija ni de nadie más. Tampoco de Nina.

Boris empieza a plantearse seriamente la posibilidad de haber perdido la pista en el último tramo y haber acabado en el sitio equivocado.

Entonces oye los gritos.

 

 

 

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Después de poner la cadena en la verja de la entrada, Víctor conduce el coche hasta la casa y lo guarda en el garaje. Suponiendo que alguien quiera echar un vistazo al interior de la propiedad no podrá ver nada que le haga pensar que está habitada.

Ningún cabo suelto.

Cuando entra va directamente al baño. El dolor de su cabeza, gracias al paseo y al viaje, es ahora prácticamente insoportable. Se echa a la boca dos calmantes y una primera dosis de antibiótico, tal y como le ha explicado la farmacéutica. Después bebe un trago de agua directamente del grifo.

No lo soporta más.

Antes de salir del baño toma otro calmante más.

Con las pastillas de camino al estómago va a la habitación y se tumba en la cama. Ni tiene sueño ni está cansado, es solo que no soporta mantenerse en pie ni un minuto más. Con la mirada clavada en la bombilla encendida que cuelga del techo con una polilla revoloteando alrededor, espera a que los efectos de la medicación empiecen a aliviarle.

En menos de diez minutos se siente un hombre nuevo.

El dolor ha desaparecido prácticamente por completo y una sensación de paz y calma se ha adueñado de todo su cuerpo. Entonces se levanta y baja al agujero.

Cuando abre la puerta ve claridad. Nunca recuerda si ha dejado la luz encendida o apagada al salir. Supone que es así porque no le importa lo más mínimo si su hermana está a oscuras o no dentro de la cueva que ha construido para ella.

Desde la primera vez que cogió la pala tuvo clara en su cabeza la idea de que lo que hacía era excavar una tumba en la que enterrar y mantener viva a su hermana. Viva y bien despierta, conviviendo con todo el mal y todo el sufrimiento que ha causado. Quería un sepulcro al que poder bajar a visitarla para recordarle, todos los días, cuáles han sido sus pecados y por qué merece pagar por ellos de esta manera.

A día de hoy, ni él da señales de flaqueza ni ella de arrepentimiento, así que su determinación, en lo referente al plan, sigue tan firme como el primer día.

Nina duerme de cara a la pared. Casi todos los contactos que mantiene con ella, de alguna manera, terminan resultando desagradables y traumáticos. Así que, a veces, bajar y encontrarla dormida es un alivio para él.

El cubo de la inmundicia está junto a la puerta de la jaula. Vaciar ese maldito cubo cada dos o tres días se ha convertido en la tarea más desagradable que le queda por hacer a Víctor durante el resto de su vida. Desde el último incidente está intentando encontrar una solución que facilite este problema pero aún no ha dado con ninguna que le parezca lo suficientemente razonable. Tampoco es que tenga demasiadas ganas de pensar.

Que Nina duerma a estas horas le parece un regalo difícil de desaprovechar.

Saca la llave del bolsillo y abre la cerradura de la puerta. Después la empuja muy despacio porque el cubo está justo detrás de ella y se va arrastrando por el irregular suelo a medida que esta se abre. No quiere que ningún ruido despierte a su prisionera. Cuando considera que tiene el espacio necesario para sacar el cubo mete el brazo y lo agarra por el asa.

Nina salta entonces de la cama como si de un gato se tratase. Víctor está prácticamente arrodillado y tarda en reaccionar una fracción de segundo más de lo que debería haber tardado. Es muy probable que las tres pastillas que acaba de ingerir tengan algo que ver en esto. Con la inercia que trae, Nina se apoya sobre la puerta, cerrándola de golpe contra el brazo de su hermano.

Suena un crack seco, grave y perfectamente audible.

Él grita tan fuerte como le permiten sus pulmones y sus cuerdas vocales. Con el golpe, el cubo cae al suelo vertiendo todo su contenido sobre los pantalones y el jersey de Víctor que, a pesar de la dolorosa sorpresa, se gira medio incorporado sobre sí mismo y apoya todo el peso de su cuerpo contra los barrotes, haciendo que la puerta vuelva a abrirse y empuje a Nina hacia la pared que tiene a dos metros de su espalda, hasta que se detiene bruscamente contra ella. Por el rabillo del ojo, y a pesar de lo rápido que todo sucede, sabe que puede ver la escena que está sucediendo en el espejo que hay a la izquierda de la jaula. Nina grita también. Lo hace tan fuerte como puede. En parte por el golpe pero, sobre todo, por la situación que ha provocado y por la ingente cantidad de adrenalina que corre por sus venas.

Él intenta incorporarse en medio del charco de orina mientras ella recupera el resuello para retomar el ataque. Es más que posible que ese crujido que ha sonado haya sido el del húmero de su hermano al romperse. No puede abandonar ahora. Por momentos florece en su cabeza la idea de que pueda existir una posibilidad real de conseguir salir del agujero y tiene que pelear por ella con uñas y dientes, con todo lo que tenga.

Víctor continúa gritando mientras intenta incorporarse sin apoyar el brazo derecho en el suelo, con la mitad del cuerpo dentro de la jaula y la otra mitad fuera. Nina se abalanza otra vez sobre los barrotes de la puerta. Esta vez el impacto alcanza a su hermano en el tronco, en mitad del pecho. Aun así ha tenido tiempo de incorporarse a medias y, en el último momento, ha interpuesto su brazo izquierdo entre sus costillas y el embate de los hierros. La acometida es lo suficientemente fuerte como para robarle el resuello casi de inmediato aunque no tanto como para evitar que siga levantándose.

Mientras que Nina abre la puerta para volver a cerrarla contra él, Víctor termina de incorporarse. El tercer golpe apenas le hace daño ya porque es capaz de preverlo y de contrarrestarlo. Una vez dentro de la jaula se abalanza sobre su hermana y agarra su cuello con la mano izquierda, justo debajo de la barbilla, mientras que la derecha cuelga inerte junto a su cadera.

Entonces Nina deja de respirar. Los dedos de su hermano rodean su garganta como formidables garras. Ni una gota de sangre ni la más leve bocanada de aire son capaces de circular ya por su cuello. Siente cómo la asfixia se apodera inmediatamente de toda ella. La presa que la mano de Víctor acaba de fijar sobre su garganta es tan eficaz como irrevocable.

Mientras hace aspavientos con los brazos para intentar liberarse, Nina cierra los ojos, casi por completo, incapaz de hacer nada que no sea pensar en la muerte segura y rápida que se cierne sobre ella.

En cierto sentido, y a pesar de lo desesperado de la situación, en algún lejano lugar de su cerebro divisa algo parecido al alivio.

Entonces suena el golpe y, justo después, nota que la presión sobre su cuello se afloja por completo.

—Nina.

Frente a ella su hermano se desploma en el suelo, prácticamente inconsciente. En la misma fracción de segundo contempla como su rostro desaparece de delante de ella y es sustituido por el de Boris.

—¿Nina? —insiste.

Lo primero que necesita es recuperar el resuello. Poco a poco la sangre vuelve a fluir hacia su cabeza, a la vez que el aire lo hace hacia sus pulmones, permitiendo que la consciencia pueda regresar por completo a su cerebro.

Boris está plantado delante de ella, con el cubo de la inmundicia sujeto entre ambas manos. El metal del recipiente, bien dirigido y con la fuerza necesaria, ha resultado ser suficiente para tumbar a Víctor.

Entonces se abrazan. Se abrazan en silencio y tan cariñosamente como la tensión del momento les permite.

Víctor, tendido en el suelo, se queja cerca de la inconsciencia mientras se mueve muy despacio, intentando girar sobre sí mismo.

—Nina… Nina… Nina…

Lo único que rompe el silencio cada pocos segundos es su nombre en boca del recién llegado salvador.

Aún agarrada a Boris consigue abrir los ojos por completo y terminar de rellenar de aire sus pulmones. En mitad del abrazo, con la barbilla apoyada sobre su hombro derecho, mira al suelo para vigilar a su hermano. Parece que consigue moverse y mantenerse consciente, alejándose del desmayo que hace unos segundos amenazaba con apoderarse de él.

—Espera —le dice a Boris mientras se separa de él y se acerca a su hermano.

Una vez que ha comprobado que está justo en el sitio en el que necesita que esté, agarra la puerta y la cierra, golpeándole de nuevo. Esta vez en la cabeza.

Después del golpe seco la única parte de la anatomía de Víctor que se mueve es su mano derecha. Y lo hace muy despacio.

Boris observa en silencio.

Con el segundo golpe ya no se mueve. Nada. Un hilo de sangre brota entonces de su oído, a la vez que otro lo hace de su nariz.

Silencio absoluto.

Ella se gira y le mira:

—Necesito salir de aquí.

—Vámonos ahora mismo —contesta él mientras se acerca y la rodea con el brazo a la altura de la cadera, ayudándola a caminar.

Una vez arriba Nina pide un segundo para recuperar la compostura y el resuello. Se ha dado cuenta de que sus piernas apenas la sostienen. No sabe si la culpa es solo de la tensión acumulada o si la malnutrición de las últimas semanas pudiera tener también algo que ver en esto.

En la cocina, Boris le da un vaso de agua y se sientan junto a la mesa. Ella necesita un momento de descanso:

—¿Cómo has conseguido encontrarme?

Boris sonríe mientras toma su mano y mira al suelo, al lugar donde han caído los trozos del vidrio de la ventana que ha tenido que romper para colarse en la casa:

—Con mucha suerte. Y muchas ganas.

Los dos sonríen.

—Gracias, de verdad, muchas gracias por venir a buscarme. Te he echado de menos, si es que, con tan pocos recuerdos, eso es posible.

Se cogen la otra mano.

—Era lo menos que podía hacer por ti, lo menos que podía hacer por nosotros. Si me apuras era lo menos que podía hacer por mí. —Boris sonríe—. En realidad creo que era lo único que podía hacer.

—Esto es el infierno, Boris. El maldito infierno.

—Tranquila, Nina. Ahora ya ha pasado todo. Tenemos que irnos. Y tú necesitas descansar. Ya me irás poniendo al día.

—Tengo tanto que contarte…

—Y yo quiero oírlo todo. Necesito oírlo todo. Quiero que me lo cuentes todo. En mi cabeza hay un montón de cabos sueltos. En realidad creo que lo único que tengo atado es esto que tengo ahora mismo. Lo único que tengo claro eres tú.

Nina sonríe. En su cerebro hay una pléyade de pensamientos, todos corriendo de un lado para otro, cruzándose unos con otros, estorbándose, mezclándose, haciendo que la última parte de su sonrisa se desvanezca y se convierta en un rictus.

—Necesito salir de aquí —concluye.

—Yo también, vámonos ahora mismo. —Boris está de acuerdo.

Cuando se levantan y enfilan la puerta Nina se detiene y le mira:

—Espera, ven conmigo.

Tan rápido como puede sube las escaleras y llega al piso superior. Boris la sigue sin decir nada. Nina da un vistazo rápido a pasillos y habitaciones para terminar centrándose en la única estancia que parece estar habitada.

Una vez dentro, y después de mirar debajo de la cama, comienza a inspeccionar todos los cajones.

—Nina, vámonos, por favor. ¿Qué estás buscando?

—Estoy segura de que el cabrón no pensaba mantener este plan durante el resto de mi vida sin un buen montón de pasta —dice sin detenerse.

—Déjalo, Nina, vámonos. Ya está todo hecho. —Boris, desde la puerta, observa el pasillo y, al final, las escaleras.

—¡Aquí está! —grita ella.

Nina saca el cuerpo del armario en el que buceaba tirando de una mochila verde medio abierta. Por la parte de arriba asoman fajos de billetes. La mochila es muy grande y está repleta.

—Eso pesa demasiado, déjame que te eche una mano. Yo la llevaré, pero vámonos ya de aquí.

Nina le ayuda a colgarse la mochila a la espalda y después salen de la habitación. Recorren el pasillo y bajan las escaleras a toda velocidad.

A pesar del frío que hace afuera, coger una chaqueta no es un motivo tan importante como para hacerles volver a entrar en la casa.

Mientras trotan hacia la salida el vaho que sale de sus bocas dibuja pequeñas y efímeras nubes que desaparecen tras ellos nada más haberse formado.

Llegar hasta la salida les cuesta menos de un minuto.

—¡Joder! —Boris revive de repente su pequeña escalada de hace un rato. Solo cuando se ha plantado de nuevo ante la puerta de hierro ha recordado que está cerrada con una cadena y que no tienen la llave del candado.

—No importa, Nina. Tengo el coche ahí, muy cerca. —Señala al bosque, metiendo el brazo por entre los barrotes—. Saltamos esto y estamos fuera.

—Sí, por favor, vámonos de aquí.

Durante un par de segundos los dos se miran de nuevo. Nina sonríe mientras se entretiene un instante en reconocer las facciones tan familiares y agradables de su salvador.

—Gracias otra vez, Boris, de verdad.

Y le besa en los labios.

—No necesitas agradecerme nada. Sube tú primero, yo te ayudaré.

 

Entonces suena el disparo.

 

Sin dejar de mirar a Nina, los ojos de Boris se estremecen y se abren aún más. Entonces los dos bajan la vista, justo hasta su pecho, para ver cómo una mancha roja crece en mitad de él.

—¡Boris!

Las rodillas de su amigo se doblan haciéndole caer justo a sus pies. Ella intenta sujetarle sin conseguirlo, mientras se escora un poco para mirar a su espalda y poder confirmar sus peores sospechas: Víctor está a unos metros de ellos, parado, con una pistola humeante en la mano izquierda.

—¡Boris! —Nina se vuelve hacia él.

Él la mira incapaz de hacer nada, notando cómo se le escapa la vida por la herida que tiene en el corazón, por el agujero que acaba de hacerle alguien que él cree que es un falso médico y un secuestrador de verdad llamado Rodrigo Ortiz.

Nina se inclina aún más sobre él y le pone la mano en el pecho, sobre la creciente mancha de sangre.

—Boris... no puedes hacerme esto... Tienes que sacarme de aquí...

—Lo siento... perdóname... se nos ha acabado el tiempo...

»Otra vez tenemos que separarnos el mismo día que nos conocemos.

 

Boris deja de respirar en los brazos de Nina.

 

Cuando ella oye los pasos y se gira, lo único que ve es una silueta con el brazo en alto y una pistola en la mano.

 

Después del golpe, otra vez la oscuridad.

 

 

 

67

 

Nina abre los ojos pero tiene la sensación de no haberlo hecho.

Le duele la cabeza. Le duele a morir. Se toca en la parte izquierda de la frente, justo al lado de donde le nace el pelo. Tiene un chichón enorme.

No ve nada, ninguna claridad, ningún punto de luz.

Todo negro. Solo negro.

 

En su cabeza no hay nada.

 

Todo negro.

Todo vacío.

Todo oscuro.

Tan oscuro y vacío como el lugar en el que está.

 

No recuerda nada.

Vacía.

 

Perdida.

 

Los primeros diez minutos de vigilia los pasa llorando.

 

Las tres horas siguientes las emplea en gritar, en pedir auxilio y en maldecir.

 

 

 

68

 

Cuando empieza a fallarle la voz, oye el ruido de una puerta que se abre y tiene que entrecerrar los ojos por culpa de la claridad mortecina que, de repente, invade el lugar en el que está.

Aparece un hombre que la llama por su nombre. Camina renqueante y parece dolorido. Lleva un brazo en cabestrillo y tiene los dos ojos morados y toda la cabeza cubierta por un rudimentario vendaje.

—¿¡Quién eres tú!? ¿¡Qué es esto!? ¿¡Qué estoy haciendo aquí!? —grita ella mientras se agarra a los barrotes.

A su izquierda, al moverse, se ha visto a sí misma en un espejo. Delgada, con el pelo despeinado y enredado y con la ropa sucia y desgarrada.

El hombre la mira pero no contesta.

—¡Sácame de aquí! ¡Sácame de este sitio!

Sigue plantado delante de ella, a un par de metros de los barrotes, con la boca cerrada y el gesto congelado.

Un minuto más y se da la vuelta y sale de la cueva.

 

Deja la luz encendida y cierra la puerta.

 

 

 

69

 

Unas horas después la puerta se abre otra vez y el hombre vuelve a bajar.

—¿Qué quieres de mí? ¿Qué me vas a hacer? ¿Por qué estoy aquí?

El tono de voz de Nina es ahora suplicante.

Él lleva un papel enrollado en la mano.

—¿Quién soy? Dime por qué estoy aquí...

—¿De verdad no recuerdas nada? —pregunta él entonces.

—No, nada. No sé qué me pasa.

—¿Otra vez? —pregunta él.

—¿Otra vez? —pregunta ella.

El hombre se acerca a los barrotes y tira el papel al suelo de la jaula.

Mientras ella se agacha a recogerlo él le habla:

—Te daré este papel cada mañana, cada día, todos los días, todas las mañanas.

»Así nos ahorraremos las preguntas.

»Y tú lo leerás. Cada mañana. Cada día. Todos los días.

 

El hombre se da la vuelta y se va.

La puerta se cierra de nuevo.

 

 

 

 

70

 

Nina empieza a leer.

 

 

 

 

71

 

«Te llamas Martina Cruz Blanco y estás encerrada en un agujero, debajo de una casa, en medio de las montañas.

No sirve de nada gritar.

Tienes un problema mental. Eres incapaz de generar recuerdos. Cada día que llega has olvidado lo que hiciste el día anterior.

Un caso extremo de shock post traumático.

Yo soy tu hermano, Víctor Cruz.

Por decisión propia y como objetivo único en la vida, soy tu carcelero.

Estás aquí para purgar tus repugnantes fechorías, encerrada en este lugar para el resto de tus días.

 

Por tu culpa murió tu hija con menos de un año.

Por tu culpa tu marido se suicidó.

Por tu culpa, poco después, tras haber perdido a su hijo y a su nieta, también se suicidaron sus padres.

Por tu culpa murieron nuestros padres, mi mujer, mis dos hijos y doce personas más en el incendio que provocaste en nuestro barco mientras intentabas robar el dinero que había allí guardado.

Por tu culpa ha muerto Boris, enamorado de ti, cuando intentaba sacarte de aquí.

Por tu culpa la vida de cientos de personas se ha visto truncada o directamente destrozada.

Eres la criatura más despreciable que ha pisado este planeta desde que la vida existe sobre él.

Pero yo, Víctor Cruz, tu hermano, he decidido hacer justicia contigo. Tanta como sea posible en tu caso.

 

Permanecerás en este agujero durante el resto de tu vida o, al menos, durante el resto de la mía. De la justicia divina no me fío y la humana prefiere tenerte en un confortable sanatorio en espera de que recuperes la memoria para poder juzgarte por todas estas tropelías.

Esto que hago yo es hacer justicia contigo, por todo el mal que has infringido a cualquiera que se haya cruzado en tu camino.

 

Estoy seguro de que esta carta generará en ti más preguntas de las que contestará. Esto forma parte de tu penitencia.

 

Este agujero será tu hogar durante el resto de tu vida y esta carta tu desayuno cada uno de tus días.

 

Tu carcelero:

 

Víctor Cruz Blanco».

 

 

 

 

72

 

Después de llorar durante horas Nina se queda dormida.

 

 

 

 

73

 

Cuando despierta la luz está encendida.

Entonces oye una voz:

—Hola otra vez, Nina.

 

Frente a ella hay un enorme monstruo alado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Iniciada en Julio de 2011 en Getafe.

Terminada en Velilla de San Antonio el 1 de Julio de 2013.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

          

 

Agradecimientos:

 

Por vosotros.

 

Quiero rendir desde aquí mi pequeño y humilde homenaje a toda la gente con la que me he cruzado desde que me dio por encontrar palabras. Hay un montón de lectores que recuerdo y que me han ido transmitiendo sus sensaciones y sus opiniones desde el primer día que hice pública mi anterior novela: «Crónica insignificante».

 

Por los que vendrán.

 

Gracias a mi necesidad de escribir y a saber que hay lectores ahí afuera esperando para conocer mis historias encuentro el tiempo que necesito, siempre tan escaso y valioso, para llevar adelante esta tarea tan lenta, y a veces tan ingrata, de escribir novelas.

 

Lo hago por vosotros.

Lo hago por los que vendrán.

Lo hago por mí.

 

Gracias de corazón.

 

Blogs de los que no me olvido:

 

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Lecturas conjuntas de «Crónica insignificante»:

 

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