Nina

Nina


PORTADA

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»El resto de la velada vagó entre la cubierta y su habitación. A ratos se asomaba por la borda y a ratos paseaba por el barco con una copa en la mano, procurando no cruzarse con nadie. Cuando conseguía vaciar su vaso volvía al camarote a por el relleno. Podía ser que en el salón se hubieran quedado sin ginebra pero en su mueble bar aún quedaba una botella. Cada copa venía acompañada con una profunda inspiración de su querido polvo blanco.

»Se podría decir que un par de horas después del rifirrafe con su madre, la mujer estaba borracha. Aunque quizá no del todo. Se podría decir también que la borrachera era extraña en sí misma: por un lado estaba el efecto idiotizante del alcohol y por el otro el efecto estimulante de la cocaína. Así que se podría decir que se había convertido en una borracha hiperactiva. Caminaba de un lado para otro hablando sola, gesticulando vehementemente, hasta que veía que se iba a cruzar con alguien o hasta que el encuentro se producía sin que ella hubiera podido evitarlo. Entonces callaba y dejaba de gesticular, cambiando de dirección o simplemente agachando la cabeza para evitar tener que saludar o soportar que alguno de sus compañeros de viaje se dirigiera a ella.

»En mitad de la noche, alrededor de las cuatro de la mañana, con el barco parado en medio del mar, meciéndose suavemente a merced de la marea, la mujer se acercó a la popa y fijó su mirada en la oscuridad. Unos minutos después vio lo que estaba buscando. Una zodiac naranja con un hombre remando sobre ella se acercaba lentamente. En la parte trasera de la pequeña embarcación había un motor pero estaba parado. Cuando la lancha se pegó al casco del yate le lanzó un cabo y desplegó después la escalinata que facilitaba el acceso a la cubierta. Antes de subir el hombre sacó una navaja de su bolsillo y rajó la goma de la zodiac que chilló durante unos segundos mientras que el acero que la rasgaba conseguía abrir una brecha lo suficientemente grande como para que el tono del soplido fuese bajando hasta desvanecerse por completo. Un minuto después la pequeña embarcación se dirigía al fondo del mar.

»Cuando terminó de subir, el hombre miró alrededor y después besó a la mujer en la boca. Una vez que el beso hubo terminado y sus labios estaban ya separados, la miró frunciendo el ceño y le dijo: “Joder, apestas a alcohol”.

 

 

 

21

 

Por la mañana, Rodrigo y la doctora Tubau suben a buscar a Nina, con intención de que él empiece su trabajo con ella y encuentran a Mileidy en la habitación, con las manos apoyadas en las caderas y el gesto descompuesto:

—Nina no está.

Los minutos siguientes transcurren entre el desconcierto y la estupefacción. Ninguno consigue adivinar dónde puede encontrarse la interna ni tampoco por qué demonios no está donde debería. Mileidy es enviada en misión de reconocimiento por los pasillos cercanos con el encargo expreso de interrogar a todo el que se cruce acerca del paradero de Nina. Mientras tanto los doctores escudriñan la habitación en busca de posibles pistas. Lo único en lo que los tres terminan por coincidir es en que parece que no falta mucha ropa y en el hecho de que no hay ningún otro indicio.

—Lo más gracioso del asunto es que, aunque diéramos con ella ahora mismo, casi con toda seguridad, sería incapaz de explicarnos lo que ha sucedido o en qué ha estado entretenida las últimas horas —dice el doctor, como si hablara para sí mismo.

Por su gesto, las dos mujeres parecen estar de acuerdo con esta conclusión.

Mientras Mileidy trata de continuar con sus quehaceres, los doctores vuelven abajo para alertar al resto del personal y poner en marcha el protocolo pertinente en estos casos. A pesar de que las posibles consecuencias negativas derivadas de este incidente descansarían, en gran medida, sobre los hombros de la doctora Tubau, la cara de doctor Ortiz ha quedado bastante más descompuesta que la de la pequeña mujer, después de haber encajado la inesperada noticia.

Ella intenta tranquilizarle:

—Por desgracia no es la primera vez que sucede algo así y, mucho me temo, que tampoco va a ser la última. Lo que más me desconcierta, en este caso, es que sea Nina la implicada, incluso aunque haya desaparecido por voluntad propia. No tengo claro qué tiene ahora mismo en la cabeza ni qué es lo que le pueda estar sucediendo. Para ella debe de estar siendo una situación bastante complicada. Espero que no tardemos en encontrarla porque es posible que estos momentos no le estén resultando nada agradables. A pesar de todo es una paciente. A pesar de todo necesita ayuda médica.

»Puedo asegurarle que ella es inteligente y fuerte. Incluso apostaría a que este tiempo sin recuerdos le ha servido para desarrollar su instinto de supervivencia de una manera espectacular. He constatado que, a pesar de su enorme tara, es capaz de sobreponerse a las trampas que le tiende el día a día con una entereza pasmosa.

—Sí, eso también me preocupa.

La doctora mira al doctor Ortiz con gesto de extrañeza e intención de pedirle algún dato cuando la sala comienza a llenarse de gente: dos enfermeros, un celador, otro médico, el guarda de seguridad del turno... La noticia ha corrido como la pólvora y todos parecen querer colaborar para esclarecer el hecho lo antes posible.

La mujer explica someramente lo que sabe y pide a todos los presentes que colaboren para encontrar a Nina lo antes posible y les informa de que, si en una hora no aparece, se pondrá en marcha el protocolo pertinente para los casos de desaparición de un interno. Que se debe intentar, por encima de todo, mantener la calma en el centro, evitando que los pacientes tengan conocimiento del hecho y que, asimismo, todo el mundo debe mantenerse al corriente de sus obligaciones procurando colaborar en todo momento para la solución del problema. En principio nadie parece tener información importante y la reunión concluye poco después de haber empezado.

 

 

 

22

 

Caminar furtivo e incómodo con unos papeles secretos ocultos bajo la ropa ya es lo suficientemente estresante como para comprobar, además, que esta embarazosa situación se aliña con la aparición del propietario de los documentos justo detrás de uno.

Boris corretea por los pasillos durante un par de minutos con la suerte de no cruzarse con ningún enfermero ni ningún bedel. Entonces decide abrir una puerta de emergencia para tratar de ocultarse en el repecho del primer tramo de escaleras. Conoce bien La Quinta de la Montaña y sabe dónde encontrar un hueco en el que intentar pasar desapercibido.

Sin conseguir calmarse del todo, y anhelando aún tener la certeza de que Nina se encuentra bien, se sienta sobre un escalón y saca de entre las ropas los papeles que ha sustraído de las carpetas del doctor Ortiz. Tiene mucho calor, a pesar de que en el sanatorio la calefacción nunca está alta. De hecho, con su atropellada huida, ha conseguido romper a sudar profusamente. Se acerca a la ventana del descansillo y la abre. El aire que entra de fuera sería capaz de cortarle la respiración a cualquiera. A él apenas consigue secarle la humedad de la frente.

Boris sabe que Nina ha hecho alguna trastada, una de las serias, y sabe también que es muy posible que tomen algún tipo de represalia contra ella, que le impongan algún castigo. Lo primero, aunque esto depende de la cantidad de tranquilizantes que le den, consistirá en atarla a la cama para que pase la noche lo más quieta posible. Después, y en esta parte tienen mucho que ver las dimensiones de la tropelía, vienen el resto de posibilidades: más pastillas, más visitas médicas, más restricciones en sus libertades y, la más drástica de todas, hacerle pasar una temporada en el ala de aislamiento.

Más aislamiento aún.

El sudor en su frente no parece terminar de secarse. Muy al contrario, cada segundo que transcurre hace que se multiplique. Súbitamente Boris tiene la sensación de que sus entrañas suben justo hasta la base de su cuello a la vez que una irresistible arcada se apodera de todo su ser. Inclinándose inmediatamente en un rincón vomita de una sola vez casi todo el contenido de su estómago.

En seguida aparece el picor.

Ese picor.

La nuca de Boris se estremece como si alguien la estuviera estrujando y toda la zona se convierte en un intenso latigazo de picor. Igual que si un mosquito gigante le hubiera clavado su formidable probóscide justo ahí.

Llegado a este punto tiene la absoluta certeza de que está empezando a sufrir una crisis de ansiedad.

Conoce perfectamente todo el proceso aunque, en ocasiones, en muy pocas, es reversible. Por circunstancias que él mismo desconoce, llegado a un determinado punto, el cuadro de síntomas se detiene y la crisis desaparece. Casi tan abruptamente como había aparecido. Pero hay una señal inexcusable, inequívoca e indiscutible de que el episodio es irreversible: el picor en la nuca. Cuando no puede evitar rascarse compulsivamente es que el monstruo de la ansiedad está aferrado a él.

Con garras y dientes.

Los pulmones parecen perder su capacidad para retener el oxígeno del aire que pasa a través de ellos y casi todos sus músculos dejan de obedecerle como es debido. Como si un gigante hubiera puesto el pie sobre su pecho, impidiéndole respirar con libertad. Sus piernas se sacuden, sus brazos tiemblan y todo su cuerpo está ahora cubierto por una fina película de sudor. Se da cuenta de que es incapaz de sostener los papeles entre sus manos y mucho menos de intentar descifrar lo que en ellos está escrito. No puede evitar dejarlos caer mientras trata de sentarse para armarse de las fuerzas y el valor necesarios para soportar la crisis sabiendo que, a estas alturas, ya es demasiado tarde para pensar en deshacerse de ella.

Uno de los papeles planea en zigzag hasta aterrizar sobre el charco de vómito.

A pesar de los escalofríos, del sudor, de la opresión en el pecho y de las insoportables convulsiones, Boris encuentra una media sonrisa en su interior y se sorprende a sí mismo incapaz de evitar que aflore a sus labios. Con la cantidad de sitio que había y el maldito papel ha tenido que ir a posarse sobre los tropezones a medio digerir que la ansiedad acaba de sacar de su cuerpo.

Diez minutos más de sufrimiento y su cerebro parece querer volver a echar a andar.

¿Informe policial? ¿Qué informe policial? ¿Por qué demonios tiene este doctor que ha venido de fuera un informe policial entre los papeles que trae? ¿Y una sentencia?

Boris decide finalmente que es necesario saber lo que pone en las hojas que ha sacado de entre la pila de papeles que acarreaba Rodrigo. En el momento en que se incorpora, peleando contra su desvencijado cuerpo para tratar de recoger los papeles, la puerta de la salida de emergencia por la que se ha colado se abre y aparece una enfermera.

Sin duda andaban tras él.

—¡Aquí está! —grita.

Lo primero que hace la mujer es agacharse a recoger los papeles, retorciendo el gesto cuando le toca el turno al que descansa sobre la vomitona. Aun así, para cuando aparece el doctor, ella ya ha conseguido adecentar un poco el desdichado folio. Él, al recibirlos todos juntos, los arruga en su mano derecha hasta convertirlos en una bola del tamaño de una pelota de tenis que inmediatamente guarda en el bolsillo de su pantalón.

—Bueno, Boris. Al parecer no eres ni la mitad de listo de lo que aparentabas. Hablaré con la doctora y seguro que estará de acuerdo conmigo en tomar alguna medida para enmendar este desagradable incidente.

Boris no es capaz aún de encontrar las fuerzas suficientes para contestar al médico y se centra en secarse el sudor de la frente mientras que la enfermera que ha dado con él le ayuda a levantarse. Bastante tiene con intentar eludir a la muerte que viene a buscarle en forma de crisis de ansiedad como para pensar ahora en las consecuencias de sus actos.

Como él mismo había pronosticado para el caso de su añorada amiga, pasa el resto del día convenientemente sedado y con una incómoda y desagradable vía clavada en su brazo, a través de la cual recibe el sustento que su cuerpo necesita, habida cuenta de que los alimentos sólidos están reservados para temperamentos más moderados.

La verdad, tampoco ha sido para tanto.

A pesar de estar completamente dopado, Boris no duerme. Los tranquilizantes consiguen aplacarle y obligarle a pasar el día abotagado e inservible. Su cerebro se ha ralentizado aún más que de costumbre y las ideas fluyen por él inconexas e inútiles, como destartalados ramalazos de lucidez que le resulta imposible tejer. Sigue pensando en Nina, en los papeles, en el doctor, pero es incapaz de llegar a ninguna conclusión coherente.

El atardecer le visita tranquilo, conciliador, como una mano que le acariciase el cabello, y le muestra el ineludible camino hacia el descanso y la felicidad sosa y bobalicona, exenta casi por completo de ingredientes, que le facilita la química.

Con la cabeza apoyada en la almohada y la mirada fija en los últimos rayos de sol que atraviesan el cristal para dibujarse en la pared que queda frente a su cama, Boris consigue colocar en su imaginación, en primer plano, el rostro de Nina. Aunque la operación no debería de haber resultado complicada para alguien como él, que tiene asumido que ella le atrae en cualquiera de las maneras en las que la atracción entre dos personas se puede manifestar, es algo que le ha costado horas conseguir. Ha pasado casi toda la tarde intentando recordar el rostro de su amiga sin conseguirlo. Por su cabeza han deambulado infinidad de caras, algunas incluso desconocidas para él, en su intento de materializar la de Nina. Aun así no ha llegado a sentirse frustrado o incapaz y no ha cejado ni un solo segundo en su empeño de recomponer todas y cada una de las facciones de esa cara que tanto le gusta mirar cada día.

Al menos así ha sido capaz de dejar atrás las insufribles manifestaciones de estrés y dolor físico que atenazaban su cuerpo a causa de la crisis que ha sufrido en mitad de las escaleras. Su cuadro clínico no es como el de cualquiera que sufra de depresión más allá de las paredes de La Quinta de la Montaña. Él ha pasado por cientos de ataques ya. Y luego está lo de sus intentos de suicidio.

Sus crisis son continuas y muy intensas, sus síntomas son acentuados y terriblemente afilados y sus expectativas de recuperación bastante peregrinas, según le ha asegurado más de un doctor ya. En realidad no alberga intención alguna de curarse, de hecho, la palabra curación, para él, tiene muy poco que ver con intentar librarse de esta especie de maldición que le atenaza. Asumió por completo, hace tiempo ya, que tener la curación como un objetivo es una quimera para él, un reto inalcanzable. Fantasea incluso, y esto también le angustia, con la posibilidad de vivir en una crisis de ansiedad continua, constante, ininterrumpida. Se ve a sí mismo sentándose a comer con el puño apretado contra el pecho, tratando inútilmente de atenuar así el dolor, con el sudor resbalándole implacable por la frente, el cuello y las axilas. Se ve charlando con un amigo mientras se sujeta una mano con otra intentando que no se note que ambas tiemblan desaforadas. Se imagina yendo al cine con una mujer, sin poder pasarle ni siquiera el brazo por encima del hombro porque se sabe incapaz de controlarlo y porque no va a poder hacer nada cuando ella le pida, por favor, que deje de sacudir las rodillas como si estuviera intentando abanicarla con ellas.

Cuando la oscuridad ha terminado de instalarse, casi por completo, en la habitación alguien enciende la luz y se acerca a visitarle:

—Ahora que conoces un poco mejor la historia de tu amiga Nina, es posible que me sirvas de ayuda. ¿Qué te parece?

Boris tiene que entrecerrar los ojos para protegerlos de la repentina claridad.

En realidad tiene la sensación de que su cuerpo y, sobre todo, su cabeza no están preparados para jugar a nada. No sabe si decirle al médico que no tiene ni la más ligera idea de sobre qué le está hablando, si permanecer en silencio invitándole a que continúe o si, tal vez, debiera girar la cabeza y cerrar los ojos para intentar dormirse de una santa vez. Sabe que el catéter que le han colocado en el brazo abre una vía de agua que tiende con mucha más facilidad a conducirle a las profundidades de la desidia que a la lucidez necesaria para prestar atención a cualquiera que sea el juego que el doctor ha venido a proponerle.

—Lo que usted diga, doctor.

—Tutéame, Boris, por favor —no es capaz ni de contestar—. ¿Cuál es ahora tu opinión sobre tu amiga?

Boris guarda silencio durante unos segundos, seguramente más de los que una conversación razonable puede soportar.

—Pues la misma, doctor, la misma.

Rodrigo Ortiz toma el brazo de Boris y observa la vía que tiene clavada durante unos instantes.

—Supongo que será mejor que hablemos mañana, querido amigo.

Entonces se levanta y, después de apagar la luz, sale de la habitación.

Esta parece ser, finalmente, la señal que el cuerpo de Boris estaba esperando para dejarse arrastrar al descanso. La puerta, que el doctor Ortiz ha cerrado, marca el principio del sueño que lleva buscando toda la tarde.

No hay más reflexiones ni más incógnitas, su cuerpo se rinde.

A la mañana siguiente, justo después de desayunar, Boris se entera de que Nina ha desaparecido.

En el tiempo que lleva en el sanatorio se ha terminado haciendo amigo de la mayor parte del personal. A pesar de ser relativamente tímido, e incluso introvertido, tiende a caer bien a la gente y casi todos los enfermeros y celadores hacen buenas migas con él. Además, Boris es una persona muy solícita y siempre está dispuesto a echar una mano. Este matiz en su personalidad le ha granjeado la simpatía de los empleados de la institución. No es que él tienda a aprovecharse de esto pero es un hecho que, en ocasiones, involuntariamente, le proporciona algunas prerrogativas.

Aunque solo sea un poco de información privilegiada.

Recién llegado al salón de la planta baja una de las enfermeras, Gema, camina hacia él y, sin darle siquiera tiempo para saludar, se acerca distraídamente a su oído y le transmite la noticia.

Boris nota cómo su corazón se acelera repentinamente y cómo su cara y el resto de su cabeza se llenan rápidamente de sangre. Inmediatamente un par de preguntas que circulan por su cerebro se verbalizan en sus labios. La enfermera le informa de que lo que le ha contado es lo único que sabe. Que no hace mucho que la echan en falta y que, si no aparece en breve, van a llamar a la policía y a poner todo patas arriba.

—Como cuando Martín se escapó por el agujero de la valla y bajó al río a bañarse. ¿Lo recuerdas? —Boris asiente con la cabeza—. El pobre se estaba refrescando a trescientos metros de aquí mientras la policía removía Roma con Santiago en cincuenta kilómetros a la redonda para dar con él.

—Nos contaron que le habían llevado a una revisión médica, al hospital, porque aquí no había aparatos para hacerle no sé qué prueba.

—Ya sabes, Boris, algo hay que decir. —Gema pone los ojos en blanco y sacude ligeramente la cabeza mientras habla.

—Claro, por eso cuando volvió se pasó una semana en el ala de seguridad. Para que no se le notaran las marcas de los pinchazos de los análisis.

—Esto de Nina sí que es alucinante, ¿verdad? Imagínatela, por ahí, si saber casi ni quién es. Cuando haya amanecido en vete tú a saber dónde, sin tener ni idea de lo que le está sucediendo. Madre mía. Claro que, ahora que lo pienso, puede ser que la pobrecilla lo esté pasando mal de verdad.

—De eso caben muchas posibilidades. Pero, si de una cosa estoy seguro, es de que sabe cuidar de sí misma. —Hace un esfuerzo por parecer tranquilo.

Cuando Gema se marcha Boris se encuentra a sí mismo sumido en un mar de dudas, de miedos y de inquietantes cuestiones. A todo esto tiene que sumar su pulso acelerado y una pequeña punzada de dolor cerca de su axila izquierda.

Se siente muy desgraciado e infeliz y se da cuenta, de repente, de que echa de menos a su amiga Nina. La impresión le asalta como si de una bofetada se tratase, haciéndole incluso inclinar la cabeza, abrumado por el dolor que le produce contemplar la posibilidad de no volver a verla. Imagina su estancia en La Quinta de la Montaña como una insoportable sobredosis de tedio y de monotonía y no se ve a sí mismo capaz de imaginar cómo pueden transcurrir sus días sin el reto cotidiano que le supone encontrarse con ella cada mañana para tratar de ganarse su confianza y su beneplácito.

Un día tras otro.

Va a recoger su medicación y después se aleja hasta uno de los rincones del salón a intentar asimilar la revelación que la buena de Gema acaba de hacerle.

Entonces se da cuenta de que Teófilo, uno de los esquizofrénicos de la planta baja, camina parsimoniosamente hacia él, arrastrando las zapatillas a cuadros que calza sobre todas y cada una de las baldosas que va atravesando. Cuando está completamente seguro de que Teo tiene intención de acercarse hasta donde se encuentra él plantado, inicia la marcha y se traslada suavemente hasta el otro extremo de la habitación, donde se sumerge de nuevo en sus sombríos pensamientos. No es que tenga nada especial en contra del pobre Teo pero, a veces, se pone un poco pesado. Y siempre apesta a tabaco negro. Medio minuto después, el parsimonioso arrastrar de pies del interno vuelve a llamar su atención, haciéndole notar que se acerca de nuevo al sitio que ahora ocupa.

Tiene la sensación de que le va a resultar más difícil que de costumbre alejarse de Teo, de sus zapatillas a cuadros, de su parsimonia y de su olor a Ducados. Cuando Boris reemprende la marcha, en busca de un escondrijo mejor, la voz del hombre le interpela, justo por encima del susurro:

—¿Te vas a estar quieto de una vez?

Boris, al oírle, se sobresalta y se detiene para mirarle, resignándose a tener que explicarle, por enésima vez, que hace años que dejó de fumar y que, además, nunca fumó Ducados, que no soportaba, ni soporta el tabaco negro.

—Hola, Teo, ¿qué se te ofrece?

—¿Tienes pastillas?

—Joder, Teo, creo que con lo que ya llevas encima vas más que servido.

Teo guarda silencio unos instantes mientras se lleva la mano a la cabeza para atusarse el cabello, marrón y más largo y sucio de lo que sería deseable. El movimiento es tan parsimonioso que Boris piensa que está fingiendo hacerlo a cámara lenta. No se siente con fuerzas para aguantar a este pobre hombre con sus pastillas, sus manías y su mal olor.

—Venga, Teo, no tengo pastillas ni ganas de hablar con nadie, de verdad.

Para cuando Boris termina de hablar su visitante ha conseguido concluir la «operación peinado».

—¿Has visto la cantidad de gente que hay en este salón? —Boris mira alrededor y cuenta, en un vistazo rápido, al menos a quince personas. Aun así prefiere callar y concederle unos instantes más a Teo—. ¿Te parece que, si quiero conseguir pastillas, eres mi mejor opción?

—Pues no. —No le queda más remedio que admitir que, evidentemente, no lo es. Primero porque rara vez suele tenerlas y segundo, y mucho más importante, porque nunca se dedica a trapichear con ellas.

—Pues eso. Aun así, hoy quiero que me las des tú.

—Pues me temo que lo llevas claro.

Otro silencio. En esta ocasión Teo dedica unos interminables segundos a acomodarse la entrepierna. Boris mira a un lado y a otro mientras suspira disgustado, preparándose para iniciar la marcha.

—¿Y si yo tuviera algo que tú quisieras tener?

—Pues no lo sé, Teo, supongo que te lo pediría.

—Ya, me lo pedirías. Pero sabes que aquí dentro las cosas no son tan sencillas, ¿verdad? —Pausa—. Aquí no vale con un «por favor», aquí lo llevamos de otra manera.

—Pues sí, en eso creo que tienes razón.

—Por cierto, Boris, ¿tú has visto alguna vez el programa ese de la tele, el Gran Hermano?

—Joder, Teo. —Vuelve a hacer ademán de marcharse.

—No, hombre, Boris, que te lo digo en serio. Alguna vez, Ruth, una de las enfermeras del turno de noche, esta señora mayor con el pelo medio azul, lo tiene puesto en el televisor que tiene bajo el mostrador y yo, haciendo como si la cosa no fuera conmigo, me siento cerca de ella y me entretengo viéndolo. Ella se piensa que estoy medio dormido o pensando en mis cosas y por eso no me echa de allí pero yo, en realidad, no pierdo detalle del programa. Siempre que puedo me quedo a verlo con ella. Salen unas chicas… ¿Y tabaco tienes?

—No, Teo, no tengo tabaco, ya te he dicho unas pocas veces que...

—¿Y no tienes nada que yo pueda querer?

—Hombre, pues teniendo en cuenta que tú eres el que ha venido a buscarme, lo más razonable sería que tú fueras el que tuviera algo que ofrecerme, porque, en realidad, yo estaba tranquilamente aquí…

—Vale, pongamos que tengo algo que ofrecerte. ¿Qué me darías a cambio?

—¿Tienes algo que me interese?

En la pausa que sigue a continuación, Teo emplea casi medio minuto en hurgarse el oído derecho con la, más que desagradable, por larga, uña del dedo meñique de su mano izquierda.

Boris está seguro de haber visto ya demasiado.

—Sí, Boris. Aunque no sé si puedes pagarme, creo que tengo algo que te interesa:

»¿Y si te dijera que sé dónde puede estar Nina?

 

 

 

23

 

Nina está sentada frente a una mesa, en una hamburguesería, contemplando una bandeja que, limitada por sus brazos, descansa sobre la formica. El resto del local está vacío. En la bandeja hay cinco hamburguesas, de tipos y tamaños variados, y dos enormes vasos de refresco, uno de cola y otro de naranja. Sus ojos, desorbitados, observan cómo el queso asoma por encima de los filetes de carne picada, entremezclándose con el beicon y la cebolla y cómo las gotas de grasa, mezcladas con el kétchup y la salsa mayonesa, resbalan por doquier. Medio poseída por el hambre percibe el jugoso olor de tamaño manjar viajando desde su nariz hasta lo más profundo de su cerebro, obligando a sus glándulas salivales a trabajar a destajo.

Sus manos, temblorosas por la ansiedad, agarran una de las hamburguesas, la más grande, la más cercana y la levantan.

Cuando mueve las mandíbulas para abrir paso a tan irresistible bocado un pinchazo agudo en el labio la despierta repentinamente.

Lo primero que ven sus ojos es una gran mancha negra frente a ellos. Cuando consigue enfocar un poco la imagen distingue dos cosas: pelo y movimiento.

De un respingo, asustada, se incorpora sobre sus ateridas nalgas. Con el arco que describe su cabeza la mancha que había frente a sus ojos parece volar junto a ella y el dolor en su labio inferior se convierte, por un instante, en una sensación insoportable. Delante de ella una rata vuela desde su boca hasta el suelo, después de que el animal ha soltado el bocado que acababa de apresar.

Nina se levanta y chilla. Chilla y se levanta. Corre por la habitación chillando como una posesa, de un lado a otro, golpeándose contra las paredes, restregando su herida por doquier, sin dejar de chillar, embadurnando todo de sangre, sacudiendo la cabeza como si la rata aún estuviera agarrada a su boca. Como si aún no se hubiera deshecho del asqueroso roedor.

Y sigue chillando.

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