Nina

Nina


PORTADA

Página 6 de 30

Entonces Boris tomó conciencia de lo complicado que le iba a resultar acercarse a la nueva. Había tenido que reunir todo su aplomo y su arrojo para hablarle por primera vez. Pensó que cada día que amaneciera tendría que volver a armarse de valor para dirigirse a ella. Aunque solo fuera para saludarla y, viéndose necesariamente obligado a reiniciar todo el ritual desde cero, estaba seguro de que la labor iba a ser tan titánica como inalcanzable.

La verdad era que no tenía nada mejor que hacer y, sobre todo, nada tan interesante y divertido. Al menos a priori. La mayoría de las personas que hay por aquí o son demasiado poco interesantes o están demasiado idas o medicadas como para que relacionarse con ellas sea un ejercicio productivo. Aparte de un par de compañeros en su ala, de relativamente agradable (por correcta) conversación, y de los miembros del personal, Boris no se relaciona con casi nadie más. La experiencia le ha demostrado que es mejor mantenerse apartado de la mayoría de la gente que hay por aquí. Algunos están bastante mal, en realidad, bastante peor que él. Por muchos intentos de suicidio que lleve acumulados y muchas crisis de ansiedad que sufra, él es perfectamente capaz de mantener las babas dentro de su boca, de decir unas cuantas frases coherentes seguidas y de no entretenerse dándose cabezazos de manera rítmica contra la pared. Y esas serían solo algunas de las gracias que la gente que está en el sanatorio puede hacer, porque la lista de lindezas se extiende casi hasta el infinito: fumar compulsivamente, dormir casi todo el día, hablar solo, discutir con todo el que se acerca, perseguir continuamente algo o a alguien, pegar la boca al cristal y soplar para inflar los mofletes una y otra vez, bailar con un amigo o amiga imaginario o imaginaria, asaltar a todo el que pasa pidiéndole «una pastillita»… Pero la guinda, sin duda, la pone uno al que llaman Juanín, un tipo bajito que se pasa el día en calzoncillos de un lado para otro, siempre con alguna de las tres o cuatro camisetas que tiene de Alaska y los Pegamoides o de La Unión (dice que es muy fan), repitiendo mecánicamente la misma operación: se hurga la nariz intensamente, cada poco rato saca el dedo para comprobar si ha tenido suerte y, cuando la tiene, se come el trofeo.

Boris recuerda que la primera vez que le vio no pudo evitar sonreír y buscar a su alrededor la complicidad de alguien que también le hubiera visto, una especie de pequeño descubrimiento. Diez minutos después, y muerto de asco, tuvo que irse a otra sala. Desde entonces procura no hablar de música cuando Juanín está cerca porque siempre se inmiscuye en la conversación y hace que, automáticamente, derive hacia la letra de alguna de sus canciones preferidas y comienza entonces a cantarla a voz en grito, escenificando histriónicamente el texto.

Y todo esto sin abandonar su afición preferida.

Con este panorama Boris entiende que él, a pesar de sus problemas, esta algo fuera de lugar rodeado de alguno de los especímenes que hay en este sanatorio. Sin duda Nina entra dentro de su reducido y privilegiado grupo de casi cuerdos.

Él siempre dice que, aunque puedan parecer términos cercanos o similares, no tiene nada que ver estar casi cuerdo con estar medio loco.

La cena y el rato de asueto que acontece después pasan para Boris sin pena ni gloria, auspiciados solo por una leve sensación de miedo y vacío que le ha causado su encuentro con Nina. Sabe que ha sido intenso y teme que esto le termine pasando factura. Está tristemente acostumbrado a vivir en un equilibro psicológico tan precario como fugaz. Tiene la sensación de que puede dejar de encontrarse bien en cualquier momento y, por eso, se dedica a controlar sus pulsaciones con un pequeño aparato al que se conecta para medirlas. Suele saber si se acerca una crisis porque, normalmente, llegan precedidas de una creciente y tenaz taquicardia. Con el tiempo ha aprendido a oler los signos, a anticipar las etapas, es capaz de vaticinar cuándo el lobo dormido va a despertarse para salir de su madriguera y morder despiadado su pecho.

De momento no las tiene todas contra sí y la información que recoge de la pequeña pantalla de cristal líquido del pulsímetro no le hace temer ningún sobresalto. Tiene la creciente sensación de que puede ser que el sueño venga a buscarle sin traer asociada ninguna sorpresa desagradable. Junto a la bandeja de su cena, la enfermera le ha dejado las tres pastillas que corresponden a su dosis nocturna. Boris no tiene ninguna intención de dejarlas ahí, así que, después de lavarse los dientes y orinar, las ingiere y se tumba en la cama. De un tiempo a esta parte, casi coincidiendo con la llegada de Nina al sanatorio, le gusta dormir con los ojos clavados en el techo, mirando siempre hacia arriba. Tiene la extraña certeza de que eso le acerca a ella. Piensa que si mira hacia arriba, en la dirección en la que se encuentra su habitación, disfruta, en cierto sentido, de su compañía.

Así que, con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos clavados en la oscuridad que le cubre, su medicación empieza a hacer efecto sobre él.

En el preciso instante en el que cierra los ojos para dejarse ir y abandonar sigiloso la vigilia, el pitido del pulsímetro le sobresalta: 103 en la pantallita.

Parece que finalmente el lobo ha decidido pasar a visitarle.

 

 

 

8

 

Cuando Nina llega la segunda planta descubre que la fumadora-que-dispara-colillas sigue practicando su deporte favorito, tratando de hacer que el humo se cuele por la exigua rendija entre las ventanas. Sin parar de subir escalones, y deseando que el enemigo no haya reparado en su presencia, continúa el ascenso hasta la tercera planta donde espera alcanzar toda la paz y el cobijo que pueda ofrecerle su habitación. Aparte de la fumadora de la segunda planta, y seguramente a causa del «toque de queda» que ha escuchado hace ya unos pocos minutos, no encuentra a nadie más durante el resto del recorrido.

Dentro de la habitación le espera una bandeja con su cena, compuesta por un primer plato, un segundo y un vaso de agua, todo al lado de un vasito de plástico con sus pastillas. Podría parecer, para una mirada lega, que la medicación, desde su insignificante tamaño y en segundo plano, acompañara a la cena pero no, no es así. No para la mirada entrenada de una interna. Casi como un reflejo adquirido e inconsciente, ante sus ojos, todo lo que hay sobre la bandeja no es más que un complemento, un estorbo para sus deseadas pastillas.

También le esperan la luz encendida e Isaac, el enfermero, repasando los pliegues de las sábanas de su cama, con una actitud que, en un primer momento y sin saber muy bien por qué, a Nina le resulta sospechosa e intrigante. No está segura de qué es concretamente lo que le hace desconfiar de la pose del enfermero pero siente que no es del todo sincera.

Antes de que el enfermero tenga tiempo de reaccionar Nina se acerca a la bandeja, coge el vasito con las pastillas y se lo echa a la boca como si de un trago de tequila se tratase.

—¡Nina!

—¿Qué? —solo consigue hablar después de engullir las tres pastillas a palo seco.

—Sabes que la medicación se toma siempre después de la cena.

—Pues no, no lo sabía.

—Hace dos días te lo dije, hiciste lo mismo y yo te…

Una vez que ha tragado las pastillas permanece unos segundos, sonriente, esperando a que Isaac caiga, por sí solo, del guindo al que acaba de subirse.

Después de un breve silencio, es ella la que decide hablar:

—¿Hace dos días?

—Vale, disculpa.

Isaac se siente avergonzado. No se explica muy bien cómo pero Nina siempre consigue sacarle de sus casillas. A pesar de llevar poco tiempo en el sanatorio tiene bastante claro que ella es la paciente que más le descoloca. De largo. Y esto aun teniendo en cuenta la recua con la que le ha tocado bregar en todos y cada uno de los turnos que ha tenido que hacer.

La segunda noche que pasó es este sitio tuvo que ayudar a uno de los internos a salir de un cuarto trastero en el que se había encerrado, probablemente sin malas intenciones. Tuvo que entrar allí y sentarse a su lado durante al menos diez minutos, intentando disuadirle, acompañados ambos por la enorme mierda que el tío había plantado allí, convencido de que el cuarto de baño había estado siempre en el punto exacto en el que yacía la boñiga. Estaba tirado en el suelo, desnudo de cintura para abajo, hecho un ovillo y sollozando porque decía que alguien quería burlarse de él convirtiendo el aseo en trastero. A Isaac no solo le tocó convencer al infeliz de que el cuarto en el que estaban había servido siempre para guardar trastos sino que, una vez que consiguió sacarle de allí, tuvo que quedarse a limpiar el estropicio.

A pesar de lo desagradable que fue aquel incidente y, a pesar también, de otras experiencias laborales difíciles, ninguno de sus trances ha tenido nunca la espontaneidad e imprevisibilidad con que Nina dota a cada una de sus reacciones. Isaac nunca sabe si disgustarse con ella o admirarse por la inagotable capacidad de réplica de tan singular personaje.

Nina sonríe mientras camina hacia la ventana, intrigada aún por lo que Isaac pudiera estar haciendo antes de que ella haya entrado en la habitación. Ya es de noche y afuera solo se ven un par de tenues farolas que apenas iluminan un exiguo círculo de terreno a sus pies y que no dan ni para hacerse una idea aproximada de la forma y tamaño exactos del parque que guardan. A la derecha, la rala hilera de luces que intenta aclarar el camino hacia la salida del sanatorio se pierde en la distancia y, mucho más cerca, en la piedra del alfeizar, aún permanece un ligero rastro blanquecino de la última nevada.

—¿Buscas algo, Isaac? —Nina llega finalmente a la conclusión de que si quiere saber algo lo mejor es preguntarlo.

—¿Yo? No. —La pose del enfermero sigue sin convencerla del todo —. ¿Por qué? Y si lo busco, ¿qué? —Él, por su parte, decide pasar de la defensa al ataque. Al fin y al cabo si hay alguien que tenga que representar la autoridad en esta pequeña diatriba, debería ser él. O eso es lo que piensa.

Nina se sienta a la mesa y coge la cuchara de plástico blanco sin dejar de observarle. Debajo de la tapa del tazón que hay en la bandeja reposa un líquido amarillento y ligeramente humeante que Nina identifica como sopa, a pesar de que, al introducir la cuchara y moverla, no consigue sacar nada a flote.

—¿Tanto trabajo costaría echarle unos fideos a esto?

—Deberías tomarte el caldo y el pescado y dejar de quejarte. Te sentará bien.

Para decir esto Isaac se ha acercado a ella y le ha puesto una mano sobre el hombro.

Nina gira instintivamente la cabeza para fijar sus ojos sobre los dedos que ahora descansan en la tela de su camiseta. Después su mirada viaja hacia arriba para cruzarse con la del propietario de tan impertinente extremidad.

—Te agradecería que evitaras el contacto. En la medida de lo posible. —El tono de la segunda parte de la frase ha resultado bastante más marcado que el de la primera.

Aun así Isaac no mueve la mano y decide mantener, sonriente, la mirada desafiante que Nina le está enviando.

—No te vendría mal no olvidar que aquí hay una serie de normas, que esto no es un patio de colegio.

Nina se levanta y da un paso atrás, zafándose de esta manera del contacto del enfermero.

—Si quieres me las puedes explicar todas y mañana, si te parece, vienes a preguntar si me las he aprendido bien. Si aún las recuerdo. ¿Pero, a ti qué te pasa? No sé si esto será un patio de colegio o si será una maldita casa de putas, lo que sí que sé es que no te enteras ni de la misa a la mitad.

Entonces en el gesto de Isaac se obra un cambio radical y repentino. Dando dos pasos adelante se abalanza sobre ella y la empuja contra la pared. Con una mano la agarra por el cuello, justo debajo de la barbilla, haciéndole levantar la cabeza como si su madre estuviera intentando medirla, obligándola a estirarse tanto como sus huesos y tendones dan de sí. La otra mano, en horizontal, la apoya contra el pecho de Nina, desde un costado hasta el otro, de manera que uno de sus pechos queda aprisionado por el antebrazo, mientras que el otro encaja perfectamente en la palma de la mano del enfermero. Con el resto del cuerpo empuja para mantenerla pegada a la pared. Es más alto que ella, así que la mirada de Nina solo consigue encontrase con él en su, repentinamente reducido, campo de visión. No puede hablar, apenas puede respirar, tratando de hacer que un poco de aire atraviese su oprimida garganta en dirección a sus presionados pulmones.

Isaac, con los ojos apretados y el gesto retorcido por la ira, acerca su cara aún más a la de ella y le habla en un tono a medio camino entre el susurro y la media voz:

—Últimamente me tienes hasta los cojones, ¿te enteras? Aquí soy yo el que decide qué, cuándo y cómo.

»¿Te enteras?

—Nnnn…

No puede contestar, a pesar de lo cual, Isaac considera el extraño zumbido nasal que ha emitido como una afirmación. Mientras tanto la mano izquierda del enfermero se entretiene en masajear el pecho de Nina, apretándolo a la vez que busca torpemente el pezón.

Ella le mira intentando hacer que sus ojos muestren rabia y asco, aun así él no es capaz apreciar nada inteligible en el abotargado gesto de la interna.

—Hay unas cuantas cosas que deberías recordar. —A pesar de lo desesperado de la situación Nina se vuelve a sorprender a sí misma pensando, con ganas incluso de sonreír, que está delante de un completo imbécil—. Bueno, recordar o lo que te salga de los cojones. Tú estás aquí para obedecer. Y punto. —Ella siente repulsión ante la avalancha de pequeños escupitajos que las bes, las pes y las eses de las últimas frases han precipitado sobre su cara, encerrada dentro de la garra de este corpulento desaprensivo.

La presión sobre su pecho y su pezón comienza a resultar demasiado dolorosa.

—Hummm… Hummm…

—Como se te ocurra hacer alguna tontería o ir con el cuento a alguien, lo vas a pagar caro. ¿Me entiendes? Espero que esto no salga de aquí. Espero que seas tan lista como pareces.

Poco a poco Isaac va dejando que sus músculos se relajen, aunque sin cambiar ni un ápice la aspereza de su gesto. Nina consigue que sus pulmones vuelvan a recibir una cantidad razonable de aire y prefiere centrarse en mantener el suministro antes que en cualquier otro tipo de consideración. Estaba empezando a ver pequeños puntos luminosos en todo su campo visual y sabe que eso suele significar que algo empieza a fallar. Está segura de que si el enfermero hubiera mantenido el asedio un minuto más hubiera terminado por caer redonda, como un saco.

Es entonces cuando Isaac termina de deshacer la presa y liberarla. Nina se lleva una mano al cuello y la otra al pecho, está muy dolorida. Mientras intenta reconfortarse frotándose la zona y trata de recuperar, poco a poco, la compostura, nota cómo la mano del enfermero se posa ahora, bruscamente, en su sexo, lo que le hace abrir los ojos de repente, sobresaltada por la intromisión.

La cara de él está de nuevo pegada a la suya aunque, esta vez, la única parte que contacta con ella es su mano.

—Estás muy buena, Nina, me pones muy malo.

Ella está petrificada, no sabe si darle un empujón, un cabezazo, un puñetazo o un beso en los labios porque, en realidad, desconoce cuál de estas reacciones es necesaria para conseguir recuperar la calma de una vez.

—Vale ya, Isaac, por favor. Vale ya —pronuncia estas palabras reuniendo todo el aplomo del que dispone, intentando con todas sus fuerzas recomponer el gesto y tratando de sonar tan convincente y tranquila como le sea posible.

Se oyen los ruidos apagados y lejanos del trasiego de otras habitaciones a través de las paredes mientras que, afuera, las hojas de los árboles del jardín se frotan unas contra otras, empujadas por la fría brisa que sopla esta noche, produciendo un ligero aunque perfectamente audible siseo. Uno de los sonidos que ambos pueden oír proviene del pasillo y parece acercarse. Si alguien irrumpiese de repente en la estancia no alcanzaría a presenciar la escena. Hay una pequeña entrada y ellos se encuentran a la izquierda, en la pared contraria a la que se ve desde la puerta. Nina supone que Isaac ha querido tener en cuenta eso cuando se ha abalanzado sobre ella.

Aun así, la presión sobre su entrepierna desaparece y el enfermero da un par de pasos atrás dejándola finalmente sola, como si acabara se salir de un profundo trance. Parece que él también ha oído los ruidos del pasillo y no quiere arriesgarse a que le sorprendan en semejante actitud. El instante se alarga más de lo deseado, quizás hasta un par de minutos en los que él la mira con el gesto descompuesto y ella trata de recuperarse sintiendo que es incapaz de mover un solo músculo.

La puerta no se abre.

—Siéntate y termina tu cena.

Ella vuelve la cara y decide obedecer.

Una vez que se ha sentado, Isaac se le acerca de nuevo y, apoyando las manos sobre la mesa, vuelve a hablar:

—Si le vas a alguien con el cuento, date por jodida. Esto se reduce a tu palabra contra la mía. Y no sé yo si te interesa entrar en ese juego. —Nina prefiere mantener la cabeza gacha mientras manipula inconscientemente el tenedor de plástico entre los dedos de su mano derecha—. Por la cuenta que te trae compórtate como una persona inteligente.

Isaac le acaricia entonces el pelo durante un instante y después sale canturreando de la habitación.

Nina se queda petrificada delante de su frío trozo de pescado. No tiene ninguna intención de comérselo. Ella sabe, por lo que le ha dicho Boris, que este hijo de puta lleva poco tiempo en el sanatorio, sabe que es nuevo y eso le hace sentirse aún más atemorizada y desorientada si cabe.

Entiende que es demasiado poco tiempo para que el tío haya llegado a plantearse hacer algo como lo que le acaba de hacer. Pero, lo peor de todo, es que intuye que puede que esta no sea la primera agresión y eso le hace sentirse aún más indefensa y acorralada. Se ve a sí misma cada noche delante de su cena, con él rondando a su alrededor. Se ve a sí misma soportando caricias o insinuaciones y haciendo de tripas corazón para tratar de no montar un número. Se ve a sí misma asustada, metida entre las sábanas, esperando y deseando con todas sus fuerzas que nadie aparezca por la puerta, que nadie invada su intimidad, que ningún enfermero hijo de la gran puta se le acerque para intentar tocarla o besarla. Se ve a sí misma estrangulando a Isaac con sus propias manos.

Se ve a sí misma en un montón de situaciones desagradables en las que podría participar su recién descubierto agresor y le tortura mortalmente saber que su cerebro no puede recordar ninguna.

Esto último, sobre todo, le roba la tranquilidad.

Entonces se da cuenta, desesperada, de que prefiere que aparezca su demonio alado antes que cualquier otro desalmado vestido de blanco y disfrazado de ángel salvador.

Después de doblarlo cuatro veces y romperlo, suelta el tenedor sobre el plato y se levanta, nerviosa, alterada y sobrexcitada. Camina hacia la ventana y de vuelta a la mesa. Vuelve a sentarse. Vuelve a levantarse y camina hasta la mesilla que hay a la derecha de su cama. En el segundo cajón hay tres libros, tres ediciones de bolsillo, los tres bastante ajados y medio desencuadernados. El primero es El lazarillo de Tormes. Tiene la portada llena de rayas y garabatos hechos con un bolígrafo azul. No quiere ni investigar cuáles son los otros dos.

¿Quién puede querer empezar a leer un libro si al día siguiente no recordará lo que leyó el día anterior? Se pregunta si habrá sido capaz de terminar alguno de ellos en una sola jornada.

Siente, casi a partes iguales, odio, rabia y desprecio y, en un pequeño hueco de su cerebro, está brotando una plantita con una flor que apesta a indefensión. Le aterra sopesar la idea de que llegue mañana y no sea capaz de recordar que el cabrón que le trae la cena la agredió ayer y estuvo a punto de violarla.

La puerta vuelve a abrirse e Isaac aparece de nuevo en escena. Nina permanece de pie, junto a la cama, observando cómo camina hacia ella. El rostro del enfermero muestra una media sonrisa, casi ausente, como si viniera pensando en algo gracioso que le acaba de ocurrir justo antes de entrar en la habitación. Sin apenas mirarla recoge la bandeja de la cena.

—No deberías dejar tanta comida en el plato, Nina. Si mañana vuelves a hacerlo tendré que apuntarlo en el parte. Te puedes meter en la cama cuando te parezca. En media hora volveré para darte las buenas noches, ¿vale?

Acaba de pronunciar estas palabras como si fuera la primera vez que ve a Nina en semanas, como si fuera una compañera de trabajo a la que saluda con desdén al llegar a la oficina, como si lo que acaba de suceder hace unos minutos tan solo hubiera ocurrido en la imaginación de ella. Lo único que podría delatar la impostura de su actuación es el hecho de que, durante toda la escena, ha sido incapaz de mirarla directamente a los ojos, mientras ella le ha estado observando con los labios entreabiertos y las cejas involuntariamente levantadas, tratando de asimilar lo que estaba contemplando.

Isaac termina de recoger los trozos de tenedor de plástico y el resto de la bandeja. Nina le habla:

—Eres un puto enfermo. ¿Lo sabías? Tú no estás bien de la cabeza.

—Quién fue a hablar —continúa, sin borrar la media sonrisa de sus labios, como si lo que acaba de escuchar hubiera sido un cumplido.

—Eres un desgraciado. —Nina no está segura de dónde pero está sacando fuerzas y rabia suficientes para hacer frente, aunque solo sea dialécticamente, a su reciente agresor.

—No juegues con fuego.

—No juegues tú.

Por primera vez Isaac levanta la mirada para posarla en los ojos de Nina y deja de hacer lo que estaba haciendo.

—No me toques los cojones Nina, ya te lo he avisado.

Entonces, como llegando desde la más profunda caverna del infierno, Nina nota cómo el efecto de las pastillas se apodera de ella, como si un hombre corpulento, alto y desgarbado, le acabase de golpear con su garrote en la base misma del cráneo, en el punto exacto en el que tiene la fábrica de sus pensamientos, el lugar en el que empieza a hilar sus razonamientos. Automáticamente nota que le resulta más complicado centrar su atención en lo que su interlocutor le está diciendo, en lo que está haciendo y en lo que ella debería decir o incluso en lo que debería pensar.

El hombre del garrote ha hecho bien su trabajo.

Ante el nuevo cariz que toman los acontecimientos decide que lo mejor es mantenerse en silencio y no enzarzarse con el enfermero en una situación de la que puede ser que le resulte complicado salir airosa.

Isaac se marcha con la bandeja pero vuelve a entrar unos segundos después.

—Toma, una propina, por ser buena chica —diciendo esto lanza una pastilla a la cama. Una pequeña, redonda y amarilla. Ella no sabe ni cómo se llama ni qué efecto concreto produce pero sí que está segura de haberla tomado hoy. Aunque de momento no siente la necesidad de meter más química en su organismo, tampoco tiene las fuerzas suficientes para plantarle cara a Isaac para explicarle por dónde se puede meter la pastilla.

Lo único que quiere es que salga de la habitación de una vez por todas para quedarse tranquila, que deje de presionarla y de molestarla. Necesita quedarse a solas con su agredido cuerpo y su embotada mente. Y espera que el silencio y la ignorancia le ayuden a conseguir ese regalo.

Isaac mira la pastilla y después a ella. Unos segundos de silencio y vuelve a repetir la operación. Finalmente habla:

—Bah, haz lo que te dé la gana.

Se da media vuelta y sale, cerrando la puerta tras de sí.

Nina da gracias al cielo por proporcionarle la calma que tanto necesita. Nada más oír el ruido de la puerta al cerrarse se desploma sobre la cama y apoya la cabeza en la almohada, fijando la mirada en el cristal de la ventana.

Diez minutos después de asomarse al vacío de su mente se incorpora a duras penas y se pone el pijama tan rápidamente como le resulta posible, aun así tiene la sensación de estar haciéndolo a un ritmo mortalmente lento, en parte por la torpeza que le imponen las pastillas y, en parte, por el ansia que tiene de terminar deprisa para evitar otra situación de peligro en el caso de que el enfermero decida que es necesaria una nueva visita antes de lo previsto.

Una vez puesto el pijama se mete entre las sábanas, cubriéndose con ellas hasta la barbilla, como si creyera que tapándose hasta ahí conseguirá ocultarse de cualquier amenaza o defenderse de una posible agresión. Como si pensase que las sábanas, en lugar de ser de algodón, estuviesen fabricadas con alguna extraña e impenetrable aleación metálica. Después clava los ojos en el techo y se deja llevar por la nada, por la inercia automática del vacío. Por su cabeza pasan raudas las pocas experiencias que ha conseguido amontonar a lo largo del día, casi sin terminar de asumir que, después de cerrar los ojos, y cuando mañana vuelva a abrirlos, habrán desaparecido otra vez del sitio en el que ella creía que quedaban a buen recaudo. Robadas de nuevo por el sueño, por la ausencia de sueños quizás o por esa tara insufrible que condiciona su penosa existencia.

La puerta vuelve a abrirse. Nina agarra con fuerza las sábanas intentando ceñirlas más si cabe al contorno de su cuello. Unos instantes y aparece la cabeza de Isaac por la esquina del pasillo, la sonrisa de nuevo en su rostro:

—¿Todo bien?

Ella no responde, de hecho se considera a sí misma incapaz de desclavar sus ojos del agrietado blanco del techo.

Consciente de que ella no va a responder, y sabiendo que a él no le apetece continuar con el juego en este momento, Isaac acepta el silencio como prueba de sumisión y respeto y sale por donde ha entrado, apagando la luz y cerrando la puerta tras de sí.

 

 

 

9

 

Ya en la tiniebla.

—Menudo día, ¿verdad?

Desde el rincón, encaramado a la silla de ruedas, con el cuello inclinado como si hablara con un niño, como si intentara hacerse entender, el demonio alado se dirige a Nina.

La repentina presencia del bicho la deja fría, impasible, tiene la sensación de que lo que le acaba de suceder con el enfermero se lleva la palma en lo que a experiencias traumáticas recientes se refiere. Al fin y al cabo ya conoce a este cabrón impertinente y sabe que no viene a infringirle daño físico alguno. Y ahora mismo eso es lo que más le hace preocuparse.

—Aunque te tapes hasta la cabeza me seguirás escuchando. Prueba a taparte los oídos, estoy seguro de que mi voz seguirá retumbando en tu interior.

Dentro de la marea que la química provoca en su cerebro las palabras de su visitante se suceden con cierta fluidez, con bastante nitidez y es capaz de entenderlas sin tener que hacer un esfuerzo sobrehumano para no perder el hilo. A pesar del pequeño grado de confianza que el bicho le inspira no tiene intención de dejar ningún hueco por el que pueda atravesar sus metálicas defensas. Las sábanas van a seguir exactamente en el mismo lugar en el que están ahora mismo, a no ser que sea capaz de subirlas un poco más todavía.

—¿No tienes otra cosa mejor que hacer?

—¿Mejor?

—Sí, ¿no tienes a alguien a quien atormentar, aparte de mí, alguien a quien poder volver loco cuando te aburres?

—No creo que eso sea asunto tuyo.

—¿Y qué es asunto mío entonces? ¿Aguantar tus gilipolleces? ¿Soportar que vengas a molestarme cada vez que te venga en gana?

Ir a la siguiente página

Report Page