Nina

Nina


PORTADA

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»Él tampoco lo vio. No sé si no fue capaz de hacerlo o si es que, simplemente, no quiso verlo. Si tuviera que apostar por alguna opción lo haría, casi con toda seguridad, por la segunda. Creo que este hombre estaba completamente absorto en el problema que le había hecho tomar precipitadamente el avión en el que viajaba. Sus pensamientos y su corazón volaban mucho más rápido de lo que lo hacía su cuerpo y estaban, con toda seguridad, sentados junto a su mujer en la cama del hospital en el que estaba ingresada. Sus intenciones estaban puestas al cien por cien en lo que le esperaba al bajar del avión. Seguro que, cuando la joven acomodó suavemente sus tetas con las manos, para hacerle partícipe del enorme hueco que ocupaban dentro de su camisa, él las miró de soslayo y no pudo evitar sonreír. Seguro que, cuando ella le dijo que su casa estaba a menos de media hora de la de él, se le pasó por la cabeza montarse algún día en un coche para hacerle una visita a semejante par de bultos. Pero tampoco me cabe duda de que entonces, en medio de la noche, en mitad del océano, su perorata era inocente y sus intenciones limpias. Estaba nervioso y no podía conciliar el sueño y la amable presencia de la señorita le vino de cine para matar un poco el tiempo que quedaba hasta el aterrizaje. Sus ojos se iluminaron todas y cada una de las veces que habló de su futura hija. Hasta en tres ocasiones aseguró que, en cuanto se pudiera, harían todo lo que estuviera en su mano para que su hija dejara de ser única.

»Ella, casi sin saberlo, le estaba pidiendo que la llevara al baño del avión a ver qué se les ocurría hacer y él, también casi sin saberlo, no paraba de mencionar a su futura hija y a la mujer que iba a traerla al mundo.

—Cada día estás más melodramático. No tendrías precio como guionista de culebrones —Nina no puede evitar apostillar.

—¿Recuerdas al hombre del que te hablé hace unas noches, el que se tiró desde un quinto piso y se reventó contra la acera?

—Qué remedio, claro que lo recuerdo. Ya sabes que solo recuerdo las cosas que tú me cuentas. Y a ti.

—Era el que viajaba en aquel avión.

 

 

 

27

 

Boris no sabe dónde está Nina. Y eso le está matando. Ha tenido que llegar el día en que deje de verla para que termine de entender cuánto puede llegar a echarla en falta. No se había dado cuenta de lo que, en su situación, podía significar que su intermitente amiga saliese, tan repentinamente y por completo, de su vida. Su existencia ha quedado reducida a un entorno ridículo, casi insignificante, tanto en el plano físico como en el psicológico. Sus movimientos se limitan a los que le permiten las rígidas normas y los pesados muros de La Quinta de la Montaña y sus pensamientos, aunque casi no se había dado cuenta hasta ahora de esto último, han estado girando, prácticamente por completo, alrededor de la inquietante presencia de Nina.

Solo ahora que sabe que la ha perdido, encuentra dentro de sí la firme determinación de encontrarla, como sea, a toda costa. No se siente bien. Está cansado y triste pero su convicción es firme. ¿Qué sería ahora una crisis de ansiedad comparada con la promesa de felicidad que lleva implícito el posible hallazgo de su amiga? Sabe que el hecho de encontrarla no tiene por qué significar nada, al menos nada importante o trascendente. Lo más probable sería, si apareciese, que fuese como todos y cada uno de los días de los últimos meses: una eterna vuelta a empezar, un loop recurrente. Por la mañana el acercamiento, al mediodía la sonrisa y por la tarde, en los mejores casos, la complicidad, la indiferencia en otros tantos y el rechazo en los más frustrantes. Boris sabe que los días en los que han conseguido conectar de verdad han sido intensos e irrepetibles. Recuerda esa sensación vivamente, muy por encima de cualquier otra. Y, cada mañana, persigue repetir uno de esos escasos días aunque lo que encuentre muchas veces no sea más que indiferencia o desprecio.

Muy a pesar del lado negativo, la echa de menos, la extraña desaforadamente, siente la imperiosa necesidad de salir a su encuentro para ponerse de nuevo frente a su reto diario. Sin Nina se ve a la deriva, falto de un objetivo real. Ni le importa su cura personal, ni su tratamiento, ni su posible (desde luego que no por deseada) recuperación. Ni siquiera le preocupa ninguna de las mejoras que los doctores del sanatorio le prometen.

Después de una noche de medios desvelos y de desorientada meditación, ha llegado a la endeble conclusión de que es más que posible que en su interior haya algún tipo de sentimiento real hacia Nina. Quiere entender que su ausencia ha terminado de encender en su organismo una especie de dependencia descarriada, una atracción inexplicable hacía ella o, al menos, hacia lo que ella representa: la ilusión, la frescura, la novedad, la intensidad…

No quiere atreverse a plantearse que pueda estar enamorado de ella pero tampoco quiere darse el disgusto de negárselo a sí mismo. Piensa que es agradable, bonito y divertido pensar que siente algo hacia Nina, hacia esa extraña a la que cada día sale a buscar.

Hoy no tiene ningún tratamiento, nada serio aparte de una reunión de rutina con la doctora que lleva su caso. Tiene una de estas tertulias cada semana. Ella le cuenta lo que sabe, lee lo que hay sobre él en los informes que suele tener delante y luego le pregunta que qué tal se siente. Esta es la parte más larga. Así que ser escueto debería bastar para poder dedicar el mayor tiempo posible a encontrar a su amiga.

—A ver, Teo, me has dicho que puede ser que sepas dónde está Nina. Si sabes algo, dímelo, por favor.

—Despacio, Boris, no tengas prisa. ¿Sabes lo rápido que corre el tiempo cuando aprendes a vaciar la cabeza? Joder, es increíble la de cosas que dejas pasar por alto cuando ya no te importa nada, cuando has llegado al punto… —Teo se detiene entonces y gira el cuello para mirar al patio a través de las cristaleras—. No hace mal día hoy, ¿no?

—Venga Teo, por favor. Sabes que cuando pasa algo así es muy importante no perder tiempo. Nina puede estar en cualquier sitio, perdida, atemorizada, muerta de frío…

—Los médicos piensan que soy imbécil, lo sé, pero a mí me da igual. He aprendido a fijar la vista en un punto de la pared y ser capaz incluso de olvidarme de quién soy. Y eso me encanta. Los cigarros desaparecen de entre mis dedos sin que tenga tiempo de darles ni una sola calada —Teo continúa hablando como si no hubiera escuchado nada de lo que Boris acaba de decirle—. Pero solo puedo conseguir esto con esas pastillas ovaladas verdes que me dan cada tres días. Esas son cojonudas. Hacen que crea que soy otra persona, no sé, hacen incluso que pueda llegar a creer que soy un animal. ¡O un insecto! Y todo esto sin mover ni una sola pestaña —dice dando de repente un respingo y señalando a Boris—. ¿Las has probado alguna vez?

—No Teo, nunca las he probado aunque, viendo lo bien que van, me lo tengo que pensar.

—Son geniales. Aquí a nadie le preocupa una mierda en lo que inviertas tu tiempo, mientras que no molestes demasiado. Así que, si de estos depende —hace un gesto señalando a una pareja de enfermeros que pasa junto a ellos—, que le den el Nobel al inventor de las pastillas verdes.

—Ya.

—Oye, que si por mí fuera, yo también se lo daría. Pero ya.

—Teo, por favor, te lo ruego, si tienes algo que contarme, hazlo.

—Creo que lo que tengo que decirte es importante para ti, tanto como las pastillas verdes para mí. O quizás más.

»Las pastillas verdes, digo.

—Y se trata de…

—Se trata de que si no me consigues pastillas verdes te quedas sin información.

—Vamos Teo, joder, sabes que no tengo pastillas de esas, de hecho, ya te adelanto que, cuando consigamos alguna la compartimos, porque eso que cuentas suena bien.

—Hay dos posibilidades: me consigues las pastillas y te doy la información o no me las consigues y no te la doy.

—Teo…

—Ahora me voy a ir al hall a sentarme en el banco que está junto al radiador. Tienes hasta la hora de comer. A partir de ahí empezaré a plantearme si nuestro trato sigue en pie. Aunque esté todo el día colocado te he visto con ella y sé que te gusta. A ti puedo presionarte, puedo jugar contigo a que me consigas las pastillas. Si le cuento esto que sé a los médicos no voy a sacar nada a cambio. Nada aparte de enemistarme con algún enfermero, claro. Y no me apetece. Quiero pastillas verdes. Si no, me olvidaré de todo este rollo y me convertiré en un escarabajo.

Boris piensa durante unos segundos en la propuesta que Teo le está haciendo y en las posibilidades que tiene de conseguir las pastillas que le pide.

—Una cosa, Teo. Si la información de la que tanto hablas no merece la pena, me las vas a pagar todas juntas. Las verdes, las azules y las rojas. ¿Vale?

—Cuando te enteres de lo que yo sé es probable que ni te acuerdes de las pastillas... y procura que sean de las verdes.

—Teo, es sobre Nina, ¿verdad?

—Sí, es sobre tu Nina.

—Joder.

Teo se marcha y Boris se queda solo.

Desde que ha comenzado la conversación ronda por la cabeza de Boris un pensamiento, casi sin que él haya sido consciente del todo de que andaba por ahí. Sabe dónde están los botiquines de cada planta y conoce a la persona que se encarga de ellos en cada turno. De todos y cada uno de ellos. Sobre todo mantiene una buena relación con Rita, la que está al cargo esta semana en el turno de mañana del de la planta baja. Y sabe a qué pastillas se refiere Teo exactamente. Sin quererlo ha estado sopesando el asunto, dándole vueltas a la posibilidad de intentar sonsacarle algo a la buena de Rita. Evidentemente, si la cosa se pone difícil, también contempla el robo como una posibilidad real, claro está.

A pesar de su impaciencia hay un trámite que tiene que cumplimentar antes de dedicarse en cuerpo y alma a conseguir el presente que tiene que ofrendarle a Teo.

Su encuentro con la doctora, aunque efímero, dura bastante más de lo que él hubiera querido. La buena mujer tiene el día tonto y no para de hacerle preguntas y de tirarle de la lengua para que le cuente cualquier cosa, sea lo que sea. Está seguro de que ella no tiene ningún interés en lo que le suelta porque responde solo con aprobaciones y ruiditos de aceptación a todo lo que se le ocurre decir. Así que, independientemente del tamaño de la idiotez que le largue, ella continua moviendo suavemente la cabeza y tomando pequeñas notas. Hace tiempo que Boris llegó a la conclusión de que la buena mujer está más interesada en encontrar problemas que soluciones. Aunque solo sea por una especie de anodina inercia profesional.

Finiquitado el trámite médico se centra en lo importante.

Rita, como ya había previsto, es hoy la encargada del botiquín de la planta baja. Y está a diez metros de la puerta, con la cabeza metida en una de las salitas que el personal utiliza para tomar café o comer.

Boris empieza entonces a ponerse nervioso de veras. Su plan inicial consistía, básicamente, en soltarle alguna zalamería a la encargada para intentar así ganarse su favor y pedirle después las famosas pastillas verdes. El hecho de verla fuera de juego y con la meta franca hace que en su cabeza fermente rápidamente la idea de tomar lo que necesita y salir corriendo de allí.

Mira al fondo del pasillo para echar otro vistazo a lo que hace Rita. Está apoyada en el marco de la puerta con la cabeza dentro, manteniendo una animada charla con alguien que le habla desde el interior. Al otro lado del pasillo no hay nadie. El resto de puertas están cerradas. A través de una ventana que hay delante, a la derecha, se ve una pequeña parte de uno de los parques que rodean los muros de la institución.

Tiene que hacer decidirse.

Nota que su pulso se ha acelerado, que su corazón se ha reubicado junto a su cuello y que tiene un vacío en el estómago y otro, momentáneo, aunque potencialmente más peligroso, en la cabeza. Entonces se pone en marcha. Se acerca rápidamente a la puerta del botiquín y entra. Después asoma el cuello afuera para asegurarse de que nadie le haya visto hacerlo.

De momento ha tenido suerte.

Un vistazo rápido a las vitrinas para situarse. Parecen guardar un cierto orden: material de primeros auxilios por un lado, curas por otro, analgésicos, antipiréticos… El botiquín es como un armario grande, uno al que se puede pasar. En la parte de la derecha hay dos puertas más pequeñas, sin cristal y con cerradura. La llave está puesta, con un cordón rojo y azul atado. Es la llave que la persona responsable suele llevar colgada del cuello durante su turno.

Abre las puertas.

Y voilà: el armario está lleno de pastillas y, según Boris cree, son de las de colores. De todos los colores. De las que se reparten a diestro y siniestro en un sitio como este. En cajas, en blísteres, en botes pequeños, en botes grandes… Hay hasta supositorios de colores.

Rojas, azules, amarillas, redondas, ovaladas, píldoras, cápsulas… Y las verdes que anda buscando. Ahí están, mirándole, las verdes.

Alarga la mano y coge una caja. Entonces oye los pasos que se acercan y permanece, petrificado, con ella en la mano, mientras que el rumor suena cada vez más cercano.

—Sí, claro. Cuando le vea se lo pienso contar, que lo sepas.

Rita. Demasiado cerca.

Boris se guarda la caja en el bolsillo del pantalón y se yergue. Un vistazo rápido alrededor y, de un salto, se coloca tras la puerta de entrada al botiquín y la abre sobre sí, tratando de ocultarse lo mejor posible. Rita termina de llegar. Boris entiende que acaba de jugar una apuesta a doble o nada. 50/50. Si Rita pasa por alto el hecho de que la puerta está abierta no sucederá nada, al menos de inmediato, si, por el contrario, decide que la puerta debe quedar cerrada, descubrirá a la ratita que roba pastillas y que se esconde detrás de ella.

Unos segundos y no sucede nada. Por los ruidos que Boris escucha intuye que lo que ha hecho la mujer ha sido llegar y sentarse en la silla que hay tras el mostrador que separa la pequeña estancia del pasillo.

Y nada más.

Cinco minutos de silencio y asoma la cabeza, con mucho cuidado, para ver qué es lo que está haciendo. La mujer está sentada frente al mostrador, de espaldas a él, con sus delgadas piernas cruzadas y una revista abierta ante sí. Mientras Boris la observa, la celadora mueve rítmicamente el pie derecho a la vez que va pasando las hojas. No parece estar muy interesada en lo que la revista pueda contarle aunque tampoco despega la mirada de las fotografías que, muy despacio, una tras otra, van desfilando ante sus ojos.

Diez minutos después no hay ninguna novedad. La puerta sigue cerrada sobre él. La enfermera repasa por segunda vez su revista y la mano derecha de Boris sigue jugueteando con la caja de pastillas dentro de su bolsillo.

Otros diez minutos más y aparecen dos internos para recoger sus recetas. Tras el trámite deciden quedarse a hablar con Rita. Una larga y entretenida charla sobre su madre, que, por lo visto, tiene ciática y lleva una semana sin poder levantarse de la cama. «Pues qué bien», piensa Boris, el lleva casi media hora sin poder moverse de detrás de la puerta y no se lo piensa ir contando a todo el que se encuentre.

El sudor de la mano de Boris empieza a reblandecer el cartón de la caja de pastillas verdes mientras la soba inconscientemente tratando de aplacar sus nervios.

La conversación sobre los achaques de la anciana señora, a los ojos de Boris, parece eternizarse y solo termina cuando otro interno llega para buscar su dosis correspondiente de calma y evasión. Esta vez la cosa se pone seria porque la medicina que Rita busca está dentro del botiquín. Todos los músculos de Boris se tensan cuando ve aparecer ante sí las primeras falanges de los dedos de la mano derecha de la mujer cuando agarran la puerta.

El ligero movimiento que este gesto propicia hace que la mitad del cuerpo de Boris quede al descubierto. Entonces, al levantar la mirada, se encuentra con la del paciente que espera a ser atendido, que le observa con los ojos muy abiertos, las cejas levantadas y cara de no entender nada de lo que acaba de descubrir.

En vista del cariz que acaban de adoptar las cosas, Boris decide actuar.

Da dos pasos rápidos, uno para salir de detrás de la puerta y otro, un poco más largo, para escapar del cubículo. Con el tercero y el cuarto se planta junto al recién llegado como si esperase civilizadamente su turno. Mientras Rita, que nota algo raro, se incorpora para darse la vuelta, Boris gira la cabeza y acerca sus labios a la oreja izquierda del hombre:

—Como le digas algo te corto las pelotas —le susurra.

Cuando ella termina finalmente de volverse lo que ve es a Boris, como si de una aparición se tratase, plantado delante del mostrador sonriéndole y al otro que, extrañado, mira a Boris con el ceño fruncido.

Ella tiene la sensación de estar perdiéndose algo pero, desde luego, no adivina qué puede ser.

—¿Pasa algo, Jenaro?

—¿Eh?

Boris le mira fijamente.

Jenaro alterna su atención entre ella y él. Dos veces.

—Que si pasa algo, Jenaro.

Otra pausa.

—Contesta, hombre, contesta. —Boris también le apremia.

—Eeeeh. No, no, no pasa nada. Nada, nada. ¿Tienes ya lo mío?

—Sí, toma.

Jenaro alarga la mano y recoge tres cápsulas que Rita le da dentro de un vasito de plástico blanco. Un último vistazo a los dos y se marcha. Cuando ha dado cinco pasos Boris reclama su atención:

—¿Jenaro? —El hombre se da la vuelta—. No olvides lo que te he dicho —le dice sonriente.

Jenaro no contesta, solo reemprende su camino y desaparece al fondo del pasillo.

Rita intenta sonsacarle a Boris qué es lo que le ha dicho al bueno de Jenaro, que parecía haber quedado algo descentrado.

—¿Que parece descentrado? Si encuentras a alguien centrado en este sitio me lo presentas, mujer.

Los dos ríen y Boris se despide de ella y se va.

—Boris. —Él se vuelve y la mira—. ¿Qué querías?

—¿Yo? Nada. Solo saludar a mi amiga Rita, la única simpática que hay en todo este santo turno.

—¡Qué bobo eres!

La cosa no ha ido tan rápida ni ha sido tan sencilla como esperaba, aun así, y teniendo en cuenta que antes de llegar no tenía ni idea de cómo iba a conseguir las pastillas, se da por satisfecho. Ahora toca buscar a Teo para hacer efectivo el trueque pastillas/palabras.

No está en el hall, como le prometió. Tampoco está en el salón en el que ha hablado con él ni en ninguna de las salas adyacentes. Finalmente sale a los jardines y continúa con su búsqueda. Nada, tampoco está afuera. De vuelta al salón pregunta a tres internos por su paradero. Uno le observa atentamente pero no le contesta, otro se levanta y le mira con cara de pocos amigos, obligándole a marcharse y el tercero, uno bajito, gordo y con el pelo largo, le pregunta que qué quiere, que él es Teófilo.

En unos minutos consigue que una de las enfermeras le diga cuál es la habitación de Teo y cuáles son los lugares por los que se suele mover.

Nada.

Cualquier operación, sencilla a primera vista en el mundo real, se convierte en un enrevesado laberinto, casi imposible de resolver, entre las paredes de La Quinta de la Montaña. Boris se siente frustrado y nervioso, apremiado y triste. Su parte del trato, por el momento, está cubierta, mientras que Teo, lejos de esperarle para resolver el entuerto, ha decidido desaparecer sin dejar rastro alguno, obligándole a romperse la cabeza intentando encontrarle. Desmoralizado, se sienta en un rincón a esperar a que tenga la bondad de aparecer.

Justo después de comer aparece en el salón, en el mismo sitio en el que se han encontrado por la mañana. Después de la reprimenda de Boris, Teo se interesa por las pastillas y, ante la respuesta afirmativa de Boris, le hace una proposición:

—Te tomas una conmigo, viendo la tele, y te digo lo que sé de Nina.

—Pero, Teo...

A pesar de que intenta, con todos los argumentos que tiene a mano, evitar el trámite, no le queda más remedio que terminar accediendo a los deseos de su nuevo amigo.

—Joder, Teo, que conste que no me importa tomarme la pastilla de los cojones, que creo que ya la he tomado antes, que lo que me preocupa es saber dónde está Nina y si está bien. No sé si me entiendes, hombre.

—Tú tranquilo. Lo que tenga que ser, será.

Después de comer la sala de la televisión suele estar bastante concurrida. Aun así encuentran un par de sillas libres junto a la pared, cerca de la puerta, y se acomodan uno al lado del otro. El aparato no es demasiado grande y está colgado en uno de los rincones, pegado al techo, para que todo el mundo pueda verlo. El volumen no está muy alto, así que cada dos por tres alguno de los presentes chista a cualquiera que hable o haga más ruido del recomendable al arrastrar su silla.

Teo saca una pastilla y se la mete en la boca, después pone una en la palma de la mano de Boris:

—Para adentro —le dice mientras le mira sonriente.

Boris se la traga también.

—Vas a ver un documental de animales como si fuera el primero que ves en toda tu vida. —Sonríe Teo mientras se rasca la entrepierna.

En la pantalla, un grupo de hienas rodea a una leona mientras intenta comerse la cría de antílope que acaba de cazar después de haberla estado acechando durante horas.

Nada más sentarse, uno de los internos, de los de la primera fila, se levanta y empieza a bailar mientras canturrea una canción de Nino Bravo: Noelia. Al llegar al estribillo el susurro se convierte en grito:

—Noelia, Noelia, Noelia, Noelia, Noeeeeeliaaaa…

Durante un instante, Boris cree llegar a la conclusión de que las entonaciones que consigue son bastante acertadas, a pesar de que el baile deje mucho que desear. Apenas un estribillo y medio verso y al emulador de Nino Bravo le sale un duro competidor: Juanín que, inmerso en su eterna e inconmensurable pasión idolatra hacia Alaska, no puede resistirlo ni un segundo más y, de un salto, aparece junto al primer espontáneo para sumar una nueva voz a la que ya consigue que el resto de los presentes sea incapaz de escuchar lo que el narrador cuenta sobre las hienas y su refinada técnica grupal de acoso.

Los gritos de «A quién le importa» se mezclan ahora con el nombre de Noelia haciendo que la situación sea poco menos que insufrible.

—¡El jurado de «Tú sí que vales» está en el salón! —grita alguien señalando hacia la puerta.

A pesar del incipiente bullicio, Boris se siente perfectamente capaz de escuchar a los dos intérpretes y tiene claro que Nino Bravo tiene mucha más madera que el triste imitador de Olvido Gara que salta sin sentido de un lado a otro de la habitación, aunque solo sea por el acierto a la hora de escoger el repertorio.

Además, el bueno de Juanín, se hurga en la nariz al final de cada verso, haciendo que sea casi imposible apreciar la categoría su arte en toda su extensión.

Teo le mira sonriente y él, sin saber por qué pero sin querer evitarlo, le devuelve la sonrisa. En la sala la gente empieza a protestar, el público prefiere el espectáculo visual del documental mucho antes que el despliegue artístico cruzado con el que los dos intérpretes le están deleitando. A pesar del ruido creciente y de la estridencia, Boris está tranquilo, contento, apaciguado, sosegado, en calma y consciente de todo lo que sucede a su alrededor. En mitad del tumulto aparece un enfermero y le pide a Nino Bravo que deje de cantar y que haga el favor de sentarse. Boris, mientras tanto, observa cómo las cinco hienas consiguen, finalmente, hacer que la leona desista en su empeño de llenarse la barriga. Escaldada y herida no tiene más remedio que huir, incapaz de terminar su almuerzo, para proteger su propia vida. Por la cabeza de Boris circulan entonces decenas de ideas sobre la naturaleza y su orden, sobre el equilibrio en el ecosistema, sobre el sentido de la existencia y sobre la repugnancia que le produce el rostro de una hiena. La justicia y la injusticia, la guerra, la paz y lo endemoniadamente difícil que puede ser llegar a fin de mes cuando solo entra el salario mínimo en una casa en la que comen cuatro bocas. Luz, agua, calefacción, teléfono, comida, gastos extra…

Para cuando empieza a plantearse cómo demonios es posible que su cabeza le haya llevado hasta este último razonamiento Juanín, que pasa corriendo a su lado, le golpea con la cadera en el brazo y le saca obligatoriamente de su ensimismamiento. El hombre ha decidido que no quiere dejar de cantar y, cuando el enfermero ha intentado echarle un brazo por encima del hombro, se ha zafado y se ha alejado de él, elevando más aún el tono de voz. Entonces, el resto de asistentes empieza a corear su nombre:

—¡Juanín, Juanín, Juanín!

Su música les dejaba fríos pero un enfermero corriendo detrás de él es otra cosa. Otra muy diferente. Boris procesa los datos que le proporciona la escena y los coteja con las peleas que presenciaba cuando era un crío, en el parque que había al lado de su casa. Las semejanzas son muchas. En realidad solo falta una, para que la coincidencia sea prácticamente completa: que los internos cambien los gritos de «¡Hale, hale!» por los de «¡Dale, dale!».

Boris se levanta y sale del ojo del huracán con Juanín cantando junto a su oído y el enfermero acercándose a él. Por lo demás, el griterío empieza a ser casi insoportable en toda la sala. Muy a su pesar, llega a la conclusión de que no va a poder saber cómo termina el periplo de la leona que tanto cariño ha despertado en él. Desde la puerta le hace un gesto a Teo para que le acompañe y, unos segundos después, está a su lado, sonriente, sin dejar de prestar atención a la pequeña persecución.

—Vámonos.

—¿Qué dices? ¿Estás loco? No me pierdo esto ni borracho.

—Venga, Teo, por favor, cuéntame ya lo que sea, joder, no me puedes tener así.

Juanín se zafa una vez más del acoso del enfermero y, a un par de metros de Boris y de Teo, con un movimiento rápido, se baja los pantalones y los calzoncillos y se los tira a su perseguidor, después, sin parar de vociferar su canción, pasa junto a ellos y se pierde al fondo del pasillo. Antes de salir al patio, se quita la camiseta y la deja en encima de un banco.

Detrás de Juanín, el enfermero y, detrás de él, casi todos los espectadores de la sala de televisión que, riendo y gritando, animan al fugitivo a continuar.

—Vamos, hombre, no seas caga prisas —dice Teo—. A ver qué hacen con Juanín, que hoy está desatado —concluye mientras le invita a seguirle.

Afuera hace mucho frío y está empezando a nevar. El prófugo va de un lado para otro sin prestar atención a nada ni a nadie. Desde las cristaleras, resguardados, varios enfermeros le observan. Boris supone que esperan a que se desfonde o a que deponga pacíficamente su actitud. Entonces, después de unos minutos de frenesí saltimbanqui, se detiene junto a un árbol, se sienta en la hierba que, por momentos, empieza a blanquear, y se hurga la nariz como si no hubiera pasado absolutamente nada en los últimos diez minutos. Una de las enfermeras sale entonces al jardín con una manta y se la pone por encima de los hombros mientras él observa la punta de su dedo índice en busca de alguna captura.

El resto de internos, poco a poco, entre caras de desaprobación y comentarios de desánimo, se va dispersando para volver a su inactiva y pasiva actitud habitual.

—Esto es lo que me gusta de este sitio, Boris. Pueden pasar cosas terribles, altercados, disturbios, peleas… Lo que sea. Se puede estar acabando el mundo; cinco minutos después la vida continua como si no hubiera sucedido absolutamente nada. Es como si las cosas no sucedieran en realidad, como si todo lo que vemos fueran alucinaciones transitorias y efímeras que solo son verdad mientras están ocurriendo pero que, dos minutos después, se volatilizan sin dejar rastro y te abandonan con la sensación de que no ha pasado nada.

—Ya.

Teo sonríe.

—Joder, cómo me gustan estas pastillas. Parezco hasta más listo.

—Tienes razón, todo hay que decirlo. En eso tienes razón.

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