Nina

Nina


LIBRO PRIMERO » 9

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Le acostaron en la cama de una habitación libre, le dieron Bellergal cuando volvió en sí, y él pidió un vaso de coñac y la factura de la imagen rota.

—Compren una mayor y más bonita. Lo pagaré todo.

No le dijeron quién le había encontrado. Quiso saber cómo seguía su mujer y le comunicaron que todavía estaba viva. Entonces empezó a llorar, y le dieron otra vez Bellergal, apagaron la luz de la habitación y le aconsejaron que respirara tranquilamente y se tendiera sobre la espalda.

La noche se me hizo muy larga. Ayudé a la guapa y joven monja a poner orden en la capilla, y luego ella hizo café para los dos. Ahora se mostraba muy simpática. Me contó que, antes de entrar en la Orden, había conocido a un hombre que se parecía a mí. Era piloto. La artillería antiaérea polaca le abatió sobre Varsovia, en setiembre de 1939...

La escuché muy atentamente mientras me contaba cosas de su vida, y miré con mucha atención las viejas y gastadas fotografías del piloto que me mostraba y que, efectivamente, se parecía un poco a mí. Pero en mi interior pensaba continuamente en la singular oración de Julius Brummer...

(...Si haces que viva haré penitencia..., iré a la cárcel, aceptaré cualquier castigo...)

—Me escribí durante mucho tiempo con su madre —me contaba la guapa monja—. La madre me quería mucho desde el principio. En octubre nos hubiéramos casado...

(...No me defenderé contra los perros malditos..., lo juro..., lo juro por su vida...)

—Ya tenía preparado mi vestido de novia y mi ajuar y todo. Debíamos vivir en Hamburgo. En el Innenalster. La vivienda tenía balcón...

(...Lo juro..., lo juro por su vida, no iré a la zona...)

—A menudo, cuando cierro los ojos, veo todavía su cara. —La hermana volvió la cabeza—. Pero ya no siempre. Antes la veía siempre...

A las tres y media de la mañana, Julius Brummer se sintió mejor, llamó al timbre y pidió verme. Fui a su habitación. Estaba sentado en la cama, masticando como siempre.

—Siento mucho, Holden, que su trabajo conmigo haya empezado así. ¿Está usted cansado?

Negué con la cabeza.

—¿Qué le pasa? ¿Qué cara pone? —me observó atentamente—. ¿Ha oído algo a propósito de mí?

—¿Oído, señor Brummer?

—Que me he desmayado en la capilla... ¿Charlan las monjas? ¿Se murmura?

Ahora defendía su reputación, su dignidad. Yo pensaba en la cara desfigurada delante del altar, en los balbuceados juramentos...

—Nadie habla, señor Brummer. Me han dicho que usted no se encontraba bien. Tengo..., tengo que darle un recado.

—¿Qué?

—Mientras esperaba en el coche vino a verme un hombre.

—¿Qué hombre?

Le conté mi encuentro.

Estaba allí sentado, sin moverse. La cortina de la ventana que se encontraba detrás de él empezó a iluminarse. La luz del sol naciente le dio un color rosado. En una ocasión, Brummer se pasó la lengua por los labios. Seguidamente continuó mascando. Finalmente me dijo:

—Esto sería hoy por la tarde, ¿verdad?

—Sí, a las diecisiete horas. Salida hacia Dresden. En el cruce de Hermsdorfer.

—¿Sabe dónde se encuentra esto, Holden?

—Naturalmente —le contesté. Y añadí intencionadamente—: En la zona.

—En la zona —repitió.

(...Lo juro..., lo juro por su vida, no iré a la zona...)

Hacía mucho tiempo que yo no había presenciado una salida de sol y me sorprendió la rapidez con que todo transcurría. Ahora la cortina tenía un color de sangre y daba tanta luz, que Brummer aparecía como una silueta, como un mono gordo y encorvado. Rayos dorados de luz se proyectaban sobre el techo. Provenían de los intersticios de la cortina.

—¿Se lo ha dicho a alguien todo esto?

—No, señor Brummer.

Sobre el dintel de la puerta colgaba un crucifijo. Él lo contempló. Luego fue a la ventana, apartando la cortina. La luz del sol le dio de lleno cegándole. Abrió la ventana, contemplando el jardín del hospital, quieto y húmedo a la luz de la aurora. El aire fresco llegó hasta mí con su olor a hierba mojada. Un pájaro empezó a cantar. Ambos nos quedamos escuchándolo. Vi cómo Brummer sacudía la cabeza, tenaz y lentamente.

La puerta se abrió.

La bonita hermana que había estado de guardia por la noche pronunció solemnemente:

—Dios la ha perdonado.

Brummer preguntó con ronca voz:

—¿Está muerta?

—Vivirá —respondió la monja. Después sonrió—: La transfusión de sangre ha tenido éxito. El pulso vuelve a ser regular. Ya sólo le inyectamos Stropantin.

Transcurrieron tres segundos.

—No —dijo Brummer, desgarrado entre el miedo y la esperanza.

—¡Sí!

—No es verdad...

El terror sacudía su cuerpo.

—Es verdad. El doctor Schuster me envía. No me habría enviado si no estuviera completamente seguro. Su esposa vivirá, señor Brummer. Dios es infinitamente misericordioso.

Transcurrieron otros tres segundos, y entonces Julius Brummer empezó a reír. Su risa parecía un trueno. Me pareció un ser prehistórico, un titán salido de la caverna. Se golpeaba el pecho con ambos puños, mientras sonaban sus carcajadas.

—¡Vive! —Escupió el chicle—. ¡Vive, mi dulce amor!

Me palmoteó en la espalda. Seguidamente abrazó a la joven monja. Seguía riendo.

—El doctor Schuster le espera —le dijo la monja, cortada.

Brummer se dirigió hacia la puerta. Al pasar ante mí, me dijo sonriendo:

—Échese sobre la cama, amigo. Descanse un par de horas. Y luego, para más seguridad, mande cambiar el aceite.

—¿El aceite?

—Hay un camino muy largo detrás de la zona —comentó objetivamente Julius Brummer.

La puerta se cerró detrás de él y de la monja.

Ahora la luz del sol llenaba completamente la habitación. En el jardín cantaban muchos pájaros. Me acerqué a la ventana. Un ligero viento del este soplaba y el cielo parecía completamente limpio.

Me quité la chaqueta y abrí el cuello de la camisa. Luego me tendí sobre el extraño lecho y crucé las manos detrás de la cabeza.

Así, pues, vivirá y yo debo marcharme.

¿Y por qué tengo que marcharme?

Margit está muerta. Ya no la amo. Me ha engañado. No me importa ver a otra mujer que se parezca a ella. No me importa, fue solamente la impresión, el efecto de antes, sólo la impresión.

Me quedaré. Sería ridículo tener miedo de una mujer extraña. Dentro de unos cuantos días me habré acostumbrado a ella.

Al contrario: debo quedarme para acabar de una vez. Lo peor sería irme, sabiendo que existe.

Así, pues, señor comisario Kehlmann, para quien estoy llenando estas páginas, así pensaba yo para justificar mi deseo de quedarme.

Mis pensamientos eran muy transparentes, ¿no es verdad? Usted es un hombre, usted sabrá cómo debe considerar mis pensamientos...

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