Nina

Nina


PORTADA

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—No tengo claro qué pintas en todo esto, Boris. Tengo que pensar en ello, pero a lo mejor va a terminar siendo verdad eso de que necesitas un abogado.

Boris sonríe y, al ver que el sargento no le devuelve el gesto, su cara termina por dibujar una mueca rara.

Pelayo recoge su anorak y sale de la sala sin despedirse.

 

 

 

39

 

Pasan el resto de la mañana en la habitación, viendo la televisión y especulando sobre cuál es el mejor momento para salir del pueblo. Nina prefiere hacerlo cuanto antes pero Rodrigo alberga serias dudas sobre esto.

Darse de bruces con la puerta del cuartelillo, sin olerse nada de antemano, ha dejado su arrojo algo tocado. Además, no tiene claro si es buena idea salir de Cavanegra intentando aprovechar el barullo de las fiestas o si, por el contrario, es lo mejor aprovecharlo para pasar desapercibidos y esperar a que la Guardia Civil deje de buscarlos por los alrededores, si es que esto es así.

—Creo que estás nervioso, en serio, no estoy segura de que seas capaz de pensar fríamente.

—Soy un médico y mi hija enferma me espera en casa. No estoy, ni de lejos, acostumbrado a meterme en líos. No me suele perseguir la Guardia Civil y, desde luego, no suelo dejar cadáveres desangrados a mi paso. No sé a ti pero a mí todo esto me podría estar superando.

—Pues a mí no. Tengo un hambre canina que no parece tener límite, eso sí. Por lo demás creo que estamos haciendo lo que tenemos que hacer. Tu hija merece una oportunidad y creo que yo también. No estoy nerviosa ni tengo ningún tipo de remordimiento. Lo de Isaac ha sido un tropiezo, nada más.

—Pues yo veo sangre por todas partes. —Rodrigo se levanta y camina de un lado a otro de la minúscula habitación, tratando de acortar sus pasos tanto como puede, para conseguir tener la sensación de caminar de verdad.

A mediodía comen unos bocadillos y él le dice que va a volver a salir. No ha permanecido quieto ni un solo minuto. Le propone a Nina que descanse, que trate de dormir la siesta. Está angustiado y nervioso y quiere echar un vistazo al coche y comprobar de nuevo, in situ, las posibles salidas del pueblo. Nina tiene la sensación de que le incomoda su presencia. Ella, a pesar de que intenta no importunarle, no deja de pensar a cada momento que él trata de evitarla, a toda costa, que no quiere hablar con ella, que no puede seguir por más tiempo compartiendo la misma habitación, que está incómodo a su lado.

—No creo que tarde mucho en volver. Duerme un rato.

—Lo intentaré.

—Estoy pensando que lo mejor será que nos vayamos esta noche.

—Por mí, perfecto.

—Voy a ver cómo está la ruta de salida.

—¿Es muy largo el viaje?

—¿Cómo?

—Hasta tu casa, hasta donde esté tu hija.

—No, no es muy largo. Unas horas.

—¿Adónde vamos?

—¿Qué más te da eso ahora?

—¿Qué más te da a ti que lo sepa?

Rodrigo hace una pequeña pausa en la que su gesto se tuerce ligeramente.

—No creo que necesites información.

—Joder, Rodrigo, vas a hacer que piense mal.

—Vale, Nina, vamos a una casa que tengo en las montañas, allí está mi hija, con sus tíos, ellos la cuidan hasta que yo vuelva. Es un sitio tranquilo, lejos de todo. Creo que es el mejor sitio en el que puede estar y creo que a ti también te vendrá bien descansar allí. Tranquilamente, en libertad.

—¿En las montañas?

—Está en Huesca, cerca de Jaca. Te va a encantar, ya lo verás. Y cuando te cures, podrás ir adonde quieras.

—Bueno, eso ya lo veremos. —Nina permanece entonces mirándole fijamente durante unos segundos—. ¿Qué será de Boris? Me preocupa.

—No creo que ese sea ya nuestro problema, Nina. Gracias a él casi se va a la mierda nuestra huida.

—Pues le echo de menos.

—Ahora vuelvo.

Y se marcha.

Una vez más el viejo de la recepción le ausculta como si tuviera rayos X en los ojos, como si pudiera ver incluso lo que hay bajo sus ropas. Antes de salir vuelve a preguntarle por la llave de la habitación.

En el coche, Rodrigo comprueba que el navegador marca la ruta hasta su casa en mitad de las montañas y arranca y detiene el motor un par de veces. Todo parece estar en orden.

Después se apea y se aleja de él caminado lentamente hacia la salida del pueblo, mirando a cada momento a su espalda y tratando por todos los medios de no levantar ninguna sospecha.

 

 

 

40

 

Cuando Rodrigo sale, Nina se viste. Las ropas que el médico le ha traído le están grandes pero eso es algo que ahora no le preocupa, parecen limpias y cálidas y eso cubre, más que de sobra, sus expectativas actuales en lo que a vestuario se refiere. Una camiseta blanca y un jersey beis de lana, unidos a los vaqueros que ella traía sirven para completar su indumentaria.

Una vez vestida coge un papel del cajón de la pequeña cómoda de madera que hay frente a la cama y se sienta a escribir.

En cinco minutos ha terminado.

Dobla la cuartilla, la mete en un sobre y, después de lamer concienzudamente el pegamento, lo cierra tan bien como puede y anota una dirección en la parte de delante. Sin remitente por detrás.

Antes de salir de la habitación coge la llave y, a duras penas, consigue meterla en el bolsillo de sus vaqueros.

Cuando llega a la recepción le muestra una amplia sonrisa el viejo del mostrador y después se dirige a él:

—Buenas, perdone que le moleste.

Le explica que necesita que le haga el favor de llevar la carta a un buzón en cuanto le sea posible. Le dice que es un pequeño juego que mantiene con su pareja. Los dos están locamente enamorados, como críos, y le hace mucha ilusión que la carta que le está entregando llegue a su casa justo antes que ellos para que, cuando él abra el buzón, se la encuentre allí. Nina le cuenta al señor que le ha enviado una carta a su novio desde cada uno de los lugares en los que han estado juntos. Le mandó la primera desde Estambul, que fue dónde se conocieron por casualidad. Esa vez fue una especie de juego pero, desde entonces, ha conseguido hacer lo mismo desde cada sitio al que han viajado juntos.

—¿Estambul?

—Sí. Yo fui de vacaciones con dos amigas mías y él estaba allí en viaje de negocios. Nos encontramos justo frente a la Mezquita de Santa Sofía, en unos jardines preciosos que hay delante. Empezamos a hablar en castellano. Creo que fue un flechazo.

—Ya, muy bonito, la verdad.

—No le confiaría esto si no estuviera segura de que usted es una persona de ley y eso se nota a la legua.

—Dos calles más abajo hay un estanco, ahí puede usted comprar un sello. En el mismo estanco se la recogen.

—Verá… ¿cómo se llama usted?

—Matías, señora.

—Mire, Matías, esto es muy importante, hace años que mantenemos este juego y siempre he conseguido sorprenderle. De una u otra manera. Ahora sé que él está por aquí cerca y no querría que me encontrase metiendo su carta en el buzón cuando le acabo de decir que iba a dormir una siesta. Me moriría si me descubriese. Seguro que usted podría ayudar a esta pobre mujer llevando la carta al estanco y poniéndole un sello en mi nombre. Me haría usted un gran favor.

El hombre mira entonces el sobre.

—Pero, ¿esta dirección?

—Lo sé, parece descabellado. Pero no se preocupe. Es un pequeño truco, la carta terminará llegando a su destino. Créame, sé lo que me hago. —Y vuelve a engalanar su rostro con la mejor sonrisa de tiene.

—Señora.

—Por favor, por favor, por favor —suplica mientras agarra suavemente la mano izquierda del anciano.

—Vale, vale. Lo haré, no se preocupe. Lo haré.

—Muchas gracias, Matías, es usted un santo.

—Ya, eso dígaselo usted a mi señora.

Nina le besa la mano al señor y después retrocede dos pasos.

—Su mujer no sabe bien lo que tiene en casa, de verdad. Muchas gracias otra vez. —Entonces da media vuelta y se vuelve por donde ha llegado.

Una vez en la habitación se tumba en la cama:

—Joder, lo que hay que hacer por una mierda de sello.

 

 

 

41

 

En cuanto el sargento Gil sale de la habitación Boris rompe a sudar. Durante unos minutos trata de relajarse pensando en algo agradable. Intenta hacer que su cerebro se calme evocando algún lugar más acogedor o alguna otra situación menos tensa que la que le está tocando atravesar. Pero, en realidad, su cerebro sabe que, con este método tan burdo, solo intenta engañarle y tarda muy poco en ir poniendo en marcha todos esos mecanismos que Boris tanto teme. La calefacción está alta pero el sudor que empieza a bañarle no es consecuencia únicamente de eso. La temperatura de la sala no es lo que le hace sentir, repentinamente, la necesidad de quitarse toda la ropa y abrir la ventana para que el aire helado de la montaña le atraviese como un cuchillo. Poco después de empezar a sudar aparece el picor en la nuca y, acto seguido, la presión en el pecho. Rápidamente el dolor se generaliza y se apodera de todo su cuerpo, a la vez que su respiración se vuelve trabajosa y pesada.

Después de acompañarle durante veinte minutos, el ataque de ansiedad termina cuando Boris vomita el desayuno. Siempre se acaba, siempre pasa, él lo sabe, pero esta certeza se convierte en una costa difícil de alcanzar. En mitad de la vorágine todo el dolor se convierte en duda. Mientras está subido en ese barco, a merced de la tempestad, parece como si el trance nunca fuera a pasar, como si las garras que oprimen su corazón no fueran a cejar hasta conseguir detenerlo para siempre.

Pero siempre termina pasando, siempre se va, siempre es capaz de volver a la realidad. Al menos a su realidad.

A la hora de comer Boris es incapaz de conseguir que nada entre en su estómago. Está literalmente cerrado, bloqueado. En cuanto puede se levanta y vaga por el sanatorio, sin destino alguno, solo siente la necesidad de mantenerse en movimiento para evitar que alguno de sus múltiples fantasmas tenga la ocurrencia de volver a visitarle. Quiere notar que su cabeza y su cuerpo están ocupados mientras intenta descubrir en qué situación se encuentran exactamente él y su añorada amiga. Después de dar cinco vueltas completas a la primera planta, recorriendo todos y cada uno de los pasillos, baja al sótano, intentando que nadie le vea hacerlo. No tarda mucho en llegar a la habitación en la que está el cadáver de Isaac. Y el de la rata. La escena es más desagradable aún que la que recuerda haber visto cuando recuperó la consciencia después de que Isaac, el que ahora yace frente a él con un agujero en el cuello, le devolviera el golpe a traición. Durante unos instantes piensa seriamente en subir a decirle a la directora, o al primer trabajador del centro con el que se cruce, que aquí abajo hay una sorpresita esperándoles, que alguien ha tenido la brillante idea de deshacerse de uno de los enfermeros del turno de noche. Porque, en lo que a él respecta, no tiene claro qué es lo que sucedió. Estaba en el suelo, debatiéndose entre la oscuridad y una plaga de estrellas y de puntos luminosos que bailaban dentro de su cabeza. Para cuando se levantó, aturdido y mareado, allí solo quedaba… lo que quedaba de Isaac.

Y la rata.

Y ahí siguen.

La llave de la habitación está puesta en la cerradura, no parece que Nina y el doctor tuvieran intención de volver o de ocultar alguno de los hechos que sucedieron. Por última vez deshecha la idea de llevarse el cadáver de allí para intentar ocultarlo o deshacerse de él de alguna macabra manera. Está seguro de que ninguno de los planes que incluyen sacar el cuerpo del enfermero de la habitación tiene ni la más mínima posibilidad de éxito. Así pues lo más sencillo, rápido y seguro es cerrar la puerta y cruzar los dedos para que no tenga que volver por allí nunca más.

Después de dar dos vueltas a la llave dentro de la cerradura se agacha y recoge del suelo el arma con la que tumbó a Isaac, la que acabó golpeando su propia cabeza, y la lleva hasta la habitación en la que la consiguió. Una vez allí, y después de subirse sobre una de las mesas, la arroja al fondo, tan lejos como puede, en medio del montón de muebles viejos y destrozados. Boris piensa que es probable que sirva de algo retirarla del lugar del crimen. Tampoco pierde nada haciéndolo.

Con la llave en el bolsillo derecho del vaquero vuelve a la primera planta.

Es casi la hora de la cena y parece que la lluvia da una pequeña tregua.

 

 

 

42

 

Cinco minutos después de que Nina haya subido de vuelta a su habitación el anciano de la recepción del Hostal se levanta, sale de detrás del mostrador, atraviesa la sala hasta la habitación contigua y se adentra en la parte del pequeño edificio en la que está su vivienda. Una vez allí llama a su mujer. Ella le contesta desde fuera. Está en el patio trasero tendiendo ropa de cama en unas cuerdas que atraviesan el jardín de lado a lado.

Sábanas y toallas blancas encima del verde intenso del cuidado césped sobre el que la mujer, a pesar del frío, camina descalza.

Matías, después de reprender a su esposa por empeñarse en salir al jardín sin zapatos, le pide que le haga el favor de quedarse un rato en recepción porque tiene que ir a hacer un recado.

—Tengo que echar una carta.

—Sabes que mañana viene el cartero por aquí, Matías, ¿qué prisa tienes?

—Ninguna, mujer. Sé que hoy, el cascarrabias de Fernando pasa por el estanco, así que me voy a acercar por allí a darle la carta, que no me cuesta ningún trabajo.

—Pues sigo sin saber qué prisa tienes.

—¿Te acuerdas de dónde nos conocimos?

—Matías, ¿se puede saber a qué viene ahora esa pregunta? ¿Ves cómo tengo razón cuando te digo que estás cada día más tonto?

—¿Te acuerdas o no, mujer?

La anciana hace una pausa para observar a su marido, mientras se seca las manos en el mandil azul que lleva puesto.

—Pues claro que me acuerdo, viejo chocho. En el baile de Santa Ramona, por estas fechas, hace ya cincuenta y tres años.

—¿Santa Ramona?

—Santa Ramona, sí, Santa Ramona.

—Pues no, mujer, pues no. Que sepas que llevo toda la vida escuchándote decir que nos conocimos en el baile y nunca te he querido llevar la contraria. Pero no fue en el baile, que fue en casa de tu prima Adelaida, justo antes de que empezaran las fiestas. Que yo me quedé prendado de ti y tú no parabas de mirar al pasmado de mi amigo, el Cebrián.

—Eso será porque lo digas tú.

—¿Ves?

—¿Qué?

—Que por eso tengo que ir a echar la carta ahora mismo, porque hay gente que todavía está a tiempo.

—Lo que yo te diga, Matías, tú no estás bien.

—Que sí mujer, como quieras. Pero que sepas que vuelvo en un rato, que luego no digas que he dejado la recepción sola sin avisarte.

—Anda y ve a hacer lo que tengas que hacer, que ya me quedo yo en el mostrador. Anda, ve.

 

El viejo coge su boina del perchero y, poniendo la carta en el bolsillo de su chaqueta, sale en dirección al estanco. Nada más atravesar la plaza se cruza con Rodrigo, que viene de vuelta, y le saluda sonriente, levantando la mano e inclinando la cabeza.

Al entrar en el estanco pregunta si ya ha llegado Fernando, el cartero, y cuando el dueño le contesta que no, vuelve a sonreír:

—Pues, si te parece, le pones un sello a esta carta y le espero aquí, que ya no tiene que tardar, ¿no?

—Ya debería haber venido.

—Pues eso.

 

 

 

43

 

Rodrigo se aleja del coche y camina cuesta arriba, deshaciendo la ruta que hicieron para llegar hasta el hostal. Las calles, a pesar de la hora que es, siguen estando bastante transitadas. Parece ser que el ritmo del pueblo en medio de sus fiestas patronales no se resiente por la llegada de la sobremesa. La siesta no está en el programa de festejos. Aún hay gente a la puerta de los bares y todavía puede ver vestimentas como las que ha encontrado en la plaza de la iglesia. Claveles blancos y calladas incluidas.

Al final de una prolongada cuesta hay una curva cerrada y la calle desemboca en la carretera, la que atraviesa el pueblo de oeste a este. La que les trajo hasta él. La que tienen que retomar para marcharse.

Rodrigo continúa caminando, tratando de encontrar señales de algún tipo de vigilancia, algo que le haga sospechar de que la Guardia Civil haya montado algún dispositivo para dar con ellos. No tarda mucho en llegar casi hasta la salida del pueblo. Desde allí se ve un tramo recto de carretera de, al menos, quinientos metros, cuesta abajo, y no parece haber ningún obstáculo a la vista.

De vuelta en el hostal se alegra de que sea la mujer, y no el hombre, la que hace guardia en recepción. A pesar del amable saludo que acaba de intercambiar con él en la calle, le resulta un viejo desagradable.

En la habitación necesita cinco o seis golpes de nudillo, a cual más fuerte, para conseguir que Nina salga a abrir la puerta.

—Lo siento, me he quedado dormida.

—Bueno, de eso se trataba, ¿no?

La tarde pasa lenta y cansina, tan despacio como lo ha hecho la mañana. Rodrigo apenas deja de caminar de un lado a otro y de entrar y salir de la habitación y Nina permanece prácticamente en silencio. Por su cabeza solo circulan un par de ideas: «¿Cuándo nos vamos?». Y la otra: «No quiero ir al servicio». En un par de ocasiones, presa del aburrimiento, intenta entablar conversación con él, preguntarle sobre aspectos de su enfermedad o sobre qué tiene pensado hacer para ayudarla pero Rodrigo se muestra esquivo en todo momento, aduciendo siempre que su primer objetivo es salir del pueblo, que una vez que lleguen a su casa empezará a pensar en el resto. Que no tenga prisa, que mantenga la calma y que esté preparada para partir en cualquier momento.

¿Preparada? Como si no lo estuviera.

Lo bueno de no tener nada que perder es que puedes salir corriendo sin echar nada en falta.

Un rato después de anochecer, Rodrigo vuelve de su enésimo paseo y le dice que es la hora, que hay que irse.

Nina se levanta de un salto y responde:

—Voy al baño y nos vamos.

Nada más cerrar la puerta tras ella la voz del monstruo consigue que, a pesar de que contaba con oírla, el corazón le dé un vuelco:

—Me muero. No sé si volveremos a vernos —de nuevo le habla desde la bañera, acurrucado, con la barbilla apoyada sobre las rodillas. En su espalda no queda ya rastro alguno de la majestuosidad que hasta hace unos días mostraban sus alas.

—No voy a llorar, a pesar del aspecto que tienes —contesta mientras se sienta sonriente a orinar.

—Solo espero que no me eches de menos. Y que no volvamos a vernos.

—Parece que, al final, vamos a terminar estando de acuerdo en lo importante —contesta Nina.

—Es difícil vivir con todo lo que llevo dentro, con lo que te he explicado y con alguna que otra cosa que no te he podido contar.

—Muy bien, por eso no te preocupes.

—Reza por que no nos volvamos a ver, Nina.

—No suelo rezar. O eso es lo que creo —contesta mientras se incorpora y se coloca la ropa.

—O eso es lo que crees.

Nina agarra el pomo de la puerta y mira a Asco por última vez antes de salir.

—Voy a marcharme, voy a cerrar esta puerta tras de mí y, si hay suerte y no vuelvo a verte, ten por seguro que jamás te echaré de menos.

—O eso es lo que crees.

Antes de cerrar se vuelve a mirar a la bañera.

Vacía.

 

 

 

44

 

Apenas tardan dos minutos en recoger la habitación y salir. Tras de sí dejan la papelera llena de restos de comida y papeles sucios y arrugados. Poco más.

En recepción devuelven la llave y, mientras Rodrigo abona en efectivo el importe de la estancia, Nina se asoma a la puerta para echar un vistazo al exterior. Intenta no cruzar su mirada con la del viejo ni un instante más de lo estrictamente necesario. Mientras Rodrigo guarda la billetera, ella se vuelve para mirar al anciano y él parece tener intención de hacer algún gesto. Rápidamente el doctor interrumpe el fugaz encuentro:

—Bueno, un placer. Nos marchamos.

Después de bajar las escaleras y caminar unos metros, la voz del anciano hace que se detengan en seco:

—¡Señorita! —desde la puerta le hace gestos con la mano para que se acerque.

Rodrigo y Nina se miran como si estuviera sucediendo algo muy extraño, fuera de programa. Finalmente ella camina de vuelta, despacio, hasta donde está el señor.

—Su carta está entregada, señorita, al cartero, en mano. Mañana llegará a su destino, según me ha dicho. —El hombre luce una sonrisa de oreja a oreja, como si el encargo que ha hecho para ella fuera suficiente para ganarse un hueco en el reino de los cielos —. Y tenga, para que su novio no sospeche. —Le entrega entonces un pequeño folleto de publicidad del hostal, medio arrugado y con las esquinas amarillentas, castigadas por el paso del tiempo.

Nina sonríe entonces y le agradece al hombre su ayuda.

—Ahora tengo que irme.

—Vaya con dios, señorita. Y vuelvan siempre que quieran.

Cuando Nina llega junto a Rodrigo le enseña el folleto y le explica que el viejo se lo ha dado por si les apetece volver.

—Parece que le has caído bien.

—¿Yo? —La mira incrédulo—. Vámonos, anda.

El coche arranca a la primera y Rodrigo lo saca suavemente de la plaza, enfilándolo por las callejas que tienen que llevarles hasta la salida del pueblo. Ya ha oscurecido pero los portales y los balcones lucen llenos de gente y engalanados aún con guirnaldas y farolillos. Se ven obligados a avanzar muy despacio durante todo el trayecto porque el trasiego de personas es muy intenso. Todo el mundo ríe y vocea. Alguno incluso levanta su vaso hacia ellos invitándoles a bajar del coche para unirse a la fiesta y brindar.

Nina observa a la gente a través del cristal y, a cada poco, mira de soslayo a Rodrigo. Parece bastante nervioso, echado sobre el volante, mirando a todos lados, azuzando entre murmullos a cualquiera que se le cruce delante, ansioso por salir de entre el gentío para poder llegar, de una vez por todas, a la carretera por la que se alejarán de este pueblo y de su multitudinaria fiesta.

Cada paso que atraviesan y cada cuesta que suben les alejan, poco a poco, del centro. Cuando llegan a la intersección con la carretera que atraviesa el pueblo ya no se ve a nadie por la calle, Rodrigo la mira y habla:

—¿Saldremos alguna vez de este maldito sitio?

El gesto en su cara le resulta familiar. Otra vez. Le parece haberlo visto otras veces, dibujado sobre una cara que ha tenido delante en otras ocasiones. Una luz se enciende al final del túnel de su memoria, una que ilumina la cara del doctor.

—Rodrigo, ¿tú…?

—¡Joder! —exclama él mientras vuelve la cara hacia ella. A su izquierda, al fondo, acaba de hacer acto de presencia el fulgor de las luces azuladas que suele cabalgar a lomos de los coches de la Guardia Civil—. Justo ahora.

La patrulla se acerca entonces hacia ellos, mientras que Rodrigo mantiene su todoterreno al borde de la intersección con intención de cederle el paso. A medida que avanza, el coche que llega parece ir cada vez más despacio.

—¿Qué coño les pasa a estos?

Cuando apenas están a diez metros los altavoces del coche patrulla emiten un pitido agudo y corto y la cadencia de giro de los rotativos se acelera levemente.

—Me cago en la puta —dice Nina.

—No me jodas.

Por unos instantes los dos se sitúan al borde del colapso nervioso.

La Guardia Civil se aparta hasta el arcén y se detiene.

—Cuando se bajen, acelera, Rodrigo, no te lo pienses...

—Calla, Nina. Procura no hacer ninguna tontería. Vamos a ver qué es lo que quieren.

—No seas tonto, hazme caso. En cuanto bajen del coche sal corriendo.

—Calla.

Las dos puertas del coche se abren a la vez y de él se apean dos números. Uno de ellos se detiene a un par de metros de ellos y el otro se acerca hasta la ventana del todoterreno y, tocándola ligeramente con la uña del índice, le hace a Rodrigo un gesto para que baje el cristal.

—Buenas noches, ¿ha visto usted que circula con las luces apagadas?

—¿Eh? No, disculpe, agente. Joder, qué descuido. Ahí abajo está todo el mundo de fiesta y todas las calles llenas de faroles y no me he dado cuenta de poner las luces.

—Ya.

—Vaya despiste tengo. Muchas gracias por haber parado a avisarme, agente.

—Me temo que voy a tener que denunciarle, caballero.

—¿Cómo? Vamos, hombre, agente, ¿de verdad? En la primera curva me hubiera dado cuenta de que no las llevaba puestas. Disculpe el despiste. En adelante estaré más atento, de verdad.

—Deme su documentación, caballero, por favor.

Entonces Nina abre la puerta del coche y baja de un salto.

—¡Señorita! ¿Se puede saber…? —dice el agente mientras da un paso atrás e, instintivamente, posa la palma de su mano derecha sobre la funda que lleva en el cinturón, en la que guarda su pistola.

—¡Agente! ¡Este hombre me ha secuestrado! Soy Martina Cruz, soy paciente de La Quinta de la Montaña.

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