Nina

Nina


PORTADA

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—Pues no tengo ni idea, Nina, no sé si lo mejor es esperar aquí un rato y salir luego, o esperar a que amanezca. O salir ahora mismo. O dejar aquí el coche y salir corriendo.

—Pues sí que lo tienes bien organizado todo.

—Nina, no creo que tenga que recordarte por qué demonios hemos tenido que salir corriendo de La Quinta.

—Tengo hambre, mucha. Y me gustaría poder quitarme esta ropa mojada, joder.

—Mira en la guantera, creo que tengo una chocolatina.

—A ver si salimos de esta. ¿Me invitarás a bocadillo, a uno grande de chorizo?

—No creo que sea al mejor momento para hablar de bocadillos de chorizo. Pero bueno…

Mientras Nina da buena cuenta de la chocolatina, masticando con la boca abierta y rellenando con sus mordiscos el silencio del interior del coche, pasan unos minutos. Durante los diez siguientes los dos se mantienen callados. Nina mira a la oscuridad de afuera mientras repasa su dentadura en busca de restos de chocolate y Rodrigo se entretiene trasteando con el navegador del coche.

Por el sitio por el que ha desaparecido el último coche de la Guardia Civil, aparece otro. Sin sirenas pero con los rotativos encendidos. Pasa junto a ellos como una exhalación y vuelven a quedar en silencio.

—¿Será el mismo que acaba de pasar?

—No lo sé, Nina, es probable. Depende de cuánto haya trascendido el asunto y de a cuántos tengan buscándonos. No sé.

—Yo creo que era el mismo.

—Escúchame, estoy dándole vueltas a algo. Vamos a salir de aquí y vamos a ir a Cavanegra a escondernos. Lo he estado mirando en el navegador, está a tres kilómetros de aquí y es un pueblo bastante grande, de los más grandes que hay en la zona. Si llegamos sin que nos agarren, podemos estar allí unos días y esperar a que pase todo este revuelo. Si intentamos salir de aquí ahora mismo, nos arriesgamos a no llegar muy lejos. Es posible que monten algún control en alguna carretera cercana.

—Estoy cansada y tengo hambre, si me consigues una cama y algo de comer firmo tu plan.

—Vámonos.

Rodrigo arranca y vuelven a la carretera. Una vez allí, da las luces. En los tres kilómetros que les separan de Cavanegra se cruzan con tres coches. Cada vez que ven aparecer luces en la distancia se les hace un nudo en la garganta.

El pueblo está en una loma, en mitad de la noche no se puede apreciar toda su extensión pero parece grande. No llega a pasar por ser ciudad pero promete actividad a la luz del día. Pasan cerca de la plaza del Ayuntamiento y al lado de un par de supermercados grandes. Cuando la carretera parece empezar a dejar atrás las casas, Rodrigo, da la vuelta.

—Vale, ya nos hemos hecho una idea de cómo es este sitio.

Cerca del centro, en una pequeña plazoleta con un gran árbol en medio, aparcan el coche y lo detienen. En una de las esquinas hay un pequeño cartel luminoso: «Hostal La Carpa». Nada más apagar las luces Rodrigo abre la puerta para bajar del coche. En ese preciso instante, por la calle de enfrente, la principal, pasa un coche de la Guardia Civil. Se queda petrificado viéndolo avanzar a pocos metros de ellos, hasta que se pierde avenida abajo.

Rodrigo entra solo en el Hostal La Carpa a registrarse y paga en efectivo. Después sale a por Nina y le explica que, de momento, no hay nada de comer. Lo más razonable es meterse en la cama y tratar de descansar para estar frescos al día siguiente.

 

 

 

32

 

La fachada del hostal es amarilla y tiene, en la parte superior, el rótulo en el que está escrito su nombre. El cartel, con la mitad de los fluorescentes fundidos, está solo iluminado en algunas partes, de manera que, de noche, se lee «Hostal a Capa». Las ventanas de la fachada son pequeñas y apaisadas, con forma rectangular. Desde fuera se aprecia que el color de las cortinas de las habitaciones es rojo. Ninguna de las ventanas de las tres plantas que se ven desde la calle muestra luz alguna encendida.

O todos duermen o están vacías.

Cuando Nina llega a la recepción el mostrador está vacío. A través de una puerta que hay a la derecha ve una habitación en penumbra en la que hay un hombre sentado frente a un televisor encendido que, incorporado en su sofá, les observa al pasar. Rodrigo se dirige a él.

—Esta es mi pareja —explica sonriente.

—Vale, vale.

Nina piensa que el buen hombre debe rondar los setenta años, a pesar de que, desde donde está, no consigue verlo con claridad.

Su habitación está en la primera planta y llegan hasta ella por las escaleras.

—¿Pareja?

—Algo tenía que decirle. Presentándonos a estas horas. Y sin equipaje. Le he contado que se nos ha averiado el coche en mitad del viaje y por eso hemos llegado tan tarde.

—Bien, eso está bien. Tienes talento para esto.

La puerta de la habitación se abre con una pequeña llave de la que cuelga un enorme cilindro de calamina que hace que resulte muy incómodo llevarla en el bolsillo, consiguiendo así que a los clientes no se les olvide que, al salir, lo mejor que pueden hacer es dejarla en recepción. Adentro, el panorama no mejora.

—Joder, esto no está mucho mejor que el agujero en el que me teníais metida. Qué cortinas más horrorosas. Encima, a juego con… ¿la cama? —mientras pronuncia estas dos últimas palabras se vuelve para mirar al doctor.

—Era lo único que había, Nina. No hace falta ni que lo mencionemos. Lo mejor será que intentemos dormir unas horas y ver cómo se plantea el día de mañana.

—No sé si fiarme de ti. —No hay ningún gesto en la cara de Nina.

—No creo que tengamos muchas más opciones, aparte de fiarnos el uno del otro.

En el baño, Nina se quita la ropa y la limpia tan bien como puede dentro de la bañera, procurando no mojarla demasiado. Afortunadamente la camiseta no ha resultado demasiado afectada en su visita al barro. No puede decir lo mismo de sus pantalones, su jersey y sus braguitas. No le va a quedar más remedio que salir del baño vestida solo con la camiseta.

Cuando pone la mano sobre el pomo de la puerta oye la voz del monstruo.

—Que duermas bien.

—¡Ah!

Nina se da la vuelta, sobresaltada, deseando que ella sea lo único que haya en el cuarto de baño.

—Sí, no te preocupes. No te he dejado sola. Ya sabes que nada me haría más daño que abandonarte. No soportaría perderte, de verdad. Puede que pienses que debería tener mejores cosas que hacer, pero no las tengo.

—Tienes mala pinta, Asco.

—No me encuentro bien, ya lo sabes, estoy cada vez peor, intuyo que sé lo que me pasa pero no sé si quiero terminar de asumirlo.

—¿Y qué te pasa?

—¿Tú aún no lo sabes?

—No.

—Puede que estés peor incluso de lo que yo creía pero, bueno, no te preocupes, creo que no tardarás mucho en descubrirlo.

—A mis años no tengo intención de ponerme a estudiar para convertirme en médico, ¿o tal vez debería decir veterinario?

—¿Harías algo por ayudarme? —El monstruo abre mucho los ojos mientras formula esta pregunta.

—Si me preguntas esa estupidez es que, además de repulsivo, eres imbécil. ¿Harías tú algo por evitar que un tumor maligno desaparezca?

—Solo me falta saber, en nuestro caso, quién sería el tumor.

—Tan divertido como siempre.

—No es ninguna broma.

Nina le mira de arriba abajo, dos veces. Tiene la sensación de que hace meses que no le ve y que, durante ese tiempo, ha envejecido como si, en realidad, hubieran pasado años. El bicho está acurrucado, sentado dentro la bañera, con los brazos sobre las rodillas y el gesto torcido. Su color es mucho más pálido que de costumbre y su voz suena mucho más lejana y distorsionada. Nina nota un cambio más, uno más drástico aún:

—No veo tus alas. ¿Qué ha pasado, dónde están?

—¿Ves? En el fondo te interesas por mí y te preocupa lo que me pase.

—Ya lo creo. —Nina espera que el bicho sienta la carga de sarcasmo que ha puesto sobre estas palabras.

—Ya no están, han desaparecido. Se acabaron las alas, se acabó volar y se acabó esa facha altanera y pomposa con la que me has estado viendo. Esto que ves es lo que soy ahora. —Se apoya en el borde de la bañera y se pone trabajosamente en pie—. ¿Te gusta? —Nina pone mala cara—. Esto es en lo que me estoy convirtiendo. —Está más delgado y encorvado, definitivamente ajado y marchito. Donde antes exhibía un porte arrogante y excelso ahora solo parece capaz de transmitir cansancio y debilidad. De sus espectaculares alas solo queda una especie de prominencia justo detrás de sus hombros. Dos muñones que dan fe de lo que antes había ahí.

—Me sigues dando asco. Más todavía que cuando eras un… galán de la maldad. —Y se ríe de su propia ocurrencia.

Nina se mira en el espejo para verse a sí misma, como intentando poner tierra de por medio con la decrepitud que le ha colocado el monstruo delante de las narices. Su pelo está sucio y su cara también pero nada tiene que ver lo que el espejo le enseña con la caricatura de sí mismo en la que su acompañante se ha convertido.

Se atusa el pelo, se coloca la camiseta y sonríe otra vez. Después vuelve a dirigir su atención a la bañera... pero ya no hay nadie.

—Maleducado.

Para cuando sale del baño, Rodrigo está tumbado, vestido y dormido. Nina le oye roncar. Está acurrucado en la parte derecha, pegado a la mesilla de noche de sapelli con dos cajones que hay al lado de la cama y sobre la que casi apoya la cara. La lámpara que hay encima está encendida, iluminando el rostro de Rodrigo como si estuviera en un interrogatorio. Nina se acerca a él y se inclina un poco para apagar la luz. Antes de hacerlo se fija en su rostro:

—Hasta mañana... Rodrigo... —musita.

Y apaga la luz. A oscuras rodea la cama y se acuesta al otro lado, tratando de dejar la cara tan cerca de su mesita de noche como lo ha hecho su compañero de fuga con la suya.

 

 

 

33

 

Cuando termina de ver el coche en el que van Nina y el doctor perderse tras la verja de La Quinta de la Montaña, Boris se deja caer al suelo y rompe a llorar. A su lado, una enfermera intenta consolarle, le habla mientras le acaricia el pelo y le pide que no se preocupe y que trate de reponerse. Él no es capaz de escuchar nada de lo que la mujer le dice, es imposible. Su ilusión por vivir se ha montado en un coche y se ha alejado de él, delante de sus narices.

A pesar de todos sus gritos desesperados, Nina se ha marchado.

Al poco de empezar a vocear ha aparecido esta enfermera intentando que se calmara y que le explicara qué le había pasado en la cabeza. Él no podía escucharla, no podía hacerle caso, no quería dejar de gritar, no quería dejar de intentar disuadir a Nina de lo que estaba haciendo. No quería admitir que, al final, ella se marchara dejándole allí solo. Al menos hubiera deseado que le hubiera pedido que la acompañara, que la ayudara a salir de La Quinta, que la protegiera y que se marchara con ella para construir su nueva vida. Boris no sabe si es el rechazo o la incertidumbre lo que más daño le está haciendo, lo que más le está doliendo. Esperaba que su amiga contara con él. En realidad hubiera querido más pero, con que ella le hubiera esperado y le hubiera explicado lo que iba a hacer, habría tenido bastante. Por lo que había podido ver desde los barrotes, Nina caminaba por su propio pie, libremente, sin que nadie tirara de ella. El doctor solo se había vuelto para pedirle que continuara, no para obligarla. Y ella le había seguido.

Solo queda en su cabeza un rayo de esperanza: «Volveremos a vernos». Las palabras de Nina resuenan por encima de sus propios pensamientos y lo hacen aún con más fuerza y nitidez que las de la enfermera que intenta que se recomponga.

«Volveremos a vernos».

Boris se siente capaz de montar una cosmogonía alrededor de esas tres palabras, de organizar su mundo y su vida futura en base a la información que le puedan transmitir. A pesar de que no han sido pronunciadas en el mejor de los momentos ni las ha escuchado con la calma necesaria, a pesar de que no sabe en qué condiciones ni en qué plazo de tiempo Nina podría ser capaz de cumplir su promesa y a pesar de que sabe que el hecho de que esa promesa pueda llegar a cumplirse la traería muchos más problemas que soluciones.

«Volveremos a vernos».

Tiene la sensación de que acaba de consagrar su vida a la tarea más noble que se le pueda encargar a alguien: convertir un sueño en realidad. En pocos segundos, en medio de su angustia y de los intentos de la enfermera por conseguir que se calme, ha tomado la decisión que quiere que guíe sus pasos en adelante y que, en la práctica, se reduce a cuatro letras: Nina.

—¿Qué te ha pasado, Boris, qué es esto que tienes en la cabeza? Contesta, por favor, Boris. Serénate.

Poco a poco se incorpora y, mientras deja de sollozar, se limpia las lágrimas del rostro intentando que todo en su ser vuelva a caer en su sitio. Tiene que conseguir que la tristeza y la impotencia que la marcha de su amiga le está provocando se conviertan en ilusión y en determinación firme para encontrarla.

A lo largo de su vida, Boris ha demostrado, en repetidas ocasiones, ser incapaz de llevar a cabo empresas de este tipo. Habitualmente sus fracasos se han manifestado en él en forma de tristeza y sus tropiezos o sus incapacidades se han transformado en frustración. Él mismo tiene asumido hace mucho tiempo que su cerebro solo es capaz de procesar el día a día desde la tristeza y desde la impotencia. Sabe que hay otra gente y otras formas de vivir pero se conoce a sí mismo y ha comprobado, en más de una ocasión, que cuando la vida le da la espalda lo único que se le ocurre es pensar que no hay ninguna solución, aparte de darse un buen corte en las muñecas y esperar que un charco de sangre le saque las castañas de fuego.

Ahí está su historial médico para dar fe de ello.

Pero, por alguna extraña razón, ahora se siente preparado y capacitado para encomendarse a la búsqueda de su amiga, la que él anhela que deje de serlo para convertirse en algo más cercano e importante en su vida.

A pesar de que la enfermera sigue hablándole, él aún no ha escuchado nada de lo que le está diciendo. Poco a poco, como en un fade in muy lento, como si se le estuviera acercando desde el final de un largo y angosto pasillo, la voz de la mujer empieza a hacerse inteligible para el cerebro de Boris.

Le pide que se relaje, que deje de llorar y que pare de gritar. Acaba de descubrir por qué no podía escuchar su voz: él ha estado gritando todo el rato, así que lo único que distinguía dentro de su cabeza eran sus gritos y sus sombríos pensamientos.

—Era Nina, Teresa, era Nina. Se ha marchado. Se ha ido. Tengo que ir a buscarla. Tenemos que encontrarla. Teresa, tú no lo entiendes.

—Vale Boris, tranquilo, no lo entiendo, no pasa nada, no te preocupes. Si quieres, me lo puedes explicar, de verdad, cuéntamelo. Estoy aquí para ayudarte. ¿Qué es lo que está sucediendo? ¿Qué tienes?

—Es muy fuerte, Teresa, cuando sepas…

Entonces una lucecita roja se enciende en el cerebro de Boris. Una pequeña y lejana pero muy, muy brillante. Nina se ha escapado del sanatorio, está casi seguro de que lo ha hecho del todo por voluntad propia, y se ha montado en un coche con ese doctor que ha venido para tratarla. Y han dejado a Isaac muerto en el sótano.

La situación no es sencilla, al menos no tan sencilla como: «Nina se ha ido, tenemos que salir corriendo a buscarla». Sí, es evidente que Nina se ha ido pero el cadáver de ahí abajo hace que la historia cambie diametralmente. Esto ya no es una escapada inocente, ni una huida. Ni siquiera es un secuestro. La desaparición de Nina se ha convertido en un asesinato seguido de una atropellada fuga. Eso es, asesinato y fuga son las palabras que mejor describen el lío en el que su amiga acaba de meterse. Y todo esto sin tener claro aún cómo se han desarrollado los hechos ahí abajo. Él no sabe quién le ha hecho eso al pobre enfermero.

Hasta hace un rato el embrollo podría haberse solucionado con unas cuantas pastillas y un castigo. Con una reprimenda tal vez. Pero esto de ahora son palabras mayores. Boris tiene la completa seguridad de que la policía o la Guardia Civil no van a tardar demasiado en presentarse en La Quinta de la Montaña y empezar a hacer preguntas. Si ya estaban buscando a su amiga, está seguro de que este giro en la situación va a hacer que redoblen sus esfuerzos.

En unos pocos segundos, los que tarda en caminar apoyándose en Teresa desde la ventana hasta un banco de madera que hay detrás de ellos, termina de comprender la situación y de posicionarse con respecto a ella: Nina está metida en un lío y él, personalmente, no piensa echar más leña a ese fuego.

—¿Cuando sepa qué, Boris?

—Eeeeh. Que Nina se ha ido, que se ha marchado con ese médico.

—Lo sé, Boris, lo sé. No te muevas de aquí, y serénate, ¿vale?

—Vale Teresa, no te preocupes.

La enfermera se levanta y sale de la sala, después de atravesar un pequeño pasillo llega hasta la recepción y, una vez allí, le cuenta al celador de guardia lo que está pasando.

Cuando Teresa concluye su pequeño relato el celador levanta el teléfono y llama a la Benemérita. Después del tiempo que llevan buscando a Nina resulta que acaba de montarse en un coche con el doctor y que los dos se han marchado del sanatorio.

Mientras que la enfermera da la voz de alarma Boris permanece sentado, secándose las lágrimas y rezando para que no aparezca el picor en su nuca. La situación que ha vivido, sin duda, es propicia para que la bestia se presente y él lo sabe. Y también sabe que eso, precisamente eso, el hecho de saber que el ataque puede llegar, es, la mayor parte de las veces, el pequeño empujón final que necesita para presentarse. Pensar en él es pedirle que venga. Pero han sido ya tantas visitas, tantas reuniones, tantas horas compartidas, que es imposible no reconocer los síntomas y anticipar así, aunque sea sin querer, la temible llegada de la crisis.

A pesar de todo, esta vez el picor parece resistirse a llegar y, en su lugar, aparece una sensación de vacío en el estómago acompañada de una frenética actividad dentro de su cabeza. Casi sin quererlo, sus planes y sus consideraciones mueven ficha antes que cualquier otro posible invitado. Piensa en lo que ha encontrado al volver a la consciencia, en la imagen de Isaac tendido en medio de un charco de sangre y en la dolorosa partida que ha tenido que soportar agarrado a los barrotes de acero de la ventana desde la que ha sido testigo de cómo Nina se paraba para mirarle y formulaba su promesa: «Volveremos a vernos».

En la medida de sus posibilidades tiene que ayudarla.

Y, en cuanto pueda, tiene que ir a buscarla.

 

 

 

34

 

Durante la noche nadie viene a ver a Nina y su sueño es tranquilo y despreocupado. No hay monstruos ni fantasmas ni escenas confusas. Apenas se acuerda de lo comprometido de su situación cuando se queda dormida, exhausta por el cansancio y la acumulación de sobresaltos. No ha sido el mejor día de su vida y de eso está segura, incluso aunque no pueda recordar nítidamente ninguno más. Sus párpados se han cerrado mientras que sus ojos, bajo ellos, se movían inquietos, contemplando en su cerebro la posibilidad de levantarse por la mañana y saber dónde está y quién es la persona junto a la que ha dormido. En realidad es el mismo y último anhelo que la acompaña cada noche.

En lo referente a Isaac y al trozo de carne que falta en su cuello no hay mucho que juzgar. El ser humano es así, estamos programados para intentar prevalecer, para sobrevivir. La situación era sencilla: se trataba de él o de ella. No había mucho más que valorar. Y luego estaba esa sensación tan intensa y desagradable que había estado persiguiéndola últimamente, mitad psicológica, mitad física y que, sin que ella supiera el porqué, no hacía más que señalar en dirección al enfermero, a su ser, a su participación y a su turbadora y repelente presencia.

A pesar de no conocer ni su procedencia, Nina pasa la noche acompañada de la tranquilizadora sensación del trabajo bien hecho.

 

 

 

35

 

Por la mañana despierta con un hambre atroz. Sus tripas suenan como si llevaran vacías meses, como si se hubieran olvidado por completo de lo que significa hacer una digestión. Por la persiana a medio levantar que hay frente a su cara, a un metro escaso, ha entrado en la habitación la claridad difusa de una mañana que amanece cubierta de nubes, dubitativa, como si el sol y la atmosfera se hubieran conchabado para pintar el mismo paisaje que Nina descubre dentro de su cabeza: La claridad difusa.

Gira la cabeza para comprobar lo que ya cree saber: Rodrigo.

Nina sabe que el hombre que está al otro lado de la cama, de pie, contemplándola mientras se abotona la camisa, es médico, su médico. El tío con el que ayer salió a toda velocidad de La Quinta de la Montaña, el mismo con el que se llevó por delante la verja del sanatorio y el mismo con el que se ocultó en medio de una arboleda para despistar a la Guardia Civil. El mismo con el que ha compartido la cama y el mismo que le provoca esa conocida y extraña sensación de familiaridad lejana con la que convive desde que recuerda haberle visto.

—Buenos días, Nina.

—Buenos días, Rodrigo. —Nina sonríe levemente al pronunciar su nombre.

—Vaya, parece que tenemos avances, ¿verdad?

—Creo que sí. Sí. Claro que sí. Recuerdo muy de lejos mi habitación en el sanatorio y recuerdo con algo más de claridad la habitación acolchada.

—Bien.

—De lo de ayer por la noche, creo que no he olvidado nada.

—¿Nada?

Nina se incorpora en la cama hasta sentarse contra el cabecero. Los hierros de los que está hecho se le clavan en la espalda y los percibe nítidamente a través de la fina camiseta de algodón que la cubre. A pesar de todo, no nota el frío como algo desagradable sino que lo percibe como si la hubiera cogido por los hombros y la hubiera sacudido para terminar de despertarla. Y eso, hoy, está siendo muy placentero.

—Creo que no.

—¿Recuerdas…? —Las cejas de Rodrigo casi se juntan encima de sus ojos.

—Sí. Lo recuerdo todo. Desde el sabor a sangre en mi boca hasta el tacto del barro en mi ropa. La camisa de fuerza, el jardín, el coche, el pueblo… El viejo de la recepción. Y me acuerdo de Boris. Me acuerdo de cómo me llamaba desde detrás de aquellos barrotes y de la pena que me dio tener que salir corriendo de allí sin poder explicarle lo que estábamos haciendo y sin poder pedirle que nos acompañara.

—Ya lo hablamos ayer, Nina.

—Lo sé pero eso no cambia lo que yo pueda pensar o lo que pueda sentir. No sé por qué pero creo que todo lo que hice ayer está bien, es correcto. Menos esto. Creo que dejar atrás a Boris no estuvo bien. Me alegra saber que está bien, que se levantó por su propio pie y que salió a buscarme pero me entristece pensar que tuve que salir de allí sin él.

—Bueno, Nina. Ya sabes que esto no es el final. Esto no es más que el principio. Parece que estás empezando a recordar.

—Tengo la sensación de acabar de nacer. —Nina sonríe—. Es como si viniera al mundo por primera vez, como si todo lo que tengo delante estuviera puesto ahí para mí, para que yo lo vea y lo comprenda, para que lo disfrute. Pero todavía me queda mucho camino por recorrer, como a un recién nacido. Todo lo que no ha sucedido en estas últimas horas está todavía fuera de mi alcance. Tengo la sensación de que no está lejos, de que solo tengo que levantarme y descorrer las cortinas para descubrir que está justo ahí detrás pero, por ahora, sigue oculto. Tanto como lo ha estado todo este tiempo.

—No te desanimes, si recuerdas lo que pasó ayer, es cuestión de tiempo que esas cortinas de las que hablas se abran para ti.

—Son buenas noticias, ¿no?

—Lo son, Nina, lo son.

—Piensa en tu hija, si yo mejoro, es posible que ella lo haga también.

—Claro que sí. Tengo que tomar nota de todo lo que está sucediendo. Es necesario que encuentre los motivos de tu mal y las causas que hacen que mejores. —Rodrigo se inclina y rebusca entre sus cosas. Unos segundos después vuelve a incorporarse con un bolígrafo y un pequeño cuaderno en las manos—. Así que, en la mañana de nuestra fuga, comienzas a dar señales claras de mejoría. Y sin medicación alguna.

—Eso es verdad, sin pastillas. —Su sonrisa se ensancha aún más —. Seguro que tanta química me tenía aturdida y atontada. No sé qué se piensan que van a conseguir manteniendo a la gente adormecida y atolondrada.

—A lo mejor se preocupan más de que no molestéis al personal del sanatorio que de vuestra curación.

—Pues, puede que sea así.

—Yo también soy médico pero tengo algunas ideas que quizás no coincidan demasiado con el resto de compañeros de mi gremio. ¿Sabes, Nina? Creo que las medicación debería dejarse solo para casos extremos, en los que hubiera dolor físico real o posibilidad de que los pacientes causaran algún tipo de daño, a sí mismos o a los de su alrededor.

—Pues sí.

—A pesar de todo también intentaría lo de la abstinencia química con ellos. Es necesario buscar otros caminos.

—Parece que conmigo funciona. —Nina se siente pletórica—. Quiero acordarme de todo. ¡Quiero recuperar mi vida! ¡Mi pasado! ¡Mis recuerdos!

—Es necesario que salgamos de este pueblo lo antes posible. Necesito mantenerte en un entorno controlado y poder supervisar todos tus avances. —El rostro de Rodrigo se ensombrece por momentos—. No me gustaría arriesgarme a que volvieras a recordar de esta manera, en esta situación tan estresante. Estoy seguro de que resultaría contraproducente.

—Vámonos ahora mismo.

Nina salta de la cama y se acerca a la ventana.

—Por favor, no te acerques ahí. Aún no sabemos cómo está la situación, no sabemos por dónde nos buscan, no sabemos qué está pasando ahí afuera. —Rodrigo se acerca a ella a medida que habla.

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