Nina

Nina


PORTADA

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»Atravesó el salón con la bolsa medio a rastras, con una garra invisible oprimiéndole el pecho y otra atenazándole el cerebro. Salió a cubierta y notó que hacía mucho frío, más incluso que unos minutos antes de entrar en el camarote de sus padres, cuando parecía que tenía toda la vida por delante, llena de páginas en blanco, listas para ser escritas única y exclusivamente con capítulos dichosos. El calor que el fuego del camarote había impreso en sus mejillas desapareció instantáneamente en cuanto las enfrentó a la brisa marina, como si nunca hubiera estado allí, como si la imagen que dejaba atrás solo hubiera existido, brevemente, en su imaginación. Cuando pasó apresurada junto a la puerta que conducía al resto de los camarotes vio que dos de ellos estaban abiertos y que, en medio del pasillo, estaban su cuñada y una de las amigas de sus padres, caminando hacia la salida, ambas con gesto confuso. Soltó la bolsa en el suelo y se acercó. Para cuando llegó a la puerta su cuñada lo hacía también:

»”¿Qué pasa?”, le preguntó. “¿Qué han sido esos ruidos?, con el oleaje parecían… no sé, no sé qué parecían”.

»Sin mediar palabra empujó a la mujer, violentamente, hacia el interior del pasillo. Esta retrocedió trastabillada hasta que chocó contra la otra señora. Un segundo después las dos estaban en el suelo, con los ojos abiertos como platos, incapaces de entender qué era lo que estaba sucediendo. La mujer cerró entonces la puerta del pasillo y permaneció un instante mirándola. Inmediatamente tomó la punta de una soga que colgaba de un gancho, un par de metros a la derecha y la pasó por el pomo semicircular de la puerta, de ahí a la barandilla de estribor y vuelta al pomo. La tensó tan fuerte como pudo e hizo un nudo. Uno de los que su padre le enseñó a hacer, sentado junto a ella en la proa del barco, mientras tomaban un refresco, cuando era una niña. Viendo aquella imagen en su cabeza pensó que, a pesar de que formaba parte de sus recuerdos de infancia, en aquel preciso instante tenía la sensación de que ella no era la niña que sonreía junto a su padre mientras le explicaba por dónde tenía que pasar la punta del cabo para que el nudo quedase bien apretado. Recordaba perfectamente el proceso, lo había repetido un buen número de veces y era completamente capaz de ejecutarlo con maestría y velocidad pero albergaba serias dudas acerca de que aquel hombre y aquella niña que habitaban en su memoria no fueran más que unos completos extraños para ella.

»Cuando estuvo segura de que la cuerda estaba lo suficientemente tensa y el nudo firmemente apretado, fue a la puerta para terminar de comprobarlo. No se abría. Mientras recogía la bolsa y reemprendía la marcha empezó a oír los gritos de la mujer a la que acababa de tumbar de culo, llamándola por su nombre y pidiéndole que abriera.

»Fue a su camarote y, una vez allí, se dio cuenta de que no tenía nada más que hacer en aquella estancia. Se puso un abrigo, se ajustó la riñonera y salió. Corrió hacia estribor, al sitio del que colgaba el bote salvavidas y entonces, en mitad de los vaivenes del barco, mientras activaba el mecanismo que lo hacía descender al mar, se acordó de su hija.

»Hasta entonces había permanecido relativamente tranquila, había ido de uno a otro suceso sin perder el control y sin dejar de encadenar sus pensamientos con un mínimo de orden. En ese momento reaccionó y el castillo de arena que había estado construyendo pareció querer derrumbarse justo delante de sus ojos. Se le aceleró el pulso y las manos empezaron a temblarle. Tenía que pensar y tenía que hacerlo rápido. La situación no estaba para titubeos.

»Sabía que, estando en el barco, su madre la atendía de día pero, de noche, y por culpa de su avanzada edad, eran su hermano y su cuñada los que estaban con la cría si a ella le daba por beber o por dedicarse a cualquier otra irresponsabilidad.

»La niña tenía un año y era un estorbo para ella. Un estorbo en casa, un estorbo en el barco, un estorbo en el coche. Un estorbo en su vida.

»Así de sencillo.

»Nunca quiso tenerla y nunca se sintió a gusto amamantándola o cuidando de ella. Era prácticamente incapaz de recordar un par de buenos ratos que hubiera pasado junto su hija. Se quedó embarazada porque tenía intención de atar en corto al que entonces era su marido y tuvo que criarla con la sensación de que era una fracasada por estar esclavizada a un bebé que no hacía más que darle problemas y quebraderos de cabeza. Y, lo que era peor aún, que habiéndola traído al mundo con un solo cometido, tuvo que constatar finalmente, horrorizada, que su plan resultaba equivocado e inútil. Justo antes de que su bebé naciera, su marido le confesó que estaba arruinado. Así pues, su sacrificio había sido en vano.

»Sus padres cuidarían de la niña, o su hermano, o su cuñada… Incluso los abuelos estarían encantados de hacerse cargo de aquella pequeña máquina de llorar y de producir mierda. Tenía claro que su vida había cambiado, que necesitaba dirigirla ella misma y que ya no era momento de permitirse descansar ni flaquear. En aquella bolsa había un montón de dinero. Estaba casi convencida de que, si lo utilizaba bien, y se consideraba perfectamente capacitada para hacerlo, tendría suficiente para el resto de su vida. Y la niña sería un lastre, un estorbo, un impedimento, un obstáculo insalvable entre ella y su brillante futuro. Sabía que la dejaba en buenas manos y que no le iba a faltar de nada, que iba a estar perfectamente atendida y que, estando con su familia, iba a tener muchas más opciones a lo largo de su vida de las que tendría creciendo a su lado.

»En cierto sentido, y en pocos segundos, fue capaz de justificar todos y cada uno de los movimientos que estaba llevando a cabo. Por un lado, el dinero le pertenecía de forma legítima como heredera sanguínea de la riqueza de sus padres, lo único que estaba haciendo era cobrárselo un poco antes de lo previsto. Por otra parte, crecía en ella la sospecha clara de que su hija tendría una vida mejor criándose lejos de la madre que la había traído al mundo y, en tercer lugar, estaba la certeza que albergaba de que en el barco no sucedía nada que la gente que quedaba allí no pudiera controlar. De manera que lo único que le restaba por hacer era bajar la escalinata que conducía al bote salvavidas y poner rumbo al faro que iluminaba intermitentemente la noche, aupado en el peñón que sobresalía allá a lo lejos, en la costa.

»Desde la cubierta tiró la bolsa al bote y vio, con el corazón encogido, cómo un par de fajos caían al mar después del aparatoso aterrizaje y cómo se balanceaban alegremente al mismo ritmo que la embarcación de la que acababan de saltar. La escalinata era estrecha y necesitó agarrarse bien a ella y planificar cada uno de sus pasos para no tener ningún percance durante el descenso.

»En el mismo instante en que plantó el pie sobre el bote comenzó a llover. Gotas gruesas y pesadas que empezaron a caer cadenciosamente sobre ella. Nunca le habían gustado demasiado los barcos. Y los botes, por una simple cuestión de proporcionalidad, menos aún. El oleaje lo agitaba como si en lugar de estar hecho de madera fuera de papel y cartón. Dedicó un minuto a intentar recuperar los dos fajos de billetes utilizando uno de los remos. Consiguió coger uno pero, intentando estirarse para alcanzar el segundo, el remo se le escapó de las manos y cayó al agua. Entonces sonó una explosión en la cubierta del barco, como un petardo, uno de los gordos. Eso fue lo que terminó de disuadirla en su empeño de recuperar el segundo fajo y, olvidándose incluso del remo, se levantó para arrancar el pequeño motor fuera borda del que disponía la embarcación. Un tirón. Dos tirones. Tres tirones.

»Nada.

»Paró unos segundos a tomar aire mientras miraba hacia arriba, al barco del que se intentaba alejar. Había humo. Otro tirón. Dos tirones más. Al tercero el mecanismo dejó de carraspear y comenzó a funcionar. Lo agarró y aceleró. En el barco se escuchó una segunda explosión, más ruidosa que la anterior. A medida que se alejaba e iba tomando perspectiva se fue dando cuenta de las dimensiones del incendio. Casi la mitad completa de la parte izquierda de la cubierta estaba en llamas y todo el resto humeaba ya. A medida que la figura flotante empequeñecía por la distancia, su brillo iba en aumento.

»Apenas se había alejado un par de cientos de metros cuando el barco entero explotó. Una gran bola de fuego iluminó la noche durante tres segundos para después reducir su tamaño, poco a poco, hasta convertirse en una fogata en el horizonte. Habían quedado pequeños focos de llamas a todo el alrededor, como velas que acompañaran a la antorcha principal, brillando fugazmente para apagarse poco después. El motor del bote salvavidas ronroneaba rítmicamente mientras la mujer se dirigía a la costa. Unos instantes después se detuvo. En aquel barco estaba casi toda la familia que había tenido alguna vez, incluida su hija y, en unos minutos, lo poco que quedara de él, viajaría sin remedio hasta las profundidades del mar.

»Al parecer, los que habían quedado allí no habían tenido posibilidad de controlar el incendio.

»Mala suerte. Mala suerte. Mala suerte. Mala suerte.

»En ese momento no se consideraba capaz de asimilar lo que acababa de suceder, quizás por las dimensiones de la desgracia, quizás por la tensión del instante o quizás porque era simple y llanamente imposible para ella conseguir preocuparse ante una desgracia tan desproporcionada como irreparable.

»Sabía que todo lo que acababa de suceder era responsabilidad suya, única y exclusivamente. De eso no le cabía la menor duda.

»En mitad de aquella vorágine, albergaba una certeza que, por sí sola, conseguía consolarla: Ella había escapado con una bolsa llena de dinero.

»Su parte.

»Su dinero.

»El bote avanzaba hacia la costa mientras ella alternaba su atención entre el resplandor intermitente del faro y el brillo decreciente del barco a medida que la distancia lo hacía empequeñecer. Finalmente no fue capaz de saber con claridad si habían sido la distancia o el mar los que habían hecho desaparecer lo que quedaba del barco de sus padres.

»A cada minuto que pasaba llovía con más fuerza y las olas se volvían más empinadas y difíciles de remontar. El bote se balanceaba, prácticamente descontrolado en alguna ocasión, entre una y otra acometida. Con una mano sujetaba el motor mientras que la otra se ocupaba de apretar la bolsa con el dinero contra sus rodillas. El agua de la lluvia mezclada con la que le salpicaba el mar mojaba su abrigo y su pelo y resbalaba después por su rostro hasta chorrear por su barbilla. Prácticamente todas las energías que unos minutos atrás había utilizado en asimilar lo que sucedía y en buscar excusas para justificarlo se volvían necesarias para afrontar la creciente marejada.

»Por momentos le resultaba complicado atisbar la luz intermitente del faro en mitad de la cortina que la lluvia estaba tejiendo entre ella y la costa. Casi sin darse cuenta comenzó a maldecir y a mascullar entre dientes insultado a la mala suerte que se había empeñado en amargarle la velada. Al principio dejó de percibir algún que otro pulso pero, a medida que la borrasca apretaba, las intermitencias empezaron a espaciarse más y más hasta que, finalmente, desaparecieron por completo. Se conjuró para no perder de vista el punto en el que había visto brillar la luz del faro por última vez, tratando de asegurarse de que el bote, entre ola y ola, subida y bajada y vaivén y vaivén, no perdiese el rumbo.

»Cinco minutos después de dejar de ver el brillo que señalaba su destino ya no estaba segura de estar yendo en la dirección correcta, ya no sabía si las olas la embestían desde la costa o desde mar adentro, si la empujaban hacia la derecha o hacia la izquierda, ya no tenía ni la más ligera idea de si la costa quedaba delante o detrás de ella.

»Había perdido la referencia y ya no sabía ni siquiera si estaba siendo capaz de no dar vueltas en círculo.

»La lluvia, cada vez más densa, se estaba convirtiendo en una pequeña tempestad y las prominentes ondulaciones que balanceaban el bote comenzaban a romper como verdaderas olas a su alrededor, amenazando seriamente, y por primera vez, su integridad y la de la embarcación.

»Y la de la bolsa llena de billetes empapados que llevaba de polizón.

»Entonces, cuando se incorporaba ligeramente para cambiar la mano con la que manejaba el motor, una ola, la mayor que se había acercado a ella hasta entonces, la cogió desprevenida y se abalanzó sobre ella, anegando casi por completo el bote en un instante y empujándola desde la parte trasera hasta la delantera sin que fuese capaz de oponer resistencia alguna. Empapada por completo, y con el sabor de la sal en la boca, se apoyó en uno de los asientos para poder incorporarse y recuperar el control del bote. Justo cuando agarraba la maneta del fuera borda se dio cuenta de que se había quedado sola, que su preciado polizón había decidido abandonarla arrastrado por el torrente que acababa de arrasar toda la cubierta.

»La mujer, a merced de las sacudidas, contempló la imagen y comenzó a gritar.

»A la derecha del bote salvavidas, sobre las aguas revueltas, flotaba una nube de billetes, informe, extendiéndose lentamente a medida que las olas la iban meciendo. La bolsa que unos instantes antes contenía el preciado botín se anegaba poco a poco y comenzaba a desaparecer engullida por el mar.

»La mujer, que seguía gritando, comenzó a llorar. Apoyada en el borde de la embarcación, trataba de alcanzar alguno de los billetes que bailaban a su alrededor. Otra gran ola cayó entonces sobre ella obligándola a pensar obligatoriamente en dedicarse, única y exclusivamente, a mantener el pequeño barco a flote. Y con ella dentro. Una vez que la bolsa hubo desaparecido los billetes comenzaron a espaciarse los unos de los otros haciendo poco a poco que la densa sopa que habían conformado unos momentos atrás se volviera rala y desperdigada. Ella no paraba de gritar y de llorar y de lamentarse y maldecirse por la terrible mala suerte que se acababa de terminar de cernir sobre su insignificante persona.

»Gritaba y lloraba y trataba de hacer que el bote retomara el rumbo y, a pesar de haberse convencido de que acababa de terminar de perderlo todo, su instinto de supervivencia, atrincherado en el último cajón de su enrabietado cerebro, le aconsejaba que recuperara el control porque, de no ser así, el único bien que le quedaba sería el próximo que perdería: su vida.

»Su familia había perecido en el barco que su avaricia, su ambición y su egoísmo habían destruido y el único consuelo que le había quedado, en forma de bolsa llena de billetes de quinientos euros, acababa de desaparecer también. No era capaz de imaginar una situación en la que su existencia pudiese empeorar.

»Otra ola embravecida se abalanzó sobre ella, volviendo a levantarla del asiento. Cuando intentaba agarrarse al borde del bote para no perder el equilibrio su pie derecho resbaló y ella tropezó y se golpeó con una de las horquillas que servían para apoyar los remos en la frente. Entonces cayó al suelo y perdió el conocimiento.

»El motor de la embarcación, aún en marcha, petardeaba mientras la impulsaba sin rumbo alguno, a merced de las olas, en medio de la tempestad.

»Media hora más de lluvia y oleaje y la intensidad del temporal decreció bruscamente.

»Una hora después el mar se mecía en calma, como si jamás hubiera dado cobijo una ola mayor que un escalón.

»La mujer yacía inconsciente, tendida en el fondo encharcado del bote, con una línea de sangre medio reseca que partía de algún lugar de su cabeza y serpenteaba por su mejilla para perderse cuello abajo.

»Cuando terminó de amanecer seguía inmóvil e inconsciente. Hasta que el tibio sol del invierno no ascendió lo suficiente en el cielo como para poder calentar ligeramente su cuerpo, no salió de su letargo. Finalmente, cuando los rayos de luz tocaron su cabeza, abrió los ojos.

»Despacio.

»Muy despacio.

»Apoyándose pesadamente en uno de los asientos se incorporó y terminó de despertarse.

»Entonces la saludé:

»”Buenos días”.

 

 

 

24

 

El gesto de sorpresa de Nina se congela en su rostro mientras que sus piernas intentan levantarla, apoyando la espalda contra la pared acolchada de la celda.

El monstruo, aún sentado frente a ella, la observa, con la mano derecha posada sobre su hombro izquierdo pero sin mover ni un solo músculo. En su rostro hay un gesto parecido al que el dolor podría pintar en el de cualquier mortal.

Nina empieza a gritar, otra vez, y a llorar, otra vez.

No está del todo segura de porqué pero necesita gritar y llorar e intentar así sacudirse de encima las sensaciones de incertidumbre y de indefensión que se han ido apoderando de ella a medida que el relato de su acompañante iba avanzando.

Es como si alguien, en mitad de la noche más oscura, estuviese descorriendo una cortina desde algún rincón recóndito. Como si en alguna lejana puerta unas manos extrañas estuvieran usando un taladro para abrir un agujero por el que la luz pudiera entrar, como si se hubiera encendido una linterna en lo más profundo de una angosta cueva. Así quería el relato del monstruo iluminar su maltrecho cerebro.

—Asco. Asco. Asco. Te llamas asco. Me das asco. Eres odioso. Me repugnas. No entiendo nada de lo que me cuentas. —Sus ojos enturbiados por las lágrimas no son siquiera capaces de perfilar la silueta de su acompañante—. No quiero oír nada más, no soporto que sigas hablándome.

—No me encuentro bien, Nina, me duele mucho el cuello y todo el pecho. Apenas puedo respirar. No sé si voy a ser capaz de levantarme. Esto me ha dejado exhausto. Extenuado. Agotado.

—Por mí como si te mueres ahora mismo.

—¿De verdad que no vas a echarme una mano?

—¿Yo?

—¿De verdad que no vas a apiadarte de mí? Después de todo lo que he hecho por ti, después del tiempo que he desperdiciado junto a ti. —El gesto del monstruo se retuerce de dolor a medida que se balancea a un lado y a otro intentando levantarse, buscando una forma de incorporarse.

—¡¡¡Te odioooo!!!

Entonces suena un ruido en la puerta. El cerrojo que se descorre. Un sonido que rompe la monotonía amortiguada de la estancia añadiendo una tonalidad nueva, diferente.

Inmediatamente Nina deja de gritar y se vuelve para prestar hasta su último gramo de atención al nuevo estímulo que llega para sumarse a la reunión. Lleva horas suplicando que vengan a socorrerla y, ahora que está segura de que la puerta va a abrirse, se da cuenta de que no se ha preparado para lo que pueda suceder a continuación, de que no tiene ningún plan. Lo único que puede hacer es permanecer quieta, observando, ansiosa por saber qué es lo siguiente que va a ocurrir.

El relato del monstruo pasa, inevitablemente, a un discreto segundo plano.

La puerta termina de abrirse y aparece la silueta vestida de blanco de un enfermero. Ella no sabe quién es. Antes de poner en marcha algún mecanismo para intentar identificarle el olor de la comida entra por su pituitaria y se clava directamente en su hipotálamo.

Se muere de hambre y el enfermero que está entrando tiene una pequeña bandeja entre las manos con un plato con un sándwich encima, un paquete de galletas y una botellita de agua. Eso hace que sus sentidos entren automáticamente en animación suspendida y solo pueda salivar a la vez que observa cómo la comida se acerca a ella. El enfermero la mira fijamente, con la bandeja en la mano, inmóvil, desde el otro lado del quicio de la puerta. Ella alterna su atención entre la comida y la cara inexpresiva de él, a partes iguales.

—¿No vas a darme la comida?

Él da un paso adelante y entra en la habitación, inmediatamente se agacha, sin apartar la mirada de los ojos de Nina, y deposita la bandeja en el suelo. Después se incorpora de nuevo y deshace el paso que acaba de dar, no parece tener intención de permanecer adentro ni un segundo más de lo necesario.

Rápidamente Nina echa un vistazo a todo lo que su cerebro le permite mientras aparta el interés de la prometida ración de comida que aguarda frente a ella. A la espalda del enfermero ve penumbra y suciedad. Todo tan destartalado y abandonado como dentro de su acolchado cautiverio. Eso no le da buena espina. Por lo demás, la indumentaria del recién llegado parece todo lo habitual que podría ser la de cualquier empleado de un centro de estas características: blanca, a excepción de los ribetes azules en que terminan tanto la camisola como el pantalón, y el gris claro de las deportivas que calza. Nina nota que él parece haberse tomado la misma pausa que ella para inspeccionar más o menos lo mismo que ella.

—¿Qué te ha pasado en el labio? —pregunta el recién llegado.

—En este sitio hay ratas, ¿no lo sabías? Esto es una jaula inmunda. ¿Cómo podéis tener a nadie encerrado aquí, en estas condiciones?

—En cuanto pueda llamo a los de mantenimiento para que echen un vistazo, te lo prometo.

—Pero, ¿qué te ha pasado en el labio?

—Joder, te lo estoy diciendo. Me he despertado con una rata mordiéndomelo, he tenido que molerla a patadas para deshacerme de ella, la muy asquerosa se negaba a morirse. Debería verme un médico. No creo que ese bicho estuviera muy limpio, es probable que me haya contagiado algo.

—Después de avisar a los de mantenimiento iré a buscar a alguien para que le eche un vistazo a esa herida, no tiene buena pinta, joder. Tienes toda la habitación llena de sangre.

—¿Qué te has creído? Te estoy diciendo que la puta rata me ha mordido bien mordido. Además, no ha sido nada agradable y he tardado un rato en tranquilizarme, mientras me paseaba de un lado a otro.

—Bueno.

El monstruo, Asco, pasa entonces junto al enfermero y sale de la habitación. Nina le sigue unos instantes con la mirada y rápidamente vuelve al enfermero.

—Me vas a quitar la camisa de fuerza, ¿verdad? Así no puedo comer. Y no he hecho nada, he sido buena, he estado todo el día aquí, tranquila, sin protestar. Y sin gritar ni nada de eso. Por cierto, me suena tu cara.

—Eeeeh… verás. —No parece nada cómodo con esta última revelación—. Vamos a hacer una cosa: te sientas ahí, tranquilita, y yo te doy de comer, después, antes de irme, te quito la camisa, ¿vale?

—¿Tengo alguna otra opción? Es decir, me gustaría comer por mí misma, no sé qué piensas al respecto.

—Que no. Siéntate. —Ella le mira fijamente unos segundos, en parte para cuestionar su autoridad y en parte para intentar recordar por qué está tan segura de que esa cara le suena. Lo peor es que es un individuo que no le transmite confianza. Aun así no deja de tener la sensación de que todo pueda ser fruto de la imaginación que aviva su estresado cerebro—. Si no te sientas cojo la bandeja y me marcho por donde he venido.

—¿Harías eso?

—No lo dudes.

—¿Qué demonios es esto? ¿Un sanatorio, una cárcel o una sala de torturas?

El enfermero se agacha haciendo ademán de recoger la bandeja.

—Tú decides.

—Vale, quédate. Ya me siento. A ver si durante la velada soy capaz de descubrir quién eres y qué es eso tan malo que he hecho para merecer estar encerrada en estas condiciones, en este agujero.

Él la mira desde el suelo, aún agachado, visiblemente afectado por sus palabras. Nina tiene la sensación de haber dado en alguna diana oculta, de haber acertado en algún blanco escondido sin habérselo propuesto.

Entonces se agacha y se sienta sobre las pantorrillas intentando que su desnudez no asome bajo la única prenda que lleva puesta, a la vez que consigue mantener el equilibrio mientras sus brazos, dentro de la camisa de fuerza, no le sirven más que para abrazarse a sí misma.

El enfermero se agacha junto a ella, coge el sándwich del plato y se lo acerca a la boca.

—¿Cómo te llamas? —Nina percibe en él otra vez la cara de haber sufrido otro impacto en su diana invisible. Después de unos instantes de vacilación responde:

—Isaac.

—Joder, Isaac. Creo que no solo me suena tu cara. Tu nombre también me es familiar —responde con la boca medio llena de comida.

Los tres minutos siguientes transcurren sin palabras dentro de la habitación acolchada. Nina mastica ansiosa la comida mientras observa las facciones cambiantes de Isaac y escudriña a su espalda en busca de posibles pistas.

A mitad del sándwich bebe casi toda la botella de agua de un trago, después vienen las galletas y, finalmente, otro trago corto le sirve para acabar con el resto del agua.

Entonces él comienza a recoger.

—¿Ya está? ¿No pensarás marcharte así, sin más?

—Tengo cosas que hacer.

—No me gustas, no me gustas nada pero creo que, en el fondo, por algún lado, tienes que tener un corazón.

—Además de un corazón, tengo cosas que hacer.

—¿Es de día o de noche?

Isaac se detiene un momento y la mira fijamente unos instantes antes de contestar.

—¿Qué más te da eso?

—Veo que me equivocaba.

—¿En qué?

—En lo de que tienes corazón.

—Pues lo siento por ti.

—Siéntelo por ti, porque sea lo que sea lo que me hayas hecho, lo vas a terminar pagando.

Entonces, el enfermero se queda congelado, a un metro de ella, justo al otro lado de la puerta, con la bandeja fuertemente sujeta entre las manos, tanto que los nudillos se le marcan, blanquecinos.

—Ten cuidado, Nina. No juegues conmigo, no juegues con este sitio. Esto es serio.

—¿Esto? ¿Serio? Esto es sucio, feo. Esto es triste y desagradable. Esto es asqueroso. Eso es, este sitio da asco y os debería dar vergüenza tenerme aquí metida. ¿A cuánta gente tenéis encerrada en esta cueva? ¿No seré yo la única?

Isaac deja la bandeja en el suelo para poder cerrar la puerta con más facilidad.

—Tú eres malo, lo sé. Tú me odias. Además, sé algo más sobre ti.

Isaac mira a Nina con la mano apoyada en el pomo de la puerta, inmóvil.

—¿Qué más sabes de mí? —pregunta secamente—. ¿Eh? ¡Contesta! ¿Qué es eso que se supone que sabes de mí? ¿Cómo puedes saber algo de mí si es la primera vez que me ves? ¿Cómo puedes saber algo de mí si ni siquiera sabes dónde estás?

—Te parece extraño, ¿verdad?

—¿Extraño? No, me parece mentira, simplemente mentira.

—Eres un cerdo, eres malo y estoy segura de que me has hecho algo. Algo sucio.

El rostro del enfermero se vuelve rojo intenso por momentos. Incluso sus ojos parecen inyectarse con la sangre que acaba de anegar su cara. La bandeja que sostenía entre sus manos cae al suelo. Da un paso hacia delante, acercándose a Nina que, al verlo, retrocede a la vez que, inconscientemente, aprieta el abrazo que se da a sí misma desde dentro de la camisa de fuerza.

—Es suficiente, déjanos solos.

Una nueva voz resuena entonces a la espalda del enfermero, haciendo que detenga inmediatamente su avance y se gire levemente para atender: Rodrigo, su abundante barba y su media tonelada de papeles bajo el brazo acaban de aparecer en escena.

En principio parece como si Isaac no tuviera intención de obedecer al recién llegado, como si sus palabras apenas hubieran servido para detenerle, poco más. De nuevo su mirada se vuelve hacia la interna.

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