Nina

Nina


PORTADA

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—Procura no hacer ninguna tontería, Isaac. Ya sabes cuál es tu cometido.

—Isaac —repite ella.

El enfermero les mira a los dos. Después retrocede muy despacio y se agacha a recoger el pequeño estropicio que ha organizado al dejar caer la bandeja. Cuando se está volviendo a incorporar Rodrigo pasa junto a él y, acercándose a su cara, masculla entre dientes:

—Menudo profesional.

Nina ha retrocedido hasta apoyar su espalda contra la pared, justo en una de las zonas en las que su nuevo tono rosáceo se acerca más al rojo. Desde ahí contempla la llegada del nuevo mientras este se dirige a ella:

—Hola, Nina, ¿cómo estás?

—A pedir de boca. Me dan de comer y todo.

—Bien. El hecho de que mantengas el sentido del humor es, en sí mismo, un buen indicativo. Genial.

—¿Y qué dice tu manual sobre la ironía y el cinismo? —dice Nina mientras señala con la barbilla el fardo de papeles que acarrea el doctor.

—No hace falta seguir ningún manual para saber ciertas cosas.

—En eso estamos de acuerdo.

—Eso es bueno.

—Por cierto, tu cara también me suena. Mucho.

—Soy tu médico, Nina, es normal que te suene mi cara.

—¿Y es normal que me tengáis aquí encerrada? Te parece razonable mantenerme encerrada en este agujero inmundo, medio inmovilizada con esta puta mierda. —Nina mira hacia abajo a la vez que sacude los brazos dentro de su pequeña prisión personal—. ¿Tengo pinta de peligrosa? ¿Parezco querer comerme a alguien?

—Nina, este tipo de decisiones no las tomas tú y, en lo que respecta a tu potencial peligrosidad, es más que posible que aún haya en tu organismo bastantes restos de los sedantes que se te administraron anoche.

—¿Anoche? ¿Por qué?

—Eeeeh… Porque es el procedimiento habitual cada noche. Forma parte de la medicación que se ha prescrito para ti.

—Joder. Me encuentro bien, calmada y tranquila. Una cosa es que no recuerde lo que sucedió ayer y otra muy diferente es que por eso sea una persona peligrosa. Aunque, a pesar de que no recuerdo lo que hice ayer —su mirada se pierde entonces en el suelo—, tengo la sensación de que empiezo a recordar lo que he hecho en mi pasado.

Isaac ya no está con ellos en la habitación, hace un par de minutos que se marchó con el gesto retorcido y la bandeja entre las manos. Desde fuera, Asco, su compañero habitual, sentado en la penumbra, medio iluminado por la luz mortecina que escapa de la habitación acolchada, la mira con los ojos entrecerrados y la mano derecha posada sobre el hombro izquierdo. Cuando se da cuenta de que ella le está mirando intenta sonreír. Lo único que consigue es poner en su rostro una grotesca mueca a medio camino entre el dolor y la burla.

—Crees que yo doy asco, ¿verdad? —le habla desde fuera—. Puede ser que yo sea desagradable pero no soy lo único desagradable que hay por aquí, no soy lo único feo que hay por aquí. Muchas veces la maldad y la fealdad se esconden bajo apariencias agradables y bellas. El peor de los venenos se puede ocultar tras la más bella de las flores.

—Me aburres con tu estúpida cháchara.

Las palabras que Nina acaba de pronunciar iban dirigidas al bicho, que, nada más oírlas, cambia el retorcido gesto de dolor que lucía su rostro por una amplia sonrisa. Rodrigo, en mitad del campo visual de la mujer, no tiene más remedio que girarse para comprobar el destino del reproche que acaba de oír. Antes siquiera de terminar de volverse nota un fuerte empujón que hace que todos los papeles que lleva bajo el brazo caigan al suelo y que el obliga a retroceder hasta la pared más cercana. Inmediatamente después un chillido agudo y penetrante atraviesa lentamente su oído derecho hasta que consigue alojarse en el centro justo de su cerebro.

—¡Joder, Nina, otra vez no!

—¡Quiero salir de este maldito agujero!

—Por favor, Nina.

Mientras el doctor intenta incorporarse ella mantiene su asedio, tratando de morderle, empujando con su cuerpo y hasta pateándole en un desesperado intento por conseguir su objetivo. Él, en cuanto es capaz de recuperar un punto de apoyo, la empuja para deshacerse de su acoso.

—¡Nina!

Ella cae de culo, con el pelo enmarañado, la cara cubierta de restos de sangre y los ojos anegados de lágrimas. Inmediatamente gira sobre su costado derecho, después encoge las piernas hasta convertirse en un ovillo y se queda así, llorando desconsoladamente.

Rodrigo, mientras recoge sus papeles, la mira desconcertado.

—Así no vamos a ningún lado Nina. A ninguno. Así no vas a conseguir nada, no vas a salir de esta sala ni vas a salir de ningún lado, así no vas a recuperar nada de lo que hayas perdido ni vas a poder ganar nada de lo que se te ponga delante. Así vas a vivir en un bucle interminable, un ir y venir corto, sin beneficio ni sentido. Necesitas calmarte, necesitas encontrar la paz y recuperar el camino. No sé ni para qué me molesto, la verdad, no sé ni por qué lo intento. Insistes en golpearte una y otra vez contra el mismo muro de hormigón sin darte cuenta de que a dos metros de ti está la puerta. Y es más que probable que esté abierta. Por mucho que te empeñes en no mirar hacia ella.

—Que te follen doctor, que te follen. —Ella se reincorpora—. Me importa una mierda toda tu ciencia y todas tus buenas intenciones. Prueba a meter los brazos dentro de esta camisa y a cagar en ese agujero de ahí. Y luego vienes a hablarme de bucles y de puertas. La única puerta que veo aquí está a tu espalda y, en cuanto salgas por ella, se quedará cerrada y conmigo aquí dentro, así que creo que te puedes meter todas tus buenas palabras por donde te quepan.

—Hace tiempo que eres un caso perdido. Siempre lo has sido.

—¿Tiempo? ¿Siempre? ¿Cuánto tiempo hace que me tratas? ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Cuánto tiempo llevo yo aquí? ¿Qué tal si contestas a alguna pregunta y me ayudas con el bucle en el que ando enredada? —Nina ha vuelto a incorporarse sobre sus rodillas y le habla desde el suelo, mientras intenta enjugarse las lágrimas con la tela de la camisa de fuerza—. ¿Qué tal si dejas de darme lecciones y te comportas con un poco de humanidad?

—¿Humanidad? Qué sabrás tú de humanidad. Humanidad.

Una vez terminada la recolecta de papeles Rodrigo se da la vuelta y se dirige a la puerta.

—¡Doctor!

Antes de cerrar tras de sí se detiene a escuchar lo que Nina tenga que decirle:

—Una pastilla por lo menos. O dos. Algo que me ayude a pasar la noche. Esto es un maldito infierno. No me torturéis así, no es humano.

El doctor la mira unos instantes en silencio antes de contestar:

—Qué sabrás tú de humanidad.

Y cierra la puerta.

 

 

 

25

 

Rodrigo e Isaac hablan en mitad de la escalera que conduce a la primera planta. El enfermero aún esperaba con la bandeja con los restos de la cena de Nina.

—Quiero creer, sinceramente, que no hayas hecho ninguna tontería más —dice Rodrigo.

—No suelo hacer tonterías —contesta Isaac tocándose el labio inferior con el dedo anular de la mano derecha.

—¿Te parece que sacar a Nina de la habitación y bajarla aquí en mitad de la noche no es una tontería?

—Ya le he dicho que estaba muy nerviosa y no paraba de gritar.

—Joder, esto es un manicomio, los pacientes hacen cosas mucho peores que ponerse a gritar.

—Lo sé, doctor, pero también conozco las normas y sé que si ella hubiera seguido gritando la hubieran metido en aislamiento y también sé que si la meten en aislamiento usted iba a pasar unos cuantos días sin poder hablar con ella y usted me dijo que era importante lo que tenía entre manos y que necesitaba hacer las cosas rápido, que su tratamiento no se podía demorar.

—Ya sé lo que te dije, Isaac.

—Y también recuerdo lo que acordamos acerca de lo que me iba a pagar.

—Vale, Isaac, yo también lo recuerdo. Y recuerdo que te dije que no debías hacer ninguna tontería.

—Vuelvo a repetirle, doctor, que no tuve más remedio que pensar rápido y actuar.

—¿Un par de pastillas no hubieran sido suficientes?

—¿Otro par? Mire, Nina estaba hasta las orejas de pastillas y, aun así, no paraba de gritar, si le meto otro par de pastillas podría habérmela cargado. Y yo no soy médico.

—Vale, vale, no volvamos otra vez con lo mismo. Creo que ya hemos hablado bastante sobre este tema. No vamos a alargar esta situación durante más tiempo. No podemos arriesgarnos a que esto se nos vaya de las manos y tener algún problema o que alguien resulte herido. Necesito que Nina esté bajo custodia pero necesito, sobre todo, que esté bien y no creo que pasar todo el día sola en un cuarto acolchado, con una camisa de fuerza puesta, sea el mejor de los tratamientos.

—Se sorprendería de lo bien que funcionan a veces estos métodos.

—No necesito que me expliques cómo va la parte práctica de mi profesión.

—Las camisas de fuerza pueden ser muy persuasivas...

—Mira, Isaac, estoy seguro de que vamos a salir airosos de este pequeño embrollo. Tú cumple con tu parte del trato y yo cumpliré con la mía.

Isaac gira la cabeza y sube un escalón más. Después se vuelve de nuevo y se dirige a Rodrigo:

—Me temo que mi parte del trato va a costar más de lo que estaba previsto.

—¿Más? ¿Pero qué te has creído que es esto?

—Doctor, ayer tuve que pensar rápido, tuve que actuar rápido, tuve que coger a Nina y sacarla de allí antes de que apareciera la encargada de noche y se la llevara a aislamiento. Tuve que mojarme yo personalmente en este charco y jugármela. No está la cosa como para hacer tonterías y, si yo no hubiera actuado, usted no podría tener sus «reuniones» —dice Isaac con tono burlón— con ella.

Rodrigo permanece entonces unos instantes observando al enfermero en silencio que, impasible, le sostiene la mirada, seguro de que su apuesta es ganadora. Después de atusarse la barba y de pasarse los dedos por entre el cabello, intentando que vuelva a su ser, habla de nuevo:

—Vamos a hacer una cosa, Isaac. Creo que eres un tío listo, de hecho creo que eres un tío muy listo y, si nos ponemos de acuerdo, vas a conseguir el doble de lo que teníamos pactado.

—Parece que nos vamos entendiendo.

—Verás: He decido que lo mejor para mis investigaciones es sacar a Nina de este sitio y llevármela conmigo.

—Joder, doctor. —La propuesta del médico le coge con el paso cambiado.

—Escúchame atentamente, Isaac. —Se acerca a él y le pone la mano en el hombro—. Nina es un caso importantísimo, una paciente cero. Si te soy sincero no se ha documentado a nadie en su situación en los últimos cincuenta años. He leído sobre alteraciones similares, he rebuscado en bibliotecas, en internet, en sanatorios mentales… Nada, no he encontrado a nadie, en persona, que sufra los mismos síntomas que padece Nina. Es un mirlo blanco, Isaac, un caso crucial.

—Ya. De ahí lo de doblar la cantidad pactada.

—Claro, hombre, claro. Yo no tengo demasiado dinero pero no paso por ningún tipo de apuro económico y la investigación científica es mi pasión, Isaac, es mi vida. Tengo unos ahorros y, lo que es más importante para ti, no tengo ningún problema en sacarlos de donde están y dártelos.

—No sé, doctor, hablamos de algo serio. Sacar a Nina del sanatorio es una cosa peligrosa, es jugársela. Joder, es un delito. Ojo, no digo que no esté dispuesto a hacer ciertas cosas pero un delito es un delito.

—Escucha. Voy a serte sincero. Creo que necesitas saber la verdad. Este asunto es un poco más complejo de lo que tú piensas y hay algunos datos que desconoces. Espero que entiendas que esto, igual que el resto de nuestro acuerdo, es algo que deberás mantener en el más absoluto secreto durante el resto de tu vida. Sé que sabes lo que significan la lealtad y el honor, Isaac.

»Verás, tengo una hija de quince años, es lo más importante que tengo en esta vida. Hace dos años perdimos a su madre. Fue terrible, no estaba bien desde hacía un tiempo, sufría depresiones continuas y no encontrábamos la forma de sacarla del pozo en el que estaba cayendo.

«Un día salí con la niña. Fuimos a hacer la compra y dejamos a su madre en casa. Ya nunca quería salir a ningún sitio. Le dimos un beso y le dijimos que estuviera tranquila, que viera un rato la tele o que continuase leyendo la novela que tenía a medias. No tardamos más de una hora. A la vuelta yo me quedé en la cocina, colocando las cosas que habíamos traído, y la niña fue a ver cómo seguía su madre. Cuando entró en la habitación se la encontró colgada de la lámpara.

—Joder, doctor.

Rodrigo, visiblemente afectado, se agacha poco a poco hasta sentarse en uno de los pequeños escalones. Isaac deja la bandeja a un lado y se acomoda junto a él.

—Mi hija estuvo sollozando casi una semana, víctima de una especie de interminable y sostenido ataque de histeria, incapaz de articular palabra ni de reaccionar ante ningún estímulo exterior. Prácticamente catatónica. Le costó casi una semana más dejar de llorar y empezar a tranquilizarse. Para cuando pareció que encontraba un poco de calma descubrí que había acabado en la misma encrucijada en la que está Nina ahora.

—Vaya.

—Cada día que despertaba tenía que explicarle que yo era su padre y que aquellas paredes que la rodeaban eran las de su propia casa. Cada día, Isaac, cada día. No sé si eres capaz de entender lo importante que puede llegar a ser para mí poder estudiar con detalle la situación de Nina: sus motivaciones, su pasado, su evolución… Es vital para mí poder entender los procesos por los que ella pasa para intentar ayudar a mi hija, Isaac. Es la única hija que tengo, es mi vida. Y más después de que su madre nos abandonara de aquella manera

—Vale, doctor, pero, ¿hablamos de un secuestro?

—Isaac, llámalo como quieras pero que te quede clara una cosa: no tengo intención de hacerle daño a Nina. Mis planes incluyen llevarla a algún sitio tranquilo y hablar con ella unos días. Ahora mismo están buscándola por ahí. Al final no pasaría absolutamente nada si apareciera la semana que viene vagando por una carretera cercana, sana y salva. Algún amable vecino o algún policía acabarían por encontrarla y traerla de vuelta al sanatorio. No habría víctimas, ni siquiera ella. Tú tendrías tu dinero y yo tendría mi investigación. Ella seguiría como al principio. En el peor de los casos podría incluso dase la circunstancia de que encontrase alguna forma de ayudarla con su problema.

—Podemos dejarla aquí, podemos seguir como hasta ahora, yo me encargo de alimentarla y usted puede venir a verla cuando quiera —propone Isaac.

—No sé si me entiendes. Yo no puedo ir y venir por este sitio a mi aire, no puedo vagar por los pasillos sin que se controlen mis movimientos o sin que alguien me pregunte a qué me dedico mientras que Nina, el objeto de mi visita, permanece desaparecida.

—Podemos soltarla, devolverla a su habitación y hacer como si no hubiera pasado nada.

—A lo mejor no te estás dando cuenta de una cosa, Isaac: Parece que Nina está empezando a recordar y espero no ser el único que haya notado esto. De momento es posible que mañana no sea capaz de decirle a nadie quién fue el que le trajo ayer un sándwich a su celda acolchada, aunque ya ni siquiera estoy seguro de esto. Cada vez es más probable que, si no es mañana, sea pasado mañana o si no al otro, cuando pueda empezar a hacerlo. Y no creo que te apetezca eso en estos momentos.

—Ahora que lo dice, creo que no va desencaminado, doctor. Es como si quisiera empezar a recordarme.

—Si actuamos rápido tu cara permanecerá en el anonimato para ella y tú podrás seguir trabajando tranquilamente en este sitio o en cualquier otro, con tu expediente impoluto.

—Puede ser, doctor. Puede que no le falte razón. —Isaac empieza a comprender las razones que mueven al doctor a actuar de la manera que lo hace.

—Pues, si sumamos todo eso, llegamos a varias conclusiones, Isaac: No puedo trabajar libremente en este sitio y, parece ser además, que es posible que no me quede mucho tiempo para estudiarla. Si los indicios que observo en ella son fundados es posible que cada día que pasa vaya recordando más y más cosas. Y, ¿quién sabe cuándo?, puede ser que se despierte por la mañana y recuerde lo que cenó la noche anterior, en cuyo caso, el interés que Nina pueda tener para mí desaparecería casi por completo y con él mis intenciones de invertir mis ahorros en este maldito caso.

—Pero entonces…

—Vamos a ver, Isaac, trazamos nuestro plan y lo llevamos a cabo. Nada más. Solo es necesario saber que los dos tenemos claro qué es lo que queremos obtener de este asunto. —El doctor se levanta e invita al enfermero a hacer lo mismo—. Yo tendré mi investigación y mis datos y tú tendrás tu dinero y tu expediente limpio. ¿No?

La sombra de la duda no parece disiparse por completo del rostro de Isaac. A pesar de todo, no tarda en responder:

—¡Qué demonios! Necesito el dinero y, al final, incluso le estamos haciendo un favor a esta pobre desgraciada.

—Muy bien, creo que eres una buena persona y que estás haciendo lo correcto, lo que te dicta el corazón. No te preocupes, esto va a salir bien.

—Supongo que tendrá un plan.

—En parte te necesito por eso, Isaac. Mi plan requiere de tu habilidad y tus conocimientos pero, sobre todo, necesito tu discreción total y absoluta. Supongo que conoces este edificio, ¿verdad?

—Claro que sí. O sea, sí, bastante bien. En el tiempo que llevo aquí lo he recorrido entero. No es demasiado tiempo pero he estado en varios puestos y he visto casi todos los rincones de este lugar.

—Perfecto. Entonces no habrá ningún problema.

 

 

 

26

 

Otra vez sola.

La misma luz que ha estado viendo desde que despertó, la misma intensidad. La misma claridad lánguida que la acompaña desde que recobró la consciencia. Ni siquiera sabe si despertó de día o si era de noche cuando lo hizo. No sabe si afuera el sol templaba los ladrillos rojos de La Quinta de la Montaña o si era la oscuridad la que los camuflaba.

Y el monstruo alado en un rincón de la habitación, en el mismo rincón en el que lo descubrió al despertar, como si llevase años ahí, como si sus alas hubiesen crecido en la pared en lugar de en su espalda y con el mismo gesto agrio y retorcido que tenía cuando se lo encontró al despertar.

Nina nota como si tuviera los oídos taponados, como si viajara en un coche que descendiera demasiado rápido la empinada falda de la montaña que intentara sortear. Tiene los sentidos embotados. No está segura de que la información que le proporcionan sus ojos sea la correcta, mirar desde hace tanto a la misma claridad uniforme hace que sea cada vez más complicado decidir a qué distancia están las cosas. Se siente mareada, incluso un poco desorientada. Esta triste y enfadada.

—No sé si estoy más jodida o más cabreada. No sé si las dos cosas a la vez o si ninguna de las dos. Sería difícil decidirme por una opción ahora mismo.

»Me has contado la historia de aquella mujer, de la niña, del barco… y, al final, me cuentas que la conocías, o que la conociste en aquel bote o qué demonios sé yo.

—Ahora no voy a seguir hablando de eso, me siento muy débil y la historia ya ha sido lo suficientemente larga. Ahora voy a contarte otra.

Nina le mira con el gesto retorcido pero, aun así, es capaz de no decir nada. No está segura de por qué pero sabe que el monstruo habla de lo que quiere, cuando quiere y como quiere. Sabe que, por mucho que le presione o le insulte no le va a dar ninguna información que no quiera darle ni va a hacer nada que no quiera hacer.

—Creo que no puedo mover los brazos —le informa Asco desde su rincón.

—En eso estamos igual, aunque me fastidie tener algo en común contigo.

—Me encuentro cada vez peor.

—No me das pena.

—Lo sé.

—Tengo los oídos medio taponados. No sé si no te oigo bien o es simplemente que no quiero escucharte.

—Recuerdo a un tío que tenía los oídos taponados.

—Esto nunca va a terminar.

—Creo que terminará, no tardará mucho en hacerlo, ya lo verás. El tío en cuestión iba en un avión.

—¿Para eso quieres las alas? ¿Para terminar montándote en un avión?

—Sí, viajaba en un avión. Iba sentado al lado de una mujer. Una mujer con el cabello castaño claro, alta y muy voluptuosa y que llevaba una camisa azul ajustada que dibujaba el contorno de sus grandes pechos justo debajo de su hermosa cara.

—Creo que voy a vomitar.

—Puedes hacerlo en el agujero.

—¿Te importa si lo hago encima de ti? Si no puedes mover los brazos no podrás defenderte.

—Hace tiempo que sé que no tienes ninguna intención de tocarme ni de acercarte a mí. Y, aún con los brazos inutilizados, tengo recursos suficientes para defenderme de una mujer embutida en una camisa de fuerza. Por eso no te preocupes.

—Se te ve demasiado confiado para estar medio tullido.

—El hombre y la mujer charlaban amigablemente dentro de un avión mientras surcaban el cielo nocturno sobre océano. Casi todos a su alrededor dormían mientras ellos compartían confidencias y un par de tragos de vino en unos vasos de plástico transparente.

»Él le contaba cosas a la mujer y ella escuchaba atentamente, con una media sonrisa esculpida en los labios que solo desdibujaba para dar sorbitos cortos de su vaso o para pedir alguna aclaración a su interlocutor.

»Según explicaba volvía con urgencia de un viaje de negocios porque su mujer se había puesto de parto. Había tenido que tomar un billete en el primer avión disponible después de pasar seis horas en el aeropuerto de Rio de Janeiro esperando a que hubiera uno. A su mujer aún le faltaba un mes para salir de cuentas y por eso había accedido a viajar a Brasil para cerrar unos negocios importantes. Eran asuntos que andaba posponiendo pero que quería dejar resueltos para cuando la niña naciese. Así que, con un mes de antelación sobre la feliz fecha prevista, se había embarcado en un vuelo transoceánico para tener un par de ineludibles reuniones y firmar algún jugoso contrato. Según aseguraba, el futuro nacimiento de su hija se iba a convertir en el acontecimiento más esperado y trascendente de su vida. Provenía de una familia numerosa y tenía claro que el bebé que venía iba a ser el primero de varios. A poder ser, de muchos.

»La mujer asentía mientras el resto del pasaje dormitaba o atendía a alguna insípida película con los oídos escondidos detrás de los auriculares.

»Para cuando emprendió su viaje de vuelta, y por lo que le contó su mujer en una última llamada, estaban intentando retrasar el parto por todos los medios. No había ninguna complicación a la vista pero lo mejor para el bebé era permanecer en el vientre materno el mayor tiempo posible. Cosa que, para entonces, aún no le habían aclarado si se podría o no conseguir.

»Alternaba su relato con pequeñas anécdotas que hacían que a la mujer le resultase imposible desviar la atención de los detalles que el hombre le iba proporcionando y conseguían que a cada minuto que pasaba estuviese más interesada aún en cualquiera de las banalidades que él le pudiera ir contando.

»Ella, por su parte, le explicó que había viajado a Brasil para visitar a un tío suyo que vivía allí, al que nunca había visto pero al que estaba muy interesada en conocer porque era propietario de una clínica de cirugía estética en el barrio más acaudalado de Río. Evidentemente la mayor parte del interés de la señorita en encontrarse con su lejano tío radicaba en el hecho de que el buen señor le había prometido que, si iba hasta allí a conocer a la parte de la familia que hacía casi 100 años que había emigrado a Sudamérica, él se encargaría personalmente de ponerle gratis un buen par de tetas nuevas. Así que, después de sopesar la oferta durante un par de años y de convivir desde la pubertad con el trauma que le producía tener el pecho bastante menudo, se lio la manta a la cabeza y decidió que liberarse de sus complejos bien valía un montón de horas de avión y una de anestesia.

»La señorita se contoneaba y le mostraba sonriente su nueva talla de sujetador, explicándole locuaz y convencida los beneficios de su drástico aumento de volumen.

»A veces no son necesarias demasiadas señales para comprender algo. Ella estaba, a todas luces, interesada en hacer que la conversación avanzase hasta el siguiente nivel, rezumaba por cada poro ganas de que aquel inocente intercambio de palabras se convirtiese en otra cosa; no sabría decir exactamente en qué y creo que ella tampoco hubiera sabido entonces concretarlo. En realidad, dudo incluso de que fuera consciente de ese secreto anhelo, dudo de que en ese momento fuese capaz de analizarse a sí misma y dar con estos síntomas.

»El caso es que yo sí que lo vi.

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