Nina

Nina


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Tenía muchos enemigos. Yo era el peor. Existían muchas personas que le odiaban. Nadie le odiaba más que yo. Muchos le deseaban la muerte. Yo estaba decidido a dársela, pues era el hombre al que odiaba más allá de toda medida.

El día había llegado. Esperé largo tiempo, pero la espera se había terminado. Mucho vacilé, pero se había acabado la vacilación. Ahora se trataba de mi vida o de la suya.

Hacía bastante calor en Baden-Baden, ese día, 7 de abril. La apacible, boscosa hondonada, sobre cuyo suelo se encontraba la ciudad, recogía la fuerza del joven sol y la retenía en el seno de la oscura y feraz tierra. Muchas flores, amarillas, azules y blancas, brotaban en Baden-Baden. Vi primaveras y margaritas, azafranes y violetas, en las orillas del murmurador Oos, mientras conducía el pesado coche por la Lichtentaler Allee. Era su coche, uno de los tres que poseía, y hacía juego con él: un altanero, gigantesco «Cadillac», con blancos neumáticos, pintado de rojo y negro.

Todas las personas que veía por las calles tenían caras amistosas. Las mujeres sonreían con misterio. Vestían trajes ligeros de todos los colores. Muchas llevaban atrevidos sombreros. Vi una gran cantidad de osados sombreros esta mañana, mientras me dirigía a la central de policía con el fin de presentar una denuncia. Parecía la primavera de los sombreros, pensé.

Los hombres llevaban trajes grises, castaño claro, azul claro o azul oscuro, muchos de ellos habían dejado ya los abrigos en casa. Los hombres contemplaban a las mujeres y se tomaban su tiempo. No tenían prisa. Nadie en Baden-Baden tenía prisa este día de primavera, nadie, excepto yo. A mí me azuzaba el odio, me acosaba un invisible, inaudible mecanismo de relojería que yo mismo había puesto en marcha y cuya hora cero no tenía escape ni para él ni para mí.

Los niños jugaban bajo los viejos y polvorientos álamos de la avenida. Empujaban aros multicolores y corrían en círculo montados en pequeñas bicicletas. Las pelotas saltaban por el aire. Las voces de los niños sonaban alegres y despreocupadas. Había entre ellos un par de franceses y oí cómo se interpelaban:

—Armand! Armand! Rends-moi la bicyclette!

—Mais non, Loulou! Laisse-la moi encore un peu!

Al tomar una curva, advertí en el espejo retrovisor del coche, la palidez de mi cara. Tenía aspecto de enfermo. Debajo de los ojos aparecían unas sombras negras. No había una gota de sangre en los labios y, sobre la frente, se formaban pequeñas gotas de sudor. Me quité la gorra de visera y me enjugué el sudor. La gorra era gris como mi traje de gabardina, cruzado. La camisa era también gris, de popelín. La corbata azul mate y los zapatos negros. Yo era su chofer e iba vestido como tal: como chofer del hombre que se llamaba Julius Brummer.

Mejor dicho, se llamaba Julius María Brummer. Muy pocos lo sabían. A mí me lo había contado una vez, una noche cualquiera de invierno, viajando por una autopista cualquiera:

—Fui un gran desengaño para mi madre. Ella deseaba mucho una niña. Se hubiera llamado María. Mi madre se sintió muy desgraciada después de mi nacimiento. Pero por lo menos me colgó el nombre de mujer...

Ahora llegaba al hotel Atlantic.

En su terraza se desayunaban unos cuantos clientes, sentados a la sombra de un gran toldo rayado de rojo y blanco. Las paredes habían sido pintadas recientemente de amarillo púrpura.

Los setos que se encontraban bajo la terraza refulgían de una verde humedad. El sol se reflejaba en las grandes ventanas del Casino, frente al hotel. El color rosa del pabellón de música brillaba a través de la floración de los árboles. Había muchos colores. El aire centelleaba. El día parecía que iba a ser caluroso. Apreté el acelerador. El tiempo me apremiaba. Debía presentar una denuncia y me corría prisa hacerlo...

El policía situado a la entrada de la comisaría de policía de la Sophienstrasse, levantó sonriendo una mano hacia la gorra, saludándome al verme entrar y mirando las dos iniciales de mi solapa izquierda. La mayoría de la gente las miraba cuando pasaba a su lado. En la solapa izquierda de mi chaqueta destacaban, formadas de oro y sujetas por un imperdible dorado, las letras J y B. Eran las iniciales de su nombre, y su nombre parecía gustarle a Julius Brummer. O al menos, las iniciales le gustaban, pues las hacía poner en todas partes —en sus fincas, en su casa grande de la ciudad, en su quinta; sobre sus tres coches, sobre su yate de vela y sobre los uniformes de sus empleados—. Su mujer poseía gran cantidad de alhajas. Podía ponerse las más costosas joyas y luego volver a quitárselas. Pero no podía quitarse un joyel, que llevaba alrededor del empeine del pie y que un joyero le había colocado muchos años atrás: una fina cinta de oro en la que estaban grabadas dos iniciales...

—¿Qué desea usted? —preguntó el policía.

—Desearía presentar una denuncia.

—¿Ha perdido algo?

—No. ¿Por qué?

—Creía que se trataba de denunciar una cosa perdida —me dijo mirando la J y la B.

—Se trata de una denuncia por hechos delictivos.

—Puerta de la izquierda. Segundo piso. Despacho 31.

—Gracias —le dije. El edificio había sido construido a mitades del siglo pasado, la escalera estaba blanqueada con cal y el conjunto denotaba una sobriedad prusiana.

En el segundo piso, sobre la puerta del despacho 31 se hallaba escrito: «Recepción de denuncias».

Delante de esa puerta me detuve y pensé en la joven esposa de Julius Brummer, Nina; en que la amaba y por qué. Luego pensé en Julius Brummer, en el odio que le tenía, con cuánta intensidad le odiaba y por qué.

Pensé un tiempo muy corto en Nina, pero un largo tiempo en su esposo. Pensé que le odiaba más de lo que amaba a Nina, más, mucho más. No podía amar a nadie tanto como odiaba a Julius Brummer. Transformada en otra forma de energía, la intensidad de mis sentimientos por Julius Brummer, hubiera sido suficiente para edificar una catedral, para construir una presa de embalse que iluminara por la noche todo el barrio de una ciudad.

En el desierto corredor, enfrente de la puerta número 31, pasé el dedo por encima de las dos iniciales de oro situadas encima de mi pecho. Se encontraban lisas y frescas al tacto. Su contacto me dio la fuerza que me faltaba para llamar a la puerta del despacho número 31.

Llamé.

El odio era una gran cosa.

—¡Adelante! —pronunció una voz de hombre.

El despacho número 31 era grande y decorado agradablemente, de ningún modo como un despacho oficial. Se veía que la ciudad-balneario, Baden-Baden, halagaba el sentido de lo bello de sus visitantes aún en el ambiente policíaco. Los cuadros de las paredes mostraban escenas variadas de caza al acoso, siguiendo el estilo de sus originales ingleses. Caballeros de rojas chaquetas y negros pantalones, con hebillas de plata en las botas, chorreras de encaje de seda sobre el pecho, cabalgaban sobre rápidos corceles atronando otoñales praderas, mientras que toda clase de salvajina cedía ante el acoso de ladradoras jaurías.

Los muebles del despacho 31 eran modernos y adecuados. Había unas cuantas sillas cómodas, con asientos y respaldos tapizados de color verde y castaño, archiveros de color claro, un amplio escritorio de madera de alerce. La mesa se encontraba delante de una ventana abierta. A través de ésta, la luz del sol penetraba en la habitación y caía sobre los anchos hombros de un hombre que se encontraba sentado detrás de la mesa. Escribía con dos dedos sobre una pequeña máquina de escribir, cuando entré. Al pronto dejó caer los brazos y me miró.

—¿Qué se le ofrece?

Quitándome la gorra de uniforme, le contesté con una inclinación:

—Me han enviado aquí. Quisiera presentar una denuncia.

Entonces el hombre de apariencia simpática, de unos treinta años, que se encontraba detrás del escritorio, hizo con las manos un signo invitador, señalando una silla que se encontraba cerca de él. Me senté y crucé las piernas. Dejé que una de mis manos descansara sobre la superficie de la mesa. Tuve mucho cuidado en producir una impresión de desenvoltura y creo que lo conseguí. El empleado poseía un cabello negro y espeso, que llevaba muy corto y le sobresalía de la cabeza como un cepillo, ojos de un azul muy claro y una boca grande y voluptuosa, con labios extraordinariamente rojos. Vestía pantalones de franela grises, y una chaqueta de deporte de color beige. La corbata verde no combinaba con el dibujo de la chaqueta, pero la camisa iba bien, así como los escarpines castaños sin cordones.

De manera perfectamente normal, la mirada del empleado descendió. Contemplando la J y la B de oro de dieciocho quilates, dijo:

—Soy el comisario de lo criminal de servicio. Me llamo Kehlmann.

—Mi nombre —le dije pausadamente— es Holden. Robert Holden.

—¿Vive usted en Baden-Baden, señor Holden?

—No, en Düsseldorf. Estoy sólo de paso en Baden-Baden. Soy chofer y he traído a mi principal al balneario. Mi jefe se llama Julius Brummer.

—¡Oh! —dijo lentamente Kehlmann. A juzgar por lo tenue de su reacción, era el comisario Kehlmann una persona extraordinariamente bien educada. Naturalmente, conocía a Julius Brummer. La mayoría de la gente en Alemania conocía a Julius Brummer, pues en el último medio año había proporcionado, bastante a menudo, titulares a los diarios. Casi había conseguido la popularidad de una estrella de cine. Una y otra vez, su ancha cara mofletuda, con los pequeños ojos acuosos y el bigote de un rubio descolorido, había aparecido fotografiado en las páginas de los periódicos, en las revistas, en los noticiarios cinematográficos y en las pantallas de los televisores. De palabra y con la imagen se había hablado de él con ocasión del revuelo que produjo en el mundo de los negocios y en la sociedad de Düsseldorf su arresto, cuando su puesta en libertad provocó una interpelación en el Parlamento..., sí, Julius María Brummer era una persona conocida.

Le dije al comisario de lo criminal, Kehlmann:

—Si le sorprende que mi jefe se encuentre en Baden-Baden, sepa que le fue levantada hace algunos meses la prisión preventiva.

—¡Oh! —exclamó de nuevo. Luego preguntó objetivamente—: La denuncia que usted quiere presentar, ¿va contra el señor Brummer?

Le parecía, seguramente, lo más natural. Se presentaban continuamente denuncias contra Julius Brummer. Kehlmann parecía como si estuviera dispuesto a admitir tal cargo contra mi jefe.

—No —contesté—. No se trata de una denuncia contra el señor Brummer.

—¿Entonces, señor Holden?

La respuesta a esta pregunta la tenía estudiada muy cuidadosamente. Me había aprendido de memoria esa respuesta, durante tanto tiempo y con tal precisión, que las palabras que ahora salían de mis labios me sonaban a extrañas, sin sentido. Contesté, mirando directamente a los azules ojos de Kehlmann:

—Es una denuncia por robo, difamación, atentado a la paz de una familia y defraudación a un Banco.

Seguidamente me preguntó Kehlmann tranquilamente: —¿Se dirige esta denuncia contra una sola persona?

—Sí —respondí tranquilamente también—, contra un hombre solo.

—Muy bonito, para un solo hombre —comentó.

—Y esto no es todo —continué seriamente—. Este hombre, tiene también, dentro de poco, la intención de cometer un homicidio.

Ahora él me contempló sin decir una palabra. Ya sabía yo que en este punto de mi declaración él, o quienquiera que recibiera mi denuncia, me contemplaría mudo. Aguanté la mirada del comisario Kehlmann con una cara sin expresión, al mismo tiempo que empezaba a contar empezando por uno. Llegué hasta siete. Había pensado poder llegar hasta diez.

—¿Se trata de una denuncia contra un autor desconocido, señor Holden?

—No.

—¿Conoce usted al hombre?

—Sí.

—¿Sabe cómo se llama?

—Sí.

—¿Cómo se llama el hombre, señor Holden?

Pensé en este momento que odiaba tanto a Julius Brummer como nunca sería capaz de amar a ninguna persona en mi vida. Pensé entonces que estaba decidido a llevarlo a la muerte. Y contesté en voz alta:

—El hombre se llama Robert Holden.

Entonces, el comisario de lo criminal, Kehlmann, se puso a contemplar las iniciales de mi solapa. Le dejé tiempo. Ya sabía que en este trance necesitaría tiempo. Volví a contar. Llegué hasta cuatro. Habla calculado que llegaría sobradamente hasta siete u ocho. Pensé que debería tener precaución. Este hombre reaccionaba con demasiada rapidez. Acababa de llegar a cuatro, cuando me dijo:

—Usted se llama Robert Holden y quiere presentar una denuncia contra Robert Holden.

—Sí, señor comisario.

Abajo, en la calle, pasaba un pesado camión. Oí rechinar las marchas cuando el conductor cambiaba.

—¿Existe un segundo Robert Holden? —preguntó Kehlmann.

También sobre la respuesta a esta pregunta había yo meditado largamente. Y contesté:

—No. No existe ningún segundo Robert Holden.

—¿Esto significa que usted quiere presentar una denuncia contra sí mismo?

—Sí, señor comisario —le dije muy cortésmente—. Eso es. Precisamente.

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