Nina

Nina


PORTADA

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La enfermera le indica el camino y le dice que tiene que bajar por las escaleras que hay al fondo del pasillo hasta la primera planta. Una vez allí le explica cómo llegar a la sala en la que debería estar la doctora. A primera vista no le parece sencillo y Nina la mira atemorizada.

—Vamos, señora, no ponga usted esa cara que no tiene pérdida. Yo tengo que seguir con mi ronda.

Nina se pone entonces en marcha y, después de unos pasos, se detiene y da media vuelta. Mileidy cierra la habitación y empuja su carrito en dirección contraria a la que ha tomado ella, que continúa observándola, esperando a que se gire para mirarla una última vez, intentando agarrarse a la única mota de familiaridad que ha encontrado desde que ha despertado. Dos puertas más adelante Mileidy entra con su carro en otra habitación. Nina se gira de nuevo, descorazonada, casi desesperada, tratando de reiniciar la marcha. Presintiendo ante ella dos vacíos, el del pasado que no recuerda y el del futuro que desconoce.

El pasillo es ancho y está jalonado de habitaciones. El blanco es aquí también el motivo principal. Las anunciadas escaleras descienden con grandes peldaños de madera que van trazando una suave curva de planta en planta. En la segunda hay gente en el pasillo, parecen pacientes. También hay alguna enfermera y unos bancos junto a la pared en los que alguien se sienta a observar el ajetreo de lo que transcurre a su alrededor. Se cruza con un hombre de pelo largo y despeinado que la mira al pasar. Ella tuerce el gesto cuando le golpea el olor tan desagradable que el hombre deja tras de sí. Resulta evidente que hace días que el individuo no se ha lavado.

En tan poco tiempo y con tan poca información va extrayendo sus primeras conclusiones, como cada día. Asume que es evidente que tiene un problema y, asentada en esa certeza, descubre que hay gente en este lugar que, a pesar de todo, está mucho peor que ella. Al fin y al cabo su falta de memoria no afecta a su raciocinio, o al menos eso es lo que piensa. Pero lo que descubre, mientras camina por los pasillos del sanatorio, es que está rodeada de locos. Se ponga como se ponga y mire hacia donde mire no ve más que paranoides, deprimidos, neuróticos, esquizofrénicos. Por todos lados. Las miradas que observa no son normales, no lo son los rostros ni los movimientos o las actitudes. De golpe descubre que está rodeada de enfermos y, de golpe también, se siente fatalmente desgraciada por encontrarse en un sitio así cuando su problema es bien diferente del que aprecia en la mayor parte de la gente que la rodea.

En un ventanal que hay junto al tercer tramo de escaleras, el que acaba en la primera planta, Nina ve a una mujer de espaldas que, apoyada contra la pared, trata de exhalar el humo del cigarro que está fumando por una pequeña rendija que la madera de las dos ventanas deja abierta. No puede evitar detenerse a observarla. La mujer, después de llenarse los pulmones de humo, pega los labios a la rendija y abulta los mofletes como si estuviera inflando un flotador. La mayor parte del humo sube arremolinado en dirección al techo mientras que, al otro lado de los cristales, se aprecia una pequeña neblina inclasificable, a medio camino entre el vaho y el humo. La mujer es gorda y viste una minifalda demasiado corta, tanto que, cada vez que se inclina para tratar de sacar el humo por la ventana, asoman por debajo de ella unas enormes bragas azules. Manchadas. Tiene el pelo largo, fosco y teñido: los primeros cinco centímetros blancos y el resto de un color que en su día debió de ser algo parecido al rojo. La mujer termina por percatarse de que está siendo observada y gira un poco la cabeza para ver quién es la fisgona. Sus labios están pintados de rojo y, al haber estado pegándolos contra la madera, ha conseguido que esta se haya manchado de carmín y que el contorno de su boca haya quedado desdibujado y sucio. Por un momento Nina tiene la sensación de estar a tres metros de algún cantante de pop, con el tinte un poco descuidado.

La mujer permanece quieta, hierática, mirando fijamente a Nina mientras da otro par de chupadas a su cigarro, sin preocuparse esta vez de sacar el humo por entre la rendija de la ventana. La parte delantera tampoco mejora lo que Nina acaba de observar en la trasera. Una blusa azul, de algún tejido lejanamente parecido al cachemir de perfil bajo, con uno de los botones fatalmente desabrochado, dejando casi completamente expuesto uno de sus pechos. Nina mira la carne que asoma, presa de una especie de hipnosis pasajera, sin terminar de prestar atención al resto de la escena.

—¿Y tú qué miras?

Diciendo esto la mujer recoloca el cigarrillo entre sus dedos y, cual canica, lo lanza de repente en dirección a Nina, con tal puntería que le acierta en pleno cuello. El proyectil tiene el efecto inmediato de sacar a Nina del leve trance en el que había caído observando la difícil imagen que tenía ante sí. A pesar de ello no es capaz de hacer nada, aparte de sacudirse los restos de ceniza del cuello y de la ropa.

Entonces la mujer avanza hacia ella, decidida. Es bastante más grande que Nina y el viaje entre las dos consta de no más de tres pasos, así que todo lo que puede hacer ella es retroceder un metro y colocarse a la defensiva, con las piernas un poco abiertas y los brazos a medio levantar. No tiene claro qué va a suceder pero su instinto le obliga a estar alerta.

La mujer, cuando está a medio metro de ella, ignorándola por completo, se agacha a recoger la colilla que ha caído al suelo. Sin apenas incorporarse, se la lleva a la boca y la chupa con fruición, intentando que no se termine de apagar. Con el objetivo claramente conseguido da media vuelta y se dirige de nuevo a la ventana, para volver a su ocupación inicial de hacer que el humo se cuele por la exigua rendija que queda abierta.

Nina está asustada, plantada, casi presa de un ataque de pánico, incapaz aún de mover un solo músculo. Por un instante ha pensado que esa especie de demonio con tetas iba a agarrarla del pelo para hacerla rodar escaleras abajo.

Para terminar de componer la escena, Nina mira alrededor buscando comprensión. Algún interno sale o entra de su habitación mientras que, al fondo del pasillo, una limpiadora, de espaldas a ella, se afana sobre el mocho, repasando cada uno de los rincones del lugar.

Finalmente da con alguien que, con toda seguridad, ha presenciado lo sucedido: Apoyado en el quicio de la puerta de una de las habitaciones, a unos diez metros de ella, un enfermero, cruzado de brazos, alto, de pelo oscuro, largo y engominado hacia atrás, la mira con una media sonrisa dibujada en los labios, mientras asiente ligera y repetidamente con la cabeza.

Durante un instante duda entre acercarse a él con intención de pedir explicaciones o darse media vuelta y continuar su excursión. Entonces, mientras que el enfermero se mete en la habitación, Nina se percata de que la mujer del pintalabios corrido la está mirando otra vez. Su gesto es más amenazador, si cabe, que el de hace un minuto.

—¿¡Que qué miras!?

Es entonces cuando se ve obligada a tomar una decisión. Y rápido. Se da la vuelta y enfila escaleras abajo contando algunos de los peldaños por pares y mirando de cuando en cuando a su espalda para cerciorarse de que la buena señora no ha tenido a bien dedicarse a seguirla.

En mitad de una de las miradas por el retrovisor, acabado el último tramo de escaleras, Nina choca de bruces contra alguien.

—¡Uh! Perdón.

Ha ido a detenerse, ya en la planta baja, contra un hombre, más o menos de la misma estatura y complexión que ella, con el pelo alborotado y cubierto de prematuras canas, que inmediatamente le habla:

—Hola Nina, ¿adónde vas tan rápido?

—He quedado con la doctora… —A veces, sin que su enfermedad tenga la culpa también de esto, su memoria diaria también flaquea.

—Tubau.

—Sí, Tubau.

—Ven conmigo, anda.

—¿Me vas a llevar con la doctora?

—No.

—Entonces no me voy contigo.

A pesar de lo repentino del encuentro Nina se sorprende a sí misma observando las facciones del extraño y pensando que le resultan agradables, casi diría que atractivas. Las canas que casi cubren su pelo por completo no son fruto de los años. Nina llega a la conclusión rápida de que el extraño debe tener la misma edad que ella, rondando la cuarentena.

—Joder Nina, todos los días con la misma tontería.

Este último comentario la deja helada, quieta y sumida en un mar de dudas. El hombre la mira con una media sonrisa. El único gesto que ella es capaz de hacer consiste en levantar le ceja izquierda mientras la derecha permanece impávida custodiando su ojo correspondiente.

—¿Nos conocemos?

—Pues claro mujer, soy Boris, ven, vamos a sentarnos ahí.

Casi inconscientemente se deja guiar por el recién llegado hasta un banco de madera que, apoyado contra la pared, cruje cuando siente sobre sí su peso. El hombre permanece en pie y le dice:

—Espérame un segundo, no te muevas, por favor. —Y, caminando muy rápido, se pierde por el pasillo.

Nina, un poco desorientada y sin estar muy segura de por qué lo hace, decide obedecer al tal Boris mientras mira a su alrededor intentando analizar brevemente las características de la estancia en la que se encuentra. No se siente cómoda. Es una especie de salón enorme, con el suelo de terrazo, demacrado y descolorido por el uso. Las paredes son blancas y los techos altos, como todos los que ha visto hasta ahora. Aunque aquí el blanco no es tan inmaculado. En algunas zonas las paredes están manchadas, salpicadas, arañadas o pintadas. Garabateadas con dibujos extraños. Los hay que podrían incluso resultar ser algún tipo de jeroglífico indescifrable.

Hay internos diseminados por todas partes.

En el centro presiden un par de mesas rectangulares rodeadas de sillas, algunas de ellas ocupadas. Dos sofás enfrentados desde sendas paredes con dos grandes ventanales encima de ellos. En uno de los sofás una mujer duerme, trazando un escorzo casi imposible con su cuello. Desde donde está, Nina puede oírla roncar. En el otro sofá un hombre con la cabeza afeitada lee un libro, ajeno al mundo exterior. Justo desde el extremo contrario del mismo sofá, otra mujer, muy delgada y de pelo oscuro, liso y largo, observa a hurtadillas a su vecino lector. Del techo cuelgan cinco o seis lámparas con enormes bombillas protegidas por unas pantallas metálicas herrumbrosas y sucias. En uno de los rincones hay una chimenea condenada con una reja que la cubre por completo.

No debe ser muy aconsejable encender fuego en un sitio como este.

A la izquierda de la chimenea, frente a uno de los ventanales, un hombre alto y muy delgado canturrea una melodía irreconocible. En la pared que queda junto a la escalera que ha traído a Nina hasta aquí hay una especie de dispensario, un mostrador de madera oscura, con unas ventanas correderas de aluminio con cristales tintados sobre él. Una de ellas está abierta y, desde detrás del mostrador, una enfermera, muy bajita y muy mayor, quizás hasta demasiado para seguir trabajando, le entrega a uno de los internos un vasito de plástico con lo que Nina imagina que debe ser medicación. El hombre, que lleva pantalón corto a pesar de la época del año, va inmediatamente hasta una fuente de agua que hay junto al mostrador, de las de la botella azul boca abajo y la gran burbuja, e intenta sacar un vaso para servirse. El primero cae al suelo y, sin pensarlo, lo pisotea con saña. Inmediatamente después recoge los restos, se los mete en el bolsillo e intenta coger otro, esta vez con un poco más de cuidado. Después de llenarlo deposita las pastillas encima de la gran botella azul de la que ha salido el agua y coge una. Se la mete en la boca y apura de un trago el contenido del vaso. Inmediatamente después vuelve a llenarlo, coge otra pastilla, se la echa al gaznate y vacía de nuevo el vaso. Así hasta acabar con las cuatro pastillas que la enfermera anciana acaba de proporcionarle. Medio litro largo de agua para acompañar la ingesta.

Nina nota cómo la tranquilidad y la apatía se acercan y se posan en su espíritu, como si alguien estuviera poniendo sobre sus hombros una mullida manta que, poco a poco, le proporcionase calor y tranquilidad. Cree entender que las pastillas que ha tomado intentan ayudarle compartiendo su carga.

Aprecia en el ambiente una especie de calma chicha, un amago de tranquilidad impostada. Tiene la sensación de que el equilibrio que percibe es frágil y que una racha de viento podría convertirlo en efímero.

La enfermera vieja permanece, vigilante, detrás del mostrador, acodada en él cual vigía, atenta a cualquier suceso inusual. En el extremo contrario de la sala, otro enfermero, sentado en una silla al lado de la chimenea condenada, cruzado de brazos, lucha para evitar dormirse mientras intenta transmitir la sensación de que se mantiene alerta.

A pesar de estar en mitad de una mañana despejada, aunque invernal, las luces que penden del techo están todas encendidas, dando como resultado multitud de sombras en diferentes direcciones y haciendo que el color que predomine en la estancia sea el blanco mustio, extrañamente escorado hacia el amarillo.

Mileidy le ha dicho que lleva tres meses en este sitio. Nina piensa que debería reconocer a alguien, que debería notar algún tipo de familiaridad, que alguna de las personas o de los objetos que tiene alrededor deberían tener la capacidad de evocar en ella alguna sensación, alguna especie de vago sentimiento al menos. Pero no, no consigue encontrar nada reconocible, nada familiar, nada a lo que asirse para abandonar la zozobra que la guía. Tiene incluso una ligera sensación de mareo, producida por el vacío que reina dentro de ella, por sentirse sola a bordo de una balsa tan pequeña en medio de su vasto océano personal, a miles de kilómetros de cualquier recuerdo. Interiormente siente que su memoria está allí, al fondo de un angosto y casi eterno pasillo y está segura de que, encerrada bajo siete llaves, sigue estando la clave que terminará despejando la bruma que nubla su cerebro. Esta pequeña, aunque firme certeza, hace que no desespere, que no pierda las ganas de seguir peleando por su cordura extraviada.

Eso y la figura que viene puntual a verla cada noche. Nina recuerda perfectamente el aspecto endemoniado de su visitante, su voz, sus movimientos y hasta su olor, ligeramente lejano y dulzón, como de almizcle. El leve brillo que la luz de la luna, colándose a hurtadillas por entre los cristales, pinta en la extrañamente suave y azulada piel del abominable ser, haciéndole parecer todavía más irreal. El que cada vez viene a torturarla con una historia diferente, a cual más extraña y retorcida, como si la tuviera en medio del bosque, en una especie de macabra acampada, sentada junto a una hoguera, escuchando relatos de terror, con la particularidad de que ella es la única oyente y el narrador siempre es el mismo.

Tiene que admitir que, en realidad, le gusta que la sorprenda.

Boris vuelve visiblemente más tranquilo de lo que se marchó:

—¿Por qué me has dejado aquí?

—Tenía que ir al baño, mujer, ya sabes.

—No creo que tenga que saber nada. Además no sé si tú sabes que yo…

—Lo sé Nina, lo sé. Sé que no te acuerdas de mí, que no sabes por qué estás aquí, que cada día tu memoria amanece vacía. Sé que te has levantado y que cuando Mileidy ha entrado en tu habitación la has saludado como el que saluda a alguien con el que se cruza en un ascensor.

—Anda, mira, otro que me habla de encuentros en ascensores.

—¿Cómo?

—Nada, cosas mías.

—Ya, «cosas tuyas». Ya es difícil tratarte con lo que te sucede, como para que encima le añadas «cosas tuyas».

—No creo que tenga que aguantar que… —Nina hace ademán de incorporarse pero Boris le pone la mano suavemente sobre el hombro.

—Dame un minuto Nina, por favor. —Boris hace una breve pausa para mirar a su alrededor mientras masculla—. Todos los días igual. —Después vuelve a centrar su atención en ella, que ha vuelto a levantar la ceja creyendo entender el comentario del extraño—. Pregúntame lo que quieras. Sé que siempre andas desorientada y que te viene bien que alguien te eche una mano y te aclare un par de cosas.

Nina piensa entonces que el tal Boris tiene razón en eso y le cuesta mucho trabajo resistirse a una propuesta tan suculenta para su curiosidad ávida de respuestas. Así que no tarda mucho en disparar:

—¿Adónde has ido hace un momento?

—Bueno, eres libre de preguntar lo que te apetezca. Al baño.

—¿No podías haber esperado un minuto?

—La medicación que tomo, a veces, me produce cierta incontinencia, Nina. Cuando el señor pis me llama, tengo que cogerle el teléfono, no le gusta dejar mensajes. Escucha, intento hablar contigo todas las mañanas, siempre que puedo, para echarte una mano y ayudarte en lo que se te ofrezca. Aunque nunca me lo agradezcas.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Creía que hoy ibas a ser algo más original.

—Vaya.

Boris se agacha, colocándose en cuclillas frente ella.

—Yo llevo un año, y tú llevas unos tres meses. Mira Nina, a los doctores y a los enfermeros no les gusta hablar de tu caso, no sé por qué pero es difícil tirarles de la lengua con lo tuyo, tienen una especie de pacto de silencio, aunque alguna vez también he pensado que es probable que no sepan mucho más de lo que cuentan. Dicen que te trajeron aquí, que este es tu primer y único lugar de internamiento, que es como si hubieras nacido aquí, como si antes de llegar a este lugar no hubieras existido.

—Pues sí que estás siendo de ayuda.

Boris levanta su mano derecha y la acerca al rostro de Nina, muy despacio, y con suavidad, le retira un mechón de pelo que se le había liberado de la coleta, colocándoselo cuidadosamente detrás de la oreja.

Ella sigue con la mirada sus movimientos haciendo un pequeño esfuerzo para no retirar la cabeza. A pesar de todo no puede evitar sentir una cierta carga de cuidado y ternura en el gesto que su recién descubierto protector acaba de hacer.

—Hay días en los que me cuesta más trabajo que otros pero te aseguro que fácil, lo que se dice fácil, nunca ha sido. Nadie me ha sabido explicar por qué estás así. Ni desde cuándo exactamente. Aquí nadie es capaz de aclararnos por qué cada día que amanece no recuerdas nada ni a nadie, por qué cada vez que te veo aparecer tengo que acercarme a ti sabiendo que no tienes ni la más ligera idea de quién soy.

Nina nota cómo la sutil aunque firme barrera de inseguridad y distancia que había levantado hace unos minutos comienza a agrietarse ante la demostración de sinceridad y supuesta familiaridad que Boris está haciendo ante ella. Tanto es así que llega a incomodarse mientras se sorprende a si misma mirándole a los ojos, intentando desesperadamente descubrir en ellos algo que le haga reconocerle, una señal, por nimia que sea, de que no es la primera vez que le tiene ante sí, de que ayer habló con él, de que hace semanas, tal vez meses, que le conoce.

De repente se siente exhausta, harta, hastiada por la incertidumbre que maneja su percepción, que equivoca sus opiniones y que las confunde continuamente. De nuevo nota el vértigo sumado a algo parecido al mareo que podría sentir si se asomase a un inmenso vacío. De nuevo saborea el regusto amargo del desconocimiento. A pesar de ello, y como si fuera la potente luz de la máquina de un tren que saliera a toda velocidad de un largo túnel, una oleada de fuerza y de optimismo se apodera de ella. Da por sentado que se trata de algún tipo de mecanismo de defensa propia. En algún momento de su enfermedad, su cerebro ha tenido que desarrollar la capacidad de sobreponerse instintivamente a la adversidad desmemoriada, a los despiadados embates del olvido y, como si no hubiera pasado nada, toma a Boris de la mano y, al mismo tiempo que se incorpora ella, le ayuda a hacerlo a él.

—No sé por qué pero me apetece creerte, no sé si es una intuición o simple necesidad. El caso es que me caes bien, creo que no eres mala persona y, en mi estado, intuyo que tengo que obviar unos cuantos formalismos sociales. Voy a partir directamente de la base de que te conozco y voy a intentar asumir, por la naturalidad con la que me abordas, que eres algo así como una especie de amigo mío.

Boris se levanta, mirando con gesto extrañado aunque sonriente, cómo la mano de Nina envuelve cálidamente la suya. Se mantiene con la cabeza gacha y los ojos fijos en el primer plano de la escena hasta que la voz de ella le saca del trance.

—Anda, Boris, llévame a la consulta de la doctora…

—¿Otra vez? Tubau, Nina, Tubau. Se supone que tu problema es no recordar que ayer estuvimos jugando al parchís casi toda la tarde o que me dijiste —se acerca más a ella y modera el tono de voz— que no ibas a tomar tu medicación porque creías que esa era la causa de tu falta de recuerdos. Pero el nombre de la doctora te lo he dicho hace un momento, no hagas que me preocupe.

—No te preocupes. Ya sé qué podría ser peor: vivir sin memoria de un día para otro se podría complicar en… en vivir sin ningún tipo de memoria. Sería el primer ser humano-pez. —Entonces inclina ligeramente la cabeza para mirar al techo con los ojos a medio cerrar—. ¿Tú crees que si perdiera toda la memoria me saldrían branquias?

—Nina, no digas esas cosas. Aunque —Boris se dedica entonces a contemplar el cuello de Nina—, estarías muy guapa —le dice mientras intenta acercar su mano para acariciarlo suavemente.

—Bueno, Boris —Nina se hace unos centímetros a un lado y vuelve a mirarle a los ojos, intentando componer un leve gesto de desconfianza—, vamos a dejar algo para luego.

Boris, como despertando de un leve letargo, retira la mano y retrocede medio paso, concediéndole a Nina la parcela de espacio que su gesto le ha reclamado.

—Venga anda, ven, que te acompaño al despacho de la doctora.

Abandonan la sala grande caminando uno al lado del otro, despacio. Las paredes de los pasillos están alicatadas hasta un metro y medio de altura con baldosines blancos, pequeños, casi como los de los mosaicos. Pulcros. El alicatado está coronado por una tira horizontal de unos cuatro o cinco centímetros en color azul, del mismo tono que adorna someramente los uniformes de los empleados. Esos detalles, aparte de la ropa casual de los pacientes, son los únicos que colorean el lugar. Las paredes, a partir del ribete azul, vuelven al blanco habitual y la ausencia de ventanas sumada a la omnipresencia de las lámparas del techo, con sus descomunales bombillas, contribuye a que el lugar sea inmaculado, rematadamente nítido.

Nina percibe esta zona de la planta baja como más relajada y accesible que las plantas superiores del edificio, las que están ocupadas, sobre todo, por las habitaciones de los pacientes. Después de dos pasillos diferentes y de doblar tres esquinas, parece que el trayecto llega a su fin. Boris se coloca junto a un portón y, después de abrirlo, invita a Nina a pasar:

—Ese es su despacho. —Entonces la sigue con la mirada hasta que, después de tocar la puerta interior con los nudillos, la abre y entra.

 

 

 

3

 

La doctora Tubau tiene el pelo marrón, sembrado de horquillas negras y diminutas, recogido en un moño justo debajo de la coronilla. Sus ojos, pequeños y oscuros, se ocultan lejos, detrás de unas gafas ovaladas sin montura que delimitan el final de las cejas y el inicio de la extensa y redondeada frente que termina donde empieza la plaga de horquillas. A Nina le parece que es menuda, y eso a pesar de que está sentada detrás de una enorme mesa de color caoba que le impide hacerse una idea clara de su tamaño real.

El blanco habitual de los muros se vuelve aquí un amarillo suave que mira ligeramente hacia el naranja. Detrás de la doctora, a su derecha, hay una vitrina, de las que se usan para guardar material médico, aparatos, instrumental, vendas… El caso es que esta vitrina está llena de papeles. Es como guardar la ropa interior en un mueble de la cocina, se puede hacer pero nadie imagina que pueda estar ahí. La pared sobre la que se apoya la vitrina está plagada de diplomas, unos enmarcados y otros no, debe haber, al menos, ocho o diez. Nina piensa que la doctora, a pesar de su reducido tamaño, tiene que ser una eminencia. No se pueden tener tantos títulos y no serlo. En mitad de los laudes, como escoltado por ellos, hay un crucifijo de madera marrón, muy grande. La punta inferior del armatoste queda suspendida en el aire justo sobre la cabeza de la doctora, como si fuera una enorme peineta.

En la pared de la derecha hay un ventanuco, enrejado también, por el que se cuela la tenue claridad que ilumina la mañana de invierno y en la pared de la izquierda un ventanal de aluminio con cristales traslúcidos que comunican con el pasillo que la ha traído hasta aquí. Detrás de la vitrina, a la izquierda, hay un hueco de unos dos o tres metros cuadrados, lleno de estanterías y de libros desperdigados sin orden aparente.

—Siéntate, Nina.

—Gracias.

—¿Te gusta mi despacho? Siempre despierta tu curiosidad.

Nina continua escudriñando la sala mientras mueve un poco la silla para acomodarse. También hay azulejos y también está el ribete azul, también la luz de los fluorescentes. Por lo demás la estancia es lo más parecido a una guarida que Nina pueda imaginar.

—Es… peculiar.

—Llevo ya unos cuantos años trabajando aquí y está lleno de porquerías, Nina, ¿Te gusta mi vitrina? —Nina no puede evitar dibujar la sorpresa en su rostro—. Nos vemos un par de veces por semana, al principio nos veíamos incluso con mayor frecuencia y siempre ha habido algo que te ha llamado la atención de mi despacho, aparte de mis diplomas y mi propia persona.

Después de un breve silencio Nina habla:

—¿La vitrina?

—Sí, Nina, la vitrina. Y la verdad es que siempre te prometo que voy a intentar vaciarla y colocar todos los informes que hay dentro en un sitio más adecuado pero nunca me pongo. Será que tengo demasiado trabajo. O demasiado poco.

—Por mí no se preocupe, doctora, no me importa.

—Tranquila, no me preocupo por ti, en este caso lo hago por mí.

—¿Qué me pasa doctora… Tubau? ¿Cuándo voy a recuperar la memoria? ¿Por qué estoy así? ¿Todos los días le pregunto lo mismo? —Nina se ha acodado sobre la mesa y ha lanzado su batería de preguntas casi sin dejar a la doctora terminar su frase.

—No, todos los días no. Hay veces que llegas algo abatida, incluso apática y con la curiosidad bajo mínimos. Supongo que tu subconsciente, de alguna manera, sabe lo que te está sucediendo y se defiende. No creo que puedas vivir continuamente rodeada de interrogantes y de grandes cuestiones sin resolver. Hay veces en las que simplemente te olvidas de pelear y te dejas llevar. Tengo que decirte que esta también me parece una postura inteligente. —Mientras la doctora habla, Nina no puede evitar evocar a su visitante nocturno, su pesadilla particular y recurrente, el hilo que le sirve para entretejer un día con el siguiente, el único eslabón que consigue asirse a su memoria. A él sí le sigue teniendo presente. Se pregunta cómo será posible que su falta de memoria sea tan horriblemente selectiva y que, por la única rendija que deje abierta, se pueda colar semejante indeseable. Nina piensa entonces en exponerle sus dudas a la doctora, en pedirle consejo y ayuda para tratar de responder a esta pregunta. Aunque solo sea a esta—. Hay ocasiones en las que es bueno defenderse de ciertas amenazas —continúa la doctora.

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