Nina

Nina


PORTADA

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—Claro. —Nina se yergue y se aleja de la ventana—. De todos modos no se ve nada, esto es un callejón estrecho y escondido.

—Mira, he colocado tu ropa sobre el radiador, creo que ya está seca. Si quieres, puedes darte una ducha.

—Me muero de hambre.

—Si me prometes que no vas a hacer ninguna tontería salgo a por el desayuno mientras estés en el baño. —Rodrigo la mira suplicante.

—¿Tontería? ¿Qué tontería podría hacer?

—No sé, Nina, no estoy pensando en nada en concreto, solo quiero que seas consciente de que es posible que nos estén buscando y no sería muy inteligente salir ahí afuera, a pecho descubierto, sin saber qué está sucediendo. Lo mejor es que vaya yo solo y eche un vistazo con cuidado, ¿te parece?

—No hay problema, además, me muero por darme una ducha caliente.

Cuando el médico sale, Nina pone la mano sobre el pomo de la puerta del baño y, antes de abrirla, nota un vacío en el estómago, más profundo aún que el que le provoca el hambre. Siente que no tiene fuerzas para encontrarse de nuevo con Asco, con su Asco particular. El bicho tiene cada vez peor pinta y ya no es, ni de lejos, tan entretenido como era antes. Ahora, en algún lugar lejano e indeterminado del corazón o del cerebro de Nina, el monstruo ha pasado de provocar repulsión, miedo y odio a hacer que algo parecido a la lástima se remueva dentro de ella.

Y eso no le gusta.

No le apetece que le amargue este despertar tan agradable que está teniendo.

 

 

 

36

 

Rodrigo baja hasta la recepción por las escaleras. Son estrechas y construidas a base de peldaños cortos. En un rincón hay una pequeña televisión encendida, a todo volumen, a pesar de que aún es temprano.

Un señor con traje recita las noticias.

Rodrigo se pone nervioso. Sopesa la posibilidad de que sus recientes correrías hayan trascendido tanto como para merecer un hueco en el informativo matutino.

Detrás del mostrador está el hombre que le ha recibido por la noche, hace unas pocas horas. Aunque aparenta ser bastante mayor luce fresco como una rosa. El viejo no deja de observar a Rodrigo, desde que aparece en las escaleras, mientras las baja y durante los tres pasos que hay hasta el mostrador.

—Buenos días —Rodrigo es el primero en saludar.

El recepcionista continúa mirándole mientras pasa junto a él.

—Buenos días —contesta finalmente.

Las palabras del locutor de la televisión suenan muy por encima de las suyas. Relatan algo sobre un accidente de tráfico provocado por la niebla.

Rodrigo termina de pasar junto al mostrador y se dirige a la calle. Cuando está a punto de llegar a la puerta la voz del viejo le detiene en seco:

—Disculpe, caballero.

—¿Sí? —Se da la vuelta.

Está nervioso.

—Si va a salir, tiene que dejar la llave aquí —le dice el viejo, hablan muy despacio.

—Ah. —Rodrigo respira aliviado—. Verá, mi pareja está aún durmiendo en la habitación. Voy a por unas cosas y vuelvo en un ratito. No se preocupe.

—Vale. Perdone, no se preocupe usted. Disculpe.

Cuando sale a la calle, Rodrigo respira trabajosamente. La tensión acumulada en unos segundos se ha aferrado a su diafragma convirtiendo en trabajosas cada una de sus inspiraciones.

La lluvia parece haberse tomado unas horas de descanso, justo las posteriores al amanecer. A pesar ello, el sol no consigue encontrar ningún hueco por el que colar siquiera unos tímidos rayos.

Aunque apenas lo parezca, hace ya un rato que ha amanecido pero el frío de la noche no ha hecho más que intensificarse antes de que la mañana quiera empezar a pensar en templarse un poco.

La pequeña plazuela con un árbol en medio en la que se encuentra el Hostal tiene tres callejas empedradas y una calle asfaltada que van a parar a ella. Tres pasos a pie y uno para carruajes. Rodrigo espera no tener que salir de allí conduciendo apresuradamente. La zona no es, ni de lejos, la más adecuada para una huida atropellada. Es un cúmulo de estrecheces, obstáculos e incomodidades hasta para el más experimentado de los conductores. Preferiría salir corriendo de allí antes que tener que meter la tercera marcha por el asfalto que comunica la plazuela con el resto del pueblo.

Todo el pueblo está engalanado: banderitas, guirnaldas y formas hechas con bombillas en cada calle. Rodrigo no sabe qué se celebra con tanto ornamento pero está más que seguro que se trata de alguna festividad religiosa. Después de cinco minutos caminando llega a una pequeña tienda en la que compra unos zumos, unas galletas y un poco de embutido y pan. La señora que le atiende le saluda con una gran sonrisa y le pregunta si ha venido «por Santa Ramona». En un primer momento Rodrigo piensa en decir que no e inventar alguna otra excusa para su fugaz paso por Cavanegra pero, justo cuando abre la boca para contestar, se da cuenta de que es mucho más fácil y coherente seguirle la corriente a la buena mujer que exponerse a quedar en fuera de juego. Lo más lógico es que cualquier foráneo que pase por el pueblo en estas fechas lo haga por este motivo:

—Eso es, Santa Ramona.

La mujer, mientras embolsa su compra y le cobra, le explica las bondades de su fiesta y la trascendencia de los eventos que en estos días se celebran aquí:

—Esto es para vivirlo, oiga, nos pasamos el año preparando cosas para estos días. No se ofenda pero las fiestas de mi pueblo son las mejores.

—No lo dudo, señora. El lugar es precioso y la gente parece muy amable. Intentaremos disfrutar todo lo que podamos —le dice mientras recoge sus dos bolsas y se encamina sonriente hacia la puerta.

Antes de marcharse la mujer le insiste en que pruebe las «Pastas de la Paloma» típicas de estas fiestas. A pesar de que Rodrigo intenta resistirse no le queda más remedio que terminar cediendo. Antes de llegar a la esquina tiene que parar para meter la mano en una de las bolsas y beber urgentemente un zumo para conseguir que la bola que las pastas le han organizado en la garganta se encamine hacia su estómago.

De vuelta al Hostal toma un recorrido alternativo para hacerse una pequeña composición de situación y conocer un poco mejor el pueblo. Por la noche apenas fue capaz de dejarse guiar por el navegador hasta la plazuela en la que aparcó y no tiene ni idea de dónde está.

No tarda mucho en llegar a una plaza más grande, completamente vacía, sin duda el centro de Cavanegra. Una fuente a un lado y una vetusta iglesia románica, aunque visiblemente restaurada, al otro. Entre las dos construcciones hay tres hileras de acacias escoltando los dos caminos empedrados de adoquines y de unos treinta metros de largo que las unen. Mientras Rodrigo contempla el lugar las campanas rompen a repicar y las puertas de la iglesia se abren. En menos de dos minutos la plaza se llena de gente de todas las edades, que entona una letanía, con un patrón corto y repetitivo, que inunda la mañana de monótonas voces. Casi todo el mundo va ataviado con unos trajes blancos y negros, cubiertos de encajes. Todos los que van vestidos con estos trajes típicos llevan también algo en la mano: los hombres una callada roja y las mujeres un pequeño ramo de claveles blancos.

Justo en el momento en el que las campanas paran de repicar y dejan al coro en solitario empieza a llover de nuevo. Rodrigo da entonces por satisfecha su curiosidad y decide encaminarse de nuevo hacia su alojamiento. Por un momento, arrullado por las voces de los Cavanegrenses, ha sido capaz de olvidarse de Nina, de La Quinta de la Montaña y de su comprometida situación. Justo hasta que las gotas de agua han empezado a aterrizar en su poblada testa sacándole repentinamente de su ligero trance.

Por la calle por la que ha venido se acerca un coche de la Guardia Civil.

Rodrigo, que lo ve antes de salir de la plaza, se queda quieto un par de segundos, e inmediatamente después, se da la vuelta y trata de mezclarse entre el gentío que el final de la misa de nueve ha organizado en la plaza.

Sin volverse a mirar y tratando de no apresurarse demasiado, se encamina a la parte contraria de la plaza, incapaz de aminorar ni un ápice la marcha. Todos sus problemas se han plantado ante él de sopetón. Si esa pareja de agentes anduviera en su busca significaría que su posible fuga acaba de complicarse bastante. Por otra parte, si solo forman parte de la comitiva del festejo, no deberían suponer ninguna preocupación extra. Evidentemente no puede permitirse el lujo de comprobarlo. Así que, salir de allí lo antes posible, sin levantar sospechas y sin ser visto, se ha convertido en su única baza.

En la calle por la que camina hay menos gente vestida con trajes típicos que en la plaza. La lluvia está consiguiendo que buena parte de los que han salido de la iglesia decidan también empezar a despejar el lugar. Rodrigo es incapaz de mirar atrás mientras sortea paisanos y trata de no resultar golpeado por alguna de las cayadas rojas que llevan. Oye pasos, voces, risas y el repiqueteo de la lluvia pero no consigue distinguir tras de sí el motor del coche que podría estar tratando de darle caza.

Después de doblar la primera esquina y avanzar un par de decenas de metros vuelve la cabeza: paisanos, cayadas, ramos de flores y lluvia. El coche no aparece.

Rodrigo tiene buen sentido de la orientación y no necesita preguntar para recuperar el camino que le ha llevado hasta la plaza. Hay más gente por la calle que cuando ha salido hace un rato. Empieza a preocuparse por lo que pueda estar haciendo Nina.

Al fondo de una de las travesías por la que camina cree ver la calleja empedrada por la que ha salido de la plazoleta en la que anoche dejó aparcado el coche. Cuando está a punto de entrar la última etapa del camino de vuelta se da cuenta de que está pasando delante de un cuartel de la Guardia Civil. Una bandera cuelga de la fachada y, justo al lado, en letras metálicas, una frase adorna el pequeño arco por el que se accede al interior: «Todo por la patria».

En la esquina, a unos tres metros del suelo, hay una garita semicircular, con dos ventanucos en medio.

Cuando pasa por delante de la puerta mira al interior y ve que hay un patio, grande, con cuatro coches y dos todoterreno aparcados. Tres agentes de uniforme charlan bajo un pequeño soportal mientras fuman un cigarrillo.

Y más banderas.

Caminando hacia el callejón tiene la sensación de que la bolsa en la que lleva las viandas puede resbalársele de los dedos en cualquier momento.

En la plaza se detiene un segundo para recoger algo de ropa del maletero de su coche. Aunque todo es un poco grande para Nina piensa que, a falta de algo mejor, tendrá que servirle.

Antes de entrar en la pequeña recepción del Hostal se detiene para observar otra vez la plaza. Parece que no hay ningún movimiento.

Justo después de devolverle el saludo, el viejo de la entrada le pregunta otra vez por la llave.

 

 

 

37

 

Nina se decide a girar el pomo de la puerta del baño para hacer que se abra y comprueba, aliviada, que no hay nadie dentro.

Desnuda, ante el espejo, se ve delgada, revenida, llena de ángulos y de huesos.

Cuando el grifo lleva un rato abierto el baño empieza a llenarse de vapor, haciendo que la temperatura se vuelva un poco más agradable. El agua, cayendo desde su cabeza hasta sus pies, resbalando por todo su cuerpo a la vez que lo calienta, le proporciona la sensación más agradable que recuerda haber tenido en la corta vida que está acumulando su memoria a medias recuperada. El jabón hace que sus manos se deslicen suaves por sus caderas, sus axilas y sus pechos. Su pelo enjabonado deja caer jirones de espuma por su espalda y sus delgadas piernas agradecen el cálido tacto de sus propios dedos.

Cuando sus manos llegan a la entrepierna un pequeño escalofrío de placer la recorre de arriba abajo, justo cuando su dedo anular se entretiene en rozar la zona de alrededor de su clítoris.

Otra turbadora y agradable sensación de la que su memoria era virgen aún.

—Te gusta, ¿verdad?

—¡¡¡Ah!!! —Nina grita sobresaltada.

Al oír la voz se da media vuelta y, mientras se cubre con los brazos, confirma sus sospechas.

—Eres un hijo de puta. Monstruo asqueroso y endemoniado.

Sentado en la bañera, con las piernas encogidas y los ojos entrecerrados por las salpicaduras, Asco dibuja una media sonrisa mientras asiente ligeramente con la cabeza.

—Lo soy, lo sé. No es necesario que me lo recuerdes.

—¿No puedes dejarme en paz un minuto?

—Lo mismo te digo Nina. ¿Aún no te has dado cuenta de que no siempre que vengo a verte es porque yo lo quiera? ¿Aún no te has dado cuenta de que eres tú la que, a veces sin siquiera ser consciente de ello, concierta nuestras citas?

—¿Yo?

—Tú. ¿Crees que controlas todo lo que hay en tu cabeza? ¿Crees que te encerraron en La Quinta de la Montaña solo porque tenían camas libres?

—Si dependiera de mí, esta sería la última vez que nos veríamos. No me vengas con estupideces.

—Si dependiera de ti, eso es. ¿Si dependiera de ti, recordarías todo lo que has hecho en tu vida? —Nina le mira pero no responde. En lugar de eso se olvida un poco de taparse y procura centrarse en que el agradable chorro de agua temple su cuerpo desnudo—. ¿Ves? Esa es tu especialidad. Preocuparte por estar caliente, aunque a tu lado haya alguien que se esté congelando.

—Si ese alguien eres tú, desde luego que sí.

—¿Sabes una cosa, Nina? Que aunque no fuera yo, tu preocupación sería exactamente la misma.

—Ya.

—Estoy aquí, ahora, porque eres incapaz de sentir placer sin remordimientos.

—Me aburres, bicho asqueroso. ¿Sabes lo que voy a hacer? Voy a cerrar el grifo, voy a secarme y voy a ir a tumbarme en la cama a esperar a que Rodrigo me traiga el desayuno.

—Rodrigo te va a traer el desayuno.

—Sí, eso es.

—Pues que te aproveche y que sea eso lo único que te traiga.

—Mira, monstruo… —Cuando Nina retira de sus ojos la toalla con la que se está secando el pelo, mira a la bañera y la encuentra vacía. Igual que estaba hace unos minutos—. ¡Joder! Estoy harta de este jueguecito. Estoy harta de que aparezcas y desaparezcas sin avisar. Estoy harta de ser una tarada. Estoy harta de estar loca y no saber por qué demonios lo estoy. Estoy harta de no entender esta maldita cabeza mía, vacía e inútil. Estoy harta de no poder tener el control de los que siento o de lo que veo.

Nina termina de vestirse llorando desconsoladamente.

De vuelta a la habitación se mete en la cama y se masturba.

Cinco minutos y ha terminado.

Tiene tanta hambre que es incapaz de volver a quedarse dormida.

Cuando oye pasos tras la puerta no es capaz de esperar a que Rodrigo la abra.

 —Joder, ¿no te he dicho que me moría de hambre? Si llegas a tardar un minuto más me marcho a desayunar por mi cuenta.

 

 

 

38

 

Por la mañana Boris despierta algo aturdido y con un aparatoso vendaje alrededor de la cabeza, una especie de turbante. Tiene el cuello y la nuca muy doloridos, apenas puede girar la cabeza. Nada más abrir los ojos descubre que la doctora Tubau ha venido para hacer que empeore su dolor de cabeza. A pesar de que el día está bastante nublado, sabe que ha debido amanecer hace rato.

—¿Qué hora es?

—Las doce, Boris. ¿Cómo te encuentras? —La doctora hace un leve gesto a la enfermera que les acompaña para que les deje solos.

—La habitación está dando vueltas a mi alrededor y siento como si acabaran de patearme la cabeza. Por lo demás, de fábula.

Ella le acerca un par de pastillas y un vaso de agua. Boris las coloca bajo su lengua mientras traga el líquido y después las oculta entre la mejilla y las muelas.

La doctora quiere saber qué es lo que ha sucedido por noche, quiere saber dónde está Nina y quiere adivinar qué demonios es lo que está pasando en el sanatorio. Está muy alterada, Boris nunca la había visto así, con el gesto desencajado y las mejillas cubiertas de rubor. Un mechón de pelo se le ha soltado de las horquillas y le cuelga junto al ojo derecho, sobre las gafas. Cada poco se pasa la mano por la cara para intentar apartarlo.

Boris intenta ser inconcreto y disperso y, a medida que va hablando, se marca dos objetivos principales. Uno, exculpar a Nina y dos, ocultar los hechos. Según su versión, no sabe quién ha sido el que le ha golpeado. No recuerda nada. Solo sabe que ayer estuvo todo el día preguntando a todo el mundo por su amiga, tratando de hacer indagaciones.

—A lo mejor a alguien no le gustó que hiciera tantas preguntas. Qué sé yo.

Cuenta que, por la noche, salió a dar una vuelta por ahí, él sabe por dónde moverse cuando no quiere ser visto, ya lleva una temporada en La Quinta y, a pesar de todo, no tiene ni un pelo de tonto. Solo sabe que oyó unos ruidos y que, cuando se acercó a la ventana a mirar, vio pasar a Nina corriendo. No sabe más.

—¿Tampoco sabes con quién iba?

—Solo sé que la vi correr y me puse muy triste. Hasta ese momento no me había dado cuenta del daño que podría hacerme que Nina desapareciera. Por eso me puse así, por eso gritaba, por eso lloraba.

—Mira Boris. A mí me puedes contar lo que quieras pero debes saber que ahí abajo hay un sargento de la Guardia Civil que tiene que saber de esto bastante más que yo.

Las noticias no consiguen arredrarle. Cuando tomó la decisión de proteger a Nina tenía claro que no iba a ser fácil y que el asunto podría complicarse. No había pensado específicamente en la Guardia Civil pero es evidente que alguien tendría que aparecer para investigar la desaparición.

—Lo sé, doctora. Gracias pero esto es todo lo que sé. Lo que le he contado es lo que vi. Ya me gustaría poder ser de más utilidad. No creo que haya por aquí nadie con más ganas de encontrarla que yo.

En cuanto la doctora se da la vuelta se saca las pastillas y las coloca bajo la almohada.

—Tú verás, Boris. Creo que eres un hombre inteligente y estoy segura de que eres consciente de la gravedad del asunto.

—Lo soy, doctora.

—Vístete y baja al hall, el sargento te está esperando. —Antes de llegar a la puerta la doctora se da la vuelta—. Boris, hazme caso, no te mezcles en esto, no es ningún juego. En serio, no te mezcles con Nina.

Él guarda silencio.

En lo que respecta a la visita del sargento no le queda más remedio que obedecer, en lo referente al resto, ya decidirá él con quién se mezcla o no. Es mayorcito para decidir sobre sus compañías.

El sargento Gil es alto y corpulento y no viste de uniforme. Boris es capaz de adivinar unos redondeados pectorales y unos abultados bíceps bajo el grueso anorak que lleva puesto y abrochado hasta el cuello. Se sientan en una de las salas de visita que hay junto a la recepción y Boris sonríe ante la primera pregunta:

—¿Dan bien de comer aquí?

El sargento le confiesa que él se alimenta a base de pechuga de pollo, arroz, pasta y atún.

—Me estoy planteando seriamente la posibilidad de hacerme vegetariano pero, la verdad, no estoy seguro de ser capaz de conseguirlo.

—Ah, qué bien. ¿Aquí? Pues no se come mal, la verdad. Pero bueno, la verdad también es que, la mayoría de los días, apenas tengo apetito. Así que no creo que sea el más indicado para responderle a eso.

—Tutéame, Boris, me llamo Pelayo Gil.

—¿Vosotros no vais en pareja, Pelayo?

—Así es pero a mi compañero le acaban de conceder una excedencia de un año y, de momento, no me han asignado a otro.

»Y que conste que las preguntas las hago yo.

—Ah, perdona. Solo era curiosidad. ¿Una excedencia?

—Sí, se ha marchado a Tailandia a montar un restaurante, si no le sale bien, se vuelve.

—Ya.

—Ente tú y yo, Boris, es un gilipollas. Vamos a ver. —El sargento Gil, se revuelve en su asiento, se baja un poco la cremallera del anorak, dejando al descubierto su imponente cuello, y se inclina sobre Boris—. ¿No me has escuchado? Habíamos quedado en que las preguntas las hacía yo, ¿no?

—Oh, perdona otra vez, lo siento, de veras.

—Perdonado.

El sargento le pregunta por la noche pasada. Quiere saber qué estuvo haciendo y qué es lo que sabe sobre el posible paradero de Nina.

—Sargento, sin ánimo de ofender: ¿Esto es un interrogatorio? ¿Debería estar presente mi abogado?

El sargento mira fugazmente al techo mientras que un ligero gesto de contrariedad se asoma a su rostro.

—Tú has visto demasiadas películas. No me vengas con gilipolleces, Boris. Pareces un tipo listo, no la fastidies, hombre, Te estoy preguntando para que me cuentes lo que sabes. ¿Crees que necesitas un abogado? Porque, si es así, eso significará que estás hasta las orejas de mierda. Cuando uno se mezcla con abogados, o es porque es imbécil o es porque está pringado en algo. Los abogados no son gente de fiar, son peores que los vendedores, Boris. Hazme caso.

—Ya.

—¿Me has entendido bien?

—¿Crees que necesitas un abogado?

Boris piensa en lo que debe contestar durante unos segundos:

—No, creo que no.

—Buen chico —dice el guardia y, después de removerse en la silla, vuelve a hablar—. ¿Qué sabes de Martina Blanco?

Pelayo Gil quiere que le cuente todo lo que sepa de su compañera desaparecida. O perdida. O fugada. De momento, con los pocos datos de que dispone, no tiene claro cómo definir la situación. Boris procura esforzarse al máximo por resultar creíble y convincente, por parecer tranquilo y por hacer que su historia cuadre. Prácticamente sobre la marcha, hila una trama, a su juicio, sencilla y creíble. Nina desapareció hace unos días, sin dejar rastro, sin despedirse de nadie y sin que nadie pueda aportar, hasta ahora, ningún dato fiable que esclarezca la situación. El guardia parece traer algunos datos aprendidos y sus preguntas van dirigiendo el relato de Boris, evitando que divague con hechos intranscendentes sobre la vida en el sanatorio o con conclusiones personales que puedan empañar la investigación.

Boris, por su parte, también trata de sonsacarle algo de información al interrogador. Intenta, sin demasiado éxito, rellenar alguna de las casillas en blanco que tiene sobre el enigmático personaje de su amiga. Pelayo tiene claro por dónde quiere que transcurra la conversación y parece saber perfectamente qué datos sobre la desaparecida puede revelar y cuáles no. De los silencios y las evasivas Boris concluye que hay algo importante que se está perdiendo, algo sobre ella que no sabe y que, sin duda, le gustaría saber. Le da igual, espera encontrarse con ella algún día, espera que sea pronto y sabe que, cuando ella se cure, no tendrá secretos para él.

Le cuenta a Pelayo que, desde que su amiga desapareció, no había vuelto a saber nada de ella, que había estado indagando por todos lados pero que nadie le había podido dar datos fiables:

—Y, mucho menos, en un sitio como este.

Hasta anoche.

—¿Y qué hacías mirando por la ventana justo cuando Martina pasaba por la puerta del manicomio?

—Siempre nos dicen que esto es un sanatorio.

Pelayo arquea una ceja y, viendo que Boris mantiene su mirada, contesta:

—Bueno, pues eso, sanatorio.

Boris le cuenta, casi sin recovecos, que Nina le atrae, que está obnubilado por su enigmática personalidad y que, desde el día en que apareció por la puerta, ha tenido cierta debilidad por ella. Y esto sería lo que explicaría por qué demonios estaba ayer, a las tantas de la mañana, mirando desde la ventana del vestíbulo. Lleva desde que ella desapareció sin poder apenas dormir y muy preocupado. La de ayer estaba siendo otra de esas vigilias.

—En el sofá doy cabezadas y, después del golpe que me había dado en la cabeza, bajando las escaleras a oscuras —esta parte la ha inventado en el tiempo que ha transcurrido entre su conversación con la doctora y la aparición del guardia—, estaba en una especie de letargo, como si lo que estaba sucediendo fuera una historia que me estuvieran contando, no algo que yo mismo estuviera viviendo. Supongo que estaba conmocionado. Por lo que me pareció entender después, el golpe ha sido bastante serio.

Él sabe por dónde hay que escurrirse para llegar a la planta baja y sentarse a ver cómo transcurre la noche. En el vestíbulo hay una vista privilegiada, las cristaleras son enormes y, a pesar de la alambrada que hay en la parte exterior de las ventanas, el cielo nocturno (y buena parte de la entrada al centro) se ven perfectamente.

—Me parece bien todo lo que me cuentas, Boris, todo perfecto. Solo hay algo que no me encaja y que hace que dude del resto de tu historia: el golpe en la cabeza.

—¿El golpe? ¿Por qué? —Boris procura tirar de todas sus dotes actorales. Si es que dispone de alguna. Su reto mental es poner cara de: «no sé de qué me estás hablando». Por supuesto, no está seguro de conseguirlo.

—No sé, no digo que no te cayeras por las escaleras, ni que todo esto fuera casualidad. Solo digo que es muy raro que te caigas justo antes de ver a tu amiga pasar corriendo delante de tus narices.

—No fue justo antes. En realidad hacía ya dos o tres horas de lo de mi accidente, por eso estaba tan desorientado. Hasta que no apareció Teresa no empecé a ser un poco consciente de lo que estaba pasando y luego, mientras me curaban… eso está todo como borrado, como nublado. Recuerdo cosas sueltas, frases sueltas, retazos. No sé, todo muy extraño.

Afuera llueve.

Pelayo Gil se levanta y camina de un lado a otro de la habitación, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos del pantalón. Boris le mira, tratando de mantener la calma. Por el momento cree que lo ha hecho bien. Está casi seguro de no haber dejado ningún cabo suelto ni ningún movimiento sin justificar. Algún argumento puede parecer peregrino pero todo reunido y contextualizado hace que la historia gane en empaque. El guardia se detiene entonces y saca un teléfono móvil del bolsillo.

La conversación apenas dura medio minuto. Por su parte solo asiente, contesta con afirmaciones y dice que está en La Quinta de la Montaña.

Cuando cuelga se vuelve hacia Boris, le pone la mano en el hombro y se inclina sobre él:

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