Nina

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Nina despierta poco a poco. Aturdida. Tiene la boca seca y le duele todo el cuerpo, sobre todo la cabeza y la espalda.

Y tiene frío. Está helada.

La primera incógnita que despeja es la del frío que tiene metido hasta los huesos. Está tumbada en el suelo.

El siguiente razonamiento tiene que ver con el punzante dolor de cabeza que la tortura: recuerda el vaso de cacao. Poco más. El resto es una nebulosa casi indescifrable y mullida en la que cree ver la cara de su hermano y unas escaleras muy empinadas.

Hasta ahora sus despertares eran desmemoriados. Este no lo es. Los datos que faltan o están incompletos en su cabeza, en lo referente a sus últimos momentos de vigilia, no han desaparecido a causa de su habitual falta de memoria. De hecho cree recordar casi todo, aunque casi todo está medio oculto tras una cortina que rápidamente identifica con la química.

Esa leche tenía algo más que cacao.

Todo lo demás llega de sopetón, como un torrente: Su hermano Víctor ha ido hasta La Quinta de la Montaña para sacarla de allí y traerla después a este agujero en medio de las montañas.

Muy considerado por su parte lo de ponerle somníferos en la leche, después de todas las molestias que se ha tomado para traerla hasta aquí.

La cabeza de Nina se ha convertido en un vertiginoso torbellino. El hecho de quitarle al doctor Ortiz su cara para devolvérsela a su hermano, ha hecho que dentro de su cerebro empiecen a moverse cientos de resortes. Una idea va llevándola, irremediablemente, hacia otra. El tiempo ha ido pasando y, a pesar de las gafas, de la barba y del pelo largo, al final ha descubierto que el rostro que se escondía ahí detrás era el de su hermano Víctor. El hermano con el que pasó la mitad de su infancia. Víctor es mayor que ella, ocho años, y cuando terminó el colegio, sus padres le mandaron a Londres a continuar sus estudios. Así que, mientras ella crecía, solo le vio un par días cada tres o cuatro meses. Después, cuando se licenció, se fue de casa y se dedicó a recorrer el mundo para, según él mismo le contó entonces, «acumular experiencias vitales» antes de meterse en los negocios familiares.

—Buenos días, Nina.

El monstruo.

—Joder. Tú no, por favor. Ahora no.

Nina se incorpora lentamente al oír la voz. A pesar de los barbitúricos y del frío calado hasta los huesos, su cuerpo aún mantiene el vigor que le proporciona su relativa juventud.

Frente a ella Asco, en pie, como hacía tiempo que no le veía. El bicho luce altanero, fresco y con su antigua pose firme y segura recuperada. En todo su esplendor. Los brazos, fuertes y musculados, cruzados sobre el pecho y sus alas donde siempre habían estado, cubriendo su retaguardia. Desde donde está, frente a él, Nina puede verlas sobresalir por encima de sus hombros, como siempre las había visto.

—He venido a despedirme. Esta es nuestra última vez.

—¿Has visto dónde estoy? —Nina da una vuelta completa sobre sí misma, con los brazos abiertos y las palmas de las manos extendidas—. ¿Ves que este agujero es peor aún que el sanatorio en el que he pasado qué sé yo cuánto tiempo?

—No sé si merecías aquello ni sé si mereces esto. Sé que tenías aquello y que ahora tienes esto. Ya eres mayor para juzgar por ti misma.

»Solo he venido a decirte que ya no tengo nada más que contarte porque todas mis historias están ahora donde siempre deberían haber estado: en tu cabeza.

»Ya no hay nada que te pueda explicar que tú no sepas porque todo lo que sé es todo lo que tú me dabas para alimentarme.

»Ahora que tus recuerdos han vuelto a ti, yo desaparezco.

Nina, con los ojos llorosos, da un paso adelante. Suficiente para poder estirar los brazos y agarrarse a los barrotes.

—¡No!

Mientras Nina intenta enjugarse las lágrimas, la imagen de la criatura se desvanece ante sus ojos y, en su lugar, solo queda la suya propia. Solo entonces se da cuenta de que está mirándose en un espejo que hay justo delante de ella.

Donde hace un segundo contemplaba la silueta del monstruo ahora solo es capaz de verse a sí misma. Su propio reflejo.

Por última vez ha tenido ante sí a su viejo amigo: Asco, el bicho, el monstruo alado, su acompañante incansable, su pesadilla, su perseguidor, su consejero, su mentor, su visitante, su último reflejo… Su memoria.

Mientras termina de asumir esta nueva realidad cae de rodillas, agarrada aún a los barrotes y rompe a llorar todavía con más fuerza y desesperación.

 

 

 

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Boris corre por los pasillos tan rápido como le permiten las piernas y baja las escaleras de cuatro en cuatro, poniendo a prueba su destreza atlética y todas sus habilidades deportivas. La mochila le acompaña saltando rítmicamente a su espalda, mientras que todas y cada una de las personas que se cruzan en su camino le miran sorprendidas o le piden que se detenga o que vaya con más cuidado.

Abajo, en el pasillo que lleva hasta la puerta de entrada, se cruza con Rita y se detiene un segundo frente a ella:

—¿Han arreglado ya la verja de entrada?

—¿La verja?

—La verja, claro, la que destrozaron Nina y el doctor cuando salieron corriendo la otra noche.

—No, aún no, están en ello, ¿por qué?

—¡Gracias, Rita!

Para cuando ella termina de formular la pregunta Boris está casi llegando a la puerta que da al hall. Una vez afuera se detiene un instante para comprobar que su objetivo aún es posible.

—¡Bien!

Inmediatamente reanuda su carrera en dirección al aparcamiento.

Cuando llega junto al doctor Burgos este ha dejado el casco sobre el depósito de la moto y está acomodándose los pantalones para ejecutar la, para él, trabajosa maniobra de levantar la pierna por encima del vehículo y poder así sentarse sobre él.

—Hola doctor.

El hombre, extrañado, aborta la maniobra para ver quién es el que aparece de la nada saludándole: Boris. Lo recuerda perfectamente.

—¿Boris? —Sonríe Carmelo Burgos.

Boris le mira de arriba abajo y descubre que la parte más complicada de su plan está en su punto de mira. El médico tiene las llaves de la moto colgando de uno de sus dedos.

—Lo siento doctor pero tiene algo que necesito.

Boris golpea entonces con su mano la mano del doctor que sostiene el pequeño llavero. Este, inmediatamente, vuela a dos metros de donde están. Boris se adelanta raudo y lo recoge del suelo.

—Tengo que llevarme su moto, doctor Burgos.

Entonces se acerca al manillar para agarrarlo y subirse a ella.

—Ni de coña —dice el doctor. Entonces se abalanza sobre Boris.

El hombre es tan pesado y corpulento como torpe y desgarbado. Boris, incluso sin ser ningún experto en nada que tenga que ver con el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, solo tiene que hacerse un paso a un lado y empujar al médico por los hombros para que el hombre, presa de su propia inercia, caiga al suelo y dé dos vueltas sobre sí mismo.

—Lo siento, Carmelo, de verdad —se disculpa Boris a la vez que se sienta sobre la moto y se pone el casco para terminar la operación arrancándola. Mientras tanto el doctor Burgos no ha sido capaz aún de levantarse del suelo.

—Me cago en tu madre, Boris. Como te lleves mi moto te mato. Te lo juro. Te mato —maldice a cuatro patas.

Boris mete la primera y se dirige a la salida.

—¡¡¡Boris!!!

Desde lo alto de la escalinata que da acceso al edificio principal Rita y la doctora Tubau gritan su nombre. Viendo que él ya no va a hacerles caso, las dos mujeres bajan rápidamente para dirigirse al doctor Burgos y ayudarle a levantarse.

Siendo muy joven, antes incluso de acabar el instituto, su padre le compró su primera moto, una Vespino. Para cuando terminó la universidad ya había tenido tres más. El aire, sacudiendo su ropa y colándose por sus tobillos, le ha hecho recordar, de repente, aquellos felices y despreocupados años.

Mientras se acerca a la salida ve que hay un hombre intentando recomponer el estropicio que montaron su amiga y el doctor. Se afana sobre una de las partes de la verja mientras que la otra permanece entreabierta.

Boris calcula que entre el cuerpo del hombre y la puerta que hay a su espalda queda espacio suficiente para pasar sin tener que parar a pedir permiso.

Cuando se está acercando al operario utiliza el claxon de la moto para avisarle de su peligrosa presencia. El tipo ni se inmuta. Boris reza para que al buen hombre no le dé por moverse porque él no tiene intención de aminorar la marcha. Una vez que ha decidido salir pitando no hay vuelta atrás y la rapidez y el factor sorpresa son sus mejores aliados.

Cuando está pasando, como una flecha, a veinte centímetros de su espalda se da cuenta de que lleva unos auriculares clavados en los oídos.

Finalmente ha conseguido sortear su primer obstáculo a casi cien kilómetros por hora sin tocar ni al buen hombre ni los barrotes de hierro forjado de la verja que había a su izquierda.

Por el retrovisor puede ver que el tipo da vueltas sobre sí mismo intentando entender qué demonios ha sido lo que acaba de suceder.

No tiene muy claro cómo va a hacer lo que se ha propuesto hacer. Solo sabe que ha empezado a hacerlo y que ya no hay vuelta atrás posible.

 

 

 

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Durante unos segundos Víctor se mira en el espejo. Después abre el mueble que hay a la derecha del baño y saca una maquinilla para cortar el pelo.

Ya tenía ganas de deshacerse de su melena.

Para cuando sale del baño ha dejado atrás una poblada barba, unas gafas con los cristales sin graduar y buena parte de la tupida cabellera que cubría su cabeza. La cara afeitada, los ojos libres de plástico y el pelo rapado al tres.

Una vez abajo sale afuera a ver cómo está el día. Deben ser las tres o las cuatro de la tarde, como mínimo. No ha tenido ganas ni de ponerse el reloj ni de mirar la hora. Está nevando. Son copos pequeños y rezagados pero está nevando. Probablemente, unos cientos de metros más abajo, a la falda de las montañas, llueva. A esta altura y en esta época del año, el agua suele caer en forma de nieve.

A unos metros del porche hay un promontorio, un montículo con unos penachos de descuidadas flores plantadas sobre él. Ahí están, entre otras, las margaritas, las hortensias y los pensamientos de los que anoche le estuvo hablando a su hermana.

Nada más adquirir la casa se puso manos a la obra. Compró unas pocas herramientas y empezó a trabajar en su proyecto: un par de picos, un par de palas, una maza y unos capazos. Lo primero que hizo fue echar abajo un trozo de la pared que, desde el pequeño pasillo junto a la cocina, comunicaba con una de las habitaciones de invitados de la planta baja. Y allí empezó a cavar. No tardó en darse cuenta de que era imposible atravesar el suelo sin algo más contundente. Al día siguiente tenía un martillo hidráulico con el que ir horadando el hormigón y las piedras que fueron apareciendo. Y aparecieron muchas.

Justo afuera, delante del porche, fue depositando todo lo que iba sacando del creciente agujero. Durante casi cinco meses trabajó prácticamente todas las horas en las que estuvo despierto. En todo ese tiempo procuró mantener su cabeza vacía de cualquier cosa que no fuera tierra, carretilla o piedras. Hubiera podido buscar una casa con sótano pero eso no era lo que quería. Quería hacer aquel agujero con sus propias manos, quería que el interior fuese tosco y desagradable, quería que fuera una cueva, una cueva oscura, húmeda, fría, áspera, desagradable e inhóspita. Y quería que su construcción le alejara del mundo exterior y, sobre todo, de sus propios pensamientos. En la misma medida en la que el agujero se fue convirtiendo en boquete y el boquete en hoyo, el montón de escombro frente al porche fue aumentando de tamaño y de altura. Al final, con una pequeña colina brotando frente a la puerta de la casa, tuvo que ir a por tablones y puntales para que el techo de la gruta que había excavado no se viniera abajo. Para acceder a ella construyó unas rudimentarias e inestables escaleras de madera. Después rehabilitó la pared que había echado abajo para empezar con la obra, instaló una puerta y, para rematar el trabajo, pintó todo el pasillo.

Lo último que hizo fue poner semillas de césped en el montículo de la entrada y cultivar en su pequeña cima unas cuantas variedades de flores. Siempre le han gustado las plantas. Disfruta cuidándolas y viéndolas crecer. A pesar de la dureza del invierno, todo lo que plantó entonces ha crecido fuerte y vigoroso hasta ahora.

 

 

 

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Víctor pasa las dos semanas siguientes sin hablar con Nina. Solo baja a la cueva una vez al día para llevarle comida y agua y retirarle el cubo de metal en el que hace sus necesidades.

Y lo hace en silencio.

El resto del tiempo lo dedica a pasear por el jardín y a leer. Antes de partir hacia La Quinta de la Montaña decidió utilizar el salón como almacén y se preocupó de abarrotarlo de comida, a modo de despensa improvisada. Metió en él todo tipo de cosas con fechas de caducidad lejanas y ninguna dificultad en su preparación: latas de comida y de bebida, panes deshidratados, platos precocinados, frutos secos, queso y embutidos.

Para sus horas libres Víctor ha traído un lector electrónico con docenas de libros almacenados dentro: una tupida selección de clásicos, un buen puñado de títulos de ciencia ficción, ensayos filosóficos y hasta obras de teatro. Cuando puso en él esa ingente cantidad de literatura se cuidó muy mucho de cargarlo con ningún thriller.

Su intención es ser independiente durante el mayor tiempo posible y solo bajar de la montaña en caso de extrema necesidad.

Al principio, en sus fugaces encuentros, ella casi siempre se mantuvo también en silencio. A partir del tercer día empezó a preguntarle la hora. Durante las dos jornadas siguientes intentó que le dijera si afuera era de día o de noche, insistiendo en que solo necesitaba saber eso. Él no contestó. Sin duda el silencio y el monótono paso del tiempo fueron poco a poco haciendo mella en el ánimo de Nina.

Al quinto día empezó a acusarle de mentiroso. Le reprochó haberse inventado una hija enferma y una vida triste con la que engatusarla para atraerla a su telaraña. Después de varios días de improperios y de insultos terminó por callarse.

Estuvieron casi una semana más sin intercambiar una sola palabra hasta el día en que Víctor decidió que era hora de romper el silencio.

 

 

 

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Boris salió por la puerta del sanatorio y aceleró la moto tanto como pudo mientras se alejaba de La Quinta de la Montaña. Bajó por aquellas escarpadas laderas arriesgando el pellejo en cada una de las curvas que tomó hasta que llegó a la general. Una vez allí enfiló la autopista, incapaz de aflojar la mano que alimentaba de gasolina las entrañas de la máquina que acababa de robarle al pobre doctor Burgos. Cuando quiso darse cuenta, la aguja del combustible estaba en la zona roja, a punto de tumbarse del todo. El depósito se quedó seco a tres kilómetros de la gasolinera más cercana. En medio de un impresionante chaparrón tuvo que caminar empujando la moto durante más media hora, hasta que consiguió llegar al oasis. Una vez allí se dio cuenta de que, con treinta euros en el bolsillo, no iba a llegar muy lejos. En el mundo real había que pagar hasta por respirar y eso era un obstáculo tan grande como un elefante y, de manera imperdonable, lo había pasado por alto.

Saliendo de la gasolinera tuvo que replantear sus pretensiones y cambiar de dirección. Dos horas después estaba en casa de su hermana Natacha aguantando otro chaparrón, en este caso, por haber sido tan irresponsable e impulsivo. La policía había llamado ya allí, andaban buscándole, y el doctor estaba esperando a que su moto apareciera en algún sitio. Boris intentó disculparse y, sobre todo, trató de sumar a Natacha para su causa pero todos sus esfuerzos resultaron infructuosos. Ella, mucho más acostumbrada a vivir en el mundo real, no tardo en reprimir todas ilusiones y tirar con fuerza de él para que descendiese al mundo de la razón y de lo posible.

El equipo médico de La Quinta de la Montaña, accedió a permitir que Boris se quedase allí bajo la tutela de su hermana. La doctora Tubau fue especialmente inflexible con el hecho de que debía continuar tomando su medicación hasta nuevo aviso. En lo referente a la moto, Carmelo Burgos, fue mucho más indulgente de lo que muchos hubieran sido. Una semana después del hurto se presentó en casa de Natacha acompañado de un amigo para poder llevársela. Decidió retirar la denuncia después de hablar un buen rato con su antiguo paciente. Durante la charla Boris le prometió abandonar sus ínfulas detectivescas para centrarse en recuperar el norte. Los dos estuvieron de acuerdo en que enfocar su vida hacia el objetivo único de encontrar a la amiga que no tuvo ningún reparo en dejarle en la estacada y no volver a dar señales de vida, no era un plan ni inteligente ni admisible.

Dos semanas después de la fuga, Boris vivía apaciblemente en casa de su hermana Natacha reponiendo fuerzas e ideas para que, a la segunda, su plan para encontrar a Nina no fuese otro fracaso estrepitoso.

 

 

 

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Víctor baja al agujero y encuentra a Nina acurrucada en la cama, de espaldas a la entrada. Las bombillas están encendidas y proyectan extrañas sombras por triplicado de todo lo que hay bajo ellas. Cuando está a dos pasos de los barrotes se sienta en la silla que hay frente a ellos.

—Hola, Nina —saluda a media voz.

Ella no responde pero se da la vuelta y se incorpora en la cama.

—Tengo frío. Estoy helada.

Víctor se levanta entonces y sube las escaleras que dan al exterior.

Dos minutos después está de vuelta con un par de mantas. Pasa una primero a través de los barrotes y luego la otra.

—Aquí tienes.

Nina coge una y la deja sobre la mesa. Se pone la otra alrededor de los hombros y se sienta de nuevo en la cama, frente a su hermano.

—¿Qué pretendes, Víctor?

—Hacer que pagues por tus acciones.

—Vaya, parece que hoy tienes ganas de hablar. ¿Y pretendes que pague por mis actos encerrándome en este agujero? —mira a su alrededor.

—¿Te parece poco?

—Me parece demasiado.

—Primera cosa en la que no estamos de acuerdo.

—Suma y sigue —apostilla Nina.

—¿Sabes ya qué es lo que ha sucedido en los últimos meses?

—¿Crees que tengo que compartir contigo esto?

—Nina, me gustaría estar seguro de que sabes de qué va todo esto, de que eres consciente de las cosas que han pasado. De que recuerdas todo.

—Ya no eres mi médico.

—Como si lo fuera.

Durante los próximos diez minutos todo lo que se oye en la cueva es el eventual crujido de alguno de los tablones o el siseo que producen las ropas de cualquiera de los dos cuando se mueven para acomodarse en su asiento.

—Recuerdo a mi hija.

Durante los siguientes cinco minutos Nina solloza sin decir nada más.

—Recuerdo mi infancia. Nuestra infancia. Recuerdo a papá y a mamá y recuerdo nuestro colegio. Sobre todo recuerdo ese caserón con las paredes de piedra y los techos tan altos en el que pasábamos casi todos los veranos en aquel pueblo cerca de Córdoba.

—¿Recuerdas lo que pasó en el barco?

Otra larga pausa.

—Lo recuerdo.

—¿Y lo de después?

—Esa parte es la que más trabajo me cuesta. Hay cosas que no terminan de encajar. Hay trozos en sombra.

—¿Vas entendiendo por qué estás aquí?

—Pues no, Víctor, no lo entiendo. Todos cometemos errores.

—Unos más graves que otros, ¿no crees?

—¿Acaso tú eres perfecto?

—Mira, Nina, vamos a poner orden en esto. Lo primero que quiero que hagamos es rememorar todo el mal que hiciste y todas y cada una de sus consecuencias. Quiero que refresquemos esa parte entre los dos. Te prometo que, si hablamos de eso, te escuchare después en todo lo demás que quieras contarme. Escucharé tus quejas o tus peticiones y discutiremos sobre si es justo o no que estés metida en este agujero. ¿Qué te parece?

—Que tengo hambre.

Diez minutos después Víctor está de vuelta, con dos latas de atún, tres rebanadas de pan seco y un vaso de agua en una pequeña bandeja. Pasa el vaso por entre los barrotes y lo deja en el suelo. Después desliza la bandeja por debajo, por una parte en la que hay una pequeña abertura, y da dos pasos atrás para volver a sentarse en su silla.

Cuando termina de comer deja el vaso y los restos en la bandeja y la empuja con el pie hasta que topa con los barrotes.

—En aquel barco murió mucha gente, Nina.

—Lo sé. No fue mi intención.

—Hemos dicho que las opiniones, las justificaciones y las peticiones las dejamos para más tarde. En aquel barco murió mi mujer y mis dos hijos, Nina. En aquel barco murieron nuestros padres y murió tu hija.

»En aquel barco murió todavía más gente.

»Todo a causa de tu maldad, de tu avaricia y de tu irresponsabilidad.

—Hemos dicho que dejábamos los juicios de valor para luego.

—Nina, además de la gente que murió en aquel barco tenemos a tu marido, al que habías abandonado sin avisar, que, un par de semanas después de la tragedia, habiendo perdido a su adorada hija y a la mujer de la que había estado enamorado desde que la conoció, se tiró desde la azotea de un edificio. Y, finalmente, tenemos a los padres de tu marido, que, después de quedar solos y abandonados a su suerte, sin nieta y sin hijo, abrieron la llave del gas de su cocina y se suicidaron también. ¿Recuerdas todo esto? ¿Eres capaz de recordarlo?

En mitad del monólogo Víctor se ha levantado de la silla.

—Lo recuerdo porque durante el juicio me enseñaron fotos y se habló de todo lo que sucedió aquella noche. Pero apenas consigo encontrar recuerdos propios de lo que pasó. Es como si todo fuera una película que alguien me hubiera contado.

Nina vuelve a llorar mientras contempla en su cabeza la imagen del monstruo alado contándole todas aquellas historias. En realidad casi todo lo que recuerda de estos episodios es una mezcla entre lo que vio durante el juicio y lo que después le contó su inseparable amigo.

 

 

 

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Boris sube de la calle con una barra de pan y el periódico.

Ya lleva un mes en casa de su hermana. Ella vive con un ingeniero industrial que se dedica a planificar la instalación de plantas de procesado de envases. Mariano, pasa más de la mitad del año fuera de casa, en muchas ocasiones, trabajando en el extranjero. Aunque llevan bastantes años juntos no están casados. Ni siquiera son pareja de hecho. Natacha llora amargamente cuando habla con Boris sobre esto, convencida de la certeza que anida en su corazón de que Mariano no quiere tener lazos con ella porque, en realidad, nunca ha estado seguro de sus sentimientos.

Boris aprovecha los días para disfrutar de la compañía de su hermana y para ultimar los preparativos de su plan. Lo primero que hizo, con la excusa de tener independencia y mayor libertad de movimientos, fue comprar un coche de segunda mano, uno pequeño, y ponerlo a nombre de Natacha, con la excusa de que, cuando se compre otro para empezar a trabajar de nuevo, se lo dejará a ella para que pierda de una vez por todas ese miedo irracional que le tiene a conducir. A pesar de tener el carné hace años.

Para la parte económica, profundamente escarmentado, ha preparado una buena suma de dinero. En realidad ha reunido todo el que tenía disponible, lo ha ido sacando poco a poco de sus cuentas bancarias y, sin que su hermana se haya enterado, lo ha ido guardando en casa. Mientras trabajó siempre ganó un buen sueldo y nunca fue despilfarrador. Ha llegado la hora de dar buen uso a sus ahorros.

El mejor que podría darle.

Tiene claro que, si quiere que el resto de su plan funcione, necesita todos los recursos económicos de los que pueda disponer.

—Hola —saluda a su hermana al entrar en casa.

—Hola Boris.

Deja el periódico y la barra de pan sobre la encimera de la cocina y va a su habitación, la de invitados. Una vez allí se cerciora de que los sobres con el dinero siguen ocultos entre la ropa de verano de Natacha. Encima de un pantalón naranja de lino y debajo de una camiseta roja con la cara de Marilyn serigrafiada en el pecho.

Cuando va de vuelta a la cocina suena el timbre del portero. Su hermana sale, secándose las manos en un trapo, para ir a contestar. En todo el tiempo que lleva en casa de su hermana apenas ha sonado el portero dos veces. Boris camina tras de ella para enterarse de quién es el que llama.

—¿Quién es?

»¿Cómo?

»¿El sargento qué?

»Sí, vive aquí.

»No me toma usted el pelo, ¿verdad?

Cuando su hermana cuelga el auricular del portero automático Boris ya no está a su espalda, está en la habitación, sacando el dinero de debajo de la cara de Marilyn.

La imagen de Isaac en medio de un charco de sangre ocupa prácticamente todo el cerebro de Boris. La pequeña parcela que queda libre está centrada en salir corriendo.

De vuelta en el pasillo de la entrada se cruza con su hermana y le confirma que un tal sargento Gil de la Guardia Civil ha preguntado por él y está subiendo en estos momentos.

—Por favor, Natacha. Dile que hoy he salido a pasar el día fuera, invéntate lo que quieras. No puedo encontrarme con él ahora. De verdad, es importante. En un rato vuelvo y te lo cuento todo.

Su hermana le mira sin saber qué contestar.

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