Nina

Nina


PORTADA

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Nina

Emilio Casado  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© Emilio Casado Moreno

ecasadomo1@gmail.com

Todos los derechos reservados, 2013

1ª edición

Impreso en España / Printed in Spain 

 

 

 

 

Para ti, Gema.

Por ti.

Gracias por cruzarte en mi camino.

 

 

 

 

 

 

 

 

1

 

Agazapada en la penumbra que le proporciona uno de los rincones de la habitación, encaramada a los brazos de una silla de ruedas, una extraña figura contempla a Nina mientras esta intenta conciliar el sueño.

—¿Sabes que mañana será igual?

—Lo sé.

—Volverás a olvidar todo lo que has hecho hoy.

—No me gusta que tú me lo recuerdes.

—Me importa muy poco lo que te guste o deje de gustarte.

—Podrías venir a contarme cosas alegres.

La figura se sacude repentinamente y, a pesar de la tiniebla nocturna, Nina puede ver perfectamente cómo las dos enormes alas que emergen de su espalda, con la misma forma que las de un murciélago, se despliegan para volverse a plegar inmediatamente después, como si acabara de contemplar una especie de búho enorme desperezándose ante ella.

—Odio que hagas eso.

—No puedo evitarlo. Ni tampoco que lo odies.

—Eres detestable.

—Es triste que yo sea lo único que recuerdes todos los días… todos y cada uno de los días. ¿Verdad? —La figura tuerce la cabeza dibujando un escorzo extraño a la vez que emite un profundo sonido gutural que hace que Nina se estremezca entre las sábanas—. Me divierte venir a verte cada noche, cada vez, sin olvidar ninguna. Me encanta hacerte recordar, aunque lo único que recuerdes sea mi desagradable voz y mi figura atroz. Adoro plantarme en la oscuridad de este rincón para oler tu miedo y poder saborear tu rabia.

—Eso es lo que a ti te gustaría, malnacido, pero no te tengo miedo y tampoco consigues enojarme. No tienes ese poder. He aprendido a vivir con esta tara. Desearía no recordarte todos los días, no tener la certeza de que, cuando oscurezca y me quede sola, aparecerás para maldecirme desde tu patético altozano, desearía que permanecieses fuera de mi memoria, como todo lo demás, olvidado de un día para otro. Pero no me preocupa que no sea así. En realidad tengo la sensación de que tú necesitas más de mí que yo de ti.

—¿Quieres que te cuente algo?

—No empieces otra vez.

—Si pudieras dormir no tendrías que escucharme, serías un poco más libre, un poco más dueña de tus actos. Pero eres incapaz hasta de eso. Así que no tienes más remedio que oír lo que te voy a contar.

»Esta mañana he conocido a un hombre. Un hombre casi normal. Le he visto aparcando el coche, uno de esos grandes y caros, y le he seguido un rato.

—¿Qué te hace pensar que creo tus historias?

—Sabes que son ciertas y sé que las crees. Sé que sabes que veo muchas cosas.

Nina se mantiene en silencio con la cabeza gacha, pretendiendo que el mero hecho de cerrar los ojos la acompañe hasta el ansiado sueño. Aun así, impotente, se descubre prestando atención a las palabras de su extraño visitante.

—Caminaba algo cabizbajo, vestía un traje y acarreaba un maletín de piel. Nada más verle he olido que ahí había algo. El tipo chorreaba inseguridad, nerviosismo, desesperación, impotencia y tristeza.

»Sobre todo tristeza.

»Daba pena verle. He entrado con él en un edificio de oficinas y en el ascensor nos hemos quedado solos. Entonces se ha girado para mirarme. No estoy seguro de qué habrá visto pero sí hay algo que tengo claro: no ha entendido nada y, por supuesto, no parecía del todo consciente de lo que se le venía encima. La puerta del ascensor se ha abierto y me he quedado quieto. Él tenía prisa por alejarse de allí. Cuando la puerta se cerraba se ha girado para echar un último vistazo.

»Pobre diablo.

»Después he vuelto a la calle, a verle caer.

»¿Has oído alguna vez el ruido que produce un cuerpo humano al estrellarse contra la acera, después de volar desde cinco pisos de altura?

—Eres un hijo de puta.

—Lo sé pero eso nunca me ha preocupado y sé que a ti tampoco. Pero déjame que continúe. El ruido en cuestión es indescriptible a la vez que inolvidable, podría reconocerlo en medio de otros mil sonidos. Se podría grabar en tu cerebro como la mejor de todas las canciones que jamás hayas escuchado, incluso podría desterrarla a un lugar lejano y hacer que te olvidaras de ella para ocupar después todo el espacio libre. Una especie de crujido áspero, de chasquido grave. Si pudieras coger el tronco de un árbol viejo y medio seco y partirlo, como si fuera un mondadientes, sonaría igual que suena un desgraciado reventándose contra el suelo después de un corto vuelo.

—Maldito seas mil veces.

—Sí, Nina, maldito soy. La cabeza ha reventado como una sandía. Ha dejado una mancha en la acera como la que deja un globo lleno de agua al explotar, con forma de estrella de cien puntas.

Nina decide no intervenir más. Sabe que lo mejor que puede hacer es tratar de dormir, intentar deshacerse de su invitado mediante el sueño, alejándose tanto como sea posible para que no pueda seguir atormentándola.

—¿Sabes qué? Que no estoy seguro de si esto ha sucedido esta mañana o hace un rato o si sucedió la semana pasada o si fue el mes pasado. Solo estoy seguro de que ha sucedido, seguro de que ya ha sucedido.

»Y de la muerte no se vuelve.

»Ha sido divertido ver cómo se acercaba la gente, he notado la curiosidad morbosa en los ojos de alguno, el interés, incluso la indiferencia de uno que pasaba con el móvil pegado a la oreja. Había un niño que lloraba en brazos de su madre, mientras ella intentaba taparle los ojos, a la vez que lo alejaba de la escena. Hasta ha habido un valiente que se ha acercado a tomarle el pulso al cadáver. ¡Qué moral!

»Eres una oyente magnífica. Sabes que no puedes evitar que esté aquí y siempre terminas claudicando. A pesar de tu silencio sé que, antes de caer dormida, permaneces un buen rato escuchándome, revolviéndote por dentro pero escuchándome.

»Sé que, a menudo, ves la vida a través de mis ojos y la experimentas a través de mis palabras. A veces no entiendes nada y a veces lo entiendes todo, incluso lo que no te explico.

»Estoy más que seguro de que, en la mayoría de las ocasiones, estás de acuerdo conmigo y, lo más importante, que me comprendes.

 

 

 

2

 

El tímido sol que se cuela por la ventana con la persiana a medio bajar suele reflejarse, en esta época del año, en la melamina blanca que recubre el tablero de las puertas del armario. Desde muy pronto, la habitación se baña en una claridad que provoca que resulte muy difícil continuar durmiendo.

Afuera se oye el canto de los pájaros que se apuestan entre las ramas de los pinos del jardín que rodea la parte del edificio en el que está la habitación que ocupa Nina desde hace ya tres meses. Un poco más allá, el rumor del viento y, al fondo, algún que otro coche que recorre la angosta carretera que llega hasta el sanatorio. Por las mañanas es habitual oír la llegada de algún furgón de reparto o del todoterreno de alguno de los doctores que trabajan aquí. Las enfermeras y el personal de servicio conducen siempre coches más modestos y, sobre todo, más pequeños.

Aunque lo que termina de despertar a Nina es el chillido de una urraca que, nada más posarse sobre el quicio de la ventana, ha decidido informar de su presencia.

La ventana está inexplicablemente, y a pesar del frío, abierta.

El pajarraco la sobresalta y ella se incorpora a medias sobre la cama. Entonces ambos se miran fijamente, estudiándose. La urraca no parece tener ninguna intención de batirse en retirada. Nina extiende el brazo y agarra una camiseta de la silla que tiene cerca y muy despacio, sin dejar de mirar a la intrusa, hace una bola con ella y, con un movimiento repentino, se la lanza. Para cuando la prenda voladora, que se ha desplegado en el aire, llega a la ventana, el pájaro está a veinte metros de allí, buscando un lugar mejor sobre el que posar su negro cuerpo.

Nina sabe que está en un sanatorio, que la están tratando y que, de momento, no va a recibir el alta.

Tiene unas cuantas certezas en su cabeza pero se acuerda de muy poco más. Su último y desagradable recuerdo corresponde a su horrible aunque rutinario encuentro con su visitante nocturno, su pesadilla personal e intransferible. Es el lazo que para ella une un día con otro, su rastro de miguitas de pan. Sabe que ayer se acostó en la misma cama en la que se levanta porque guarda en su memoria la conversación que mantuvo con la bestia alada y las detestables imágenes que el relato grabó en su cerebro.

Sobre la mesita hay un pequeño vaso de papel con un par de pastillas. En realidad son parte de la dosis de anoche pero, en el último momento, decidió no tomarla. El vasito está ocupado cada vez por, al menos, cinco comprimidos y últimamente, de un par de semanas a esta parte, Nina se muestra reticente a ingerirlos todos. Ella entiende que son suyos porque están en la mesa que hay junto a su cama pero no sabe si dejó de tomarlos ayer o si es que alguien los ha puesto ahí antes de que ella haya despertado.

Qué más da.

Junto a las pastillas olvidadas hay unos folios doblados por la mitad, manchados y amarillentos, con un rótulo en negro, resaltado en amarillo fosforescente, que dice: «Nina: Rutinas».

Intuye sobre qué puede versar su contenido pero no se siente con ganas de ojearlos.

Aparta las sábanas y se incorpora para meter los pies dentro de las zapatillas con el talón descubierto que tiene junto a la cama. La habitación está helada. Se levanta y camina hasta la ventana. Después de subir completamente la persiana se asoma hasta que su frente topa contra uno de los barrotes que la protegen. El cielo está descubierto y no hace aire, un día claro y despejado de frío invierno. La nieve de la última nevada ha desaparecido de casi toda la parte del jardín que contempla desde donde está, solo aguantan algunos montones que las paladas acumularon a los lados de los caminos y de la carretera que llega hasta el sanatorio.

Aunque fue hace poco más de una semana, Nina es incapaz de recordar cuándo fue la última vez que nevó.

Uno de los perros del sanatorio juguetea excitado con uno de los pacientes mientras este le tira piñas abiertas que recoge del suelo, debajo de alguno de los enormes pinos que pueblan esta parte del recinto. Nina sonríe. Le gusta verlo. Le encantan los perros. Le invaden unas ganas enormes de bajar corriendo, en camisón, a unirse al juego, a coger piñas y lanzarlas hasta que el animal caiga exhausto, a correr junto a él intentando evitar que le muerda la falda. Una amplia sonrisa se dibuja en su rostro mientras contempla la escena. Entonces aparece en el jardín una de las enfermeras. Después de cruzar unas palabras con el paciente, le toma por el brazo y le acompaña al interior.

El perro se queda plantado junto a una de las piñas, impregnada con el olor de su amo temporal, moviendo el rabo mientras la mira fijamente, esperando que alguien se decida, de una vez por todas, a lanzársela de nuevo.

La sonrisa de Nina se congela unos segundos, justo hasta que el animal empieza a comprender que no hay nadie alrededor dispuesto a jugar con él. Entonces se tumba sobre las agujas que cubren el suelo y, aunque deja de mover la cola, no es capaz aún de apartar su atención de tan preciado objeto. Los labios de Nina se relajan lentamente haciendo que en su rostro se desdibuje la expresión de felicidad que pintaba hace unos segundos.

Entonces una leve brisa le acaricia los pechos y toma repentina conciencia de la temperatura. Un escalofrío recorre su cuerpo de arriba abajo y la obliga a apartarse de la ventana para cerrarla de inmediato. Ahora, tras los cristales, el sol se vuelve importante, protagonista. Los rayos que entran en la habitación y se posan sobre ella son tan valiosos como agradables.

No sabe qué sucedió ayer por la mañana, ni qué comió a mediodía, tampoco recuerda dónde está su familia o quién es ella en realidad pero sabe que, en el sitio en el que está ahora, hace solo unas horas, con la oscuridad de por medio, estaba su amigo inseparable, su pesadilla particular, su maquiavélico visitante, subido en la silla de ruedas que hay arrinconada junto a la ventana. Se acerca a inspeccionar los reposabrazos en busca de algún arañazo, alguna marca que las garras de la criatura hubieran dejado sobre ellos. Nada, ni siquiera polvo. Se agacha entonces a revisar el asiento, las ruedas y todo el suelo alrededor de la silla. Su cerebro le dice que debería haber algo, alguna pista que le indicara que su visitante ha estado allí y le proporcionase información, aunque no fuera demasiada, de su naturaleza o su origen.

Nada.

Ella no lo sabe pero cada mañana repite la misma operación. Se acerca al sitio desde el que su amigo le habla y lo revisa en busca de pruebas de su existencia. Centímetro a centímetro. Mientras se afana, arrodillada entre los radios de las ruedas, la puerta se abre y entra una enfermera. Lleva una camisa, una falda blanca y una cofia en la cabeza. También blanca. Los únicos detalles de color que luce su indumentaria son unas rayas azules en el bajo de la falda y en los ribetes finales de la camisa y la cofia. En el pecho lleva dos bolsillos, uno con bolígrafos y termómetros y el otro lo usa para prender la pinza de la que cuelga una tarjeta identificativa con su nombre escrito. Desde el suelo Nina la mira sorprendida, por lo inesperado de su aparición primero y por no saber quién es después.

—Buenos días, Nina.

—Hola.

—¿Sigues buscando?

—¿Buscando?

—Todos los días te da por lo mismo. Puede que tú no te acuerdes pero yo sí.

A pesar de su falta de memoria, Nina entiende que la enfermera no es su nueva enfermera sino la que viene cada día.

—Aquí me tienes. —Mileidy, que así reza en la tarjeta que lleva al pecho, se acerca descaradamente a ella para quedar a una distancia adecuada desde la que Nina sea capaz de leerla—. Es nombre cubano, Mileidy. Como My fair Lady pero sin el fair. Allí se estila mucho. Se estila mucho poner nombre raros y, si son así, como americanos, pues mejor.

—Me lo cuentas todos los días, ¿verdad?

—Sí, señora. Yo sé que usted no sabe mi nombre y sé que cree que no me conoce pero soy su enfermera desde que llegó usted aquí. Y hay muchas cosas que ya he aprendido para tratarla a usted. Hay días que no me presento y usted se pasa media mañana intentando leer mi identificación. Otros días he probado a venir sin ella y usted no tarda mucho en preguntar mi nombre —Mileidy habla mientras va de un lado para otro recogiendo la habitación—. El caso es que, al final, he decidido que lo mejor es presentarme cada mañana para evitar pérdidas inútiles de tiempo. Tenga en cuenta que cada día tengo que explicarle las mismas cosas, así que todo lo que usted pueda aprender por sí misma es trabajo que me ahorro.

Mileidy es de mediana estatura, algo más baja que Nina, y bastante más corpulenta. Una mulata caribeña de busto y trasero amplio. Dibujándose sobre sus curvas el uniforme del sanatorio se pliega y, en determinadas zonas, hasta se repliega entre sus carnes. Sin duda muestra peso y arrestos suficientes para lidiar con cualquier paciente y esto es algo que nunca está de más en un trabajo así.

—Esas pastillas son de ayer, Nina, y no se las ha tomado usted. Tendré que informar a la doctora y no le va a gustar. La medicación es sagrada, ya lo sabe usted, señora.

—Ahora me las tomo.

Mileidy, con un movimiento rápido, casi impropio de su complexión, da un paso adelante y recoge el vaso de la mesilla.

—Que la conozco, señora, prefiero que se esté usted quieta. La medicación es para tomarla a su hora. Con el café tomará la que le corresponde.

—Mileidy…

—Usted dirá.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Los doctores me dicen que no hable con usted de estas cosas.

—Pero Mileidy…

—Tres meses, señora.

—Gracias.

—Prefiero soltárselo rápido porque sé que, si no, me va a estar con la cancioncilla todo el día.

—Creo que eres una buena mujer, Mileidy. Lo noto.

—Ya estamos.

Nina se sienta en la silla de ruedas y permanece muy quieta, mirando por la ventana mientras la enfermera revolotea por la habitación. Al fondo, la escarpada línea que dibujan las montañas está recortada en azul, claro y despejado, sobre el primer plano en verde de las copas de los pinos que se yerguen cerca de su ventana. Por su cabeza rondan muchas preguntas pero prefiere no dejarlas salir.

Con el tiempo, casi sin ser consciente de ello, ha debido aprender a desarrollar una especie de defensa contra su enfermedad, un envoltorio de indolencia impostada, aunque inevitablemente necesaria, que la protege del día a día. Ha aprendido a dosificar su interés, a mantenerse a cierta distancia de la pregunta continuada, de las cuestiones enlazadas. Su curiosidad le pide información sobre todos y cada uno de los objetos con los que se cruza pero ella sabe que esta actitud la convierte en esclava. Y, como humana aspirante a la libertad que se considera, decide vivir cada momento sin intentar atarlo ni justificarlo. Se ha propuesto firmemente avanzar con toda la independencia que sea capaz de acumular. Tratando de ganar esta pequeña parcela de libertad, y aunque no sabe qué es lo que preguntó ayer, intenta no preguntar todos los días las mismas cosas.

Aunque a veces no pueda evitarlo:

—¿En qué planta está esta habitación?

—En la tercera, señora —dice Mileidy asomando la cabeza por la puerta del cuarto de baño, con el gesto torcido—. Y no me gusta cuando me pregunta usted eso.

—¿Lo hago muy a menudo?

—No, por eso me preocupa más.

Simplemente quiere saber dónde queda el suelo. Nada importante. La reja parece disuadirla de trazar más planes. De cualquier índole.

—¿Y por qué las rejas tienen un candado?

—Señora, todas las habitaciones tienen rejas cerradas con candado. Esto no es una biblioteca.

El hecho de no saber nada de su pasado le hace ser prudente pero también la mantiene libre de todo rastro de culpa o malestar y eso le proporciona una extraña sensación de tranquilidad. Su conciencia, por vacía, vive en paz, calmada.

Mira las copas de los árboles y ve pasar una pequeña bandada de pájaros. El sol le calienta la mitad del cuerpo y nota que sus pies se han enfriado. Por esto y por la nieve que ha visto antes, deduce que vive en invierno.

La enfermera le pide que vaya al baño a asearse mientras ella sale de la habitación para seguir con sus cosas y traerle el desayuno.

Es evidente que ciertas tareas cotidianas no se guardan en el mismo cajón del cerebro que algunos recuerdos. Nina sabe, instintivamente, lo que necesita para sentirse limpia. Hace sus necesidades, se ducha, se lava los dientes y se arregla un poco el pelo. Su cabeza está cubierta por una melena castaña y lisa que descansa un poco por debajo de sus hombros. Sus pechos son pequeños, turgentes y duros y su figura delgada, hasta el punto de dibujar levemente el contorno de todas y cada una de sus costillas. A pesar de todo, y con cuarenta años, la edad aún no ha encontrado tiempo de arañarle ninguno de sus encantos femeninos. Se asoma al espejo para verse de cuerpo entero y se congratula interiormente por la pequeña fortuna que siente al encontrar lo que encuentra. Antes de salir se recoge el pelo en una coleta.

De vuelta en la habitación Mileidy le muestra las puertas abiertas del armario y le invita a escoger algo de ropa. Nina no se preocupa en absoluto de elegir una u otra prenda. La primera de cada montón. Unos vaqueros azules oscuros, una camiseta verde y un jersey de punto marrón con el cuello de pico, cuyas mangas tiene que doblar sobre sí mismas para que no le cubran las puntas de los dedos.

Encima de la mesa aguarda un vaso de café con leche, dos paquetitos de galletas cuadradas y una servilleta blanca de papel. Al lado un vasito de plástico con tres pastillas, dos muy pequeñas y una tercera en formato de cápsula. Nina contempla la habitación mientras da sorbitos al café.

Está asqueroso. Casi están más sabrosas las pastillas.

Las paredes son blancas, impolutas. El techo, allá arriba, a lo lejos, también se viste de blanco. Blancos los muebles y las puertas y blanca también toda la ropa que viste la habitación, incluida la que cubre la cama. A que este blanco sea casi insoportable contribuye el chorro de luz que entra por la ventana que hay en la pared que queda a la izquierda de la cama. Nina deduce que la construcción es antigua, casi vieja, pero que no hace mucho que ha sido agraciada con una reforma y una especie de lavado de cara. En la pared puede ver cómo las grietas van poco a poco recuperando terreno a la pintura reciente que trata infructuosamente de cubrirlas. La cama, grande y alta, está presidida por un crucifijo de casi un metro de largo. Pues bien, detrás de él discurre la grieta más extensa y más ancha de toda la estancia, en diagonal y de un lado a otro de la pared, desde el suelo hasta casi llegar al techo.

La habitación es grande y el baño es para ella sola. A los pies de la cama hay una mesa con dos sillas y aún queda más de un metro libre para pasar sin apreturas entre las dos. La mesita de noche, otra silla junto a la ventana, la silla de ruedas y el gran armario de la parte derecha completan el inventario de los muebles que conviven con ella entre estas cuatro paredes.

A su espalda, frente a la cama, está colgado el retrato de una señora mayor. Nina gira el cuello para contemplarla.

—La fundadora de la orden, la señora Hilde Kerger de Monteagudo, señora.

—¿También te lo pregunto todos los días?

—Pues mire, no. Eso hacía ya tiempo que no me lo preguntaba.

—Ahora tampoco lo he hecho.

—Ya, pero se la veía interesada en el cuadro.

—Bueno.

—Murió hace diez años y al día siguiente se colgó un cuadro con su foto en cada una de las estancias del sanatorio. Ella fue la que donó el edificio, la que lo puso en marcha y la que se preocupó de que funcionase hasta el último día.

—¿Era monja?

—No, pero fundó la orden de «Las dolientes hermanas de la salud» que eran las que dirigían antes esto: La Quinta de la Montaña, que así se llama el sanatorio. Y no, yo no soy monja. Ellas eran las que se encargaban de dirigirlo hace años pero terminaron dedicándose, poco a poco, a otros menesteres y los políticos, con sus normas, las obligaron a contratar a personal —hace una pausa para rebuscar en su cabeza la palabra adecuada— civil, de paisano, vamos que no fueran monjas. Hasta no hace mucho, todavía quedaba por aquí alguna jefa de sección con la toca en la cabeza.

El retrato es en blanco y negro y muestra el rostro de medio perfil de una mujer madura, con el cabello castaño y peinado en ondas sobre la frente. Nina cree que es muy bella y su mirada le transmite una intensa sensación de autocontrol y de inteligencia.

—Pues no, no tiene pinta de monja.

—Dicen que ella era… que era un poco… que estaba adelantada a su época, que tenía una mentalidad muy moderna. —Mileidy se acerca a Nina y le pone la mano en el hombro—. Dicen que le gustaban mucho los hombres. —Nina la mira extrañada—. Ya me entiende usted. Y estaba casada y con hijos pero…

—Supongo que a cada uno…

—Bueno, señora —interrumpe Mileidy—, ya está bien de cháchara, que tiene usted cosas que hacer. Y yo también, que hay más pacientes en el sanatorio. Hala, pues.

La enfermera retira todo lo que queda sobre la mesa y lo coloca en su carrito.

Desde donde está, Nina puede ver los papeles doblados y sucios que hay encima de la mesilla, los que pretenden recordarle lo que tiene que hacer, pero no se siente con ganas de leerlos ahora. De cualquier manera no tiene ni idea de qué viene a continuación, su cerebro vive ajeno a las rutinas y a la inercia, necesita una motivación para cada paso que tiene que dar. No es capaz de prever qué es lo que va a suceder tomando como modelo de referencia lo que sucedió el día anterior. Eso es algo que cualquier cerebro sano hace sin necesidad de pedirle permiso a la parte consciente. Analiza los datos que recibe y los coteja con los que la memoria tiene almacenados. El cerebro de Nina no puede llevar a cabo este sencillo proceso ya que la parte de la memoria no colabora en esta tarea tan habitual, porque está vacía. Así pues, el resultado es que Nina no tiene ni la más ligera idea de qué es lo que va a acontecer en los instantes siguientes a los que vive: no sabe si va a ir al patio, o al gimnasio, o si se tiene que quedar sentada donde está, no sabe si tiene que ponerse una chaqueta porque va a salir a coger bayas salvajes o si tiene que quitarse el jersey porque en la estancia a la que va suelen tener la calefacción demasiado alta.

Así que la falta de memoria, además de privar a Nina de su pasado, también lastra enormemente su capacidad de predecir el futuro, capacidad que, en cierto sentido, tiene cualquier cerebro sano.

—Vamos, señora.

Mileidy le hace un gesto invitándola a salir.

Nina nota algo parecido al miedo, como si estuviera frente a la puerta abierta de un avión, justo antes saltar al vacío.

—¿Adónde?

—Tiene usted cita con la doctora Tubau.

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