Nina

Nina


PORTADA

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—¿Como es debido? Te criaron exactamente igual que a mí y yo conseguí formar una familia y tener un trabajo y una vida.

—Y mira dónde estás ahora y lo que estás haciendo —sentencia ella.

Víctor hace ademán de volver a lanzar algún reproche pero, después de unos segundos de vacilación, se da la vuelta:

—Lo tuyo es inaudito. Eres el mismísimo diablo —le dice mientras sube la escaleras.

 

 

 

62

 

Dos semanas después de llegar a Jaca el ánimo de Boris comienza a dar señales de flaqueza. La pensión le resulta cada vez más pequeña y agobiante, los días se parecen peligrosamente los unos a los otros y lleva tres noches seguidas sufriendo severas crisis de ansiedad. El maná que esperaba encontrar en este agreste paisaje parece haberle sido vetado y la persistente falta de resultados mina su determinación.

En la farmacia de la plaza empiezan a saludarle como a un cliente habitual. El goteo de ansiolíticos, analgésicos y todo tipo de soluciones anti estrés sin receta, hace que le reciban con un amplia sonrisa cada vez que aparece por la puerta. Alguno de los paisanos del pueblo se echa la mano a la boina cuando se cruza con él y cada día se le hace más incómodo buscar un sitio diferente en el que comer o cenar para no terminar resultando demasiado familiar.

En diez o doce ocasiones ha recorrido sin éxito los pueblos de alrededor, a la desesperada, en busca de alguna pista. También se ha internado en todas las carreteras que salen del pueblo en dirección a cualquiera de las montañas que lo rodean. Ha buscado en todos los caminos cercanos, siguiendo las vagas indicaciones de la carta que Nina le envió. Cada noche la lee y la relee, intentando adivinar algo nuevo entre sus líneas, buscando alguna información importante que pudiera estar pasando por alto, fantaseando incluso con la posibilidad de encontrar algún acertijo oculto. Pero nada. Por más que lee y vuelve a leer no consigue nada, más allá de arrugar el papel, hacer que se ablande y que algunas de las palabras se hayan emborronado.

Su ánimo empieza a dudar de todo lo que le ha traído hasta aquí: Pudiera ser que Nina no supiera exactamente adónde iba, pudiera ser que el doctor no le dijese la verdad en lo referente a su destino o pudiera ser incluso que ella solo estuviera siendo educada y condescendiente con él cuando le escribió aquello de: «Ven a buscarme, ven cuando puedas, ven cuando quieras».

Demasiado tiempo para no haber obtenido ni un solo indicio positivo. Boris tiene la sensación de estar poniendo toda la carne en el asador de un asunto para el que nadie ha solicitado realmente su presencia.

Baraja incluso la posibilidad de buscar un profesional, un investigador privado que pudiera ayudarle en su labor. Claro que eso supondría meter a más gente en el ajo y, de momento, no cree que eso sea una buena idea. Si la Guardia Civil anda tras él, es muy posible que un detective no tardase demasiado en averiguar cosas que él no pudiera permitirse.

El segundo martes de su estancia, después de dar una vuelta de casi cincuenta kilómetros por los caminos que circundan el pueblo, vuelve y aparca el coche en la puerta de un bar. Una vez dentro pide una Coca-Cola y se sienta en una de las mesas que hay junto a la cristalera que da a la calle a ver pasar a la gente.

La cristalera le recuerda a la de La Quinta de la Montaña. Entonces siente una especie de melancolía vaga, difusa y contradictoria por haber salido corriendo de un sitio del que ahora no sabe si realmente tenía tantas ganas de huir. En unos segundos se forma en su cabeza un vertiginoso remolino de imágenes, recuerdos y sensaciones en el que se mezcla el olor de su habitación, con la cara del sargento Gil, con la imagen de Isaac muerto en el suelo, con la voz de la doctora Tubau y con las decenas de crisis de ansiedad que sufrió entre aquellas paredes.

El rostro de la pequeña doctora es el único que permanece cuando, después de tomar un Lexatín, consigue que su cabeza se serene.

Boris se encuentra entonces de bruces con la idea de que la doctora es la única persona en el mundo con la que puede contactar ahora mismo que podría ayudarle a acercarse a su propósito. Recuerda el informe policial que sacó de entre las cosas de Rodrigo y también recuerda que, al final, fue incapaz de leer lo que decía aquel papel. El doctor se mostró bastante interesado en que dejara a Nina tranquila y ahora entiende por qué: la quería solo para él, para que le ayudara a conseguir sus propósitos, para estudiarla cual cobaya de laboratorio y extraer de ella las conclusiones necesarias para curar a su propia hija. Por el camino consiguió separarla de él y dejar un muerto en el sótano del sanatorio.

Bonito bagaje.

Boris saca el teléfono, sin saber exactamente qué es lo que hace, y marca el número de La Quinta de la Montaña. Cuando contestan pide que le pasen con la doctora Tubau:

—Soy un ex paciente suyo. Es muy importante.

Después de escuchar un agobiante pulso electrónico que hace sonar una caricatura de «Para Elisa» de Beethoven durante un par de minutos la voz de la doctora saluda desde el otro lado:

—¿Hola?

—Hola, doctora.

—¿Eres tú, Boris?

—Soy yo.

—Boris, ¿dónde te metes? ¿Estás bien? Estamos todos muy preocupados por ti, de veras. Dime dónde estás.

—Hola doctora Tubau. Estoy bien, de verdad, no se preocupe.

—Pero, ¿dónde estás?

—Doctora. ¿Usted me atendería unos minutos?

—Boris, si vienes por aquí tendremos todo el tiempo del mundo para hablar de lo que te parezca.

—Necesito que vayamos al grano, doctora, he visto un montón de películas y no estoy seguro de lo que pueda estar sucediendo al otro lado de esta llamada.

—Boris, no digas tonterías, hombre. Sé razonable y dinos… dime dónde estás.

—¡Uf! ¿Lo ve?: «Dinos» Eso ha sonado raro.

»Al grano, solo una cosa, doctora: hábleme de Nina, hábleme de Rodrigo, necesito que me ayude, necesito que me cuente lo que sepa, Ahora estoy buscándolos y estoy perdido. No sé si estoy haciendo lo correcto. ¿No estarán por allí, verdad? O sea, ¿no habrán aparecido y yo no me he enterado, verdad?

—No, Boris, no han aparecido. En realidad les están buscando pero… no sé, Boris, no sé si debería contarte… Me dijeron que querían hablar contigo.

—¿Conmigo? ¿Quién?

—Pues, Boris, la Guardia Civil. Esto se está haciendo más grande de lo que todos pudiéramos pensar al principio, Boris. Se nos ha ido a todos de las manos.

—¿Se nos ha ido de las manos? Creo que debería contarme algo. Si no lo hace es muy posible que cuelgue y no vuelva a saber nada de mí.

—Dime dónde estás y me lo pienso.

—Cuénteme lo que sepa de Nina y Rodrigo y luego le digo dónde estoy. A lo mejor entre todos damos con ellos. Por mi parte empiezo a desesperar. Creí que era mucho más paciente y pertinaz de lo que en realidad me estoy dando cuenta de que soy.

»Usted me explica lo que sabe de estos dos y yo le digo dónde estoy.

—Han encontrado a Isaac, Boris. Le han encontrado en una de las habitaciones acolchadas del sótano. Hacía años que nadie bajaba ahí.

Boris sabe que tiene que pensar rápido. Necesita resultar convincente.

—¿Isaac? ¿El enfermero?

—El mismo, Boris. Vivía solo. Tardaron casi una semana en denunciar su desaparición. No era un chico demasiado metódico con el trabajo ni con la familia, así que nadie había notado su ausencia. Estaba en el sótano.

—¿Muerto?

—Sí, Boris, muerto. Tú no tendrás nada que ver con esto, ¿verdad?

—¿Yo? No, doctora, no sé por qué me pregunta eso.

—Os están buscando a los tres, Boris. A ti, a Nina y al… doctor.

Boris nota una inflexión rara en la voz de la doctora Tubau, justo antes de pronunciar esta última palabra:

—¿Qué pasa con el doctor?

—Pues, Boris, no sé si me estaré metiendo en algún lío. Prométeme que antes de colgar me vas a decir dónde estás y que vas a colaborar para que todo esto se solucione. Personalmente estoy segura de que tú no tienes nada que ver en este embrollo. La situación se ha puesto bastante fea.

»Prométeme que me dirás dónde estás.

—Lo prometo. ¿Qué pasa con el doctor Ortiz?

—No existe ningún doctor Ortiz. Parece ser que este hombre nos ha estado tomando el pelo a todos.

—Ya decía yo.

—No sabemos quién puede ser pero tenemos la sospecha de que vino a buscar a Nina. O es eso o que tenía alguna cuenta pendiente con el desgraciado de Isaac y Nina se metió en medio. Supongo que la Guardia Civil tampoco me lo habrá contado todo. Esto son conjeturas que hacemos aquí. Boris, escúchame con atención: Vuelve. Abandona lo que estés haciendo y vuelve con tu hermana o, si lo prefieres, vuelve aquí. Si necesitas ayuda, aquí estamos todos para lo que necesites, estamos para ayudarte, Boris.

—Doctora, no insista.

—Escúchame, Boris, por favor, escúchame un momento. Nina no te conviene, Boris, de verdad. No sé exactamente cuál será la idea que tienes de ella en tu cabeza, no sé de qué habréis hablado ni sé qué expectativas te habrás creado con ella. Nina no te conviene, Boris. Nina no es para ti, ella no está bien, de verdad. Ella no es quien tú crees que es.

—Doctora. A lo largo de mi vida me he encontrado cientos de veces con el mismo problema. La gente nunca es lo que parece ser. Todos nos hacemos una idea de los demás en la cabeza y, al final, resulta que cada uno es quien es, no quien nosotros esperamos que sea.

—Pero es que Nina…

—Adiós, doctora.

—¡Boris!

Y cuelga.

Está furioso.

¿Por qué será que a la gente que no está enamorada le cuesta tanto admitir que el amor exista? Boris está enfadado consigo mismo por no haber hecho algo antes y está enfadado con el resto de la humanidad por no ponerle nunca las cosas fáciles.

¿Que Nina no le conviene? Ni la medicación, ni el alcohol, ni los hidratos de carbono a partir de las tres de la tarde. Cuando decidió tomar las riendas de su vida sabía que iba a encontrarse con obstáculos. Nadie dijo que esto fuera a ser fácil. Ha venido a por Nina y va a encontrarla.

Lo que pase después es otra cosa.

Otra vez el maldito dolor de cabeza, otra vez la pesadez en las piernas y lo peor, otra vez esa terrible sensación de opresión y de agobio que amenaza con dejar caer todo el peso del mundo justo encima de su pecho.

 

 

 

63

 

Después del baño y de la conversación posterior, Víctor pasa otra semana sin hablar con Nina. Solo baja para llevarle comida y para retirar, con mucha más precaución, los desperdicios. Sin más. A veces deja el agujero a oscuras, a veces deja la luz encendida. Todo el rencor que había acumulado contra su hermana, lejos de disminuir al verla vivir en cautiverio, ha aumentado sin control al constatar que ella no tiene ninguna intención de redimirse, de asumir sus errores o de pedir perdón.

Nina es aún más Nina de lo que era antes de encerrarla en la cueva.

La justicia, la honradez o la verdad son conceptos que para ella están en otra dimensión, tan lejanos como la primera estrella que se formó después del big bang.

Y luego está el problema de su oreja perdida. El sitio que ocupaba su apéndice está empeorando. El dolor no ha remitido y hay un par de zonas en las que la herida no deja de supurar. Víctor ha llegado a pensar que ella pudiera haberle inyectado algún tipo de veneno mientras le mordía despiadada. Piensa incluso que su saliva y su respiración pudieran ser ese terrible veneno con el que fabula y que, por eso, la herida, lejos de curarse, empeora un poco cada día que pasa.

Una mañana despierta, febril, después de haber pasado una noche de perros.

Tiene que atajar el problema.

Nada más levantarse va al baño a hacerse una cura y descubre, asustado, que hay pus en toda la herida, debajo de cada costra. Toda la zona está enrojecida e hinchada y no le cabe ninguna duda de que la infección se agrava y es la causa de que le haya brotado la fiebre.

La cubre con unas tiritas, intentando que el vendaje sea discreto y después se viste y baja al agujero a llevarle un trozo de queso y dos rebanadas de pan a su hermana. Ni siquiera está seguro de haberle dejado algo para que comiera a lo largo de todo el día de ayer. En un leve instante de claridad quiere entender que lleva varios días empeorando, como atravesando una especie de trance hipnótico.

—Muchas gracias —le dice Nina cuando le acerca la bandeja.

Él la mira entre incrédulo y sorprendido y le contesta:

—De nada.

Cuando sale deja la luz encendida.

Después de tomar un café solo, coge las llaves del coche y lo conduce hasta la verja de salida. Se baja a retirar la cadena y sale. Una vez afuera vuelve a detenerse para colocar de nuevo el candado.

Necesita ser metódico y prudente, no perder el norte en ningún momento y prestar toda la atención necesaria a los detalles. Sabe que lo que está haciendo ni está bien ni es razonable ni tiene excusa alguna. Pero si quiere que la situación se mantenga tal y como está necesita ser escrupulosamente organizado y previsor.

Jaca no es el pueblo más cercano pero sí es el único en el que está seguro de que encontrará lo que necesita. Cuando inspeccionó la zona por primera vez, antes de comprar la casa, se cercioró de que estuviera en un lugar poco accesible y solitario. Buscaba una propiedad muy discreta y alejada del resto del mundo. Quería un jardín grande y una valla alrededor de toda la parcela. No estaba especialmente interesado en la piscina, la decoración, la buhardilla o el acceso a internet.

El lote tampoco tenía por qué incluir, necesariamente, una farmacia cercana.

Víctor abandonó su vida en mitad del juicio de Nina.

Ella había perdido la capacidad de recordar y él las ganas de continuar. Se podría decir que, finalmente, los dos terminaron perdiendo el juicio: Nina el legal y Víctor el mental.

A medida que avanzaba el proceso y se iban revisando hechos, él iba notando cómo sus fuerzas y su determinación disminuían poco a poco. Su vida, tal y como la había conocido, hacía meses que había terminado y, para entonces, no se veía capacitado para empezar a construir otra. Las secuelas físicas tardaron en curar, aun así, cuando comenzó el litigio, llevaba ya casi un mes de alta, en casa, perdido, solo, triste y sintiendo cómo la agonía se adueñaba del hilo de vida que le quedaba.

Las vistas del juicio fueron sucediéndose poco a poco, el goteo era lento pero imparable y se veía continuamente obligado a revivir las escenas de dolor y desesperación que tanto trabajo le estaba costando dejar atrás. Cuando apenas llevaban dos meses de declaraciones y aplazamientos tomó la decisión.

Nombró un administrador para los bienes materiales de sus padres y reunió todo el dinero que habían repartido por diferentes sitios y lo metió en una maleta. Todo el que pudo. Los negocios siempre les habían ido bien y no todo el efectivo estaba invertido en inmuebles o en acciones. Había cantidades que procuraban mantener en movimiento. Esta era una de las principales ocupaciones de su madre: encargarse del efectivo.

 Llegado el momento, Víctor decidió que su plan iba a ser la mejor manera de sacar partido a tantos años de inversión.

Un día dejó de asistir a la sala y desapareció para el resto mundo. No tuvo que despedirse de nadie. Con las ideas completamente claras en su cabeza, empezó a dejar crecer su pelo y su barba y se compró dos pares de gafas de pasta gruesa con cristales sin graduar. Teniendo dinero e inteligencia, no le costó demasiado trabajo conseguir documentación falsa con la que respaldar sus propósitos. De haber querido ser un fabricante de bolígrafos de origen argentino también hubiera podido serlo. Le bastaron un par de carnés y un título falso en Medicina para dar consistencia a su personaje.

En realidad siempre supo que la parte más complicada de su plan consistiría en plantarse delante de su hermana para comprobar si ella era capaz de reconocerle. El odio y el rencor harían que lo demás fuese sobre ruedas.

Víctor aparca el coche cerca de la plaza más céntrica del pueblo y va en busca de la farmacia. Cuando se levanta las tiritas para enseñarle a la farmacéutica una pequeña parte de la herida puede apreciar perfectamente el gesto, a medio camino entre el estupor, la sorpresa y la repugnancia, que se dibuja en la cara de la mujer. A pesar de que ella insiste en que vaya a urgencias, consigue salir del establecimiento con un pequeño arsenal médico y un buen puñado de indicaciones sobre cómo tratar una herida tan fea: pastillas, antiséptico, vendas, apósitos e instrucciones concretas acerca de cómo hacer las curas.

Una vez fuera se le ocurre que, ya que está en el pueblo no sería mala idea comprar algún producto fresco. Le vendrán bien unas verduras, algo de fruta y, sobre todo, una buena hogaza de pan tierno. A medio camino entre la farmacia y el coche entra en una pequeña tienda que tiene lo que anda buscado. Doscientos metros más y está de vuelta en el coche.

Está mareado y un poco desorientado.

Deja las bolsas que trae en el asiento del acompañante y se detiene un instante a echar un vistazo alrededor. No le gustaría levantar ninguna sospecha ni que nadie vestido de uniforme recalara en su presencia.

A la salida del pueblo para en una gasolinera y llena el depósito. Todos los pagos en efectivo. Las tarjetas de crédito dejan incómodos rastros.

Una vez reemprendido el camino de vuelta se entretiene pensando en cuánto le agrada esta zona del país. Siempre ha disfrutado más de la montaña que de la costa y los paisajes que este lugar ofrece son incomparables. Además no hay bullicios, no es necesario soportar el tráfico de la ciudad y las gentes de por aquí son hospitalarias y agradables.

Si no fuera porque ha decidido encomendar el resto de sus días a convertirse en el insensible y cruel carcelero de su propia hermana, se plantearía muy seriamente la posibilidad de mudarse a vivir a esta zona.

 

 

 

64

 

Normalmente, por las mañanas, se dedica a recorrer los alrededores del pueblo en coche. Va a los lugares cercanos e inspecciona cualquier camino que conduzca a una edificación. Poco después de llegar compró un mapa de los alrededores en una tienda de souvenirs y se ha dedicado desde entonces a ir haciendo rayas sobre las carreteras por las que ya ha pasado. Toda la zona próxima al pueblo se ha convertido en un borrón negro lleno de tachaduras y garabatos.

Hoy ha despertado algo más apático que de costumbre. A pesar del frío invernal, la mañana ha amanecido despejada y Boris se siente incapaz de pasarla al volante. Aunque solo sea por una vez, prefiere tomar un Lexatín y salir a que le dé un poco el sol. Recorre las calles cercanas a la pensión y desemboca en una de las avenidas. De camino a la plaza se detiene en una tienda a comprar el periódico y una bolsa de pipas. Cuando llega al centro se sienta en un banco en medio de un parque, rodeado de árboles altos y de farolas de acero con el escudo del pueblo grabado a mitad de su tronco. Echando un vistazo rápido a las noticias constata, relativamente aliviado, que no hay ninguna dedicada a las desapariciones. Ni a la de su amiga ni a la suya propia. Tampoco a la del falso doctor.

De vez en cuando levanta la vista para llevarse una pipa a la boca o para observar a alguno de los transeúntes. En una de las ocasiones, mientras mete la mano en la bolsa para poder seguir comiendo, observa a un hombre que se acerca caminando hacia donde está él. No sabría decir si es su forma de andar o su silueta pero hay algo en el individuo que le resulta muy familiar. Sobre todo le desconcierta mirarle a la cara, a medida que se acerca, y no ser capaz de reconocer esas facciones, entre otras cosas porque sus ojos tienden a fijarse en el vendaje que cubre la parte derecha de su cabeza.

De repente siente que los efectos relajantes del Lexatín se están desvaneciendo. Nota cómo la inquietante presencia del extraño que se acerca ha conseguido alterarle, sin haber cruzado ni siquiera una mirada con él. Entonces, y antes de que esto llegue a suceder, su instinto hace que levante el periódico y hunda la cabeza en él para simular que se interesa en su lectura.

Por un instante le ha parecido reconocer al doctor Ortiz en el extraño que acaba de pasar delante de él.

Su cerebro, a pesar de que le sugiere que tal casualidad es muy improbable, le obliga a guardar la bolsa de pipas y a doblar el periódico para poder levantarse y caminar detrás del extraño. Manteniendo una distancia prudencial intenta atisbar su rostro, tratando todo el rato de encontrar similitudes entre la cara que recuerda y la que acaba de ver. Lo primero que echa de menos es la barba, el pelo largo y las gafas pero esto, lejos de desanimarle, le hace mostrar aún más interés en su pequeño descubrimiento.

En la plaza, el tipo entra en una farmacia.

Desde fuera, escudriñando los cristales, trata de adivinar algo. Los efectos de la pastilla que tomó hace media hora están cada vez más lejos y su estómago, soliviantado, amenaza con salírsele por la boca. Apenas ha pasado un minuto cuando una señora entra también en el establecimiento. En los instantes en los que la puerta permanece abierta escucha la voz del extraño mientras le habla a la farmacéutica.

Es él. No hay duda. Es Rodrigo, o cualquiera que sea su nombre.

De repente Boris se da cuenta de que está frenético, al borde del colapso. Necesita, más que nunca, mantener la compostura y pensar rápido y bien.

Lo primero que hace es alejarse del escaparate y apostarse en otro lugar a distancia prudencial. Necesita ver sin ser visto. Cuando Rodrigo sale de la farmacia deshace el camino que acaba de hacer hasta llegar a ella. Boris le sigue. A medida que camina tras de él siente ganas de ir al baño.

—Ahora, no, por lo más sagrado, joder, ahora, no —musita.

Unos minutos de paseo y el doctor entra en una tienda. Boris mira en el interior. Su coche está aparcado a la vuelta de la manzana y dentro del establecimiento hay, al menos, cuatro personas esperando a ser atendidas antes que Rodrigo.

Solo tiene una carta que jugar y decide arriesgar. Evidentemente no tiene tiempo de subir a su habitación a evacuar pero es más que posible que sí que lo tenga para ir a por el coche para poder continuar con el seguimiento. Está seguro de que el doctor no ha llegado hasta aquí andando. Nina le dijo que estaría en una casa en las montañas. Y, aunque esta información de Nina fuera falsa, seguiría apostando a que este hombre no va a salir de aquí por su propio pie. Para cuando esto suceda espera estar, al menos, tan motorizado como él.

Mientras arranca su pequeño utilitario hace un inventario rápido: lleva encima su documentación y casi todo el dinero que ha traído. Nunca le ha parecido buena idea dejarlo en la habitación cuando sale, procura tener a mano todo lo que puede.

En menos de cinco minutos está de vuelta en la puerta de la tienda en la que acaba de dejar a Rodrigo. Sentado al volante escudriña el interior del establecimiento en busca de su silueta. No es capaz de encontrarle. En la tienda solo queda el hombre que atiende tras el mostrador y una señora bajita con un busto enorme.

—¡Mierda!

Entonces reemprende la marcha, mirando nervioso a ambos lados. No puede ser que le haya tenido tan lejos y ahora, por hacer el idiota, le vaya a dejar escapar. Pasa un minuto sin que consiga verle.

Dos.

Casi por inercia Boris conduce en dirección a las afueras del pueblo.

En el último semáforo que hay antes de entrar en la carretera de salida más cercana Boris detiene el coche ante la luz roja que así se lo indica. Rodrigo cruza entonces por el paso de cebra que hay delante de él, cargado con dos bolsas.

Boris se inclina inmediatamente sobre el asiento del copiloto como si estuviera buscando algo en la pequeña guantera que tiene a su derecha. El doctor camina demasiado ensimismado como para reparar en él. Boris piensa que el hombre tiene mala cara, que está pálido y que transmite la sensación de andar justo de fuerzas.

Ante sus ojos, y con el semáforo aún en rojo, Rodrigo abre la puerta de un todo terreno que hay aparcado a unos metros de donde se ha detenido Boris, se sube en él y, un par de minutos después, lo arranca.

Boris le sigue entonces, procurando mantenerse a la distancia adecuada. No quiere alertarlo pero tampoco quiere perderlo.

Después de una parada en la gasolinera empieza el viaje. Ahora solo tiene que esperar que la distancia que ha elegido sea la correcta.

 

 

 

65

 

La inteligencia de Boris le dice que, en la última parte del viaje, la que se vuelve más empinada y que avanza alejada ya del asfalto, no le queda más remedio que dejar marchar a Rodrigo para no levantar ninguna sospecha.

Nada más verle podría haberse arrojado contra el impostor, podría haber empuñado un cuchillo y haberle atravesado el pecho con él a modo de comité de bienvenida. También podría haberle asaltado en medio del pueblo para saludarle y preguntarle por su amiga. Boris sabe que estas opciones son, por uno u otro motivo, poco inteligentes o directamente inviables. La propia Nina, en su carta, ya le decía que no terminaba de confiar en este hombre. Él, por su parte, hacía mucho que ya no se fiaba de él. Está más que seguro de que, cuando se produzca el ansiado encuentro, tiene que ser, necesaria y directamente, con Nina. Sin intermediarios. Solo con Nina. No puede correr más riesgos inútiles. No soportaría tener que perderla una vez más.

Cada mañana, cuando la veía en La Quinta de la Montaña, ella era su pequeño descubrimiento pero, una vez llegada la noche, estaba obligado a resignarse a perderla de nuevo, una y otra vez. El plan del día siguiente siempre era el mismo: empezar de cero.

Ahora Nina es capaz de recordarle. Así que Boris siente la necesidad imperiosa de hacer todo lo posible para que, esta vez, las cosas no se vuelvan a torcer.

Cuando llegue al lugar en el que se ocultan podrá, por fin, reencontrarse con ella y conocer a la hija del doctor, podrá comprobar en persona cómo ha mejorado Nina y cuál es el mal que afecta a la pobre niña. Cualquier cosa cuando llegue el momento pero, por ahora, lo primero es dar con su amiga.

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