Nina

Nina


LIBRO PRIMERO » 20

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El sol se había puesto.

Llegaba la noche, y hacía más frío. En el Oeste, el cielo estaba todavía rojo, en el Este había perdido el color. Conduje hacia el interior de los bosques de Eisenberg.

—Allí está —manifestó Brummer que se había repuesto.

A la orilla de la carretera delante de nosotros, caminaba Dietrich con las manos en los bolsillos de los arrugados pantalones, como si fuera un vagabundo.

Apreté el freno. El perro gruñó, cuando Brummer abrió la portezuela y dejó entrar al agente.

—¡Quieto, «Pupele»!

Estábamos los tres sentados en el asiento delantero. Los bosques se iban retirando de la carretera y, de cuando en cuando, se abría una vasta planicie. Dietrich hablaba en tono de voz sumiso, aunque me parecía atrevido y, a menudo, burlón.

—¡Siento lo que ha pasado, señor Brummer!

—¿Cómo es que ha venido aquí?

—Recibí un soplo. Anoche. En Düsseldorf.

Brummer se volvió hacia mí:

—En la próxima párese. Bajaremos los dos para charlar.

—Sí, señor Brummer.

—De ninguna manera —repuso Dietrich. Sonrió forzadamente—. Todos los coches que se paran se hacen sospechosos a los Vopos. Especialmente los coches con números del Oeste. ¿Cree usted que quiero que me cuelguen por este asunto?

—¿Y usted cree que voy a hablar delante de mi chofer?

—Entonces, déjelo correr. —El pequeño y triste Dietrich estaba desconocido—. No pienso apearme. O hablamos en el coche en marcha o no hablamos.

Siguió un silencio. Brummer acariciaba el viejo perro y miraba hacia adelante, hacia la banda blanca del centro de la carretera que parecía huir ante nosotros.

Había perdido el primer round contra Diectrich. Ahora me dejaba sentir su derrota.

—¡Holden!

—¿Señor Brummer?

—¡Se va usted convirtiendo en testigo de mis asuntos privados! —Elevó la voz—: ¡Usted procede del presidio, Holden! A mí no me importa. Yo le doy trabajo. Pero si se le escapa una sola palabra de lo que oiga o vea aquí, entonces está usted perdido, ¿me entiende? Ya me cuidaré yo de que no encuentre otro trabajo en el Oeste. Conozco a bastante gente. ¿Puedo liquidar un hombre cuando quiero, Dietrich?

El agente asintió.

—¡Dígaselo!

—El señor Brummer puede liquidar al que le venga en gana, si quiere. Así, pues, mantenga la boca cerrada, camarada.

—¿Está claro, Holden? —Ahora volvía a ser el hombre fuerte. Brummer, el amo. Brummer, el que no sufría resistencias. Brummer, el titán.

—Está claro, señor Brummer —asentí.

Su talante volvió a levantarse después de su victoria sobre mí:

—Ahora, vamos a cuentas, Dietrich. ¿Qué clase de soplo recibió usted?

—Que ellos iban detrás de nuestro hombre. Detrás de los papeles.

—¿De quién procedía el soplo?

—Soy un hombre pobre, pero tengo amigos. El soplo procedía de unos amigos.

—¿Por qué no me informó?

—No pude alcanzarle a usted. Telefoneé una vez al hospital. Palabra de honor.

—Usted miente.

—¡Yo soy un hombre pobre!

—Usted es un cerdo.

—Pero un pobre cerdo, señor Brummer. Un pobre cerdo debe saber lo que le duele. Yo estoy enfermo de los pulmones.

—Sí, cochino —dijo Julius Brummer. La pista volvía a subir. Hacia el norte, el horizonte aparecía violeta y humoso. La luz bajaba—. Ahora lo veo claro. Usted se dirigir» hacia el cruce y esperó. No quiso avisar a su camarada. —No era mi camarada.

—Usted pensaba: veremos quién lo consigue, Brummer o los otros. Los otros lo consiguieron. Así, pues, usted me esperó a mí. Si lo hubiera conseguido yo, entonces se hubiera Unido a los otros para saltarme al cuello.

—Los pobres no podemos escoger, señor Brummer. Cuando se es rico como usted, las cosas se ven de distinta forma. —Dietrich estornudó y el perro gruñó.

—Quieto, «Pupele». Podría denunciarle. En el próximo puesto de control, ¿sabe?

—Sí, señor Brummer. Naturalmente, señor Brummer. Me interrogarían. Y yo debería cantar todo lo que supiera. Sería una broma, señor Brummer, ¿no es verdad?

—Mi chofer me ha dicho que usted conoce el número del coche. —Este fue su segundo fallo. Automáticamente me metía dentro del asunto.

—Así es.

—¿Quién me garantiza que usted no miente?

—Nadie, señor Brummer. El automóvil está todavía en la carretera. Pero pronto alcanzará el anillo de Berlín. En la frontera de la zona tengo amigos. Si nos ponemos de acuerdo, bajo en Schkeuditz. Allí hay un parador. Telefoneo a mis amigos y ellos siguen al coche, tan pronto como haga su entrada. Piense que los papeles se encuentran en el coche. Si no llegamos a entendernos, los papeles volarán mañana por la mañana hacia el Oeste.

—Probablemente todo esto es una patraña. Nunca he visto esos papeles.

—Pero yo sí.

—Usted es un embustero.

Dietrich pronunció con el orgullo de los proletarios:

—Yo no me dejo insultar por usted, señor Brummer.

—¡Óigame, esto constituye un chantaje!

—Hace años que estoy realizando un cochino trabajo para usted, y usted me ha pagado mal. ¿Por qué? Porque sabe algo de mí. Probablemente sabe algo de muchas personas. Ahora yo sé algo de usted.

—¡Usted no sabe nada!

—Deje que los papeles lleguen al Oeste, señor Brummer.

Sacó del bolsillo un pañuelo extremadamente sucio, se sonó con él, y contempló, lleno de conmiseración para sí mismo, el resultado de la operación.

—Estoy cansado de la vida. Tengo cuarenta años...

«Este también», pensé yo.

—...a los cuarenta se empieza a pensar...

«¡Caray!», pensé.

—Es decir, todo el mundo ve pasar una vez la suerte en la vida. Ahora está pasando la mía. Quiero irme a Munich y poseer un café. Fui camarero y entiendo algo del negocio.

Pasamos por delante de un letrero:

«PARADOR DE SCHKEUDITZ

17 KILÓMETROS.»

—Mire, señor Brummer, aún los pequeños deben pensar en el porvenir. Seguridad, esta es la palabra para todos.

—¿Cuánto?

—Veinte mil.

—Está loco.

—Tengo gastos. He de pagar a mis amigos de Berlín.

Empezaba a anochecer. Encendí las luces de posición.

—¿Sabe, Dietrich? Puede irse a la m...

—Veinticinco mil, señor Brummer. Cinco mil más por lo que acaba de decir. Soy pobre. Pero soy un hombre como usted. ¡Y no me dejo insultar!

—Y yo no me dejo estafar. Y menos por un cerdo como usted. ¡Holden!

—¿Señor Brummer?

—Pare. Eche a este individuo fuera.

Llevé el coche hasta la orilla de la carretera. El aire se había vuelto húmedo y resbalé sobre la hierba mojada, cuando descendí y pasé por delante del automóvil para ir a abrir la portezuela del otro lado.

—Ahórrese usted el esfuerzo, camarada —me dijo Dietrich, y bajó—. Cuando lleguen los papeles a Düsseldorf, puede usted también buscarse una colocación. —Metió las manos en los bolsillos de la americana y se fue alejando.

Cuatro pasos. Seis pasos. Siete.

—Cinco mil —dijo Brummer.

El hombre de las gafas de acero, siguió cojeando por la carretera, adentrándose en el crepúsculo.

—¡Diez mil!

No llegó respuesta alguna.

—Quince, y esta es mi última palabra.

El hombre de los pantalones arrugados seguía andando. Un coche con matrícula del Oeste nos pasó a toda velocidad. El chofer tocó la bocina.

—Señor Brummer, no puedo permanecer parado aquí.

—¡Dietrich! —gritó él. Como se grita a un perro.

Dietrich no reaccionó. Ya se encontraba algo alejado, una silueta gris, medio tomada por la noche. Del bosque subía la niebla, lechosa y fina.

De nuevo nos pasó un coche a toda marcha.

Otra vez pitó el conductor, largamente y con enfado.

—No puedo permanecer... —empecé.

—Siga detrás de ese cochino, ¡rápido!

Me acurruqué detrás del volante, conecté la luz larga y los rayos de los focos cortaron la bruma y encontraron los viejos pantalones, la chaqueta manchada y el cabello de un rubio sucio. Llegué a la altura de Dietrich. Este saltó hacia la hierba y se alejó corriendo en dirección al bosque. Ya sabía lo que podía pasar cuando un coche se iba a la caza de un hombre. Paré.

Brummer abrió la portezuela y voceó:

—¡Venga aquí!

El hombre siguió corriendo hacia los árboles.

—¡Tendrá su dinero!

El hombre se detuvo en medio de la hierba que le llegaba a la rodilla.

—¿Veinticinco mil?

—Sí, veinticinco mil.

—¿En qué forma recibiré el dinero?

—Cheque... —gimió Brummer. Pensé que iba a darle un nuevo ataque—. Contra un Banco del Oeste. Un cheque barrado..., que yo pueda retener durante tres días, si se demuestra que usted me ha mentido...

—Rellénelo —vino la voz del hombre desde la pradera adentro, del hombre feo, resfriado, que se encontraba en medio de la salvia de los acianos y de los cardos.

Julius Brummer sacó un talonario y rellenó el cheque sobre sus rodillas.

—Venga aquí, Dietrich.

A través de la hierba que le llegaba hasta la rodilla, pisando cardos, acianos y salvia, retrocedió el agente.

Brummer le tendió el cheque a través de la ventana del coche. Dietrich lo estudió con mirada de entendido.

—Si me ha mentido, le haré encerrar —le dijo Brummer.

—Y si, al cobrarlo, me detienen, lo canto todo —amenazó el otro.

Seguidamente dijo el número del coche que había matado al hombre en el cruce de Hermsdorfer, su color y el nombre de sus amigos en el puesto de control del sector Oeste de Berlín.

Julius Brummer se lo anotó todo. Se había puesto unas gafas de concha para llenar el cheque y escribía en su librito de notas con la aplicación de un escolar. Luego me miró por encima de las gafas como una gruesa lechuza.

—Apresúrese hasta Schkeuditz. El hombre debe telefonear.

—Sí, señor Brummer.

La niebla que había venido reptando de los bosques, se iba espesando. Inundó la autopista, pero los faros del coche seguían dominándola. Sin hacer caso de los reglamentos de velocidad, conduje a un promedio de ciento cuarenta kilómetros por hora. El cielo se ennegreció.

Delante de nosotros, en la niebla, flotaban unas luces.

—Esto es Schkeuditz —dijo el agente.

—Pare delante del parador —dijo Brummer.

—No, por favor, un poco antes.

— Okay.

Dietrich le fue explicando a Brummer mientras se acercaban a las luces:

—Dreilinden, puesto de control Oeste. Junto a la barraca de la aduana. El hombre vendrá a su encuentro, llamándole por su nombre. Por su nombre completo.

Detuve el coche. Dietrich saltó al suelo.

—Ahora me haré poner una dentadura nueva —dijo el agente.

Nos saludó con la cabeza y se alejó quedando pronto envuelto en la bruma.

—Cochina niebla —pronunció Julius Brummer—. Espero que no empeorará.

Pensé que nuestra seguridad depende a veces de unos papeles, a veces del número de matrícula de un coche y muchas veces de la niebla. Este es un mundo muy miserable...

Por otra parte...

Tres semanas antes me había juntado con una muchacha de la calle. Ella poseía una pequeña vivienda. En el patio trasero hablábamos sobre la vida. Ella era muy pesimista. Me dijo:

—No siento ningún placer por vivir. Poco gusto y muchos líos. Estoy harta.

—¿Quisieras morir?

—Mejor hoy que mañana —me respondió—. Se la regalo a quien quiera, la vida.

Esta era su opinión.

Pero una noche, nos dimos cuenta de que en la pequeña vivienda olía a gas, y corrimos a la cocina, desnudos y llenos de pánico y vimos que la espita estaba abierta. Habíamos preparado té y, mientras estábamos en la cama, el agua, al hervir, se había vertido apagando la llama.

—¡Dios mío! —dijo la muchacha—. Suponte que nos hubiéramos dormido... Me siento enferma sólo de pensarlo. Nos hubiera podido costar la vida.

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