Nina

Nina


PORTADA

Página 13 de 30

El enfermero sabe, por experiencia, que los pacientes de la primera planta bajan a veces a los pasillos del sótano para poder fumar tranquilamente porque, a nivel de suelo, el control sobre estas prácticas es bastante más estricto.

Vuelve a meterse dentro y se queda paralizado. Su mente está en blanco, su pulso acelerado y las palmas de sus manos sudando profusamente. Tiene los ojos muy abiertos, fijos en el suelo del pasillo y, a pesar suyo, lo único que su cabeza parece capaz de hacer es entretenerse contando las baldosas de color negro.

Las puertas se cierran entonces, lentas, pesadas, chirriantes, ruidosas.

Un minuto después sigue plantado, ahí dentro, tal cual. Nina vuelve a removerse y a quejarse bajo la sábana. Parece que esto termina, obligatoriamente, por sacar al enfermero del trance en el que le ha sumido la presencia inesperada del pasillo. Entiende que, o sale del ascensor y hace lo que tiene que hacer como si no sucediera nada, o las cosas podrían empezar a torcerse.

Así pues vuelve a tocar el botón que hace que las puertas se abran y, después de sufrir de nuevo el lento proceso de chirridos y de roces metálicos, empuja decidido la camilla de Nina en dirección a su objetivo. El tipo del pasillo, al comprobar que la inesperada visita sale del montacargas, tira el cigarro al suelo y lo pisa inmediatamente, intentando ingenuamente que el enfermero no descubra lo que estaba haciendo. Justo después inclina la cabeza y la apoya en la pared fingiendo estar dormido. Isaac mira al entrometido mientras pasa junto a él. Está despeinado y tiene la ropa sucia pero durante todo el periplo mantiene los ojos cerrados. O eso es lo que piensa él. Sabe quién es, Teófilo, le conoce porque últimamente le ha visto unas cuantas veces y porque durante un par de semanas estuvo a su cargo. No es un hombre peligroso. Suele ser silencioso y solitario, no se mete en líos y es bastante poco comunicativo. Cree recordar que su problema tiene que ver con la depresión, la esquizofrenia y la porra de un policía golpeando en el lugar equivocado de su cabeza. Un caso claramente irrecuperable. Normalmente vive atiborrado de pastillas así que su andadura por el sanatorio se limita a unas pocas actividades comunes obligatorias y a buscarse lugares tranquilos en los que consumir el tabaco que le envía por correo algún compasivo familiar.

Una vez atravesado el pasillo Isaac vuelve la vista atrás para comprobar qué hace el fumador.

Nada.

No ha movido ni la cabeza, ni las piernas, ni las manos. Cabe la posibilidad de que lo que ha empezado como una pose fingida haya terminado por convertirse en una cabezadita. Está seguro de que es más que probable que la intempestiva hora de la madrugada añadida a la medicación puedan haber transmutado la impostura inicial en inesperada realidad.

El punto en el que se encuentra es el único acceso practicable al subsótano, todo lo demás son ventanucos enrejados. Hay una puerta con un pestillo y una cerradura pero él sabe que nunca tiene la llave echada. Nadie suele usar ya las estancias que hay abajo. Descorre el pestillo y abre la puerta. Esperando que la presencia de Teófilo no le haga estar cometiendo una burrada aún mayor de la que está perpetrando, agarra a Nina en volandas, sábana incluida, y comienza a descender escalones. Los tramos son estrechos, así que cuando no golpea la carga se golpea a sí mismo contra las paredes o contra la molesta barandilla. Treinta penosos escalones y está abajo. Deja el bulto en el suelo y sube corriendo a por la camilla. Por los pelos consigue hacerla pasar a través las estrechas escaleras, de hecho, en la revuelta por la que tiene que atravesar, no le queda más remedio que levantarla y girarla un poco para lograr salvar la angostura. Una vez abajo recoge de nuevo a Nina y la coloca sobre la camilla. Se alegra de que la mujer sea menuda y esté tan delgada. Por momentos la sábana deja al descubierto la anatomía desnuda de la carga y el enfermero se sorprende a sí mismo mirándola de nuevo con el deseo recorriendo sus neuronas. Se obliga a contenerse, tiene que tratar de no cometer más estupideces. De nuevo se centra en hacer que la camilla se mueva.

Los pasillos por los que avanzan están sucios, alguno incluso encharcado, abandonado y, en su mayoría, en penumbra porque nadie se ha preocupado en mucho tiempo de ir sustituyendo las bombillas que se han ido fundiendo. Hace años que el subsótano del sanatorio no se utiliza, hace años que todas estas estancias se abandonaron al paso del tiempo. Isaac y Nina avanzan ahora por la que, en su momento, fue la parte más siniestra de la institución, ese tiempo en el que las prácticas psiquiátricas no eran todo lo encomiables que deberían haber sido, esa época en la que a los internos se les colocaban electrodos en la cabeza y se les hacían agujeros en las sienes para dejar salir todos los pensamientos insanos que pudieran albergar. Estas estancias que ahora recorren no eran precisamente el orgullo del sanatorio. Las paredes que les ven ahora pasar han escuchado gritos de dolor, muchísimos, han oído llorar de miedo y han sido testigo silencioso de algunos de los episodios más oscuros de la práctica médica.

Después de atravesar cuatro corredores, cada uno más estrecho que el anterior, y de abrir otras tantas puertas, la pequeña comitiva llega a una sala de unos veinte metros cuadrados, con una mesa y dos sillas descolocadas en medio y con una segunda puerta metálica al fondo, detrás del parco mobiliario. Las paredes son de ladrillo rojizo visto y hay una pequeña claraboya por la que la luz, después de atravesar un tubo de un par de metros de longitud, se cuela difusa, tenue, mortecina. En una de las paredes hay un armario de madera con una de las puertas abierta y descolgada, sujeta solo por la bisagra inferior. El interior del armario está lleno de camisas de fuerza, grisáceas y amarillentas por la suciedad y la inmundicia que durante años han tenido que padecer. La puerta del fondo fue blanca en su tiempo, como casi todas las que hay en el sanatorio, pero ahora resulta difícil adivinar su color verdadero bajo la capa de herrumbre que la cubre. En medio, a la altura de la cabeza, tiene una pequeña ventanita que se abre para dejar que un par de ojos se asomen dentro y comprueben si sucede algo raro.

Activa el interruptor de la luz de la sala contigua y después empuja la puerta que, al girar sobre los oxidados goznes, chilla como si se estuviera asfixiando y mete dentro la camilla. Para cuando termina esta operación la luz del fluorescente, en su desesperado intento de regresar del más allá, aún sigue parpadeando sin conseguir terminar de encenderse. Esta sala es bastante más pequeña que la que acaban de dejar atrás y no tiene ventana ni claraboya. El suelo y las paredes están forrados por una delgada capa de tela rellena de gomaespuma anaranjada que asoma por todos lados a través de los múltiples agujeros en los que la tela desaparece para dar paso al esponjoso material.

El fluorescente deja finalmente de parpadear e ilumina sin interrupciones el grisáceo agujero acolchado.

Isaac toma una de las camisas de fuerza y, después de desnudarla, se la coloca a Nina, procurando que las ataduras mantengan inmovilizados sus brazos. Después la deja tumbada junto a una de las paredes y sale. La puerta vuelve a gritar al cerrarse tras él. Sabe que debe abandonar el lugar lo antes posible, ya hace demasiado tiempo que dejó su puesto y no quiere levantar ninguna sospecha, más allá de las estrictamente necesarias. Después de empujar trabajosamente el enorme cerrojo que atranca la puerta gira la llave que hay puesta en la cerradura, se la guarda y echa un último vistazo a través del ventanuco para cerciorarse de que todo está en orden.

Unos segundos y está de vuelta, empujando la camilla vacía. En uno de los pasillos se deshace de las ropas de Nina, dejándolas en uno de los cestos con ruedas que en su tiempo se solían utilizar en esta parte de la institución para las idas y venidas de la lavandería. Solo ahora, mientras desanda el camino, es capaz de apreciar, en su justa medida, el esfuerzo soberano que le ha supuesto despojar a Nina de sus ropas para vestirla con la camisa de fuerza sin dejarse llevar por esa voz en su cabeza que le gritaba que volviese a poseerla.

Teófilo ya no le espera en el banco del sótano.

De vuelta a la tercera planta entra otra vez en la habitación de la mujer y coge un poco de ropa y un par de zapatos y los lleva a su propia taquilla y los guarda allí. Parece que, durante el tiempo que ha invertido en el traslado, no se ha movido nada en su pequeño reino particular.

Vuelve a su mesa y se sienta. Sudoroso y alterado, sacudiendo otra vez la pierna derecha como si tuviera el baile de sambito. A pesar de que no es capaz de pensar con claridad, no puede dejar de hacerlo. Necesita seguir dándole vueltas al asunto para evitar que queden cabos sueltos.

No tiene claro que vaya a ser capaz de conseguirlo.

De una cosa está seguro, en cuanto amanezca tiene que llamar al doctor Ortiz para contarle lo que ha pasado, o lo que se le ocurra, y mantenerle informado de la situación.

Para algo han hecho un trato.

 

 

 

20

 

Nina despierta.

 

A veces el despertar se presenta con calma, con cita previa y con todos sus pasos anunciados en el programa de fiestas. Se le ve venir, se acomoda uno para recibirlo y le da tiempo a prepararse para el gran momento en el que la consciencia viaja de vuelta desde la remota profundidad del sueño hasta la inmediata cercanía del despertar.

Pero otras veces no hay parafernalia, ni anuncio, ni aviso, ni cita previa. Otras veces se abren los ojos y, seguidamente, los sentidos se ponen en marcha para acomodarse a la nueva situación.

Todo en uno, todo en el mismo instante.

Esta mañana, para Nina, nace así, de la nada, del más absoluto de los vacíos.

Abre los ojos y despierta.

Le duelen la entrepierna y la cabeza.

Un fluorescente alargado le da los buenos días bañando sus pupilas y todo el espacio que le rodea con una luz azulada, tenue y mortecina. Triste. A la vez que saluda a sus oídos con un zumbido, leve pero constante, producido, sin duda, por algún defecto en el cebador.

La estancia, perfectamente blanca e impoluta en su día, la acoge ahora gris, en su acolchada suciedad. Girando la cabeza a un lado y a otro no es capaz de apreciar ninguna diferencia real entre las dos paredes que la flanquean, más allá de las variaciones en la forma y el tamaño de las manchas y los jirones que las jalonan.

Lo único que su cerebro sabe es que tiene una hija, sabe que en algún momento de su pasado dio a luz a un bebe diminuto, sucio y llorón pero inexplicablemente encantador. Y que siente un dolor leve pero constante unos centímetros por debajo del ombligo.

En el momento justo en el que se da cuenta de que sus brazos están inmovilizados por una camisa de fuerza sus nervios se ponen de punta y la temperatura de su cuerpo comienza a subir, su respiración se acelera y de su garganta comienza a brotar una especie de gemido ahogado.

Un instante después encuentra al bicho, sentado con la espalda apoyada contra la pared, con una sonrisa en sus labios mientras la mira sin pestañear.

Las piernas de Nina están libres, tan libres como desnudas. Su torso, aparte de por la prenda que lo inmoviliza, también está desnudo. Su sexo está desnudo. Después de colocarse de rodillas es capaz de incorporarse y ponerse en pie. Un par de giros sobre sus talones terminan de rellenar la casilla correspondiente a la información que necesita recabar sobre el interior de la habitación que la alberga: paredes acolchadas por doquier con una puerta metálica en mitad de una de ellas y un fluorescente débil y ruidoso en el centro del techo con un agujero al lado por el que parece entrar un fino hilo de aire y otro hilo, más delgado aún, de luz. En uno de los rincones de la cuadrada estancia, en el suelo, hay otro agujero, junto a la pared contraria a la puerta, rodeado por la zona más manchada y mugrienta de toda la habitación. En este punto está segura de haber descubierto la letrina.

Nina se gira y se dirige al bicho:

—Sé que ahora me vas a decir que esto es inútil pero mejor te callas, cabrón.

Entonces comienza a gritar. Lo hace tan fuerte como puede mientras se abalanza contra la puerta con la pueril esperanza de que alguien haya tenido la feliz idea de dejarla abierta tras de sí.

No sabe cuánto tiempo pasa hasta que tiene que dejar de chillar, obligada por el agudo dolor que se termina apoderando de su garganta. Nota incluso que su timbre de voz ha cambiado. Entonces vuelve a hablar con el monstruo:

—¿No tienes nada que contarme? ¿No me vas a decir qué está sucediendo?

—Mi ala derecha no va bien. Me duele bastante. No sé qué le sucede, el caso es que no me obedece.

—¿Y a mí qué demonios me cuentas sobre tu ala derecha? ¿Acaso no ves que me han puesto una camisa de fuerza y que estoy metida en una puta jaula con un agujero en el suelo para cagar? Qué sabrás tú de lo que me duele a mí, desgraciado.

—Solo trataba de hacerte ver que no eres la única en el mundo que tiene problemas.

Nina permanece unos instantes en silencio tratando de oír algún ruido del exterior.

Nada.

Después vuelve a abalanzarse sobre la puerta, con una pierna en alto, y la patea, con la pueril intención de que ceda ante el embate de su terrenal e insignificante fuerza.

Sigue sabiendo que tiene un problema con su memoria y que debe estar en algún tipo de institución de salud mental y, gracias al monstruo que enlaza sus días, sabe que anoche estaba en otra habitación, en su habitación, amarrada a su cama. No es que añore especialmente estar en esa situación pero da por hecho que es bastante mejor que esta en la que ahora se encuentra.

Una camisa de fuerza, las paredes acolchadas y silencio. Y el maldito monstruo junto a ella. Su sino.

No tiene la más mínima idea la hora que pueda ser.

—A mediodía la mujer se despertó, otra vez, escuchando el llanto de su hija.

—Joder. Ya estamos.

Mientras el bicho habla, Nina va de un lado a otro de la estancia inspeccionando cada agujero en la tela, cada costura, cada punto, cada rincón, con la estéril intención de encontrar alguna falla, algún punto débil sobre el que cargar para poder evitar el cautiverio que le ha sido impuesto.

—Estaba contrariada, más aún de lo que lo había estado por la mañana y, probablemente, más cansada. Antes de ir a ver a la niña salió de nuevo a la terraza a tomar un trago de vino mientras admiraba cómo las faldas de las montañas iban a morir abruptamente al mar. Cuando iba a volver a entrar en la casa se quedó plantada un rato, de pie, sintiendo el frío en su cuerpo, mirando la cocaína que aún había sobre la mesa. Al parecer, en su interior se lidiaba otra pequeña batalla.

—Joder, esta puta habitación es una locura.

El bicho actúa como si no hubiera oído el comentario de su limitada audiencia.

—La niña seguía llorando con una cadencia casi rítmica, con versos de dolor que se ligaban entre sí componiendo pequeñas estrofas de llanto, mientras ella parecía mostrarse capaz de ignorarlas, como si el aire a su alrededor hubiese perdido la facultad de hacerlas llegar hasta sus oídos.

»Finalmente, en esta ocasión, solo fue necesario subir la persiana y tomar a la bebé en bazos para conseguir que las lágrimas dejasen de brotar. El calor de los brazos de su madre resultó suficiente para confortar a la pequeña.

»Primero se vistió ella. Leggins azules, cinturón negro y blusa blanca de manga larga con un pañuelo también azul al cuello. Luego le puso a la cría un vestido morado y una diadema de tela con una flor malva que colocó descuidadamente sobre su cabecita, medio caída sobre la oreja derecha. Antes de salir, una última visita a la terraza para dar cuenta de la raya que allí había quedado esperando para ser liquidada.

»Unos minutos después conducía una enorme berlina de color gris oscuro por la carretera que corría paralela a la costa, con las ventanillas subidas y la calefacción a tope. El bebé dormía plácidamente en la parte de atrás. Durante media hora se separó del océano para recorrer una autopista interior que serpenteaba suavemente, por la falda contraria a la que daba al mar, de las montañas que veía desde su terraza, para acercarse de nuevo a la línea de costa en la parte final del trayecto.

»Una hora después de haber arrancado su coche oscuro, lo detenía en el parking del puerto deportivo de Calamoche.

»La estaban esperando.

»Cuando bajó del automóvil se percató de que toda la atención que esperaba recibir de la gente que aguardaba, no era para ella. No, ella quedaba relegada a un gris segundo plano ante la estelar presencia de su querida bebé. Y esto aún a pesar de que la concurrencia estaba principalmente constituida por miembros de su propia familia. “Bueno, pues toda para vosotros”, debió pensar. Cogió una pequeña bolsa que había traído como copiloto y se encaminó hacia el Olimpia, el enorme yate de sus padres, sin prestar atención a nada más. Su cabeza parecía estar a punto de estallar de dolor. Un sobrecargo que esperaba al principio de la empinada escalinata de acceso hizo ademán de tomarle la bolsa que acarreaba para poder ayudarla a subir a la embarcación. Ella se apartó de su alcance con un gesto brusco y comenzó la ascensión en solitario.

»Se la veía hastiada, cansada y contrariada, caminando por la cubierta sin un destino concreto. Se detuvo un par de veces en la baranda de estribor, la que daba a los amarres, desde la que se conseguía una vista privilegiada del puerto y de buena parte de la zona oeste de la ciudad, mirando descuidadamente, sin fijar su atención en nada concreto. Finalmente soltó la bolsa en el suelo y paró en la proa, apoyando los antebrazos sobre el pasamano de madera y descansando después la barbilla sobre ellos. Cuando se percató de que el comité de bienvenida recogía a la bebé y se encaminaba de vuelta al yate recogió la bolsa y se introdujo por una puerta en el interior de la embarcación en dirección al que ella sabía de antemano que era su camarote, con la familiaridad que le proporcionaba sentir que estaba en el barco de mamá y papá. Una vez en la pequeña estancia tiró la bolsa que acarreaba en un rincón y se tumbó en la cama.

»Cuando abrió los ojos la tarde estaba bastante avanzada. Su cabeza había sido secuestrada por un dolor moderado, que orbitaba lentamente de una a otra sien y su estómago había sido poseído por un apetito canino, desmesurado. Durante unos instantes sopesó la posibilidad de darse una ducha pero la idea de tener que caminar hasta el final del pasillo, para hacerlo en el baño que allí había, resultó suficiente para disuadirla hacerlo. Se incorporó y se quitó la ropa con la que se había vestido por la mañana, con la que se había quedado dormida, para ponerse algo de lo que había en el armario del camarote: un pantalón rojo, unas chanclas de esparto abiertas por el talón y una camiseta escotada de algodón azul. Acto seguido salió. Nada más tocar la cubierta se percató de que las gafas de sol que se acababa de colocar eran del todo inútiles así que se dio la vuelta y las dejó otra vez en la habitación. Era como si se hubiese olvidado de que era invierno.

«Mirando de nuevo desde la barandilla pudo comprobar que lo único que quedaba del paisaje diurno que había contemplado antes de su exagerada siesta eran las cimas de las montañas que rodeaban Calamoche y la luz intermitente del faro del cabo que había a la derecha del pueblo. A pesar de que le faltaba poco para poder afirmarlo, aún no estaba en alta mar.

»En el salón de la embarcación había gente. La mujer pudo oír claramente el ajetreo bastante antes de abrir la puerta. El mar no estaba completamente en calma pero el oleaje era tranquilo y poco ruidoso, nada más allá de un ligero rumor, incapaz de acallar las voces que había dentro de la estancia. A pesar de la tranquilidad aparente, le resultó imposible ver más de tres o cuatro estrellas en el cielo del anochecer.

»Una vez dentro saludó, un “buenas noches” para todos, nada más. Ni siquiera se preocupó de esbozar una sonrisa o de levantar la mano.

»No estuvo en el salón más allá de cinco minutos. La niña estaba en uno de los rincones, dentro de una cuna de esas portátiles, agitando alegremente los brazos y las piernas mientras sonreía despreocupada a cualquier rostro que se acercara a hacerle una carantoña. El resto de la concurrencia iba de la mesa alargada del centro del salón a la del buffet para rellenar sus platos. Dos mujeres, una bastante mayor y otra algo más joven, se levantaron y se acercaron a ella para hablarle. Le daban la bienvenida y la invitaban a unirse al resto para cenar. El comité de bienvenida fue bastante tibio. Desde la mesa, dos o tres de los comensales observaron el encuentro sin decidirse a levantarse para acercarse a la recién llegada. A pesar de que acababa de vestirse su atuendo no era, ni de lejos, el apropiado para una cena formal en un yate de semejantes características. Creo que esto era algo que a ella parecía importarle bien poco. Estaba más que harta de este tipo de eventos y no parecía tener necesidad de agradar a ninguno de los presentes.

—¿Qué sabrás tú de lo que tenía ella en la cabeza? ¿Qué sabrás tú de nada, aparte de lo que necesitas para inventarte todas esas patrañas que utilizas para torturarme?

—Sé lo suficiente. Y, créeme, conozco perfectamente esta historia que te estoy contando, no necesito que te dediques a corregirme. ¿Ya te has cansado de dar tirones de las mangas, de patear la puerta y de mordisquear esa asquerosa tela que recubre toda la habitación? Pues procura prestar atención.

—Que te den.

Nina se sienta, apoyada contra la pared en uno de los rincones, con las rodillas encogidas y la cabeza descansando contra el agradable acolchado. Aún nota cómo los restos de los tranquilizantes que le administraron anoche trabajan para hacerle la realidad una pizca más digerible.

A pesar de todo, entiende que está en una situación muy complicada.

Y tiene hambre.

—La mujer, abruptamente, dio por terminada la conversación y salió del salón dejando a los presentes sumidos en un repentino y bastante incómodo silencio. Estaba nerviosa y preocupada por algo. No parecía que tuviera claro adónde se dirigía ni cuáles eran sus intenciones. Un minuto y estaba de nuevo junto a la barandilla, esta vez en la popa, fuertemente agarrada a ella con ambas manos. El mar, casi sin avisar, había comenzado a sacudirse con una cadencia más intensa que la que mostraba unos minutos atrás. Ahora las crestas de las olas dibujaban leves estelas blancas en la parte más elevada de su recorrido, justo antes de desaparecer. El murmullo que generaban era también bastante más acusado que el que había oído antes, al abandonar su camarote. La embarcación se balanceaba a un lado y a otro mientras ella permanecía con la mirada fija en la luz del faro, cada vez más lejana, y la cabeza llena de indecisiones.

»Unos minutos después, cuando la brisa marina empezaba a cortarle la respiración y a congelarle los dedos de las manos y de los pies, volvió a su camarote y se puso ropa de abrigo. Entonces sacó del mueble bar de la habitación una botella de ginebra y de su bolsillo un plástico con forma de bolita, cerrado con una goma elástica. Unos tragos de alcohol y una raya de cocaína contribuyeron inmediatamente a aclararle las ideas y a atemperar el resto de su anatomía. Aun así su cerebro seguía bullendo como una olla a presión.

»Cuando volvió al salón ya estaba medio borracha. A pesar de ello, su lengua se movía sin encasquillarse y el resto de su cuerpo respondía con relativa precisión. Allí seguían las personas que había visto hacía un rato: sus padres, su hermano con su cuñada y sus dos sobrinos, una pareja amiga suya con otras dos niñas y algunas parejas de amigos de sus padres, de los de toda la vida.

»Fue directamente a la pequeña barra que había en uno de los rincones y se sirvió una ginebra, toda la que quedaba en la botella, con medio botellín de cola y un solo hielo. Un cubalibre largo. Con la copa en la mano se acercó a ver la cuna en la que se suponía que debía encontrar a su hija. Estaba vacía. Al darse la vuelta su madre le había salido al paso. Ni siquiera intentó zafarse, no parecía tener fuerzas. Cuando le preguntó por su bebé la señora no pudo evitar sufrir un pequeño ataque de ira, una especie de sobredosis de rabia contenida. Las venas de su frente se marcaban como los surcos que se dibujan entre los ladrillos de un muro y todo el contorno de sus labios se volvió blanco por la fuerza con la que los contraía entre cada frase. Lo primero que hizo fue explicarle que la niña estaba durmiendo hacía bastante rato porque ya se habían preocupado ellos de que la criatura estuviese debidamente atendida y le reprochó que se presentase a esas horas con esa pinta y en semejante estado. Le aclaró que ella no era idiota y que sabía perfectamente que estaba drogada y borracha. Amparada en el ruido que generaba la música, en la relativa amplitud de la sala, en el diálogo sostenido de los comensales y en el volumen medianamente controlado de su voz, la madre se sintió libre para poner sobre la mesa todas y cada una de las cosas que tenía que decirle a su hija. Se maravilló por el hecho de que no fuera capaz de controlarse, ni siquiera durante unos días y le recordó que el motivo del viaje era lo suficientemente importante como para intentar mantenerse sobria y que, si eso no era suficiente, estaba su pequeña, su bebé, su hija, que la necesitaba más que nadie. Le dijo que era una desvergonzada y una irresponsable. “Tus padres solo van a jubilarse una vez”, le espetó acercándose a su oído. También le dijo que era una drogadicta y una descerebrada y le avisó de que su padre y ella estaban terminando de tomar algunas decisiones importantes y que todo esto que hacía solo serviría para obligarles a ser duros y severos con ella. Le dijo que eran sus padres y que la querían y que si tenían que hacer algo desagradable para intentar cuidar de ella y de su nieta lo iban a tener que hacer. Le dijo que todas las decisiones importantes estaban prácticamente tomadas y que, a lo mejor, se encontraba con alguna sorpresa desagradable.

»Contemplando la indolencia con la que encajaba el chaparrón que le estaba cayendo la madre sintió la necesidad de saber si su hija comprendía lo que le decía, así que le preguntó si la estaba escuchando, a lo que ella, después de mirarla a los ojos durante unos segundos, respondió: “¿No queda más ginebra?”.

»Entonces la madre perdió los nervios y las buenas maneras que había conseguido mantener mientras ella había guardado silencio y gritó y la insultó y la increpó sin ningún control. Todos los presentes abandonaron sus conversaciones y permanecieron en silencio presenciando los aspavientos que hacía la mujer mientras perdía los papeles por culpa de su hija.

»Ella aprovechó el chaparrón para apurar su copa y dejarla después sobre uno de los postes de madera de la cuna, a modo de coronación. A pesar de que creo que tenía ganas, muchas ganas de hablar, prefirió no darle la réplica a su madre y, después de despedirse con un sonoro “¡déjame en paz!”, salió de nuevo del salón. Abandonó el lugar en mitad del silencio más absoluto, acompañada solo por el leve chirriar de los goznes de la puerta al girar sobre sí.

»Una vez afuera, con los puños apretados, dijo a media voz: “Estoy hasta los cojones. Tenía que haber hecho algo hace tiempo”.

Ir a la siguiente página

Report Page