Nina

Nina


PORTADA

Página 7 de 30

—Lo siento por ti pero debo confirmarte que eso no depende de ti. Voy a seguir viniendo a verte cuando quiera y, mucho me temo, que eso es algo que tú no vas a poder controlar.

—Pues no hago más que llevarme alegrías.

—¿Sabes lo que he estado haciendo hoy? —El demonio despliega repentinamente sus fibrosas alas para sacudirse provocando entonces en Nina una oleada de asco mezclado con terror.

—No sé por qué pero tengo la sensación de que no voy a tardar mucho en saberlo.

—En efecto, querida Nina, muy aguda. He estado en un centro comercial, uno muy grande, de esos que tienen tanto éxito, lleno de tiendas de todo tipo y atestado de gente que deambula de un lado a otro sin nada claro en la cabeza.

»Los pasillos hervían y todo el mundo parecía muy ocupado, eligiendo regalos, seleccionando ropa o pululando sin destino aparente.

»En una joyería he visto a una pareja de jovencitos pidiéndole a una de las dependientas que les enseñara alianzas. Anillos, de oro, de platino, de oro blanco… Es increíble la cantidad de diseños diferentes que puede haber para cubrir una sola, y ciertamente inútil, finalidad.

»Cuando empezaba a aburrirme de contemplar la cara de estúpida felicidad de los dos tortolitos ante tanto aro metálico, ha aparecido un viejo por la puerta y se ha colocado detrás de ellos, esperando pacientemente su turno, mientras los jovenzuelos investigaban todo lo referente al apasionante universo del anillo de matrimonio. El señor ha llegado encorvado, como si llevara a alguien subido a su espalda, como si los huesos de sus hombros estuvieran en realidad hechos de plomo. Su gesto era triste, severo y torcido. No he tardado ni medio segundo en oler la carnaza.

—¿Te he dicho ya que eres un hijo de puta?

—Voy a hacer como si no te hubiera oído, Nina. Creo que deberías ser un poco más respetuosa conmigo, yo procuro serlo contigo y no entiendo que el pago deba ser otro. Podría conseguir que todo esto te resultara más difícil, más doloroso. En realidad podría hacer que se volviese infinitamente cruel y dañino pero, como podrás comprobar, intento ser educado y cuidadoso en mis visitas.

—Pues yo también te podría decir, con mucho cuidado y educación, por dónde podrías meterte tus malditas visitas.

—Eso no te ayuda. Para nada. —Retuerce entonces otra vez el cuello y emite un sonido gutural, una especie de gorjeo lento y profundo, que obliga a Nina a recordar, de nuevo, que el demonio que tiene ante ella suele inspirarle terror. Entonces las cosas vuelven a reordenarse como debían estar desde un principio:

Ella asustada, él asustador.

—¿Puedo seguir ya? —Después de hacer que el cuello vuelva a su posición erguida Nina tiene la sensación de que la criatura es más alta y corpulenta de lo que era hace tan solo unos segundos. No está segura de si está siendo víctima de una ilusión óptica, de si son las pastillas las que hacen que su visión se distorsione o si pudiera incluso ser cierto que el demonio que la visita con puntualidad inglesa sea capaz de cambiar de tamaño a su antojo. De cualquier modo, y sobre todo por el temor que le produce que se le ocurra hacer algún otro movimiento extraño, decide no darle réplica, aunque solo sea por esta vez—. Gracias Nina.

»Pues bien, como te decía, el hombre ha esperado hasta que los jóvenes han terminado de manosear todos los anillos de la joyería, por cierto, sin comprar ninguno, y cuando se han marchado se ha dirigido a la amable y sonriente joyera para decirle que quería ver una pulsera para su mujer. Una muy bonita, la más bonita que hubiera en la joyería. Utilizando exactamente estas palabras. La joyera le ha sonreído. Y no lo ha hecho con una sonrisa de joyera educada y respetuosa, no, le ha dedicado al viejo una sonrisa sincera y limpia, llena de comprensión y ternura, con la que he percibido que la chica sentía un cierto aprecio y cercanía hacia el buen señor por el bonito detalle que iba a tener con su mujer. Una sonrisa que delataba el deseo de la joven dependienta de llegar a la vejez y tener la suerte de que un hombre tan cariñoso y atento la compartiera con ella.

»Ella se ha desvivido por atender convenientemente al anciano, por hacer que viera las mejores pulseras de su catálogo y por intentar que la buena de su mujer resultase agraciada con el más valioso de los posibles regalos.

»Y, en cierto sentido, lo ha conseguido.

»El abuelo ha estado unos minutos mirando pulseras y sonriendo con las bromas que la joven compartía con él sobre el cariño que le debía profesar a su mujer. Finalmente ha escogido una de las más caras, si no la más cara. Sencilla y muy elegante, de oro blanco, engarzada con pequeñas gemas y labrada con un dibujo de flores. La chica le ha repetido hasta resultar pesada que era la más bonita de todo el muestrario y que se sentiría orgullosa de ser su mujer y de lucir semejante joya a su lado. El buen señor seguía sonriendo, desde muy lejos, como si lo que estaba sucediendo no fuera con él, como si las palabras que la dependienta le estaba regalando no llegaran hasta su atareado y cansado cerebro.

—¿No le has ayudado tú con la elección?

—Yo solo miraba y escuchaba. Y sacaba mis conclusiones. Ya sabes que no me gusta inmiscuirme. Solo quiero ser testigo, silencioso y cauto, de lo que acontece.

—Ya. —Nina intenta hacer que su voz chorree sarcasmo.

—Entonces el señor ha sacado un fajo de billetes de su abultado bolsillo, casi todos de diez y de veinte euros, la mayoría de ellos sobados y tan viejos y arrugados como su propietario. En ese momento la dependienta le ha mirado con recelo. Por primera vez desde que el anciano ha entrado en la tienda, la chica se ha percatado de que el hombre pudiera resultar raro y yo he notado, por la sutil manera en que su gesto se ha retorcido, que ha empezado a pensar que un señor, a primera vista tan entrañable, pudiera no serlo tanto.

»El hombre ha comenzado a poner billetes sobre el mostrador, según los iba desmadejando, sin apenas contarlos, como si no tuviera ningún interés especial en conseguir la cantidad exacta que la chica le había pedido por la joya. Diez, veinte, veinticinco, cuarenta y cinco, cincuenta… Cuando ha llegado a doscientos ha tenido que parar para volver a empezar de nuevo. En la segunda ocasión se ha parado en trescientos.

»La pulsera valía mil novecientos euros.

»Al tercer intento la chica ha empezado a ponerse nerviosa de veras y le ha pedido al hombre que le dejara hacerlo a ella.

»Después de dos conteos más y de llenar medio metro cuadrado de mostrador con billetes de todos los colores, la dependienta ha concluido que le faltaban cinco euros.

»¿Te lo puedes creer? Cinco euros.

»El hombre ha vuelto a la carga, pretendía contar todo aquel desbarajuste de nuevo. Decía que su esposa merecía esa pulsera y no se iba a quedar sin ella por cinco euros de mierda (ha usado exactamente estas palabras), que habían sufrido mucho en la vida, que habían peleado demasiado duro como para quedarse a cinco euros de su pulsera.

»Entonces se ha metido la mano en el bolsillo y ha sacado monedas. Calderilla. Y vuelta a empezar con la fiesta del conteo.

»La cima ha quedado entonces a setenta céntimos de distancia. Cuando el señor comenzaba a despotricar otra vez ella ha decidido zanjar el asunto metiendo la mano en su propio bolsillo y poniendo un euro encima del mostrador, junto al resto del dinero. El viejo la ha mirado un momento a los ojos y ha visto que ella iba en serio, como si en ningún momento se hubiera llegado a plantear la posibilidad de que aquella señorita fuese capaz de bajar a su infierno para entender lo importante que era todo aquello para él y poner de su propio bolsillo los setenta céntimos que le separaban de su ansiada pulsera.

»Ella ha desviado rápidamente la mirada, sabiendo que el anciano no tardaría mucho en descubrir que sus intenciones eran de cualquier índole menos filantrópicas. En su ánimo no estaba ya ayudar al buen hombre sino acabar lo antes posible con la tortura en que se ha terminado convirtiendo su visita.

»Así pues, la joyería ha terminado con mil novecientos arrugados euros más y el señor con una preciosa pulsera en su bolsillo, dentro de una cajita de terciopelo negro, envuelta en papel de color rojo y con un lacito azul encima.

—¿Y qué coño pintas tú en medio de todo esto?

—No te impacientes, deja que el relato fluya, que cada pieza se coloque junto a la otra. Me gusta desgranarte las escenas con cariño, con mimo, cuidando cada detalle, para que saborees cada una de las imágenes que te vaya transmitiendo.

La criatura retuerce otra vez el cuello y Nina tiene la sensación de que es imposible que ahí dentro haya huesos. Por la forma en que la piel se ha tensado y lo alargada que se ha vuelto la sombra que proyecta en la pared, anida en ella la desagradable sensación de que el bicho está hecho de una sustancia similar al chicle.

—Eres un sol, no creas que no te aprecio.

—Pues bien, como supongo que ya habrás imaginado, he decidido acompañar al buen señor a su salida de la tienda porque su acción me ha resultado tan interesante como extraño su comportamiento.

—No te creo.

—El sarcasmo tampoco te va a ayudar. Vendré a visitarte siempre y cuando a mí me dé la gana y tú oirás lo que quiera contarte. Esto es así y no hay nada que puedas hacer.

De repente la puerta de la habitación se abre y se enciende la luz. Nina desvía la mirada hacia el pasillo de la entrada, sobresaltada por el ruido y la intromisión. Inmediatamente vuelve a mirar hacia el rincón desde el que la criatura le estaba hablando y lo encuentra vacío. Antes de que pueda reaccionar la cabeza de Isaac asoma por la esquina:

—¿Te he despertado? —Ella le mira desde la cama, con los ojos entrecerrados y la sábana retorcida alrededor de su cuello, sin intención alguna de contestar.

Un par de segundos y el enfermero desaparece tan rápido como ha aparecido.

La luz se vuelve a apagar.

Nina busca al bicho con la mirada, nerviosa, incapaz de creer que se haya esfumado con semejante velocidad. Entonces oye un chasquido y el profundo ruido gutural que suele emitir cuando le apetece amedrentarla. Levanta la mirada hacia arriba y le encuentra agazapado en el hueco en el que se reúnen las dos paredes y el techo, a unos centímetros de la ventana. Desde ahí se deja caer, grácil y veloz, de nuevo al punto exacto en el que estaba antes de que apareciese el enfermero, encaramándose, con la precisión de un gimnasta olímpico, a los brazos de la silla de ruedas que reposa debajo.

—No me mires así, Nina. Tengo que estar atento a todo. Y a todos. Me apetece venir a visitarte a ti, no a cualquiera que se pasee por aquí. —Ella prefiere no responder y dejar que, gracias a su silencio, el bicho pueda continuar con su relato—. De todas maneras, demasiadas interrupciones. Qué fastidio.

»Pues bien, he decidido acompañar al buen hombre porque algo en su mirada y en su actitud me ha resultado extraño e inusitado. Cuando se compra un regalo de ese tipo, para alguien a quien se quiere, se hace con la ilusión pintada en los ojos. Y este buen señor llevaba algo así en los ojos pero también llevaba algo más. Acarreaba una carga, oculta y muy pesada y eso me ha atraído como la luz a una polilla.

»Fuera del centro comercial hemos esperado pacientemente el autobús, durante más de quince minutos. El hombre ha sacado el paquetito en un par de ocasiones y lo ha mirado como si pudiera ver a través de él, como si fuera transparente, como si, en lugar de mirar un envoltorio, estuviera mirando a una pequeña televisión.

»Finalmente el autobús nos ha recogido antes del que el pobre viejo se congelara esperando. Han sido siete paradas, casi tres cuartos de hora de camino. Odio cómo huelen los autobuses, no sé si es la tapicería o las paredes o el suelo o qué sé yo, el caso es que todos los autobuses tienen un olor tan característico como desagradable. Durante el camino ha habido más miradas a su cajita.

»Nos hemos bajado junto a una calle estrecha, perpendicular a una avenida más transitada, al lado de una marquesina con todos los cristales rotos y los carteles publicitarios que guardaban dentro, hechos jirones. Una zona del extrarradio, un poco menos apacible que la que albergaba el magnífico centro comercial. Nada más descender del autobús se ha despertado un viento muy desagradable y el buen señor ha metido las manos en los bolsillos y ha tratado de enterrar su cabeza, tanto como le ha resultado posible, entre sus hombros. A pesar del frío ha apretado la marcha para llegar a su destino lo antes posible.

»Un edificio bajo, solo tres plantas, como todos los demás de la misma calle, antiguo y descuidado, también como todos los de alrededor. Escaleras arriba, nuestro destino estaba detrás de una de las dos puertas que había en el rellano del último piso.

»No creo que necesites que te explique que tengo recursos suficientes para colarme en casa de quien quiera, cuando quiera.

»Adentro la escena que he encontrado ha sido, cuando menos, extraña. El pasillo lleno de desperdicios, la cocina anegada de basura, de inmundicia y de suciedad incrustada en el suelo, en las paredes y hasta en el mismísimo techo.

»Sorprendentemente, el salón estaba limpio, no estaba impoluto pero nada tenía que ver con lo que había en la cocina. En medio, una mesa camilla con una silla de ruedas al lado y una anciana sentada en ella, dormitando con una manta de cuadros azules sobre las piernas y otra de cuadros rojos cubriéndole los hombros. Hacía bastante frío, demasiado para gente de esa edad.

»El hombre se ha acercado a ella y, rodeándola con los brazos, le ha dado un beso en la mejilla y le ha susurrado al oído para tratar de hacer que se despertara. Ha tenido que intentarlo en tres ocasiones hasta que la señora ha podido abrir los ojos. Cuando la mujer le ha visto, se ha dibujado una sonrisa enorme en su rostro y ha sacado las manos de entre las mantas para poder llevarlas hasta el rostro del que sin duda era su marido y, sujetándolo con cariño, le ha atraído hasta ella para poder besarle en la mejilla. Lo ha hecho en tres ocasiones, intercalando una pausa entre cada beso, suficiente para separarse unos centímetros y mirar cariñosamente al hombre.

»”Hola, amor mío, me he quedado dormida. Perdóname. ¿Es la hora de comer?”. Le ha dicho la mujer.

»”No, Isabel, ya es por la tarde, hemos comido hace un buen rato ya. ¿No te acuerdas?”.

»”Claro que me acuerdo, Pedro, hemos comido paella, con los niños. Ya sabes que Andrea siempre aparta los trocitos de cebolla y tengo que pasar todo el sofrito para que no se líe a rebuscar por todo el plato. Es un sol de niña pero me come tan mal. Y, ojo, no es que coma poco, es que no para callada y tarda el doble que sus hermanos. Porque, al final, se come todo lo que pongas. Pero claro, con tanto palique, se le va el santo al cielo y no acaba nunca”.

»El hombre le ha colocado mejor la manta del regazo y ha acercado una silla para sentarse junto a ella.

»”Isabel, amor, hace veinte años que nuestra hija murió. El mes pasado se cumplieron veinte años. Hoy hemos comido un poco de lechuga con atún, tú y yo solos. ¿No lo recuerdas? Mujer, no pasa día sin que menciones a la buena de Andrea”.

»”Perdóname, Pedro, ya sabes que mi memoria ya no vale para nada, ya sabes que estoy cada día peor, ya sabes que tienes que cuidar de mi como si fuera un bebé”.

»”Soy Andrés, Isabel. Andrés, tu marido. Pedro era tu padre. Pedro ‘el puertas’, el carpintero del pueblo en el que tú y yo nos criamos, amor mío. El pueblo en el que nos conocimos de pequeños, en el que fuimos juntos al baile con doce años, en el que nos casamos y tuvimos a nuestra familia y del que salimos para darles una vida mejor a nuestros hijos”.

»La mujer sonreía todo el rato, mirando a su marido con los ojos entrecerrados y acariciándole la cara y las manos continuamente. Era como si se acabaran de conocer, como dos quinceañeros que se mirasen en su primera cita, en el asiento trasero de un coche, en medio de un descampado.

»”Ya me acuerdo, Andrés. Ay, perdóname. Mi Andrés. ¿Cómo puede ser que confunda tu nombre, como puedo ser tan descuidada y patosa?”.

»”Tranquila, Isabel, no te preocupes, sabes que te quiero igualmente, mi amor”.

»Y se han vuelto a besar. Entonces la mujer ha empezado a sollozar, abrazándose torpemente al cuello de su marido.

»”Andrés, cariño, me duelen mucho las piernas y las manos. Es insoportable, es un dolor muy difícil de aguantar. ¿Has traído mis medicinas?”.

»”Isabel, sabes que ya no te hacen nada tantas pastillas, todos los días lloras de dolor, todos los días te atiborro a pastillas y todos los días me pides que te dé más”.

»Mientras hablaba, el hombre le acariciaba el pelo a su mujer. Largo, blanco, prístino, liso, cayéndole hasta más abajo de los hombros.

»”Mira, cariño, tengo algo para ti”. Entonces ha sacado la cajita. Ella la ha observado, incrédula al principio, después ha mirado a su marido, que sonreía, y luego de vuelta a la cajita. Ha intentado tirar del lazo para deshacer el nudo pero se escapaba entre sus dedos huesudos y retorcidos. Al tercer intento ha mirado a su marido, con gesto suplicante, para pedirle ayuda con tan ardua tarea. Él ha tirado de la punta y ha hecho que se deshaga el nudo, después, sin romperlo, ha retirado el papel que envolvía el paquete y se lo ha vuelto a entregar a la anciana.

»Ella ha intentado levantar la tapa sin éxito, de nuevo ha tenido que solicitar la colaboración del hombre. Sin sacarla de entre los dedos de ella, el viejo ha abierto la cajita y la pulsera se ha mostrado en todo su esplendor ante los ojos de la mujer.

»Inmediatamente se ha puesto a llorar, un instante después él lloraba también. Sin siquiera sacar la joya de su contenedor, los dos ancianos se han abrazado y han estado así un buen rato, sollozando. Finalmente ha sido él quien ha sacado la pulsera y se la ha puesto en la muñeca a la mujer. Ella le miraba a los ojos mientras lo hacía. Por un momento he pensado que la mujer se iba a enfadar con él. Le ha dicho que no debería haber gastado el dinero que les quedaba en algo así.

»”Tenemos más dinero del que vamos a poder gastar. ¿Para qué lo queremos ya, amor mío?”.

»Entonces ha cogido la silla de ruedas y la ha empujado hasta la cocina. Pateando los detritos del suelo ha conseguido hacer un hueco para poder acomodar el armatoste metálico dentro de la abarrotada estancia.

»Después ha ido al salón. Un momento y estaba de vuelta con una caja de pastillas. Ha llenado un vaso de agua y le ha ofrecido cuatro comprimidos a la mujer.

»”¿Cuatro?”.

»”Sí, cariño, cuatro. Hazme caso, amor”.

»Después ha sacado otros cuatro y, con el agua que le ha sobrado a ella, se los ha tomado él mismo. Ha cogido la manta y se la ha vuelto a colocar a ella sobre los hombros y se ha sentado a su lado. La mujer ha estado un rato alternado su mirada entre la flamante joya y el rostro de su marido. Sus ojos y los de él eran la representación misma de la ternura. Hay ocasiones en las que disfruto viendo ciertos comportamientos, comprobando ciertas actitudes, constatando que se pueden encontrar sentimientos puros.

—No es tu estilo.

—Qué sabrás tú de mi estilo.

»La humanidad es ruin y zafia y muy egoísta y mezquina. Pero a veces, escondida entre tanta bajeza, es posible encontrar la virtud, la diferencia. Aunque solo sea durante unos instantes y en cantidades muy pequeñas. Y, créeme, no tiene precio descubrir esos pequeños brotes y saber disfrutar de ellos.

»Entonces él se ha levantado y ha cerrado la puerta. Ha tirado un trapo al suelo y lo ha colocado, extendido, en la rendija que quedaba hasta el suelo y se ha vuelto a sentar junto a su mujer. Le ha cogido la mano y se la ha besado, luego le ha besado la frente y finalmente los labios. Han permanecido un rato en silencio, mirándose, hasta que la mujer, poco a poco, ha empezado a cerrar los ojos, comenzando a dejarse llevar por los inevitables efectos de las pastillas que acababa de tomar.

»El hombre se ha levantado de nuevo y, abriendo el mueble que había debajo de la cocina, ha tirado con todas sus fuerzas hasta sacar, penosamente, la bombona de butano. Entonces ha cogido un cuchillo de un cajón y le ha asestado un corte limpio a la goma naranja que va desde la boca hasta la tubería metálica que alimenta los fogones. Ha empezado a sonar, casi imperceptible pero incesante, el siseo del gas escapando por el orificio que el viejo acababa de dejar abierto. Después se ha sentado de nuevo junto a su esposa, más cercana ya al sueño que a la vigilia. Ha vuelto a besarla y a abrazarla. Varias veces. A pesar de estar prácticamente vencida por la química, la anciana ha entreabierto los ojos para devolverle el cariño a su marido en forma de mirada tierna. Él ha cogido la cabeza de su mujer y muy despacio la ha apoyado sobre su pecho y ha empezado a susurrar una canción:

»”Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer… Ella se irá para siempre, cuando amanezca otra vez… No más nos queda esta noche, para vivir nuestro amor y tu tic tac me recuerda, mi irremediable dolor...”.

»La verdad es que cantaba mal el buen hombre. Al final de la segunda estrofa se ha callado.

»Supongo que lo que han empezado las pastillas lo ha terminado el gas.

Nina no ha sido capaz de desviar ni un solo ápice de su capacidad de atención de las palabras de su visitante durante toda la última parte del relato. Aunque no termina de entender la finalidad de la historia, es incapaz de evadirse, como si el bicho ejerciese sobre ella una especie de hipnótico influjo que la volviese completamente permeable a su perorata.

En el pasillo apenas suenan ruidos ya y lo único que altera el silencio es el silbido del aire en el jardín. Nina mira hacia la ventana y se descubre pensando que el sonido de una fuga de gas debe ser bastante parecido al que hacen las hojas que se sacuden al unísono mecidas por el frío aire de una noche de invierno.

Cuando vuelve la mirada lo hace para encontrarse con los ojos del demonio, a escasos veinte centímetros de los suyos. Es capaz de ver los pequeños capilares rojizos que los riegan y el lagrimal abultado y enrojecido que los delimita. La piel de su rostro es árida, áspera y llena de pequeñas erupciones, pequeños cráteres parecidos a los que inundan la superficie de la luna. Su cabeza está desprovista de pelo y de cualquier rastro de haberlo tenido alguna vez. En lugar de eso está plagada de marcas, cicatrices y cráteres iguales a los que ocupan su rostro.

Su aliento huele mal, muy mal, y unas ganas terribles de vomitar se apoderan repentinamente de ella, obligándola a llevase el dorso de su mano derecha a la boca tratando, en un movimiento reflejo, de evitarlo.

—¿Te doy asco? ¿Quieres vomitar?

Ella no es capaz siquiera de devolverle la mirada, no puede mover ni un solo músculo. El bicho se ha apostado sobre la cama, en cuclillas, con las manos apoyadas cerca de sus brazos y las alas completamente desplegadas, casi tocando el techo con las fibrosas y desnudas puntas. Por unos instantes, muy despacio, mira a un lado y a otro y después, como presa de un espasmo, se acerca más aún al rostro de Nina, hasta dejar su nariz a escasos cinco centímetros de la de ella. Entonces deja de olerle mal, la náusea que la poseía hasta hace unos instantes desaparece y tiene la sensación de que no es capaz de oler a nada, a pesar de estar notando el aliento caliente de la bestia en su cara.

—¿Quieres descansar? ¿Quieres que me vaya? ¿Notas cómo se han apoderado de tu voluntad las pastillas que con tantas ganas te tomas? ¿Te apetece dormir? ¿Quieres estar sola?

—¡¡¡Sí!!! —grita Nina incorporándose un poco, tratando desesperadamente de conseguir zafarse del acoso de su visitante.

Entonces, mil veces más rápidamente de lo que ella se ha movido, la mano izquierda de la criatura ha soltado la sábana que agarraba junto a su cuerpo y se ha posado en el cuello de Nina. Antes de que pueda sacudirse o intentar resistirse siente como una descomunal fuerza la saca de entre las ropas de la cama y la levanta, poco a poco, haciendo que su espalda roce contra la pared en su ascenso, justo hasta que su cabeza topa con el brazo derecho del crucifijo. El bicho está ahora de rodillas sobre la cama, con el brazo extendido, sosteniendo el cuerpo de ella contra la pared. Ella nota la presa pero puede respirar porque los potentes dedos de él se han posado bajo el hueso de su mandíbula y la presionan contra la pared, aprisionándola pero sin terminar de cortar su resuello.

—Cuídate de tus modales Nina, cuídate de mí, cuídate de tus reacciones, cuídate de tus pensamientos irreflexivos, cuídate de esa vocecilla en tu cerebro que te sugiere que estás preparada para cualquier cosa. Cuídate de ti Nina, cuídate de ti. Pero, sobre todo, cuídate de mí, Nina. De mí.

Dos agresiones en tan poco tiempo amenazan con hacer saltar todas las alarmas en su cerebro. No sabe si resistirse o dejarse llevar, si guardar silencio o gritar, si mantener la calma o desmoronarse como un castillo de naipes y romper a llorar. Justo antes de que pueda tomar una decisión al respecto nota cómo la presión se afloja y su cuerpo se desliza pared abajo, deshaciendo el camino que acaba de recorrer hace un instante. El bicho se retira entonces, de vuelta a su pequeño altozano, sobre la arrinconada silla de ruedas, mientras Nina se afana en volver a introducirse entre las sábanas, preocupada de nuevo porque la parte de su cuerpo que quede fuera de ellas sea la menor posible. Para cuando termina de comprobar que su cuello está en buen estado y que no tiene ninguna herida que lamentar, levanta la vista para encontrar que el sitio que ocupaba su visitante está vacío ahora.

A veces la acompaña con sus relatos hasta que ella se duerme pero, otras veces, desaparece sin avisar y sin dejar huella, como si nunca hubiera estado ahí, atosigándola, atemorizándola, martirizándola…

Se siente afortunada por el hecho de que hoy haya sido una de esas ocasiones en las que su partida ha sido silenciosa e inesperada. Estaría contenta si supiera que el demonio nunca volverá, aunque no tanto como para echar las campanas al vuelo. Al fin y al cabo es el único amigo que tiene su memoria, el único al que el olvido respeta, permitiéndole hacerse un hueco indeleble en su cabeza.

Nota cómo las pastillas y el cansancio terminan por hacer que cierre los ojos y se sumerja en un letargo parecido al sueño, una especie de sucedáneo pastoso e indoloro por el que viaja cada noche hasta encontrarse con que el despertar devuelve su cabeza al atormentado vacío del que intenta huir cada día.

 

 

 

10

 

Nina empuja una puerta de madera, grande y de color claro. A pesar del tamaño y de su aparente peso, gira sobre los herrumbrosos goznes sin ofrecer apenas resistencia. La parte inferior de la puerta hace que el agua que la cubre hasta la altura de la primera bisagra se agite dibujando pequeñas ondulaciones que van a estrellarse contra la pared que hay unos metros a la derecha. Nota en sus pies descalzos una capa de barro, espeso y cremoso, que yace sobre el suelo que pisa y que la obliga a avanzar con parsimonia y teniendo que poner cuidado en cada uno de sus pasos. A pesar de la facilidad con la que se abre, el chirrido agudo y punzante de las bisagras le atraviesa los oídos como si fuera una aguja, clavándose en su delicado cerebro a través de su cráneo.

Ir a la siguiente página

Report Page